Por Álex Figueroa

«Vamos, bendigan al Señor su Dios desde ahora y para siempre! ¡Bendito seas, Señor! ¡Sea exaltado tu glorioso *nombre, que está por encima de toda bendición y alabanza! ¡Sólo tú eres el Señor! Tú has hecho los cielos, y los cielos de los cielos con todas sus estrellas. Tú le das vida a todo lo creado: la tierra y el mar con todo lo que hay en ellos. ¡Por eso te adoran los ejércitos del cielo!» Nehemías 9:5-6

 

Texto base: Nehemías 9:1-15

El domingo anterior nuestro hermano Pablo nos habló de cómo el pueblo de Dios reaccionó ante su Palabra, la que fue expuesta delante de ellos por aquellos que el Señor llamó y calificó para ello.

Vimos que hubo gozo en medio de ellos por haber recibido las Escrituras, por el arrepentimiento, y porque era el día santo señalado por el Señor para que se regocijaran. Todo esto redundó en obediencia del pueblo.

Hoy veremos cómo el pueblo se dispone a confesar sus pecados, y en este contexto reconoce de forma pública y unánime la grandeza y la fidelidad del Señor.

(vv. 1-3) Este pasaje nos muestra que el pueblo se congregó con el propósito claro de arrepentirse como un solo hombre, como un cuerpo. Los elementos que se enumeran son típicos de estas instancias de arrepentimiento: ayunar, vestirse de luto y echar cenizas o polvo sobre la propia cabeza.

Estos momentos de lamentación, arrepentimiento y luto podían ser individuales o nacionales. En este caso estamos ante un arrepentimiento nacional.

Como vimos en el libro de Esdras, estos eventos de arrepentimiento podían durar varios días, e incluían un profundo sentido de la solemnidad y la reverencia, silencio, comunión con la Palabra de Dios y confesión de pecados.

El ayuno era ocupado como una expresión de tristeza, en donde el sufrimiento provocado por la privación de comida llevaba a la reflexión sobre el propio pecado, y a considerar que sólo estamos completos en el Señor.

El vestido de luto generalmente era negro, y estaba hecho de pelo de cabra. Podía ser solo un taparrabo, o podía cubrir todo el cuerpo. Llevarlo era molesto, y esa incomodidad recordaba a quien usaba esta vestimenta que no podía sentirse confortable en esa situación, que debía lamentarse y afligirse por su pecado, o por el dolor que estaba viviendo. Generalmente era usado por los profetas, quienes llamaban al pueblo a lamentarse y a arrepentirse de su pecado.

La indignación también se expresaba arrojando polvo o ceniza al aire, y sobre la propia cabeza. Esto reflejaba la fragilidad de la vida, ya que se relaciona con la verdad de que somos polvo, y al polvo volveremos.

Ahora, ¿Qué pecado confesaban? (v. 2). Distintos comentarios apoyan la idea que se trataba de la unión entre hombres hebreos y mujeres paganas extranjeras. Todo indica que el proceso de divorcio que había comenzado en Esdras cap. 10 no fue total, por lo que algunos todavía seguían casados en desobediencia, o algunos habían contraído matrimonio a lo largo de los años. Sin embargo, como predicó Pablo los domingos anteriores, el pueblo fue expuesto ante la ley del Señor, y esa Palabra obró en sus corazones llevándolos al arrepentimiento, a apartarse del mal que habían hecho rebelándose contra la voluntad perfecta de Dios.

Habiéndose separado, entonces, de los extranjeros a quienes se habían unido en desobediencia, se aprestaban ahora a confesar su pecado y arrepentirse públicamente, como un cuerpo delante de Dios.

Ahora bien, muchos pueden estar preocupados pensando que la Biblia es racista. Sin embargo, como aclaramos cuando tratamos este tema en el libro de Esdras, el asunto tenía que ver con que el pueblo de Israel era un pueblo santo para Dios, y el mezclarse con los pueblos de la región haría que comenzaran a adoptar su idolatría, sus ritos y costumbres que contradecían las Escrituras y que habían provocado a ira al Señor. En otras palabras, la oposición a los matrimonios mixtos no era un prejuicio racial, ya que los judíos y los no judíos de esta área compartían el mismo trasfondo racial, ya que todos pertenecían al grupo semita.

En suma, las razones eran estrictamente espirituales. Si se fijan, en los ejemplos bíblicos anteriores en los que ocurrió lo mismo, el casarse con extranjeros siempre estuvo ligado a la decadencia espiritual y la idolatría. El que se casara con un pagano se veía inclinado a adoptar las creencias y prácticas paganas de esa persona. Si los israelitas fueron tan insensibles para desobedecer a Dios en algo tan importante como el matrimonio, no podían ser lo suficientemente fuertes para permanecer firmes ante la idolatría de sus cónyuges.

Volviendo a nuestro texto, esta oración de confesión de pecados que se extiende por todo el cap. 9, contiene elementos que pueden servirnos de ejemplo para nuestras propias oraciones. Reconoce la gracia y el poder de Dios i) en la creación, ii) en el pacto con Abraham, iii) en Egipto y en el mar Rojo, iv) en el desierto y en el Sinaí, v) durante la conquista de Canaán, vi) en los tiempos de los jueces, vii) a través de los profetas y viii) en la situación presente.

El comentario de la Biblia de estudio NVI, señala sobre este pasaje:

«El recuerdo histórico, el repaso de la historia de la salvación, s un ingrediente indispensable de la adoración. El culto se nutre y se llena de sentido en la medida en que se apropia de los grandes episodios de la historia sagrada. El pasado ilumina el presente y lo proyecta hacia un futuro de esperanza y restauración. La Creación, el pecado y la redención se entrelazan en la rica teología expresada en esta oración».

(v. 3) No es casualidad que esta jornada de arrepentimiento nacional esté ligada a la lectura atenta de las Escrituras. Ya vimos en el capítulo anterior que el pueblo lloró al escuchar la ley del Señor, y que este quebranto se manifestó en obediencia y un arrepentimiento espontáneo.

Ese acto de arrepentimiento, nacido de las Escrituras, se prolonga hasta este capítulo, y se expresa en esta confesión nacional de pecados.

Una vez que el pueblo de Dios ha escuchado en silencio reverente lo que la Palabra de Dios tiene que decir, es decir, una vez que ha escuchado la voz misma de Dios hablando claramente, al Señor de los Cielos revelándose y comunicando su voluntad a su pueblo; la respuesta del pueblo no puede ser otra que una confesión. Entonces, mientras en el cap. 8 tenemos la voz de Dios a su pueblo, en el cap. 9 tenemos la respuesta del pueblo, que también es a través de palabras.

Una marca del pueblo de Dios es que reacciona ante la Palabra de Dios. Esa Palabra desciende de lo alto y obra como quiere. Así leemos en el profeta Isaías, «Así como la lluvia y la nieve descienden del cielo, y no vuelven allá sin regar antes la tierra y hacerla fecundar y germinar para que dé semilla al que siembra y pan al que come, 11 así es también la palabra que sale de mi boca: No volverá a mí vacía, sino que hará lo que yo deseo y cumplirá con mis propósitos» (55:10-11).

Esta Palabra, que es «viva y eficaz» (He. 4:12), vivifica, alimenta, conforta, exhorta, corrige y direcciona al pueblo de Dios. Tal como la lluvia fecunda la tierra y la hace fructificar, la Palabra de Dios despierta el alma dormida, humecta su aridez y produce vida en ella. Ningún redimido puede permanecer indiferente ante la Palabra de Dios. Es más, ningún ser humano puede permanecer indiferente. O la odia, o se rinde a ella respondiendo con un «amén».

La Palabra de Dios es el dedo que hace vibrar las cuerdas de nuestra alma para producir melodías agradables al Señor. Dios envía su Palabra a su pueblo, y esta Palabra no vuelve a Él vacía, sino que produce su efecto, lleva a cabo su obra en los redimidos, y regresa a Dios en forma de confesión, de alabanza y de glorificación.

Tal como Dios creó todas las cosas por su Palabra, y las sostiene también por su Palabra, así el pueblo de Dios, la iglesia, nace de la Palabra de Dios y vive conforme a ella. Tal como no habría creación sin Palabra de Dios, así tampoco habría pueblo de Dios sin la Palabra de Dios. De ahí entendemos que «No sólo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt. 4:4).

La confesión es, entonces, la respuesta del pueblo de Dios ante la Palabra de Dios. Es la voz de Dios produciendo eco en su pueblo.

El pueblo había sido expuesto durante horas a la ley del Señor en el cap. 8. En este capítulo 9, una vez más escuchan por largo rato, atentamente la Palabra de Dios. Notemos que escuchar la Palabra de Dios fue previo a su confesión. Tal como quien descubre una mina de oro volverá a ella en cuanto pueda, y quien encuentra un tesoro retornará al lugar de su descubrimiento, así quien ha bebido del manantial de las Escrituras, quien ha probado su dulzura incomparable, quien ha aliviado su fatiga mortal con su frescura, quien ha apagado su sed en esa fuente eterna de aguas vivas, ciertamente volverá por más, hasta que todo su ser se empape de su poder vivificante.

De ahí entendemos lo dicho por Cristo, en cuanto dijo: «… las palabras que yo os he hablado son espíritu y son vida» (Jn. 6:63).

Matthew Henry comenta al respecto: «La palabra dirige y aviva la oración, porque por ella el Espíritu nos ayuda en nuestras debilidades. El estudio cuidadoso de la palabra de Dios nos revela gradualmente nuestra pecaminosidad y la abundancia de su salvación; de manera que esto nos llama a dolernos por el pecado y a regocijarnos en Él. Todo descubrimiento de la verdad de Dios debiera hacernos más atentos a su santa palabra y dispuestos a participar en su culto».

Debemos entender que Cristo es la Palabra (verbo) encarnada. Él es la máxima, la suma revelación de Dios, y en Él están escondidos todos los tesoros del conocimiento y la sabiduría. Por eso Él dijo «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Jn. 14:9). Sabemos que «en él habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad» (Col. 2:9), y que «Dios, que muchas veces y de varias maneras habló a nuestros antepasados en otras épocas por medio de los profetas, 2 en estos días finales nos ha hablado por medio de su Hijo» (He. 1:1-2). El mismo Jesús dijo: «Yo hablo lo que he visto cerca del Padre» (Jn. 8:38).

Al creer en la Palabra, permanecer en ella y vivir bajo ella, permanecemos en Cristo y vivimos en Él, porque Él es la Palabra de Dios hecha hombre.

(vv. 4-6) Los levitas, cumpliendo la función que Dios les había entregado, lideran al pueblo en la adoración, en este caso en la confesión de pecados.

Tomando el ejemplo de este pasaje, es bueno que toda oración comience reconociendo primero quién es Dios. ¿Quién es el Dios al que adoramos? ¿A quién nos estamos dirigiendo? Y es que el Dios de las Escrituras, el Dios en el que confía la Iglesia verdadera no es como ningún otro. Es lo que leemos en el profeta Isaías: «¿Con quién, entonces, me compararán ustedes? ¿Quién es igual a mí?», dice el Santo» (Is. 40:25).

Ningún dios que pudiese inventar el corrupto ingenio humano podría siquiera compararse al eterno e inmutable Señor de las Escritura. Señala Arthur Pink: «Nunca hubo tiempo en que Él no existiera; nunca habrá un día en que deje de existir. Dios jamás ha evolucionado, crecido ni mejorado. Lo que es hoy lo ha sido siempre y siempre lo será. Su propia afirmación absoluta es: “Yo Jehová no cambio” (Malaquías 3:6)» (Los Atributos de Dios, 2008, p. 41).

Por eso debemos bendecirlo de eternidad a eternidad. Dice Stephen Charnock: «El primer fundamento de la adoración que rendimos a Dios es la excelencia infinita de su naturaleza, lo que no es solo uno de sus atributos, sino el resultado de todos ellos; ya que Dios, como Dios, es el objeto de la adoración, y la noción de Dios no consiste solo en pensar de Él como sabio, bueno y justo, sino que todas esas cosas llevadas infinitamente más allá de todo pensamiento, y de ahí se sigue que Dios debe ser amado y honrado infinitamente».

El Señor es un refugio eterno, y es la seguridad perpetua de su pueblo. Su providencia no está limitada a una generación, y su bondad y compasión no están restringidas a una época. Su ojo nunca duerme, ni su cuidado se agota sobre su iglesia. Él siempre tiene misericordias para derramar sobre su pueblo, siempre tiene poder para protegernos, su rostro siempre puede resplandecer sobre nosotros, aunque el mundo nos mire con rudeza constantemente.

Por eso debemos bendecir el nombre del Señor, que es «glorioso y alto sobre toda bendición y alabanza» (v. 5). Por eso Cristo nos enseñó a orar diciendo «santificado sea tu nombre», lo que significa apartar su nombre de todos los demás, reconocer que su nombre no puede ponerse al lado de ningún otro como si fuesen iguales o siquiera comparables en algún sentido. Por eso rechazamos tajantemente la bendición que hacen algunas personas, diciendo «Que Dios y la Virgen te acompañen». ¡NO! El nombre de Dios debe ser santificado, nada puede ponerse a su lado, sólo Él es Dios, sólo Él es como Él, y nadie puede opacar su gloria ni recibir aunque sea parte de la honra que sólo a Él le pertenece.

«¿Quién, Señor, se te compara entre los dioses? ¿Quién se te compara en grandeza y santidad? Tú, hacedor de maravillas, nos impresionas con tus portentos» (Éx. 15:11).

Sabemos también que nuestro Señor Jesucristo recibió «… un nombre que es sobre todo nombre» (Fil. 1:9), nombre que es incomparablemente glorioso y al cual ninguno se puede igualar, lo que comprueba una vez más que Cristo es uno con el Padre, como Él afirmó.

Esto es algo en lo que debemos meditar, con discernimiento. Estamos ante la presencia de un Dios glorioso. Venimos ante su presencia en el día que Él ha dispuesto para que le adoremos como un pueblo, congregados en su nombre. Nos hemos acercado «… al monte Sión, a la Jerusalén celestial, la ciudad del Dios viviente… a millares y millares de ángeles, a una asamblea gozosa, 23 a la iglesia de los primogénitos inscritos en el cielo… a Dios, el juez de todos; a los espíritus de los justos que han llegado a la perfección; 24 a Jesús, el mediador de un nuevo pacto; y a la sangre rociada…» (He. 12:22-24).

Como hemos recalcado en otras oportunidades, estamos participando de una realidad celestial, en la que la presencia del Dios vivo se manifiesta de una forma especial en medio de su pueblo reunido, la Iglesia, el templo del Espíritu Santo, la Casa de Dios. Y oramos al Dios viviente, el Eterno, el Altísimo, ilimitado en majestad y gloria, exaltado en poder, clemente y misericordioso en todas sus obras.

(v. 6) El Señor es quien ha creado todas las cosas, y lo hizo para su propia gloria, para ser exaltado en ellas. Nada hay que hubiera sido creado independiente de Dios, y sabemos que el Padre creó todas las cosas por medio de Cristo: «En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios. 2 Este era en el principio con Dios. 3 Todas las cosas por él fueron hechas, y sin él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho. 4 En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres» (Jn. 1:1-4).

Otro pasaje nos dice que «… por medio de él [Cristo] hizo el universo. 3 El Hijo es el resplandor de la gloria de Dios, la fiel imagen de lo que él es, y el que sostiene todas las cosas con su palabra poderosa. Después de llevar a cabo la purificación de los pecados, se sentó a la derecha de la Majestad en las alturas» (He. 1:2-3).

Cuando este v. 6 se refiere al creador de todas las cosas, está entonces incluyendo a nuestro Salvador, ya que todas las cosas fueron hechas por su intermedio. Quienes elevaban esta oración sólo sabían de Cristo a través de sombras y símbolos, pero nosotros, que estamos en los últimos tiempos, hemos recibido la revelación plena y sin velo del glorioso Salvador.

Sabemos que en Cristo son vivificadas las coas creadas, porque leemos que «en él estaba la vida», y fue Él mismo quien dijo: «Yo soy la resurrección y la vida» (Jn. 11:25). Así dice el salmo: «[Todas las criaturas] esperan de ti que a su tiempo les des su alimento. 28 Tú les das, y ellos recogen; abres la mano, y se colman de bienes. 29 Si escondes tu rostro, se aterran; si les quitas el aliento, mueren y vuelven al polvo. 30 Pero si envías tu Espíritu, son creados, y así renuevas la faz de la tierra» Sal. 104:27-30.

(vv. 7-8) La oración ahora comienza a hacer un sobrevuelo por los grandes hitos redentores del Señor en su pueblo. Y es que este Dios que da vida al cuerpo, es también el único que puede dar vida al espíritu. Fue eso lo que hizo con Abraham, llamándolo así luego de hacer un pacto con él. Antes de eso se llamaba Abram, y era uno más de los paganos que habitaba en las tinieblas de su corazón, en la ciudad de Ur de los caldeos. Dios lo sacó no solo de esa ciudad, sino de la muerte espiritual en la que se encontraba, y al sacarlo no solo le dio vida, sino que por pura gracia hizo un pacto con él, prometiéndole que su descendencia sería numerosa como las estrellas e incontable como la arena. Pasaría a llamarse Abraham, que significa «padre de muchos», ya que en Cristo le fue dada descendencia, la que está compuesta de todos quienes creen en Él. Por eso a Abraham se le llama también el «Padre de la Fe», ya que por su fe fue hecho justo delante de Dios, al igual que todos quienes creen en Cristo.

En Abraham, entonces, damos gracias todos quienes hemos creído, ya que todos fuimos hechos partícipes por medio de la fe de la herencia que se le prometió a Abraham. Eso es lo que se nos dice en Gálatas cap. 3: «7 Por lo tanto, sepan que los descendientes de Abraham son aquellos que viven por la fe. 8 En efecto, la Escritura, habiendo previsto que Dios justificaría por la fe a las naciones, anunció de antemano el evangelio a Abraham: «Por medio de ti serán bendecidas todas las naciones.» 9 Así que los que viven por la fe son bendecidos junto con Abraham, el hombre de fe» (vv. 7-9).

(vv. 9-12) Este Señor que da vida, también sustenta esa vida, la preserva y la cuida. Así Cristo dijo «Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará buenas cosas a los que le pidan?» (Mt. 7:11). Si los padres terrenales se preocupan de sus hijos, mucho más el Padre Celestial.

Por lo mismo, estuvo atento a la aflicción de su pueblo en Egipto, y retribuyó grandemente a quienes los angustiaron. De esta forma, avergonzó la insolencia de los egipcios, y destruyó el orgullo y la exaltación de faraón, demostrando que sólo Él es Rey y Señor Soberano del universo. Demostró ante todo el mundo conocido que Él destruirá a sus enemigos, y que Él vengará a su pueblo aniquilando a quienes lo aflijan.

Es lo mismo que hará Cristo contra sus enemigos, los que también han amedrentado y atacado a su novia, la Iglesia. En la descripción de su venida, se dice: «15 Los reyes de la tierra, los magnates, los jefes militares, los ricos, los poderosos, y todos los demás, esclavos y libres, se escondieron en las cuevas y entre las peñas de las montañas. 16 Todos gritaban a las montañas y a las peñas: «¡Caigan sobre nosotros y escóndannos de la mirada del que está sentado en el trono y de la ira del Cordero, 17 porque ha llegado el gran día del castigo! ¿Quién podrá mantenerse en pie?» (Ap. 6).

Este mismo Señor no desamparó a su pueblo, guiándolos sobrenaturalmente de día y noche, de modo que nunca les faltaba luz, pudiendo así ver el camino. Esto hizo también con sus almas, al concederles la ley (vv. 13-15), con lo que les dio lámpara a sus pies, y lumbrera a su camino (Sal. 119:105), y se preocupó de satisfacer sus necesidades físicas.

Así, entonces, el Dios grande y temible, absoluto soberano sobre todas las cosas, se inclina hacia el hombre que ha sido rebelde a su voluntad, y le concede misericordia y gracia, satisfaciendo sus necesidades.

Conclusiones

• El pueblo de Dios nace de la Palabra de Dios. • Cuando el pueblo de Dios se ve expuesto ante las Escrituras, salen a la luz sus pecados, produciéndose arrepentimiento y obediencia. • La confesión de pecados del pueblo de Dios es el eco de su Palabra, que vuelve a Dios luego de haber realizado su obra en su Iglesia. • En la confesión de pecados, es indispensable recordar quién es Dios, y cómo ha obrado en la historia de la salvación. • Es necesario alabar a Dios de acuerdo a lo que Él es, según la excelencia de su naturaleza. • El Señor es quien da vida a su pueblo, lo sustenta, lo preserva, lo cuida y lo guía de acuerdo a su voluntad.

Reflexión Final

¿Cuán a menudo meditamos en el Dios al cual servimos? Es fundamental recordar constantemente quién es Él, cómo Él mismo se define en su Palabra. Porque si vamos a conocer a Dios de alguna manera, dependemos completamente de que Él se revele a nosotros.

Según el concepto de Dios que tengamos, es como vamos a orar. Por lo mismo, más vale que nuestra noción de Dios nazca de las Escrituras. En ellas vemos que el Señor, siendo eterno e incomparable, a pesar de ser absoluto y ser inalcanzable para seres finitos y corruptos como nosotros, se ha hecho cercano, tanto así que se hizo hombre y habitó entre nosotros.

El Señor soportó con paciencia los pecados del hombre, y llegado el tiempo se humanó, para poder llevar sobre sí el castigo de nuestros delitos. Cristo, la Palabra hecha carne, se despojó de su gloria y se vistió de humillación, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz.

Tuvo en poco la vergüenza y el sufrimiento, sabiendo que había de llevar consigo muchos a la gloria, y en Él los pecadores arrepentidos podrían alcanzar vida eterna.

¿Cómo es posible que el pueblo de Dios ande a tientas teniendo tan glorioso Salvador? ¿Cómo andar desmotivados y faltos de ánimo, si se nos ha concedido tan grande salvación? ¿Cómo preferir los engaños y placebos del mundo, si tenemos en Cristo la verdadera vida? ¿Cómo seguir viviendo en la oscuridad, si la misma Palabra de Dios se ha hecho carne, y ha resplandecido su rostro sobre nosotros?

Si no llevas la cruz del nazareno sobre tus hombros es tiempo de cargarla, que Él ha prometido llevarla contigo hasta el final. Hoy es el tiempo de seguir al Salvador. El que tenga oídos para oír, que oiga. Amén.