Por lo tanto, cuando al leer los escritores paganos veamos en ellos esta admirable luz de la verdad que resplandece en sus escritos, ello nos debe servir como testimonio de que el entendimiento humano, por más que haya caído y degenerado de su integridad y perfección, sin embargo no deja de estar aún adornado y enriquecido con excelentes dones de Dios. Si reconocemos al Espíritu de Dios por única fuente y manantial de la verdad, no desecharemos ni menospreciaremos la verdad donde quiera que la halláremos; a no ser que queramos hacer una injuria al Espíritu de Dios, porque los dones del Espíritu no pueden ser menospreciados sin que Él mismo sea menospreciado y rebajado.

¿Cómo podremos negar que los antiguos juristas tenían una mente esclarecida por la luz de la verdad, cuando constituyeron con tanta equidad un orden tan recto y una política tan justa? ¿Diremos que estaban ciegos los filósofos, tanto al considerar con gran diligencia los secretos de la naturaleza, como al redactarlos con tal arte? ¿Vamos a decir que los que inventaron el arte de discutir y nos enseñaron a hablar juiciosamente, estuvieron privados de juicio? ¿Que los que inventaron la medicina fueron unos insensatos? Y de las restantes artes, ¿pensaremos que no son más que desvaríos? Por el contrario, es imposible leer los libros que sobre estas materias escribieron los antiguos, sin sentimos maravillados y llenos de admiración. Y nos llenaremos de admiración, porque nos veremos forzados a reconocer la sabiduría que en ellos se contiene. Ahora bien, ¿creeremos que existe cosa alguna excelente y digna de alabanza, que no proceda de Dios? Sintamos vergüenza de cometer tamaña ingratitud, en la cual ni los poetas paganos incurrieron; pues ellos afirmaron que la filosofía, las leyes y todas las artes fueron inventadas por los dioses. Si, pues, estos hombres, que no tenían más ayuda que la luz de la naturaleza, han sido tan ingeniosos en la inteligencia de las cosas de este mundo, tales ejemplos deben enseñarnos cuántos son los dones y gracias que el Señor ha dejado a la naturaleza humana, aun después de ser despojada del verdadero y sumo bien.

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Sin embargo, no hay que olvidar que todas estas cosas son dones excelentes del Espíritu Santo, que dispensa a quien quiere, para el bien del género humano. Porque si fue necesario que el Espíritu de Dios inspirase a Bezaleel y Aholiab la inteligencia y arte requeridos para fabricar el tabernáculo (Éx. 31,2; 35, 30-34), no hay que maravillarse si decimos que el conocimiento de las cosas más importantes de la vida nos es comunicado por el Espíritu de Dios.

Si alguno objeta: ¿qué tiene que ver el Espíritu de Dios con los impíos, tan alejados de Dios?, respondo que, al decir que el Espíritu de Dios reside únicamente en los fieles, ha de entenderse del Espíritu de santificación, por el cual somos consagrados a Dios como templos suyos. Pero entre tanto, Dios no cesa de llenar, vivificar y mover con la virtud de ese mismo Espíritu a todas sus criaturas; y ello conforme a la naturaleza que a cada una de ellas le dio al crearlas. Si, pues, Dios ha querido que los infieles nos sirviesen para entender la física, la dialéctica, las matemáticas y otras ciencias, sirvámonos de ellos en esto, temiendo que nuestra negligencia sea castigada si despreciamos los dones de Dios doquiera nos fueren ofrecidos.

Mas, para que ninguno piense que el hombre es muy dichoso porque le concedemos esta gran virtud de comprender las cosas de este mundo, hay que advertir también que toda la facultad que posee de entender, y la subsiguiente inteligencia de las cosas, son algo fútil y vano ante Dios, cuando no está fundado sobre el firme fundamento de la verdad. Pues es muy cierta la citada sentencia de san Agustín, que el Maestro de las Sentencias y los escolásticos se vieron forzados a admitir, según la cual, al hombre le fueron quitados los dones gratuitos después de su caída; y los naturales, que le quedaban, fueron corrompidos. No que se puedan contaminar por proceder de Dios, sino que dejaron de estar puros en el hombre, cuando él mismo dejó de serlo, de tal manera que no se puede atribuir a si mismo ninguna alabanza.

  Juan Calvino, Institución de la Religión Cristiana, Libro Segundo, Cap. II.