Por Álex Figueroa

«Nosotros somos siervos del Dios del cielo y de la tierra, y reedificamos la casa que ya muchos años antes había sido edificada…» Esdras 5:11

Texto base: Esdras caps. 5-6.

Como ya vimos en los domingos anteriores, el pueblo de Dios enfrentó diversos obstáculos en la reconstrucción, que retardaron la obra casi dos décadas, y que implicaron intimidaciones, amenazas, difamaciones, sobornos y acusaciones a las autoridades civiles. Ante todos estos ataques desde el frente enemigo, el pueblo de Dios se desanimó y abandonó la reconstrucción. Cada uno comenzó a preocuparse por sus propios asuntos, y al parecer muchos empezaron a excusarse diciendo: “todavía no es tiempo de reconstruir la Casa de Dios”.

En este contexto es que comienza el capítulo 5 del libro de Esdras. Allí menciona que aparecen en escena los profetas Hageo y Zacarías, quienes hablaron en nombre de Dios, animándolos a continuar con la obra.

En los mensajes pasados vimos cómo Hageo los llamó a meditar en sus caminos, haciéndoles ver que cada uno se estaba preocupando de su propia casa, mientras que la Casa de Dios estaba en ruinas. Los exhortó a considerar el resultado de su conducta, y ver que su desobediencia y su apatía los había llevado a una vida sin frutos y a un trabajo sin salario, ya que todo lo que hacían era estéril.

Zacarías, en tanto, exhortó al pueblo a considerar que estaban incurriendo en los mismos pecados que sus antepasados, quienes en su rebelión habían sido castigados por Dios con el exilio. Los llamó a volverse al Señor, ya que de esa manera el Señor se volvería a ellos. También mostró al pueblo que el Ángel de Jehová, quien es Cristo, intercedía por ellos, y que Dios se había vuelto a Jerusalén con misericordia. Profetizó que algo mucho mayor vendría, cuando Dios habitaría en medio de su pueblo, y las naciones vendrían al conocimiento del Señor. Asimismo, los animó haciéndoles ver que el Señor había quitado el pecado de ellos, vistiéndolos de ropas de gala.

Luego se nos dice que Zorobabel el gobernador, y Jesúa el sumo sacerdote, comenzaron a reedificar la Casa de Dios que estaba en Jerusalén, y que los profetas trabajaban con ellos y los ayudaban. Fue el Señor quien despertó los corazones de su pueblo para que volvieran a la tierra que Él les había dado, y fue el mismo Señor quien una vez más despertó sus corazones en el tiempo en que la obra se había estancado debido a los diversos obstáculos presentados por los enemigos.

(vv. 1-2) Vemos que tanto Hageo como Zacarías se involucraron activamente en la obra de reconstrucción. Ellos no se limitaron a predicar lo que había que hacer, sino que pusieron sus manos a la obra y trabajaron junto con el pueblo en la reconstrucción del templo. Esto nos lleva a concluir que los verdaderos profetas dan el ejemplo, y aunque es imposible que vivan vidas perfectas debido al pecado que mora en ellos, será visible para todos que su intención es trabajar por la gloria de Dios y luchar contra su propio pecado, mostrando un testimonio de consecuencia.

Esto contrasta con la realidad de tantos falsos profetas y falsos maestros que se hacen ricos a costa de su congregación, que se vuelven seres infalibles, intocables, incuestionables y más allá de toda corrección por parte de sus hermanos. Es posible apreciar su conducta déspota y menospreciadora. Algunos incluso dejan de tener contacto con los hermanos y se ponen en un sitial elevado, donde para hablar con ellos hay que primero acercarse a sus asistentes. Vemos como se llenan de dinero y privilegios, pero rehúsan trabajar junto al pueblo de Dios, pensando quizá que ya se han ganado el privilegio de descansar.

Sin embargo, Jesús afirmó: «… Mi Padre hasta ahora trabaja, y yo trabajo» (Jn. 5:17), mostrando con ello que Él vino a servir antes que a ser servido, y agregó que «… el mayor debe comportarse como el menor, y el que manda como el que sirve» (Lc. 22:26, NVI). Eso explica que Hageo y Zacarías no hayan visto el trabajo en la obra como algo que correspondía a otros, sino que se aplicaron ellos mismos para ayudar a sus hermanos en la reconstrucción.

(v. 3) Pero vemos que esta reanudación de las labores no tardó en despertar sospechas entre los habitantes de la región. En ese tiempo, tal como ahora, era muy común que los gobernantes tuvieran espías que les informaban de todo lo que ocurría. Estos eran llamados “los ojos del rey”. En este caso se llamaban Tatnai y Setar-boznai, quienes junto a sus compañeros se acercaron a los obreros para pedirles explicaciones y saber quiénes eran los responsables de la obra.

Esto nos recuerda mucho a cómo se acercaron las autoridades judías a Jesús. El Evangelio de Lucas nos dice que «Un día, mientras Jesús enseñaba al pueblo en el templo y les predicaba el evangelio, se le acercaron los jefes de los sacerdotes y los maestros de la ley, junto con los ancianos. 2 —Dinos con qué autoridad haces esto —lo interrogaron—. ¿Quién te dio esa autoridad?» (Lc. 20:1-2, NVI). Lo mismo ocurrió a los apóstoles cuando éstos predicaban el Evangelio. Ellos fueron confrontados por los líderes judíos, quienes les preguntaron: « ¿Con qué potestad, o en qué nombre, habéis hecho vosotros esto?» (Hch. 4:7).

Al parecer siempre resulta irritante para los enemigos de Dios que la iglesia lleve a cabo su obra en el mundo, y que esta obra sea visible y percibida por la ciudad. Sobre todo para las autoridades de este mundo resulta insolente que los cristianos reconozcamos servir a un Rey que no es de este mundo, y que confesemos pertenecer a un Reino que está por sobre las autoridades de esta Tierra. Apenas los espías del rey de Persia vieron que la obra se reanudó, entonces, quisieron saber de inmediato de qué se trataba todo eso y quiénes eran los responsables.

Sin embargo, vemos que a pesar de esto la soberanía de Dios sobre las naciones y sus gobernantes puede frustrar cualquier plan en contra de su pueblo amado. El v. 5 nos da una muestra de esto: «Mas los ojos de Dios estaban sobre los ancianos de los judíos, y no les hicieron cesar hasta que el asunto fuese llevado a Darío». El Señor que hizo los cielos y la tierra está sobre todo plan y esfuerzo del hombre para destruir la obra de su pueblo. La autoridad que tengan los gobernantes civiles sobre la iglesia y sobre los creyentes individuales es solo la que Dios les permite tener, y ellos no pueden en ningún caso frustrar los propósitos de Dios para su pueblo. Todo lo contrario, Dios usa a las autoridades civiles para llevar a cabo su propósito y moldear a su pueblo conforme a la imagen de Cristo.

Sólo esta soberanía de Dios sobre todas las cosas podía explicar que Pablo dijera a los colosenses: «Perseverad en la oración, velando en ella con acción de gracias; 3 orando también al mismo tiempo por nosotros, para que el Señor nos abra puerta para la palabra, a fin de dar a conocer el misterio de Cristo, por el cual también estoy preso, 4 para que lo manifieste como debo hablar» (Col. 4:2-4). Sólo Dios puede hacer esta obra de abrir puertas para el Evangelio, y esto implica que tiene el control sobre todas las cosas, sobre todas las situaciones, sobre cada objeto y cada persona en cada tiempo y lugar.

Pero estos espías Tatnai y Setar-boznai no se contentaron con simplemente preguntar a quienes trabajaban en la reconstrucción. Ellos además enviaron una carta al rey Darío, informándole de la situación. En esa carta podemos ver el testimonio de cómo el pueblo de Dios estaba llevando a cabo la obra luego de la exhortación de Hageo y Zacarías: «Sea notorio al rey, que fuimos a la provincia de Judea, a la casa del gran Dios, la cual se edifica con piedras grandes; y ya los maderos están puestos en las paredes, y la obra se hace de prisa, y prospera en sus manos» (v. 8).

Este pueblo trabajaba junto a sus profetas a toda prisa, motivados por la Palabra del Señor, quien no se había olvidado de ellos y estaba pendiente de su restauración.

En la carta de Tatnai y Setar-boznai al rey Darío también podemos ver algo muy significativo. Cuando ellos preguntaron sus nombres a los obreros, ellos se identificaron así: «Nosotros somos siervos del Dios del cielo y de la tierra» (v. 11). No corrieron a identificarse cada uno por su nombre, sino que todos a una voz se identificaron de la misma manera, como servidores del Señor.

Esto nos recuerda el caso de un creyente de la iglesia primitiva llamado Sanctus. Sobre él, John MacArthur hace el siguiente relato:

“«Soy cristiano». El joven no dijo nada más mientras se mantenía de pie ante el gobernador romano. Su vida pendía de un hilo. Sus acusadores lo apresaron nuevamente con la esperanza de hacerlo errar o forzarlo a retractarse. Sin embargo, una vez más respondió con la misma frase de apenas dos palabras: «Soy cristiano». Esto ocurrió a mediados del segundo siglo, durante el reinado del emperador Marco Aurelio. El cristianismo era ilegal y los creyentes por todo el Imperio Romano enfrentaban la amenaza de la prisión, la tortura o la muerte. La persecución era especialmente intensa en el sur de Europa, donde se había arrestado y llevado a juicio a Sanctus, un diácono de Viena. Al joven se le decía repetidamente que renunciara a la fe que profesaba. No obstante, su resolución era impertérrita: «Soy cristiano». Sin importar qué le preguntaran, siempre dio la misma respuesta. De acuerdo con Eusebio, el historiador de la iglesia, Sanctus «se ciñó a sí mismo [contra sus acusadores] con tal firmeza que ni siquiera habría dicho su nombre, la nación o ciudad a la que pertenecía, si tenía vínculos o era libre, sino que en lengua romana respondió a todas sus preguntas: “Soy cristiano”». Cuando finalmente llegó a ser obvio que no diría nada más, fue condenado a tortura y a la muerte pública en el anfiteatro. El día de su ejecución, se le obligó a sufrir el acoso, a ser sometido a las bestias salvajes y a sujetarse a una silla de hierro ardiente. Durante todo esto, sus acusadores continuaron tratando de quebrantarlo convencidos de que su resistencia se fracturaría bajo el dolor del tormento pero, como narra Eusebio: «Sin embargo, ellos no escucharon una palabra de Sanctus excepto la confesión que había pronunciado desde el principio». Sus palabras mortales hablaron de un compromiso inmortal. Su grito concentrado fue constante durante todo su sufrimiento. «Soy cristiano». Para Sanctus, toda su identidad, incluido su nombre, ciudadanía y status social, se encontraba en Jesucristo. Por ello, no pudo dar mejor respuesta a la pregunta que se le hizo. Era cristiano y esa designación definía todo sobre él” (Esclavo - John Macarthur, pag 7 – 8).

«Era cristiano y esa designación definía todo sobre él», nos dice John MarArthur. ¿Podríamos decir lo mismo de ti? ¿Dónde está tu identidad? ¿Es Cristo lo que te define como persona? En el mundo encontramos personas que basan su identidad en las fuentes más diversas: algunos encuentran su identidad según la música que escuchan (“soy rockero”), o según la ropa que visten (“soy hipster”, “soy onda hippie”), o según el país en el que viven (“soy chileno”). Algunos se identifican por la raza a la que pertenecen, o por la profesión que estudiaron, o por el oficio que ejercen. Otros se identifican con una tribu urbana, o con una clase social. Aun otros son lo que tienen, de manera que se sienten superiores al resto mientras más posesiones acumulen. Pero, repito, ¿Cuál es tu identidad? Si eres enfrentado a la muerte o la persecución, si te encuentras en ese instante en donde solo puedes pensar en lo esencial, ¿Quién eres? ¿Podrías responder como los reconstructores, «somos siervos del Dios del cielo y de la tierra»? ¿Podrías decir con Sanctus, «soy cristiano»? ¿Podrías renunciar a tu nombre, a tu individualidad, a tu afán de ser recordado y reconocido, a tu búsqueda de gloria personal, a tu reputación, a tus ansias de nobleza; podrías renunciar a tu vida?

El ejemplo que nos dan los reconstructores es que nuestra identidad, lo esencial que se predique de nuestro ser es que podamos ser llamados «siervos del Dios del cielo y de la tierra». Esto nos lleva a pensar que en la vida cristiana debemos recordar siempre quiénes somos nosotros, y quién es Dios. Esto podemos observarlo en los reconstructores, quienes en el v. 12 dicen ser aquellos cuyos padres provocaron a ira al Señor y que por tal motivo fueron exiliados por décadas en Babilonia. Reconocían con ello ser pecadores, desobedientes y rebeldes a Dios, y que por ello merecían también la justa retribución por parte del Señor.

Pero también reconocían quién era Dios, a quien llamaban «el Dios del cielo y la tierra». Ese Dios había tenido misericordia de ellos, los había perdonado y actualmente les daba el privilegio de trabajar en su obra y reconstruir su templo. Entonces, para mantenernos enfocados en nuestro caminar debemos recordar siempre quiénes somos y quién es el Señor al cual servimos.

Podemos concluir que el servicio cristiano, sea que se preste dentro de la iglesia o en el contexto de nuestra vida cotidiana (trabajo, hogar, vecindario), implica trabajar solo para que Cristo reciba todos los aplausos y el reconocimiento, no esperando fama ni reputación, ni el más mínimo agradecimiento. Servir en todas las cosas buscando agradar al Señor, y hacerlo no porque vaya a obtener algún beneficio personal de lo que estoy haciendo, sino sólo porque Dios es digno y porque es conforme a su voluntad perfecta.

Nuestra tendencia natural nos llevará a buscar el agradecimiento y el ser reconocidos de alguna manera. Cuando no nos dan las gracias como creemos que corresponde, o cuando no somos reconocidos por nuestro servicio (“Pedrito lo hizo”, o “Juanita nos ayudó”), nos confundimos y molestamos, pero mostramos con eso que actuamos simplemente para que otros nos vieran, para ser exaltados y aplaudidos.

Sin embargo, las Escrituras nos llaman a trabajar para Cristo, y que en el solo hecho de obrar para Él ya tenemos nuestro premio. No tenemos ni un mérito en hacer lo que debemos. Jesús dijo: «Así también ustedes, cuando hayan hecho todo lo que se les ha mandado, deben decir: “Somos siervos inútiles; no hemos hecho más que cumplir con nuestro deber”» (Lc. 17:10, NVI). Incluso en el supuesto de que cumplas absolutamente todo lo que el Señor te ha mandado y no hallas fallado en ningún punto (cosa que es imposible), al final de todo eso deberás decir: “soy un siervo inútil”. La gloria, el reconocimiento, la honra y todas las alabanzas pertenecen al Señor. ¿Por qué llegaste temprano hoy? ¿Por qué cantas de esa manera los himnos? ¿Por qué oras de tal o cual forma en público? ¿Lo haces para ser visto, para que se recuerde tu nombre, para que se destaque tu servicio, o lo haces para que Dios sea honrado en tu vida?

Esto es parte de nosotros mismos, de tomar nuestra cruz y seguir a Cristo. Es reconocer que Cristo es infinitamente más sublime, alto y merecedor de toda gloria, mientras yo simplemente soy un pecador perdonado que ha recibido el privilegio de servirle, un simple tizón arrebatado del incendio.

El servicio cristiano implica trabajar cada día no para mis jefes terrenales ni para el reconocimiento de mis hermanos, sino para mi Padre Celestial. Es hacer el trabajo con excelencia no para ser el mejor, sino para mostrar con ello a quién sirvo, quién es mi jefe sobre todo jefe que exista en este mundo. Y por favor, ruego tener en cuenta que no estoy separando el trabajo secular del trabajo en la iglesia, puesto que para el cristiano ambos son servicio al Señor.

Si quienes se sirven e idolatran a sí mismos pueden llegar a tanto nivel de excelencia y disciplina, ¿No deberíamos los cristianos con mayor razón dar el ejemplo de un trabajo excelente? Nuestro amo y jefe se dio a sí mismo por nosotros, y vino a servirnos siendo Él nuestro Señor, ¿Qué excusa tenemos para estar desmotivados en nuestro trabajo y nuestro servicio?

Jesús tenía todas las razones para estar desmotivado: Él venía a ser humillado en el sentido más puro de la palabra. Él venía a ser despreciado, maltratado, a ser insultado y lidiar con una generación perversa y vil, que a pesar de todas sus obras y prodigios fue incrédula, ingrata e infiel. A esto vino Cristo, y lo peor de todo es que vino a llevar sobre sí el pecado de su pueblo, recibiendo la ira de Dios que debía recaer sobre nosotros. ¡Él sí tenía todas las razones para estar desmotivado y para abandonar la obra!

Por eso Pedro le llamó a tener compasión de sí mismo. ¿No hacemos lo mismo con nuestras propias vidas? Nos compadecemos de nosotros y justificamos nuestra negligencia, pereza e irresponsabilidad. Creemos que nadie entiende nuestra situación, nuestro pesar, nuestras debilidades, y que todos están obligados a esperarnos, a soportarnos, a comprender nuestra situación. Pero ¿Cuánto cambiaría nuestro trabajo si tuviéramos en cuenta el Evangelio e imitáramos a Cristo? Eso es a lo que nos llama el Señor:

«Por tanto, también nosotros, que estamos rodeados de una multitud tan grande de testigos, despojémonos del lastre que nos estorba, en especial del pecado que nos asedia, y corramos con perseverancia la carrera que tenemos por delante.2 Fijemos la mirada en Jesús, el iniciador y perfeccionador de nuestra fe, quien por el gozo que le esperaba, soportó la cruz, menospreciando la vergüenza que ella significaba, y ahora está sentado a la derecha del trono de Dios» (He. 12:1-2, NVI).

«La actitud de ustedes debe ser como la de Cristo Jesús, 6 quien, siendo por naturaleza Dios, no consideró el ser igual a Dios como algo a qué aferrarse. 7 Por el contrario, se rebajó voluntariamente, tomando la naturaleza de siervo y haciéndose semejante a los seres humanos. 8 Y al manifestarse como hombre, se humilló a sí mismo y se hizo obediente hasta la muerte, ¡y muerte de cruz! 9 Por eso Dios lo exaltó hasta lo sumo y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre» (Fil. 2:5-9).

En ambos pasajes vemos que Jesús supo todo lo que sufriría, pero escogió obedecer a su Padre, lo que significó no solo que no le dieran las gracias o no fuera reconocido, sino que implicó desprecio, dolor, sufrimiento, ingratitud y humillación. Sin embargo, luego de todo esto el Señor lo exaltó, y es lo que hará con todos sus hijos, aquellos que escogieron tomar su cruz y seguirle, y que luego serán exaltados con Cristo. Por eso Jesús decía: «… el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido» (Mt. 23:12).

Servir a Cristo muy probablemente te acarreará vergüenzas y humillación, pero si perseveras hasta el final heredarás la gloria, la corona que espera a quienes creyeron en el Evangelio.

Pero debemos aclarar que aunque un cristiano no debe servir para ser reconocido, la iglesia tiene el deber de reconocer a quienes sirven en su seno. Diversos pasajes nos hablan de esta necesidad en la que nos encontramos de ser agradecidos con nuestros obreros, y de darles un debido honor y reconocimiento cuando sirvan con fidelidad (1 Ti. 5:17-18; 1 Tes. 5:12-13; He. 13:7; Gá. 6:6). Pero recalcamos, el servidor del Señor no debe buscar este reconocimiento, aunque sea el deber de sus hermanos el rendirlo.

Ahora, volviendo al libro de Esdras, vemos que el rey Darío recibió la carta de sus espías e investigó los archivos reales, encontrando que el rey Ciro había dado orden de reconstruir el templo. Por esta razón, ordenó a Tatnai y Setar-boznai no interrumpir la obra y alejarse de allí (v. 7), imponiendo severas penas a quienes se atrevieran a desobedecer su decreto.

(vv. 14-15) Vemos finalmente que el ansiado momento llega. El pueblo de Dios, obediente a su Palabra y según su voluntad, terminó la reconstrucción del templo, y celebró sus ritos y fiestas en estricta observancia de la ley del Señor, mostrando una vez más la importancia de adorar a Dios según Él ha establecido que lo hagamos.

Conclusiones

• Los verdaderos obreros de Dios trabajan junto a su pueblo en la obra, y no se limitan a beneficiarse de quienes están bajo su liderazgo. • El Señor vuelve a mostrar su soberanía sobre las naciones y sus gobernantes. • La identidad del cristiano debe estar únicamente en Cristo, y no en alguna cosa creada. • En el servicio y la reconstrucción, el cristiano debe recordar quién es él y quién es Dios. • Aunque la iglesia tiene el deber de reconocer a quienes sirven en medio de ella, el trabajo debe realizarse sin esperar reconocimiento alguno, sino que debe estar motivado únicamente por la gloria de Dios. • Todo cristiano debe poder identificarse como un siervo del Dios del Cielo y de la tierra. • La adoración y el orden del culto cristiano deben desarrollarse en estricta obediencia a las Escrituras.

Reflexión final

Podemos terminar afirmando que las Escrituras nos muestran que todo cristiano debe poder identificarse como un servidor, pero no uno que sirve a cualquier cosa, sino al Dios del cielo y la tierra. Por esto Pablo amonestaba a las viudas ociosas, también prohibió compartir comida con quien no quería trabajar. Incluso dice a los tesalonicenses: «Hermanos, en el nombre del Señor Jesucristo les ordenamos que se aparten de todo hermano que esté viviendo como un vago y no según las enseñanzas recibidas de nosotros» (2 Tes. 3:6).

Un cristiano debe ser un trabajador, un servidor del Altísimo en todas las áreas de su vida, y en eso debe estar su identidad. Parte de morir al yo es renunciar a buscar que nuestro nombre se grabe en los libros de historia y los registros de los grandes hombres. El único nombre que hemos de querer que sea exaltado, es aquel que está sobre todo nombre, el nombre de Cristo nuestro Salvador. Amén.