Texto base: Juan 14:15, 21-24 [Leer del v. 15 al 26].

En los mensajes anteriores, hemos estado revisando la enseñanza íntima de Jesús a sus discípulos en las últimas horas de su ministerio terrenal, en el contexto de la cena de la Pascua.

Allí dio a sus discípulos una imagen viva del Evangelio, al lavarles los pies. También anunció la traición de Judas, la negación de Pedro y su propia partida de este mundo para ir al Padre, lo que impactó fuertemente el ánimo de sus discípulos.

Por lo mismo, Jesús comenzó su discurso de despedida, en el que revela hermosas verdades a sus discípulos, con el objetivo de consolarlos y animarlos. En ese marco, Cristo les da un nuevo mandamiento: amarse los unos a los otros como Él los ha amado.

Además, les anuncia que Él mismo irá a prepararles lugar en la Casa del Padre, y que volverá a buscarlos para tomarlos consigo. En consecuencia, da a conocer que Él es el camino, la verdad y la vida, y que nadie puede llegar al Padre si no es a través de Él.

Esto porque Él es la revelación del Padre ante el mundo, es su imagen y su voz ante la humanidad. Quien conozca a Cristo, conoce al Padre. Lamentablemente, nuestra tendencia natural es menospreciarlo, pero quienes creen en Él pueden hacer las obras que Él hizo, y Cristo mismo se encarga de cumplir las peticiones que ellos hagan orando en su nombre.

Hoy seguiremos revisando esta enseñanza de Jesús a sus discípulos en el contexto de la cena pascual, en la que ahora les declara que, amarlo verdaderamente, es guardar y obedecer su Palabra. Quien ame a Cristo, será amado por el Padre y por el Hijo, quienes se manifestarán personalmente a sus discípulos y habitarán con ellos.

     I.        El mandamiento de amar al Señor

Ya hemos hablado con anterioridad sobre el amor en la doctrina de Cristo, y el contraste con el concepto de amor que encontramos en nuestra era. Hoy vemos que, si alguien afirma que ama a algo o a alguien, parece ser incuestionable. El amor se presenta como algo estrictamente personal, algo que cada uno define y cada uno experimenta en la forma que se le antoje. Si alguien dice amar, nadie puede entrar a cuestionar si realmente existe amor allí, ya que cada uno se atribuye hoy de definir soberanamente qué es el amor, y qué es aquello que amará.

Y esto, se aplica especialmente cuando hablamos de Dios. Cuántas personas afirman hoy que aman a Dios, mientras creen y viven como se les da la gana. Una frase como la de Cristo en este pasaje, hace que les hierva la sangre y se les salten los ojos, porque nadie puede tomarse el atrevimiento de cuestionar si ellos aman a Dios o no, a pesar de que por sus creencias y por sus obras siguen a un “dios” claramente distinto al del Santo Evangelio.

Si hay una afirmación que están dispuestos a defender hasta el final, es que cada uno tiene su propia relación personal con Dios, y que nadie puede meterse en eso ni opinar al respecto. Este parece ser el lema de la generalidad de la Iglesia Evangélica, e incluso diría de la cristiandad en nuestros días, y eso explica precisamente el estado miserable de nuestra fe en la actualidad.

Hoy decir que amas a Cristo, que eres cristiano, no significa prácticamente nada. Puedes afirmar eso y pensar lo que se te antoje, creer como mejor te parezca y vivir como cualquiera de los que ni siquiera ha escuchado el Evangelio. Sobran ejemplos de personas que afirman públicamente ser cristianas, y que opinan una necedad tras otra. Y esto es precisamente porque en las iglesias ya no se predica la doctrina de Cristo, sino una mezcla de doctrinas humanistas y charlas de autoayuda.

Se ha separado a Cristo de su Palabra, cuestión que como hemos visto, es imposible de hacer, ya que Él es la Palabra de Dios hecha hombre. Pero hoy todo el mundo, incluyendo a los que se llaman cristianos, tienen opiniones distintas sobre lo que Cristo es y sobre cuál es su voluntad. Es común escuchar a personas diciendo “yo creo que Cristo habría hecho esto, o esto otro”, basados simplemente en su imaginación, sin siquiera haberse preocupado de leer lo que Él realmente dijo e hizo.

Pero lo que nos dice el Señor es muy distinto. Desde el Antiguo Testamento ya el Señor nos había entregado el mandato de amarlo:

Escucha, oh Israel, el Señor es nuestro Dios, el Señor uno es.Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza” Dt. 6:4-5.

Es llamativo que, en primer lugar, nuestro amor al Señor debe ser sobre todas las cosas, es primero y central, sobre toda otra cosa que amemos en este mundo. No hay cosa que podamos poner sobre Él, si hay algo que amamos más que al Señor, lo que estamos haciendo es idolatrar aquello que amamos: hemos hecho de eso un ídolo, un falso dios, y para esto no es necesario hacerse una figura o una estatuilla, ya que podemos idolatrar a personas, a cosas e incluso a actividades o situaciones como nuestro trabajo o nuestra reputación.

Lamentablemente, debido al pecado que habita en nosotros y que nos ha corrompido desde la médula, nuestra tendencia natural es no amar a Dios como Él es digno, muy por el contrario, lo que hacemos es levantarnos ídolos y adorarlos con devoción. Fue por esto que Juan Calvino dijo: “el corazón humano es una incansable fábrica de ídolos”.

Esta situación sólo va en perjuicio nuestro. Si cualquier persona nos ordenara amarla sobre todas las cosas, dudaríamos seriamente de su cordura y nos parecería de un egocentrismo despreciable. Pero el Señor no es como nosotros, no nos ordena amarlo sobre todas las cosas por algo así como una obsesión patética consigo mismo. El Señor nos ordena esto porque Él es digno de todo honor y toda gloria, no hay nada que esté sobre Él, Él es Creador de todas las cosas, es antes que todo, sobre todo y más allá de todo, es el Alto y Sublime que habita en gloria y luz inaccesible, Soberano, e Inmortal, quien todo lo sabe, todo lo puede y cuya justicia, bondad y sabiduría son eternas.

Él no puede ser soberbio, porque la soberbia tiene que ver con tener un concepto de sí mismo más alto que el que se debe tener conforme a la razón y la realidad. Pero es imposible tener un concepto demasiado alto de Dios, porque no hay nada más alto que Él, no hay nada que esté sobre Él, y su gloria y majestad son infinitas. No se le puede dar demasiada gloria, no se le puede dar demasiado honor, aunque tuviéramos 10 mil vidas y todas las rindiéramos a sus pies, aún deberíamos honrarle más y darle más gloria.

Por tanto, amarlo sobre todas las cosas no sólo es bueno y conforme a la más recta razón, sino que es una necesidad, y es lo justo. En otras palabras, no amarlo sobre todas las cosas es un insulto a su Ser, es una necedad, es una injusticia, es irracional y es un absurdo. La única alternativa correcta, justa, buena y razonable es amarlo ante todo y sobre todo.

En segundo lugar, la única forma de amarlo debidamente, ante todas las cosas y sobre todo, es amarlo con todo lo que somos. La Escritura lo describe diciendo que debemos amarlo con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma y con toda nuestra fuerza. Al citar este mandamiento, Jesucristo agrega que debemos amarlo también con toda nuestra mente (Mr. 12:30).

Este conjunto de palabras nos quieren decir que todo el ser debe estar entregado a la tarea de amar a Dios, y esto no debe ser algo simplemente externo, no es algo que demostramos nada más con uno que otro ritual, con alguna peregrinación o con algún lavamiento externo; sino es algo que debe surgir desde lo más profundo de nuestro ser, un amor que debe empapar nuestras meditaciones, nuestros pensamientos, nuestras palabras, nuestros silencios, nuestros afectos, nuestras emociones y sentimientos, nuestras acciones y también aquello que nos abstenemos de hacer.

Y esta también es la única alternativa posible. La Escritura dice que “Del Señor es la tierra y todo cuanto hay en ella, el mundo y cuantos lo habitan” (Sal. 24:1 NVI). Somos del Señor, Él nos creó, Él nos ha dado vida y todo lo que tenemos, somos su posesión y su obra, por tanto, debemos amarlo con todo lo que somos, y cualquier otra alternativa es un absurdo, una necedad, una insensatez y un insulto inaceptable al Señorío de Dios.

En tercer lugar, amar a Dios está directamente relacionado con su Palabra, como veremos en el siguiente punto.

    II.        ¿Cómo amar a Dios?

Si vemos el mandamiento de Deuteronomio cap. 6, en el que se ordena amar a Dios sobre todas las cosas y con todo lo que somos, podremos apreciar que se hace una relación directa entre ese amor a Dios y el oír y guardar su Palabra, ya que estas son las palabras inmediatamente siguientes a ese mandamiento:

Estas palabras que yo te mando hoy, estarán sobre tu corazón.Las enseñarás diligentemente a tus hijos, y hablarás de ellas cuando te sientes en tu casa y cuando andes por el camino, cuando te acuestes y cuando te levantes. Las atarás como una señal a tu mano, y serán por insignias entre tus ojos. Las escribirás en los postes de tu casa y en tus puertas” (Dt. 6:6-9)

Y esta relación entre amar a Dios y guardar su Palabra es lo mismo que hace Cristo en este pasaje de Juan cap. 14, enfatizando fuertemente esta idea con frases similares entre sí:

1Si me amáis, guardad mis mandamientos… 21 El que tiene mis mandamientos, y los guarda, ése es el que me ama… 23 … El que me ama, mi palabra guardará… 24 El que no me ama, no guarda mis palabras…”.

Jesús quiere que quede muy claro. No lo amamos como a nosotros se nos antoja, no somos nosotros los que definimos la forma en que debemos amar a Dios, eso no está entregado al criterio personal ni al consenso social, ni tampoco a dictámenes que pueda emitir una iglesia o un grupo de creyentes. No, la única forma aceptable, apropiada y correcta en que Dios debe ser amado y honrado fue establecida por Él mismo, y esa es guardando su Palabra, o en el fraseo de Dt. cap. 6, poniendo estas palabras sobre nuestro corazón.

Notemos que no se trata sólo de oír su Palabra. No es sólo asistir a un lugar donde se predica su Palabra. No es sólo leer y estudiar su Palabra, y tampoco basta con memorizarla. Aunque todas las cosas que he mencionado son buenas y constituyen deberes cristianos, todavía no llegamos a la esencia de la enseñanza de Jesús.

Lo que Él dice enfáticamente es que amarlo es guardar sus mandamientos, ponerlos sobre nuestro corazón, atesorarlos, disponer y alistar todo nuestro ser a la obediencia, algo muy parecido a la figura de “comer su Palabra” que encontramos en Jeremías (15:16), en Ezequiel (3:1-2) y en Apocalipsis (Ap. 10:9). El Señor da a conocer su revelación y la entrega a los suyos, los que deben comerla, hacerse uno con ella, empaparse de ella y absorberla, hacerla parte de sí mismos, tal como el alimento se hace parte de quien lo ingiere. Al comer la Palabra de Dios haciéndola parte de nosotros, transformará nuestro ser y nos hará amar aquello que Dios ama y dolernos por aquello que sea contrario a la voluntad de Dios; y todo esto se traducirá en una vida transformada, una vida que agrada a Dios y que se caracteriza por la obediencia a su voluntad.

No deja de ser importante que Jesús usa de forma intercambiable “mis mandamientos” y “mi Palabra”. En primer lugar, esto nos habla una vez más de la deidad de Cristo, ni aún el más glorioso de los ángeles puede ordenar a otros seres creados que obedezcan sus mandamientos o sus palabras. Esto sólo puede hacerlo Dios, sólo el Señor es la regla y el parámetro de la verdad y su voluntad debe ser obedecida ante todo; y Jesús está hablando de sus mandamientos y su Palabra de la misma forma que se habla en toda la Escritura de los mandamientos y la Palabra de Dios. Por tanto, Él está afirmando con claridad aquí que es Señor y Dios.

Esto es relevante, ya que no se nos está hablando de las sugerencias de Cristo. No son simples consejos, o sólo una guía, o meramente algo que sería bueno tener en consideración. No, son los mandamientos, es la ley del Rey de reyes, del Señor de todo lo creado. Quien no tome sus Palabras como la ley absoluta y eterna, no ha entendido nada, está en tinieblas y va camino a la destrucción.

Por eso también es vital que la Iglesia cumpla el mandamiento que dio Cristo antes de ascender a la gloria: “Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; 20 enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado…” (Mt. 28:19-20). La Iglesia debe enseñar a los nuevos discípulos que se incorporen, a guardar los mandamientos de Cristo, ya que esa es la forma de amarlo y honrarlo. En otras palabras, aquellas congregaciones que no enseñen la doctrina y los mandamientos de Cristo, están haciendo tropezar severamente a los discípulos en el primero de los mandamientos: amar a Dios sobre todas las cosas y con todo lo que somos.

Una forma de hacer tropezar a los discípulos, y que también es una manera de crear falsos discípulos, es enseñando doctrinas y mandamientos de hombres en lugar de los mandamientos de Cristo. Cuando se cambia su Palabra eterna por un conjunto de charlas y programas que tiene por finalidad entretener o agradar a las personas, o cuando se mezcla su doctrina con invenciones de los hombres para los hombres, todo esto hace que un grupo de personas, aunque se llame “Iglesia”, no sea más que un club social que está atentando personalmente contra el Señor de todo lo que hay.

Pero hay otra forma de incumplir este mandato de Cristo, de hacer tropezar a sus discípulos y de crear falsos discípulos; y se da en las congregaciones donde todavía se predica la Palabra de Cristo, pero no se confronta ni se trata directamente el pecado, sino que todo queda en meras exhortaciones generales. En tales congregaciones, hay quienes se hacen llamar discípulos, pero viven como se les antoja, en desobediencia abierta a los mandatos de Cristo, pero nadie les advierte del grave peligro en que se encuentran, ni los hacen volver de su error.

En esas congregaciones tampoco se está enseñando realmente a los discípulos a amar a Cristo, no se está enseñando a guardar todo lo que Él ha mandado, sino que se está endureciendo y adormeciendo la consciencia de quienes deberían ser despertados y remecidos para que escapen de su terrible situación, viviendo en tinieblas mientras dicen andar en la luz; lo que los llevará a una destrucción segura.

Cristo lo ha dicho con claridad: “23 … El que me ama, mi palabra guardará… 24 El que no me ama, no guarda mis palabras…”. Nótese que la forma en que Cristo enseña esto es que el amor es previo a la obediencia. Obedecemos ‘porque’ amamos, no obedecemos ‘para’ amar. Lo que hace la obediencia es manifestar externamente el amor que un corazón profesa internamente a Dios. No se trata aquí de una obediencia simplemente externa, seca, fría y hecha por obligación, sino de una que nace de un corazón inflamado de amor a Dios, en gratitud por su salvación. Esta obediencia en amor, alegre y agradecida a Dios, es la marca distintiva del discípulo cristiano.

Es deber de la Iglesia dar la diestra en señal de compañerismo a aquellos que aman a Cristo, pero también es su deber identificar a quienes profesan con sus bocas amarlo, pero lo niegan con sus hechos. Es deber de una iglesia fiel a la Escritura llevar a los medio-discípulos (vamos a suponer que eso existe), a tomar una decisión: o siguen a Cristo y consagran su vida a Él, o vuelven al mundo. Esto, por lo demás, fue lo que hizo Cristo mismo. El problema de la iglesia actual es que se siente cómoda con los medio-discípulos, es más, hasta les dan funciones y cargos.

En claro contraste con eso, la Escritura dice: “Si alguno no ama al Señor, quede bajo maldición” (1 Co. 16:22 NVI). Así de categórica es la Escritura, por lo mismo así de categórica debe ser la iglesia en obediencia a la verdad, porque amar a Dios es el fin principal de nuestra vida y el primero de los mandamientos, el que da sentido a todos los demás.

En consecuencia, no es posible amar a Dios sin conocer su Palabra, sin saber cuál es su voluntad para nuestra vida y para su creación, no es posible amar a Dios sin atesorar sus mandamientos en nuestro corazón, sin amar su ley y deleitarnos en ella; y sin duda es imposible amar a Dios sin una vida que se caracterice por la obediencia y la santidad. Por algo la Escritura declara: “Busquen la paz con todos, y la santidad, sin la cual nadie verá al Señor” (He. 11:14 NVI).

La confesión y la oración del discípulo de Cristo, debe ser la del salmista:

9 ¿Con qué limpiará el joven su camino? Con guardar tu palabra. 10 Con todo mi corazón te he buscado; No me dejes desviarme de tus mandamientos. 11 En mi corazón he guardado tus dichos, Para no pecar contra ti... 14 Me he gozado en el camino de tus testimonios Más que de toda riqueza. 15 En tus mandamientos meditaré; Consideraré tus caminos. 16 Me regocijaré en tus estatutos; No me olvidaré de tus palabras… 18 Abre mis ojos, y miraré Las maravillas de tu ley… Enséñame, oh Jehová, el camino de tus estatutos, Y lo guardaré hasta el fin… 34 Dame entendimiento, y guardaré tu ley, Y la cumpliré de todo corazón… 97 ¡Oh, cuánto amo yo tu ley! Todo el día es ella mi meditación” (Sal. 119).

   III.        Las promesas de Dios a quienes lo aman

Quien ame verdaderamente a Cristo, que es lo mismo que decir: quien guarde sus mandamientos, disfrutará de privilegios inmerecidos, bendiciones celestiales que van más allá de lo que podemos dimensionar. El Señor podría haber ordenado simplemente que lo amemos, que lo obedezcamos y lo honremos sin más, sin añadir ninguna bendición a eso, simplemente porque Él es digno de todo nuestro ser y nuestra alabanza, y aun esto estaría bien.

Sin embargo, Él no se queda ahí. La Escritura dice: “por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios” (Ro. 3:23). Como humanidad desobedecimos a Dios, ofendimos al Señor, quien es perfectamente justo, santo y bueno. Quebrantamos su ley eterna, levantamos nuestro puño con insolencia hacia el Cielo, desde donde sale el sol sobre justos e injustos, intentamos usurpar su Trono Alto y Sublime para proclamarnos con rebelión señores de nuestra propia vida.

Con todo, a pesar de que pecamos contra Él y merecíamos ser consumidos por su justa ira, y a pesar de que fue Él el ofendido, Él quiso reconciliarse con nosotros, y envió a su Hijo para que pagara el precio de nuestra rebelión, para que sufriera el castigo que nosotros merecíamos sufrir, para que se derramara sobre Él la justa ira del Padre que debía recaer sobre nuestras cabezas eternamente, por haber ofendido a un Dios eterno y a su ley eterna.

Con esto ya ha ido mucho más allá de lo que podemos esperar. Merecíamos ser consumidos, pero Dios tuvo misericordia y quiso reconciliarse con nosotros en Cristo. Él podría simplemente haber tolerado nuestra existencia, haberse limitado a preservarnos la vida, y con ello ya habría demostrado mucha misericordia.

Pero nos entregó a su Hijo, y con Él su Palabra que es lámpara a nuestros pies y lumbrera a nuestro camino, y además de todo, ha prometido amar a quienes guarden los mandamientos de Cristo. Si tú sabes realmente quién eres, qué es lo que mereces como pecador, y cómo es el carácter de Dios quien está diciendo estas cosas, esto debería conmoverte hasta lo más profundo y remecer tu corazón por completo.

¡Él lo ha dicho! “… el que me ama, será amado por mi Padre, y yo le amaré, y me manifestaré a él… El que me ama, mi palabra guardará; y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada con él” (vv. 21,23). El mismo Cristo ha empeñado su Palabra, y Él no puede fallar, no puede mentir ni quebrantar lo que ha dicho, pues su Palabra es perfecta y permanece para siempre, el que es llamado “Testigo Fiel y Verdadero” lo ha dicho: El Padre y Él mismo nos amarán, se manifestarán a nosotros personalmente, vendrán a nosotros, habitarán con nosotros. Esta es más misericordia de la que podemos procesar.

Nosotros mismos nos hicimos expulsar del jardín del Edén por nuestro pecado, y debido a nuestra desobediencia el acceso a ese huerto fue clausurado, no podíamos volver a Él, lo que significaba que no podíamos volver a tener comunión con Dios, y esto precisamente es la muerte: la separación espiritual de Dios por encontrarnos bajo maldición.

Y ese mismo Dios, del que estábamos separados por nuestra rebelión, ha querido venir a manifestarse personalmente a nosotros, y quiso habitar entre nosotros, es decir, revelarse de forma personal y presencial en este mundo. Pero no sólo eso: ha querido hacer su morada, su habitación con los que en Él creen. Otra versión traduce de esta forma: “mi Padre lo amará, y haremos nuestra vivienda en él”. Y este es el mayor milagro, que aquella persona que estaba muerta en sus delitos y pecados, en cuyo interior sólo había maldad y tinieblas, ahora pasa a ser templo del Dios vivo, el lugar en el que el Señor de todo ha escogido habitar en el mundo. Él verdaderamente vive en quienes creen en Él.

Por eso la Iglesia es llamada “templo del Espíritu” (1 Co. 3:16), “morada de Dios en el Espíritu” (Ef. 2:22). Esta promesa de venir, manifestarse a nosotros y habitar con sus discípulos se relaciona directamente con la venida del Espíritu, que estudiaremos en detalle en una próxima oportunidad.

Pero esto es distintivamente cristiano, Dios no sólo nos ordena cosas desde lejos y espera que las cumplamos como súbditos, sino que ha prometido amarnos, y nos ha demostrado que nos ama, pero además nos transforma desde dentro, hace una obra espiritual sobrenatural en nuestros corazones, y nos hace pasar de muerte a vida, nos da ojos para ver las maravillas de su ley, oídos para entender verdaderamente sus Palabras con discernimiento espiritual, y nos da un nuevo corazón que ya no está en tinieblas ni en rebelión de muerte, sino que ha sido alumbrado por la faz de Cristo, un corazón vivo que por primera vez late para la gloria de su Creador y busca obedecerle y honrarle en todo.

Y esta es la razón porqué debemos amarlo: Porque Él es Señor y Creador de todo, y es digno de nuestro amor; y, en segundo lugar, porque Él nos amó primero, por lo que Él hizo por nosotros; y este amor genuino sólo puede surgir de corazones que han sido iluminados y capacitados por el Espíritu.

El Señor y Creador de todo se da a conocer a sus discípulos, se les manifiesta personalmente, pone su Espíritu en sus corazones, y ese Espíritu nos transforma cada día a la imagen de Cristo y nos renueva según su Palabra Santa. Esta promesa no es para el mundo, no es para quienes no guardan sus Palabras, sino para quienes las hacen suyas, las hacen parte de sí mismos y viven en obediencia a sus mandamientos.

Por eso dice la Escritura: “Y en esto sabemos que nosotros le conocemos, si guardamos sus mandamientos. El que dice: Yo le conozco, y no guarda sus mandamientos, el tal es mentiroso, y la verdad no está en él; pero el que guarda su palabra, en éste verdaderamente el amor de Dios se ha perfeccionado; por esto sabemos que estamos en él. El que dice que permanece en él, debe andar como él anduvo” (1 Jn. 2:3-6).

Y aquí no podemos engañarnos. Cualquier pastor que haya aconsejado desde la Escritura a sus hermanos, podrá dar testimonio de esto. Cuando vas trabajando con sus almas, y vas derribando todos sus argumentos, sus excusas y justificaciones, y ya simplemente quedan expuestos ante la ley de Dios, la pregunta final siempre es la misma, y es una sola pregunta que define todo: ¿Quieres obedecer realmente al Señor? O, lo que es lo mismo, ¿Amas realmente a Cristo? ¿Eres realmente su discípulo, o sólo un simpatizante que no ha entregado su vida verdaderamente a Él? Es la misma pregunta que hizo Jesús al Apóstol Pedro al final de este Evangelio: “Simón, hijo de Jonás, ¿me amas?”.

Por amor a Dios fue que Daniel no aceptó los alimentos de los consejeros de Nabucodonosor, y en vez de eso comió según lo ordenaba la ley de Dios. Por amor también Daniel prefirió ir al foso de los leones antes que dejar de orar a su Dios, cuando el orar fue prohibido por decreto real. Por amor también Sadrac, Mesac y Abednego prefirieron ir al horno de fuego antes que arrodillarse ante la estatua gigante de Nabucodonosor. Por amor a Dios Isaías, Jeremías, Ezequiel y el resto de los profetas exhortaron a un pueblo porfiado y rebelde, aun cuando fueron rechazados y algunos incluso muertos por su predicación. Por amor a Dios Esdras y Nehemías reconstruyeron el templo y la ciudad de Jerusalén a pesar de que sus vidas corrieron serio peligro en medio de la oposición, y por amor a Dios los Apóstoles sellaron con su propia sangre su testimonio de lo que vieron y oyeron de Cristo.

Ellos hicieron esto por amor a Dios, y el Señor te hace esta misma pregunta que a Simón Pedro a ti, aquí y ahora: ¿Lo amas? No te engañes, el que guarda su Palabra, ese es el que verdaderamente lo ama. Y como vimos, Él lo ha declarado: el que no ame al Señor, que quede bajo maldición. Ante ti están la muerte y la vida, la luz y las tinieblas, y tristemente el Señor declaró: “Y esta es la condenación: que la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas” (Jn. 3:19). ¿Qué harás tú? ¿Qué es aquello que amas más?

Ven a Cristo, Él ha dicho: “al que a mí viene, no le echo fuera” (Jn. 6:37), la puerta de la misericordia aún está abierta, aún es el tiempo de salvación, pero un día la puerta se cerrará para siempre y por más que llames, no podrás entrar. Busca al Señor mientras puede ser encontrado, llámale en tanto que está cercano. Él es lento para la ira y grande en misericordia, Él ha dicho: “Que abandone el malvado su camino, y el perverso sus pensamientos. Que se vuelva al Señor, a nuestro Dios, que es generoso para perdonar, y de él recibirá misericordia” (Is. 55:7 NVI). Amén.