Por Álex Figueroa

«Tú has sido justo en todo

lo que nos ha sucedido, porque actúas con fidelidad. Nosotros, en cambio, actuamos con maldad» Neh. 9:33

Texto base: Nehemías 9:15-38

El domingo anterior vimos cómo el pueblo, luego de haber sido expuesto a la ley del Señor durante horas, se presentó delante de Dios para confesar sus pecados.

Vimos que este acto de confesión es la respuesta del pueblo ante la Palabra de Dios, es el eco que esta produce en los redimidos, y que por tanto un genuino acto de confesión de pecados es antecedido siempre por una exposición de la Palabra de Dios.

También pudimos apreciar que quienes guiaron al pueblo en esta oración fueron los levitas, a quienes Dios había encargado esta función de liderar la adoración del pueblo. De la oración que ellos elevaron pudimos sacar valiosas enseñanzas para nuestras propias oraciones. En este sentido, su punto de partida es referirse a Dios identificando quién es Él, exaltando su grandeza y santificando su nombre, dejando claro que no hay cosa alguna que pueda compararse a Él, ni deidad creada por el hombre que pueda equiparársele.

Dios fue quien escogió Abraham y le dio vida espiritual, y fue también quien sacó de Egipto a su pueblo cuando éste era afligido y angustiado por sus opresores. Fue Él quien los guio en el desierto, y quien alimentó sus cuerpos con el maná y sus almas con la ley, y fue Él quien instituyó su reposo santo por causa de ellos.

En todas estas cosas vimos que Cristo era exaltado, ya que en Él somos escogidos para salvación como lo fue Abraham, es Él quien dice habernos elegido y sacado del mundo para que llevemos fruto, como ocurrió con el pueblo en Egipto; Él es el pan que descendió del cielo para dar vida al mundo, Él es la Palabra de Dios hecha hombre, que despierta y nutre nuestras almas, y Él es nuestro reposo, en el que descansamos de nuestras obras reconociendo que somos salvos por sus méritos.

Al recorrer lo que nos queda de capítulo, seguiremos su estructura, apreciando cómo el pueblo responde con rebelión cuando Dios le ha mostrado misericordia, y el Señor responde con más misericordia cuando el pueblo lo desobedece.

(vv. 16-17) A todas estas bendiciones y misericordias, el pueblo respondió con soberbia y porfía en su corazón. Habían recibido el favor de la buena mano del Señor, pero prefirieron los caminos torcidos de sus propios corazones.

¿No fue ese el pecado de Adán y Eva? El Señor les había dicho claramente que no debían comer de ese árbol, que estaba en el medio del huerto. Podían comer de todo otro árbol y fruto, pero ellos quisieron aquel que Dios les había prohibido expresamente. En su soberbia, se creyeron más sabios que Dios, y consideraron que su propio criterio era más excelente. Ellos pensaron que el desobedecer a Dios les haría más bien que el obedecerle. Creyeron que estarían mejor transgrediendo la Palabra que sometiéndose a ella. Ellos pensaron que sabían mejor que Dios lo que les hacía bien y lo que les hacía mal. El fruto de su soberbia fue la muerte, y la caída de la creación que había sido puesta bajo su administración.

Los hijos de Adán y Eva mostraron que la rebelión de sus padres no se había ido con el paso de las generaciones. Todo lo contrario, por el delito de nuestros padres, nacemos en corrupción, nuestros pensamientos son moldeados por la maldad y «el intento del corazón del hombre es malo desde su juventud» (Gn. 8:21). Esto llevó a exclamar al Rey David en el Salmo 51: «Pues soy pecador de nacimiento, así es, desde el momento en que me concibió mi madre» (v. 5, NTV).

Esto a su vez nos lleva a ver que según la Palabra de Dios los niños no son inocentes, sino que nacen siendo pecadores, luego de la rebelión de nuestros padres Adán y Eva. Todo hijo de Adán nace con la marca de la rebelión de su padre, que es el pecado, la muerte espiritual. Así, no somos pecadores porque pecamos, sino que pecamos porque ya somos pecadores.

Vemos, entonces, que esta rebelión de nacimiento es de tal magnitud, que incluso estando dentro del pacto de Dios y recibiendo sus bendiciones, disfrutando de su favor y de sus misericordias, somos capaces de escupir la mano de Dios, de rechazar sus bienes celestiales, de volverle la espalda y preferir el estiércol y la podredumbre de la que nos rescató.

Eso fue lo que ocurrió con este pueblo rebelde. Luego de recibir una salvación tan grande, de haber sido sostenidos por el Señor, de haber sido rescatados de Egipto y liberados de su opresión esclavizante, se nos dice que fueron soberbios, que endurecieron su cerviz, que no escucharon sus mandamientos. Peor aún, dice que ¡No quisieron oír! Si no quisieron oír significa que alguien les estaba hablando, y ese alguien era el Señor. ¡Dejaron a Dios hablando solo! Tampoco se acordaron de las maravillas de Dios en su favor, de cómo los había salvado, de cómo los había sustentado sobrenaturalmente y los había fortalecido con su poder. ¡Recibieron los favores del Señor y su ingratitud fue tal que se olvidaron de ellos!

Siglos después, la situación no había mejorado. Vemos que Jesús dice a los descendientes de estos judíos: «no queréis venir a mí para que tengáis vida» (Jn. 5:40).

Dice además que endurecieron su cerviz, es decir, su cuello. Aquí se ocupa la figura de un buey que rehúsa poner su cuello para que sobre él se fije el yugo y así pueda arar. Un buey rebelde que no quiere someterse para trabajar. Así, el pueblo de Dios, que estaba llamado a ser la luz del mundo y a representar el carácter de su Señor ante las naciones, ese pueblo en el cual se manifiesta el sello del reino de Dios y que debe llevar a cabo su obra, sosteniendo su Palabra Santa ante el mundo; se rebaja al nivel de una bestia rebelde y necia que no quiere trabajar. Su rebelión los rebaja a la semejanza de un animal tozudo y porfiado. Eso es lo que significa endurecer la cerviz.

Por eso dice el salmista: «Tan torpe era yo, que no entendía; Era como una bestia delante de ti» (73:22) y también «No seas como el mulo o el caballo, que no tienen discernimiento, y cuyo brío hay que domar con brida y freno, para acercarlos a ti» (Sal. 32:9).

Y ¿Qué tal tu cuello? ¿Eres como un buey o un caballo rebelde, o eres dócil ante las órdenes de tu Señor, el Soberano del universo? ¿Todavía rehúsas tomar tu parte en la obra de Dios y arar junto a los redimidos? ¿Es acaso ese trabajo muy innoble para ti? ¿Es muy vil, muy bajo? Nietzsche decía despectivamente que el cristianismo era la moral de los esclavos. A eso respondemos que ¡Felices nos sometemos al yugo de tan glorioso Señor, antes que ser supuestamente libres en la muerte y la corrupción, preferimos ser esclavos de la justicia, de la vida, de la luz, del Salvador que encarna todas estas cosas!

¿Tomarás, entonces, el arado? ¡Tómalo! Pero recuerda las Palabras de Cristo: «Ninguno que poniendo su mano en el arado mira hacia atrás, es apto para el reino de Dios» (Lc. 9:62). Pero recuerda también este otro dicho del Salvador: «Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas; 30 porque mi yugo es fácil, y ligera mi carga» (Mt. 11:29-30). ¡Qué hermosa paradoja, si llevamos el yugo de Cristo, encontraremos descanso para nuestras almas mientras trabajamos! ¿Hay algo más noble que llevar el yugo junto con el Salvador? El trabajo, la obra más magnífica y gloriosa a los ojos de los hombres, no se compara al honor de llevar el yugo del Nazareno.

Pero el pueblo no quería prestar su cuello para la obra, la despreciaron y la tuvieron en poco. Antes que eso, pensaron en nombrar un caudillo para volver a su servidumbre. ¡Qué tremenda necedad! ¡Preferían la esclavitud de los egipcios despiadados, antes que prestar su cuello para la obra de su misericordioso Señor! Preferían los tormentos, vejaciones, latigazos y homicidios de los egipcios, antes que los favores, misericordias y cuidados de su tierno Salvador. Para eso realmente hay que ser un necio, alguien que carece de toda razón y entendimiento.

Lo mismo hicieron los descendientes de estos judíos unos siglos más tarde, cuando escogieron a Barrabás antes que a Cristo. Preferían el caudillo nominado por ellos, un criminal, un sanguinario de corazón corrupto; antes que el Salvador designado por Dios que era Dios mismo hecho hombre, Aquél de quien el Padre dijo: «Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia; a él oíd» (Mt. 17:5). Pero ellos no lo oyeron, prefirieron escuchar a sus propios corazones, y se creyeron más sabios que Dios. Hoy el mundo sigue escogiendo a Barrabás.

¿No hacemos nosotros lo mismo? ¿Cuántas veces buscamos salvación en lo que no puede salvar? ¡Sólo Cristo puede hacerlo! La Palabra de Dios dice: «Y en ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos» (Hch. 4:12). Pero insistimos en recurrir a nuestros ídolos, a nuestros caudillos, a nuestras estatuillas de oro, plata, yeso o marfil, ¡En vez de mirar al Cordero que fue inmolado por nosotros!

¡PERO…! (v. 17) ¿Qué sería de nosotros sin esta pequeña palabra? Dios respondió a esta rebelión, a esta traición baja y ruin, con misericordia y paciencia. ¿Quién es como nuestro Dios? ¿Quién se le puede asemejar? El Señor, pese a su traición, no los abandonó.

A tanto había llegado la corrupción de sus mentes y la bajeza, el estiércol que cubría sus corazones, que cambiaron a Dios por un becerro de oro hecho con sus propias manos, y lo insultaron ingratamente afirmando que ese animal fundido era el que los había rescatado de sus males. Además de eso, dice que «cometieron grandes abominaciones», como entregarse a adulterios, borracheras y desenfreno.

Se cumplió así lo que afirma el Apóstol Pablo: «A pesar de haber conocido a Dios, no lo glorificaron como a Dios ni le dieron gracias, sino que se extraviaron en sus inútiles razonamientos, y se les oscureció su insensato corazón. 22 Aunque afirmaban ser sabios, se volvieron necios 23 y cambiaron la gloria del Dios inmortal por imágenes que eran réplicas del hombre mortal, de las aves, de los cuadrúpedos y de los reptiles 24 Por eso Dios los entregó a los malos deseos de sus corazones, que conducen a la impureza sexual, de modo que degradaron sus cuerpos los unos con los otros» (Ro. 1:21-23).

Cuídate de no hacer lo mismo que ellos. Podemos traicionar a Dios creyendo que nos ayudó alguna cábala o ritual, o quizá los astros con sus movimientos en el universo, o probablemente algún pariente muerto, un santo, una medallita, un amuleto, o el mismo azar. Pero también podemos escupir con nuestra ingratitud al Señor viviendo para nosotros mismos, creyendo que nuestros logros se debieron a nuestras propias fuerzas o méritos. ¡Soli Deo Gloria! Era un lema de los reformadores, y debe ser también el nuestro. Que todo el honor se lo lleve Dios, porque a Él le pertenece.

¿Cómo respondió el Señor ante este insulto? (vv. 19-25). Una vez más, no los abandonó. Todo lo contrario, los sustentó, los guio, los cuidó, los protegió, les proveyó, los bendijo. Les envió su buen Espíritu para enseñarles, alimentó y vistió sus cuerpos, librándolos de la fatiga, de tal manera que ni sus pies se hincharon a pesar de tanto caminar. Les dio la victoria sobre reinos más poderosos que ellos, y les repartió las tierras de esos pueblos que lo habían ofendido con sus pecados. Tanta fue la bendición del Señor que dice: «A ustedes les entregué una tierra que no trabajaron y ciudades que no construyeron. Vivieron en ellas y se alimentaron de viñedos y olivares que no plantaron» (Jos. 24:13). El Señor los hizo fructificar en su descendencia, y su provisión fue tal que se dice que no tenían necesidad alguna, aunque siempre encontraron una razón para quejarse delante de Él.

Sin embargo el pueblo pagó con más rebelión a tanta misericordia, y entramos en un ciclo en que se muestra toda la perversión de sus corazones (vv. 26-30). Podemos ver que siguieron repitiendo los mismos pecados que vimos en los primeros versículos: soberbios, endurecieron su cerviz, no escucharon ni oyeron sus mandamientos, cuestión que se repite una y otra vez.

Pero notemos que el pueblo había entrado en una espiral descendente. Por una parte, repetían los mismos pecados una y otra vez. Esto no implica estar en el mismo lugar que antes, sino que estar peor que antes, ya que los redimidos deben ir creciendo en la santidad que les ha sido concedida, e ir obteniendo victorias sobre su corrupción. En este sentido, como bien dice el pr. Sugel Michelén, «En la vida cristiana nadie se estanca, o se camina para adelante, o se camina para atrás».

Por otra parte, vemos que añadieron nuevos pecados que intensificaron su maldad. Dice que provocaron a ira al Señor y se rebelaron en su contra (v. 26), lo que implica una disposición activa del alma, en el sentido de arriesgarse a ofender a Dios, de transgredir abiertamente su voluntad, de desobedecerlo con descaro, tal como un niño pequeño provoca a su padre realizando en su presencia una acción que éste le ha prohibido. Además, no solo no oían su ley, sino que echaron la ley de Dios tras sus espaldas, es decir, le dieron vuelta la espalda.

Una vez más, Dios habla, y el pueblo lo deja hablando solo, le da vuelta la espalda con su rebelión y se vuelve en pos de sus ídolos. Dios les da de su maná celestial, sus bellas palabras de vida, sus delicias y bocados tan dulces como la miel que destila del panal, pero el pueblo prefiere ir a comer al basural, va a buscar su comida junto con los cerdos.

Para colmo de males, el Señor les envía a sus profetas para exhortarlos a volverse a Él, pero ellos añaden un nuevo pecado: matan a los profetas. Matan al mensajero de Dios, que no es más que un reflejo de su deseo de que Dios mismo estuviera muerto, su deseo de que no existiera su Palabra, ni su ley, ni su carácter santo, ni su justicia ni su verdad. ¿No es ese el clamor del mundo? John Lennon, en su canción Imagine, en la que describía su mundo ideal, y que es un verdadero himno de la música contemporánea, dice: «Imagina que no existe el cielo, ni infierno bajo nuestros pies, es fácil si lo intentas… imagina que tampoco hay religión». Ese es el clamor de este mundo, el de todo hombre que no ha sido redimido: Ojalá no existiera Dios, porque lo odian, aborrecen su ley, y aborrecen a sus mensajeros.

El Señor, entonces, cumple su Palabra que había dicho cuando les entregó la ley: «63 Así como al Señor le agradó multiplicarte y hacerte prosperar, también le agradará arruinarte y destruirte. ¡Serás arrancado de raíz, de la misma tierra que ahora vas a poseer! 64 »El Señor te dispersará entre todas las naciones, de uno al otro extremo de la tierra» (Dt. 28: 63-64). Los entregó a sus enemigos, lo que llevó al pueblo a la aflicción, y a acordarse de que su única salvación es el Señor.

Sin embargo, en tanto tenían paz, volvían a hacer lo que les gustaba: revolcarse en la basura. Dice la Escritura: «El perro vuelve a su vómito, y la puerca lavada, a revolcarse en el lodo» (II P. 2:22). Una vez más, repiten sus males, continúan en su espiral descendente, aprovechándose de la gracia de Dios y despreciándola, ya que la usaban solo para salir de sus aflicciones, y luego cuando Dios les concedía paz, volvían a su rebelión, repitiendo este ciclo varias veces.

¿No es lo mismo que hacemos nosotros muchas veces? Nos mantenemos en nuestra rebelión hasta que el Señor toca a alguien o algo que amamos, y en ese momento nos volvemos a Él con un fervor renovado, sólo para abandonar nuestro entusiasmo cuando la situación se ha normalizado. ¡Eso es usar a Dios, es despreciarlo en absoluto y aprovecharse de su gracia!

Sobre esto, Charles Spurgeon predicaba:

«Cuántos rebeldes empedernidos a bordo de un barco, -cuando los maderos se ven forzados y crujen, cuando el mástil está roto, y el barco es arrastrado por la corriente y azotado por el temporal, cuando las hambrientas olas abren sus fauces para tragarse al barco entero y a los tripulantes vivos, como son tragados los que descienden al Seol- cuántos marineros empedernidos han doblado su rodilla, y con lágrimas en sus ojos han clamado: "¡he pecado!"

Pero, ¿de qué provecho y de qué valor fue su confesión? El arrepentimiento que nació en la tormenta murió en la calma; ese arrepentimiento que fue engendrado en medio de los truenos y de los rayos, feneció tan pronto todo fue acallado en la quietud, y el hombre que era un pío marinero cuando se encontraba a bordo del barco, se convirtió en el más malvado y abominable de los marinos cuando puso su pie sobre terra firma (en tierra firme)».

A pesar de todo este ciclo perverso, la misericordia de Dios prevaleció (v. 31). Esto nos recuerda lo dicho por el profeta Jeremías: «Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias. 23 Nuevas son cada mañana; grande es tu fidelidad» (Lam. 3:22-23). Lo que era cierto en ese entonces sigue siendo igualmente cierto hoy: sólo la misericordia del Señor nos ha librado de ser consumidos, que es lo que merecíamos.

(vv. 32-38) En este pasaje, la oración de confesión de pecados del pueblo llega a su fase final. Notemos que el pueblo fue muy específico en reconocer sus pecados, cuestión que debemos imitar en nuestras propias oraciones. Debemos admitir con la mayor precisión posible en qué hemos pecado, porque con eso reconocemos que la Palabra de Dios es veraz, y que nosotros somos transgresores. Evitemos las confesiones genéricas, vagas, que reflejan poca intención real de pedir perdón.

Podríamos decir que toda confesión de pecado podría resumirse en el v. 33: «Tú has sido justo en todo lo que nos ha sucedido, porque actúas con fidelidad. Nosotros, en cambio, actuamos con maldad». Esto nos recuerda las palabras del Apóstol Pablo cuando dijo: «… sea Dios veraz, y todo hombre mentiroso» (Ro. 3:4). Ante la ley de Dios solo podemos callar y reconocer nuestro pecado con un corazón contrito y humillado.

Podemos ver luego de todo este recuento, que la consecuencia del pecado sólo puede ser negativa. Mal tras mal, ruina tras ruina, desolación tras desolación, corrupción sobre corrupción. El pueblo nunca salió bien parado luego de su pecado. Nunca creció por él, nunca logró huir de Dios, ni cumplir su deseo torcido. El pecado solo sirvió para entenebrecer sus mentes y profundizar su perversión. Sólo lograron caer cada vez más bajo. Por algo afirma la Escritura: «Y en verdad, todos los que quieren vivir piadosamente en Cristo Jesús, serán perseguidos. 13 Pero los hombres malos e impostores irán de mal en peor, engañando y siendo engañados» (II Ti. 3:12-13).

La consecuencia de su pecado fue la esclavitud. Se hicieron esclavos en la tierra en la que debían ser señores, terminaron trabajando para otros en la tierra que les había sido dada para que ellos la administraran. Lamentablemente, esa es la historia de la humanidad. Se nos dio el huerto para que lo labrásemos, pero nos rebelamos al Señor, y terminamos siendo esclavos del pecado en la tierra en que debíamos dominar y enseñorearnos. Así dijo Jesús: «Ciertamente les aseguro que todo el que peca es esclavo del pecado» (Jn. 8:34). Pero hay esperanza, porque luego agregó: «… si el Hijo los libera, serán ustedes verdaderamente libres» (v. 36).

Conclusiones

a. El pecado de Adán tuvo como consecuencia que naciéramos con una naturaleza rebelde a Dios y enemiga de su voluntad. b. Aunque somos el pueblo de Dios y beneficiarios de su pacto, el pecado que habita en nosotros nos lleva a querer desobedecer la Palabra de Dios y creernos más sabios que Él. c. La misericordia del Señor es tal que, aunque Él es el ofendido, nos envía salvación, y una vez que nos ha salvado sigue perdonando nuestra rebelión. d. Tenemos la tendencia de repetir una y otra vez los mismos pecados. Eso no es quedarse estancado, sino decaer en una espiral descendente. e. Debemos cuidarnos de buscar a Dios sólo para que nos conceda paz, desobedeciéndolo luego cuando hemos obtenido lo que pedíamos. f. Nuestra confesión de pecados debe ser lo más detallada posible, afirmando que Dios ha dicho la verdad y que nosotros hemos fallado. g. La consecuencia del pecado no es otra que muerte y ruina. Si seguimos el camino de la rebelión a la voluntad de Dios, sólo podemos esperar destrucción.

Reflexión Final

Vimos que el Señor enviaba profetas a su pueblo, para que se volvieran a Él en arrepentimiento, pero ellos los mataban (v. 26), y con reflejaban su deseo de matar al mismo Dios.

También vimos que cuando el pueblo de Dios era entregado a sus enemigos, ellos clamaban y el Señor les enviaba libertadores para que los salvaran de la mano de sus adversarios (v. 27). Estos eran los llamados jueces, quienes eran instrumentos de Dios para librar a su pueblo de sus angustias.

La Palabra de Dios es clara en cuanto a que Cristo es el verdadero Libertador de su pueblo, tanto así que el ángel ordenó que su nombre fuese Jesús, «porque Él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt. 1:21). También sabemos que Él es el sumo Profeta, el Profeta definitivo, ya que Él no sólo predicaba Palabra de Dios, sino que es la Palabra misma de Dios hecha hombre.

Sin embargo, el pueblo mató a su Libertador y a su Profeta. El mismo pueblo que tantas veces cayó y se arrepintió, y que en este capítulo 9 aparecía confesando sus pecados, luego de unos siglos mataría al Autor de la vida, como afirmó Pedro en su predicación registrada en el libro de Hechos (Hch. 3:15).

Los mismos que quitaban la vida a los profetas de Dios, demostrando con ello su deseo de que Dios mismo fuera el muerto, ahora atentaban contra el Dios hecho hombre, ejecutándolo en la cruz. El pueblo con esto colmó la medida de su pecado, matando a su Mesías, rechazando a la luz del mundo. Cuando eligieron a Barrabás en vez de a Cristo, clamándole por que le crucificaran, el pueblo dijo: «Y respondiendo todo el pueblo, dijo: Su sangre sea sobre nosotros, y sobre nuestros hijos» (Mt. 27:25). Su rebelión llegó así a su punto cúlmine.

Sin embargo, al Hijo de Dios no le fue arrebatada su vida, sino que Él la entregó voluntariamente. Él mismo afirmó: «11 Yo soy el buen pastor. El buen pastor da su vida por las ovejas… 18 Nadie me la arrebata, sino que yo la entrego por mi propia voluntad. Tengo autoridad para entregarla, y tengo también autoridad para volver a recibirla. Éste es el mandamiento que recibí de mi Padre» (Jn. 10:11, 18).

Aquí encontramos la rebelión del pueblo y la misericordia del Señor, ambas en su punto máximo. El pueblo en su máxima transgresión, y el Señor en su acto de misericordia supremo, entregando a su Hijo por los delincuentes y traidores. Esto es el glorioso Evangelio de Dios: «Difícilmente habrá quien muera por un justo, aunque tal vez haya quien se atreva a morir por una persona buena. 8 Pero Dios demuestra su amor por nosotros en esto: en que cuando todavía éramos pecadores, Cristo murió por nosotros» (Ro. 5:7-8).

Así, la gracia de Dios venció una vez más y definitivamente sobre el pecado del hombre. Él respondió a nuestra rebelión con su misericordia, ahogó nuestros delitos en el mar de su gracia.

Tal es su misericordia, que envió a los apóstoles a predicar a este pueblo que lo había crucificado, y esto fue lo que ocurrió: «37 Cuando oyeron esto, todos se sintieron profundamente conmovidos y les dijeron a Pedro y a los otros apóstoles: —Hermanos, ¿qué debemos hacer? 38 —Arrepiéntase y bautícese cada uno de ustedes en el nombre de Jesucristo para perdón de sus pecados —les contestó Pedro—, y recibirán el don del Espíritu Santo. 39 En efecto, la promesa es para ustedes, para sus hijos y para todos los extranjeros, es decir, para todos aquellos a quienes el Señor nuestro Dios quiera llamar. 40 Y con muchas otras razones les exhortaba insistentemente: —¡Sálvense de esta generación perversa! 41 Así, pues, los que recibieron su mensaje fueron bautizados, y aquel día se unieron a la iglesia unas tres mil personas. 42 Se mantenían firmes en la enseñanza de los apóstoles, en la comunión, en el partimiento del pan y en la oración» (Hch. 2:36-42).

¡Esa es la misericordia de Dios revelada en Cristo! La invitación es la misma hoy: Arrepiéntanse y crean en el Señor Jesucristo, y serán salvos. Amén.