Lo que sigue es un extracto del sermón "Siervos Inútiles" (Nro. 1541), predicado por Charles Spurgeon el 6 de junio de 1880 en el Tabernáculo Metropolitano de Londres, traducido por Allan Román.

El hombre que escondió su talento había llevado el espíritu malo y petulante mucho más lejos que el hermano mayor [del hijo pródigo], pero los gérmenes eran los mismos, y debemos asegurarnos de aplastarlos al comienzo.

Este siervo inútil miraba a su señor como alguien que segaba donde nunca había sembrado, y que solía recoger donde nunca había esparcido; quería decir que era una persona dura, exigente e injusta, a quien era difícil agradar. Juzgaba que su señor era alguien que esperaba más de sus siervos de lo que tenía el derecho de esperar, y tenía tal odio contra su injusta conducta que resolvió decirle en su cara lo que pensaba de él.

Este espíritu puede introducirse fácilmente en las mentes de las personas que profesan; me temo que es el espíritu que cobija a muchas personas incluso ahora, pues no están contentas con Cristo. Si necesitan experimentar placer van fuera de la iglesia para obtenerlo. Sus gozos no están dentro del círculo del cual Cristo es el centro. Su religión constituye su labor, mas no su deleite; su Dios es su terror, mas no su gozo. No se deleitan en el Señor, y por tanto, Él no les concede el deseo de su corazón y por consiguiente su descontento crece más y más. No podrían llamarlo: “Dios de mi alegría y de mi gozo”, y entonces resulta que Él es un terror para esas personas. La devoción es un monótono compromiso para ellas; desearían poder escapar de ese compromiso con una conciencia tranquila. No llegan al punto de decirle eso a su ‘yo’ secreto, pero puedes leer entre líneas estas palabras: “¡Oh, qué fastidio es esto!” No ha de sorprender que las cosas lleguen al punto de que una persona que profesa se convierta en un siervo inútil, pues, ¿quién puede hacer bien un trabajo que detesta? El servicio forzado no es deseable. Dios no necesita que unos esclavos honren Su trono. Un siervo que no esté contento con su situación sería mejor que se fuera; si no está contento con su Señor sería bueno que encontrara otro, pues su relación mutua será desagradable e inútil. Cuando se llega al punto de que ustedes y yo estemos descontentos con nuestro Dios, e insatisfechos con Su trabajo, sería mejor que buscáramos a otro señor, si nos fuera posible, pues ciertamente seremos inútiles para el Señor Jesús debido a nuestra falta de amor por Él.

A continuación, noten que aunque este hombre no estaba haciendo nada por su señor, no se consideraba un siervo inútil. No mostraba ningún sentimiento de indignidad, ninguna humillación, ninguna contrición. Estaba tan endurecido como un metal y le dijo descaradamente: “Aquí tienes lo que es tuyo”. Se presentó ante su señor sin presentar disculpas ni excusas. No se identificó con aquellos que, después de haber hecho todo lo que se les había ordenado, dijeron luego: “Siervos inútiles somos”, pues sentía que había tratado con su Señor como lo merecía la justicia del caso; ciertamente, en lugar de reconocer cualquier falta recurrió a acusar a su señor.

Lo mismo sucede con los falsos profesantes. No tienen la menor idea de que son hipócritas, y ese pensamiento no se cruza por sus mentes. No tienen ninguna noción de que son infieles. Si llegaras a sugerírselo, verías cómo se defienden. Si no viven como deberían hacerlo, exigen que se apiaden de ellos antes de que se les culpe; la culpa la tiene la Providencia; la culpa la tienen las circunstancias; la culpa es de alguien más y no de ellos. No han hecho nada, y sin embargo se sienten más tranquilos que quienes han hecho todo lo que debían hacer. Se han tomado la molestia de cavar en la tierra y enterrar su talento y, prácticamente, preguntan: ¿qué más quieres? ¿Es tan exigente Dios como para esperar que yo le traiga más de lo que Él me dio? Soy tan agradecido y devoto como Dios me hace; ¿qué más habría de requerir? No vemos que se incline en el polvo con un sentido de imperfección, sino que le echa arrogantemente toda la culpa a Dios; y ¡hace eso, también, bajo la pretensión de honrar Su gracia soberana! ¡Caramba! Que los hombres sean capaces de torturar la verdad para convertirla en una falsedad tan presuntuosa.

Fíjense bien que el veredicto final de la justicia podría resultar muy opuesto al veredicto que pronunciamos sobre nosotros mismos. Quien orgullosamente se considera útil será encontrado inútil, y quien modestamente se juzga inútil podría llegar a oír al final que su Señor le dice: “Bien, buen siervo y fiel”. Debido a los defectos de nuestra conciencia somos tan poco capaces de formarnos un recto juicio sobre nosotros, que frecuentemente nos consideramos ricos y nos hemos enriquecido y que no tenemos necesidad de nada, cuando, en verdad, estamos desnudos, y somos pobres y miserables. Tal era el caso de este siervo infiel: se había envuelto en la noción altiva de que él era más justo que su señor, y esgrimía un argumento que él pensaba que le exoneraría de toda culpa.

Deberíamos escudriñar mucho nuestro corazón cuando notamos lo que hizo este siervo inútil, o, más bien, lo que no hizo. Depositó cuidadosamente su capital donde nadie fuera capaz de encontrarlo y robarlo; y allí terminó su servicio. Debemos observar que no gastó el talento en algo para él mismo, ni lo usó en negocios para su propio beneficio. No era un ladrón, ni se había apropiado indebidamente de dineros puestos bajo su cargo. En ésto sobrepasa a muchos que profesan ser siervos de Dios y, sin embargo, viven únicamente para ellos mismos. El escaso talento que tienen lo usan en sus propios negocios y nunca en los asuntos del Señor. Tienen el poder de obtener dinero, pero su dinero no es ganado para Cristo; nunca se les ocurre una idea de tal naturaleza. Todos sus esfuerzos están encaminados a fines egoístas, o –usando otras palabras que expresan lo mismo- para sus familias.

Por allá tenemos a un hombre que tiene el don de un discurso elocuente, y lo usa, no para Cristo, sino para sí mismo, para ganar popularidad y poder alcanzar una respetable posición; el único propósito y el objetivo de su más denodada perorata es llevar más grano a su propio molino, y mayores ganancias para su propio peculio. Puede verse por doquier entre los profesantes de la religión, que viven para ellos mismos: no son adúlteros ni borrachos; están muy lejos de serlo; tampoco son ladrones ni derrochadores; son personas decentes, ordenadas y apacibles; pero aún así, comienzan y terminan con su ‘ego’. ¿Qué es esto sino ser un siervo inútil? ¿De qué me serviría un siervo que trabajara duro para sí mismo y no hiciera nada para mí? Un cristiano profesante podría trabajar duramente hasta volverse un hombre rico, un regidor en la ciudad de Londres, un alcalde, un miembro del Parlamento, un millonario; pero, ¿qué probaría eso? Pues bien, probaría que podía trabajar y que en efecto trabajó bien para su propio provecho; y si hizo todo eso mientras hacía poco o nada por Cristo, su propio éxito lo condena todavía más; si hubiera trabajado para su Señor como trabajó para su propio interés, ¿qué no habría podido lograr? El siervo inútil de la parábola no era tan malo como eso; y sin embargo, fue echado en las tinieblas de afuera. Entonces, ¿qué sucederá con algunos de ustedes?

Además, el siervo malvado no fue y malgastó su talento: no lo gastó en complacencias egoístas ni en perversidades, como lo hizo el hijo pródigo, que gastó sus posesiones en una vida desenfrenada. Oh, no; era un hombre mucho mejor que eso. No desperdiciaría ni medio centavo; estaba completamente a favor del ahorro y de evitar riesgos. El talento estaba tal como lo había recibido; sólo lo había envuelto en un pañuelo y lo había escondido en la tierra; de hecho lo había depositado en un banco, pero era un banco que no pagaba intereses. Nunca tocó un centavo de eso para gastarlo en juergas o en parrandas, y por eso no podía ser acusado de ser un derrochador del dinero de su señor; y en todo eso fue superior a aquellos que rinden su fortaleza al pecado, y que usan sus habilidades para gratificar las culpables pasiones suyas y de otros.

Me aflige agregar que algunos individuos que se llaman a sí mismos: siervos de Cristo, disponen su fuerza para socavar el evangelio que profesan enseñar; hablan contra el santo nombre por el cual son llamados, y usan así su talento en contra de su Señor.

Este hombre no hizo eso; tenía un corazón lo suficientemente malo para cualquier cosa, pero nunca se había convertido abiertamente en un traidor tan vil. Nunca empleó el conocimiento para presentar dudas innecesarias, o para resistir a las claras doctrinas de la palabra de Dios; ésto ha sido reservado para los teólogos de estos últimos días, días que producen monstruos desconocidos para épocas de menor educación.

El talento de este hombre no había sido desperdiciado en su mano: estaba tal como lo había recibido, y por tanto, consideraba que había sido fiel. ¡Ah!, pero quedarnos exactamente donde estamos no es lo que Cristo llama fidelidad. Si piensas que tienes gracia y sólo guardas la que tienes, sin obtener más, equivaldría a esconder tu talento en la tierra y convertirlo en algo estéril. No basta con retener; es preciso avanzar. El capital podría estar allí, pero ¿dónde está el interés? Estar viviendo sin objetivo ni propósito más allá del objetivo de mantener tu posición equivale a ser un siervo malo y negligente, ya condenado. Mientras meditamos sobre este tema, que cada uno se diga a sí mismo: “¿Soy yo, Señor?”

Su señor llamó a este siervo: “malo”. ¿Es entonces algo malo ser inútil? Seguramente ‘maldad’ querrá decir alguna acción positiva. No. No hacer lo recto es ser malo; no vivir para Cristo es ser malo; no ser útil en el mundo es ser malo; no dar gloria al nombre del Señor es ser malo; ser negligente es ser malo. Es claro que hay muchas personas malas en el mundo a quienes no les gustaría ser llamadas así. “Malo y negligente” son las dos palabras que fueron juntadas por el Señor Jesús, cuyo discurso es siempre sabio.

Un maestro le preguntó a uno de sus estudiantes: “¿Qué estás haciendo, Juan?” Fue llamado y creyó salir bien librado al responder: “No estaba haciendo nada, señor”; pero su maestro le dijo: “Ésa es precisamente la razón por la que te llamé, pues debías haber estado estudiando la lección que te asigné”.

Al final, no será ninguna excusa que clames: “¡No estaba haciendo nada, señor!” ¿No se les ordenó, a los que habían sido puestos a la izquierda, que se apartaran con una maldición contra ellos porque no habían hecho nada? ¿Acaso no está escrito: “Maldecid a Meroz, dijo el ángel de Jehová; maldecid severamente a sus moradores, porque no vinieron al socorro de Jehová, al socorro de Jehová contra los fuertes”? El que no hace nada es un “Siervo malo y negligente”.