Texto base: Juan 13:1-17

Habiendo ya cesado el ministerio público del Señor, destacando la incredulidad del pueblo que decía esperar al Mesías pero que lo rechazó cuando este vino, ahora el Evangelio de Juan se enfoca en los últimos días de Jesús, registrando los momentos y las enseñanzas íntimas que compartió con sus discípulos.

En este pasaje, el Señor Jesús se encuentra en la etapa final de un ministerio de aprox. 3 años, preparándose para tomar su última cena con sus discípulos en el aposento alto. Aunque ellos ignoran que en pocas horas más Jesucristo sería detenido, juzgado, maltratado y crucificado; el Señor está en pleno conocimiento de lo que sucederá, y lejos de intentar evitar estos terribles acontecimientos, mantiene su propósito salvador hasta el final.

Lo que parece un acto cotidiano de la época, como lo era el lavamiento de pies, se transforma en un ejemplo glorioso e impactante de amor verdadero.

El Señor Jesús, entonces, sabía que “su hora había llegado”. ¿A qué hora se refiere? A la hora en que Él pasaría “de este mundo al Padre”. Pero ese paso no era en absoluto simple. Entre Jesús y su Padre, se encontraba la cruz que Él tenía que sufrir. Él debía ser entregado en manos de los fariseos para ser juzgado por ellos, y luego los romanos lo ejecutarían. Él iba a ser golpeado, escupido, insultado, blasfemado, azotado, su cuerpo sería traspasado y colgado de un madero, y su cabeza coronada de espinas.

Pero además Cristo se enfrentaría a algo incomparablemente peor a lo que acabo de mencionar: Él estaba a punto de recibir sobre su Ser, el castigo por los pecados de quienes creen en Él, y ese castigo lo ejecutará su propio Padre. Su propio Padre estaba a punto de derramar sobre Él la ira que debía derramar sobre los pecadores que han creído. Está a punto de ser tratado universalmente como delincuente, como criminal por los delitos de su pueblo, siendo Él completamente justo y sin mancha alguna, tan justo y bueno que está más allá de nuestra comprensión. Ante este escenario, el Señor Jesús da un paso hacia adelante, y persiste en su propósito de proveer salvación para su pueblo, para quienes creen en su Santo Evangelio.

     I.        Pero, ¿De quién estamos hablando?

Según el pasaje, el Señor Jesús no sólo sabía que su hora había llegado, sino que además sabía que “el Padre había puesto todas las cosas en Sus manos, y que de Dios había salido y a Dios volvía” (v. 3). Es decir, Jesucristo no hizo esto inconsciente de quién era, o en un momento de debilidad. Muy por el contrario, lo hizo con plena convicción y certeza de su poder y majestad, lo hizo sabiendo su lugar único y supremo en el universo.

Hoy se ha popularizado una visión de un Jesús muy humanizado. Él fue hombre en el pleno sentido de la palabra, es cierto, pero no es sólo un hombre, porque también es completamente Dios. Pero muchos hoy, basándose en libros o películas como Jesucristo Superstar, hacen ver como que Jesús se confundió, o que le entró un pavor e hizo algo que no quería, o que no entendió muy bien.

¡NO! Todas esas cosas son basura. Cristo sabía muy bien que Él es Dios, que su autoridad es suprema, que no hay nada igual a Él, que es Señor y Dios sobre todas las cosas, y a la vez sabía muy bien lo que implicaba su misión, su ministerio aquí en la tierra.

La Palabra dice claramente que el Señor Jesucristo, “siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, 7 sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; 8 y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Fil. 2:6-8). Él estaba plenamente consciente de lo que esto significaba, y Él quiso hacerlo, Él quiso salvarnos y para salvarnos debía poner su vida en nuestro lugar. Así dijo también Jesucristo: “Yo doy Mi vida para tomarla de nuevo. 18 Nadie Me la quita, sino que Yo la doy de Mi propia voluntad” (Jn. 10:17-18).

Jesucristo es el unigénito Hijo de Dios, Dios hecho hombre, la Palabra de Dios encarnada, el Príncipe de Paz, el Todopoderoso, el Alfa y Omega, el Autor de la vida, el Autor y Consumador de la fe, el resplandor de la gloria de Dios y la expresión exacta de Su naturaleza, quien creó todas las cosas y las sostiene por la palabra de Su poder, el Gran Sumo Sacerdote, Hijo de David, el León de la tribu de Judá, la resurrección y la vida, el Soberano de la creación de Dios, el Pan de Vida, el camino, la verdad y la vida, la roca eterna, el Justo, el Santo, el invencible, Dios fuerte, el gran Yo Soy.

Él es la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda creación. 16 Porque en El fueron creadas todas las cosas, tanto en los cielos como en la tierra, visibles e invisibles; ya sean tronos o dominios o poderes o autoridades; todo ha sido creado por medio de Él y para El. 17 Y Él es (ha existido) antes de todas las cosas, y en El todas las cosas permanecen” (Col. 1:15-17).

Es este Señor Jesús, en plena consciencia de que es el Señor de todo, quien tomó la toalla y el recipiente con agua y realizó el trabajo de un esclavo, lavando los pies de sus discípulos.

    II.        El amor ejemplar que se entrega hasta el fin

Es este Señor Jesús quien, como había amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin. Esta debe ser una de las frases más hermosas, profundas y conmovedoras de la Escritura.

La misma Palabra nos dice que de tal manera amó Dios al mundo, que envió a su Hijo unigénito para que todo aquel que en Él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna. El amor está en el origen mismo del ministerio de Cristo, y ese amor por el que quiso venir al mundo en forma de siervo, es el que ahora pasa a su consumación, a su clímax, a manifestarse en la culminación de su ministerio.

Y este mismo pasaje nos aclara, que este amor de Cristo es solo para los suyos. Es como Él amó “a los suyos”. Es el amor que Dios manifiesta sólo a sus hijos, a quienes han creído en Cristo, se han arrepentido de sus pecados y han recibido un nuevo corazón, aquellos que han recibido vida en Jesucristo y perdón de sus pecados. Es a ellos a quienes manifiesta este amor íntimo y familiar, es para el pueblo de sus redimidos, su nación santa, sus pequeños amados.

Pero, ¿A qué nos referimos aquí cuando hablamos de amor? Debemos tener mucho cuidado, porque el mundo tiene otros conceptos de amor. Hoy el concepto más popular de amor se relaciona con una emoción, un sentimiento muy fuerte que nos posee, nos domina y nubla nuestra razón, algo que incluso va más allá del bien y el mal, de lo correcto o de lo incorrecto. Según este concepto del mundo, si tú sientes amor por alguien, lo que hagas está justificado, es correcto. Si así lo sientes, entonces está bien. El amor según esta visión, entonces, es un sentimiento.

Este concepto popular se ve muy fuertemente en películas y canciones románticas. Una de estas canciones dice que al amor “no puedes detenerlo, no puedes controlarlo”. En inglés hay un dicho: “el amor quiere lo que quiere”, es decir, va más allá de la razón y la voluntad, es libre, actúa como un espíritu independiente, si quiere algo, no hay remedio, lo querrá y la persona que está sintiendo ese amor no puede hacer nada para impedirlo, sólo puede obedecer ciegamente esa emoción.

En nombre de este amor se han roto familias, se han cometido infidelidades, se han abandonado hijos, se han arruinado vidas. Creo que todos hemos escuchado frases como “¿La amas? Entonces no puedes dejarla ir”, o “Si la amas, no dejes que nadie se interponga, debes confesarle lo que sientes”. Claro, aquí no importa si hablamos de una persona casada, comprometida, o de tu mismo sexo. Lo que importa es si sientes, si sientes amor. No importa si es correcto o no, sólo importa lo que sientes. Este es el mensaje del mundo.

En fin, aquí no hablamos de eso. No es que Jesús haya tenido en su corazón una emoción o un sentimiento que no podía controlar. El amor bíblico es muy distinto del concepto que hoy impera en el mundo. En la Biblia, el amor no es un sentimiento, sino un ser que determina entregarse a sí mismo para hacer bien, por la pura intención de buscar el bien de otro. No es una emoción, sino una voluntad que actúa, un alma que obra, que hace bien, que busca el bien de otro, que entrega, que da.

La Palabra nos dice que Dios es amor (1 Jn. 4:8). Es decir, Dios no solo ama, sino que Él es amor. Pero insisto, amor en el sentido que estamos diciendo, porque muchos usan esta frase para justificar sus pecados. Por el contrario, el sentido bíblico significa que Dios es un dador, Él bendice y se goza en bendecir, en dar, en hacer bien, en manifestar su buena voluntad. Dios ama al dador alegre porque Él es el dador alegre por excelencia, el Supremo Dador. Y el buscar el bien está íntimamente relacionado con la santidad. El amor de Dios hacia nosotros se manifiesta en buscar nuestra santidad, en hacernos conforme a la imagen de Cristo, aun cuando eso significó que el propio Jesucristo debió morir.

Y el amor de Dios no es teórico, sino que es muy concreto. En este pasaje, el Señor lo manifestó de una manera muy muy concreta: sirviendo a sus discípulos, siendo Él Señor de todo.

William Hendriksen comenta: “Jesús y sus discípulos han llegado de Betania. Los pies, cubiertos sólo por las sandalias, habían estado en parte expuestos al polvo y la arena. Estaban sucios, o por lo menos incómodos. En tales circunstancias, se acostumbraba el lavamiento de los pies. El anfitrión, aunque no solía prestar él mismo este servicio, se aseguraba que se realizara. Era, después de todo, una tarea servil, es decir, tarea que debía realizar un sirviente”.

Se trata, entonces, de la tarea para un sirviente o esclavo. Recordemos que el v. 3 dice “sabiendo Jesús que el Padre le había dado todas las cosas en las manos”. Con esas manos en las que recibió todo, lavó los sucios pies de sus discípulos. Siendo el Señor de todas las cosas, ocupó sus manos en hacer la tarea de un esclavo.

Tratemos de recrear la escena. Los discípulos estaban ahí junto a Jesús, en ese aposento alto. Habían llegado del camino, y la toalla, el agua y el recipiente estaban allí en la habitación, porque era un acto muy cotidiano lavarse los pies luego de llegar del camino con tierra. La toalla, el recipiente y el agua estaban allí, y nadie se movía, nadie pensó en lavar los pies de los otros, nadie pensó en prestar este servicio tan bajo y degradante a los demás. Quizá alguno de ellos estaba esperando que apareciera algún sirviente o esclavo para lavarles los pies.

Además, el Evangelio de Lucas nos cuenta que en el contexto de esta conversación, los discípulos habían tenido una discusión sobre quién de ellos era el más importante. Ellos, lejos de preocuparse por servir a los demás, y aún más lejos de hacer la tarea de un esclavo, estaban preocupados de quién de ellos era el mayor, el más importante, probablemente luchando por el mejor asiento de la habitación, el que les diera más poder, autoridad o impusiera más respeto sobre los otros.

Es en ese contexto que el Señor Jesús se quita su manto, toma la toalla, pone agua en el recipiente y comienza a lavar los pies de sus discípulos, esos pies sucios, probablemente con mal olor, desde luego sin la pedicure. El Señor debía arrodillarse, lavarlos con sus propias manos y secarlos con la toalla.

Quizá por este giro tan impactante, este acto tan desconcertante de Cristo es que Pedro reacciona de manera muy exaltada. Probablemente se avergonzó de no haber pensado antes en lavar los pies de sus hermanos. Se vio sorprendido por la humildad extrema del Señor Jesús, y orgullosamente se negó a que sus pies fueran lavados. En su mente Pedro decía: “Los otros se habrán dejado lavar sus pies pero yo no, esto no lo puedo permitir”. De hecho, en el texto original su negación es la más absoluta que permite el idioma.

Sin embargo, lo que Pedro no entendía es que toda la obra de Cristo se ve reflejada en ese acto. Cristo no sólo actuó como un sirviente al lavarles los pies, sino al humanarse, al venir al mundo a vivir como hombre y a pagar el precio por nuestros pecados. Todo esto fue una humillación, y si Pedro no recibía esta obra de Cristo, si Él no era capaz de dejarse servir por el Señor de todas las cosas, no podría tener parte con Él en la salvación, porque el Evangelio consiste en eso: el Señor de todo tomando forma de siervo, muriendo por nuestros pecados.

El lavamiento de los pies, entonces, era simplemente un breve y concreto resumen de su obra en nuestro favor, y un anuncio de lo que sería su amor por nosotros llevado hasta el fin, hasta las últimas consecuencias: poner su vida para que nosotros pudiéramos ser salvos de la muerte eterna, y pudiéramos tener vida en Él.

En Pedro nos vemos reflejados todos, queriendo de alguna manera merecer este amor, y no queriendo recibir esta obra gratuita de Cristo porque “es demasiado para nosotros”. Es cierto que es demasiado, pero el rechazo a esa obra muestra nuestro orgullo de querer merecer, en nuestra mente pensamos “así debería ser”. Pero la respuesta de Cristo es: “si no quieres recibir esta obra en tu favor, no puedes tener parte conmigo”.

Y es que el amor de Cristo no se basa en los méritos de los seres amados. Él, siendo perfectamente puro y bueno, estaba amando a pecadores. ¿Sabes lo que significa para un Ser perfectamente Santo, perfectamente bueno y justo, que nunca ha cometido mal alguno, amar a un pecador, a un delincuente? Es imposible que lo sepas. Si para ti y para mí que estamos llenos de pecado, es imposible amar genuinamente a otro pecador en nuestras propias fuerzas, imagínate lo que significa para Dios amarnos. Al menos para mí, la verdad más difícil de creer en las Escrituras no es que Dios existe, o que Cristo nació de una virgen por el poder del Espíritu Santo, o que Jesús caminó sobre el mar. La verdad que me resulta más difícil de creer es que Dios pueda amar a los pecadores.

Esto porque como pecadores (delincuentes), no solo carecemos de méritos para ser amados, sino que hacemos todo lo posible por desmerecer el amor de Dios. Con nuestras malas obras, con nuestras dudas, con nuestros pensamientos llenos de maldad, con nuestros silencios cobardes, nuestras palabras groseras o  hirientes, con nuestras mentiras y calumnias, con nuestras murmuraciones y con nuestras negligencias de cada día, hacemos todo para que Dios no sólo no nos ame, sino que sienta ira hacia nosotros. Pero Él decidió amarnos, hacernos bien, a tal punto que entregó a su Hijo por nuestras culpas, para que fuera Él quien pagara el precio de nuestra maldad.

Habiendo dicho esto, pensemos que el Señor le lavó los pies a Pedro, quien ante el miedo de ser perseguido lo iba a negar cobardemente sólo unas horas más tarde. Y más aún, el Señor lavó los pies de Judas, quien para ese momento ya había fijado un precio para entregar a Jesús, y en solo unos momentos vendría con una multitud armada a buscarlo para ser juzgado como un criminal. Es decir, siendo el Señor de todo, no sólo lavó los pies de pecadores comunes y corrientes, sino de uno que lo iba a negar y de otro que lo iba a traicionar, entregándolo a la muerte.

Ese es el amor de nuestro Salvador. Y ahora que estás pensando en lo increíble que es que Jesucristo haya servido así a Pedro y a Judas, te pido que pienses en ti. ¿Cómo pudo Jesús amarte, con todos tus pecados? Tú que lo has negado también, que también lo has traicionado por mucho menos que 30 piezas de plata, tú que te has rebelado contra su voluntad, que has desobedecido su Palabra Santa y Perfecta, tú que has pecado delante de sus ojos, que lo has menospreciado, que has escupido su mano que te sostiene con indiferencia, con apatía, con frialdad en tu corazón hacia Él. Él murió por ti que has creído en Él, para llevar tus culpas sobre su espalda. ¿No es increíble también? Ese es el amor de nuestro Salvador.

   III.        Lo que nos toca a nosotros

Quizá alguien ha escuchado hasta aquí y está maravillado con el amor de Cristo, conmovido con tanta misericordia. Amén si es así, pero no hemos terminado.

(vv. 12-17) El Señor está siendo muy claro. Él quiso asegurarse de que se entendiera lo que había hecho, y es una lección muy concreta. Les está diciendo: “ustedes me dicen Señor y Maestro, y tienen razón, lo soy. Ahora, sean consecuentes con esto, si soy su Señor y Maestro, deben hacer lo mismo que yo acabo de hacer. Les acabo de dar un ejemplo, así como yo acabo de servirlos, ustedes deben servirse unos a otros”.

Y acá permítanme hilar más fino. El Señor enfatiza diciendo: “En verdad les digo, que un siervo no es mayor que su señor, ni un enviado es mayor que el que lo envió” (v. 16). Es decir, si Cristo siendo el Señor ha hecho esto, con mucha más razón sus siervos, porque los siervos no son mayores que su señor. Pero en el griego la palabra es doulos, que significa “esclavo”. El siervo recibía una paga por su trabajo, y no había perdido su libertad. El esclavo, por otra parte, no recibía remuneración alguna por su trabajo, y había perdido su libertad y en un sentido su vida, pues pertenecía a otro.

¿Qué está ordenando el Señor, entonces? Lo que está mandando el Señor, en otras palabras, es que nos veamos a nosotros mismos como esclavos de los demás. Es que hagamos la labor, el trabajo de esclavos de nuestros hermanos. ¿Te parece demasiado fuerte lo que acabo de decir? ¿Estoy yendo muy lejos y el Señor Jesús no estaba siendo tan grave en esto? Mira cómo lo dice el Apóstol Pablo: “No hagan nada por egoísmo (rivalidad) o por vanagloria, sino que con actitud humilde cada uno de ustedes considere al otro como más importante que a sí mismo, 4 no buscando cada uno sus propios intereses, sino más bien los intereses de los demás. 5 Haya, pues, en ustedes esta actitud (esta manera de pensar) que hubo también en Cristo Jesús, 6 el cual, aunque existía en forma de Dios, no consideró el ser igual a Dios como algo a qué aferrarse, 7 sino que Se despojó a sí mismo tomando forma de siervo, haciéndose semejante a los hombres” (Fil. 2:3-7).

El detalle es que, una vez más, donde dice “tomando forma de siervo”, el original dice “tomando forma de esclavo”. Haya en ustedes el mismo sentir que hubo en Cristo, quien siendo Dios, tomó forma de esclavo.

El Señor termina diciendo “¿Entienden esto? Dichosos serán si lo ponen en práctica” (v. 17).

Y aquí es cuando vemos que hay varios tipos de creyente: uno que llega a la iglesia, se sienta y dice “¿quién me va a lavar los pies hoy?”. Algunos de este grupo van más allá, y dicen “noto que en la iglesia no me están lavando los pies como yo quiero, espero que me los laven más seguido y con la cara llena de risa, si no veo eso, iré a otro lugar en que me los laven mejor, donde verdaderamente me laven los pies”.

Otro dice “uff, mira los pies de Pedrito, están sucios. Creo que alguien debería lavárselos. ¡Ya pues!, ¿Quién va a lavar los pies de Juanito?”.

Otros dicen “¡Vaya!, me gusta como lavan los pies en esta iglesia, me alegro mucho. ¿Yo? Yo voy a esperar, creo que todavía no es mi tiempo de lavar los pies de otros, la verdad es que creo que no es mi llamado, o quizá no estoy listo. Voy a estar aquí, porque me gusta cómo me lavan los pies y cómo se los lavan a otros, pero yo todavía no lo haré”.

Otros se lamentan diciendo: “hermanos, me encantaría lavarles los pies pero no tengo tiempo, tengo mucho que hacer. Puede ser que algún día lo haga, tengo la esperanza de que esto pueda calzar en mi agenda, pero por ahora cero posibilidad”.

Aun otros dan el paso de lavar los pies, y todos se enteran de que lo hacen, porque dicen “hermanos, me ha tocado lavar los pies todas las semanas, no es justo que siempre me toque hacerlo, además siempre me toca hacer lo mismo, y como otros no lo hacen, yo lo tengo que hacer”.

Otros también lo dan, pero se dedican a lavar los pies de aquellos que les resultan más cercanos, o que les caen mejor. Pero a quienes no conocen o con quienes tienen ciertas diferencias, no lo hacen ni lo harán.

Y otro grupo de creyentes es el que se ciñe la toalla y lava los pies de sus hermanos, entendiendo que Jesús lo hizo por Él antes, y que no puede hacer otra cosa sino seguir su ejemplo. El amor de Cristo lo mueve a hacerlo.

¿Con cuál de estos creyentes te identificas? Hoy, aquí y ahora, ¿Cuál describe mejor tu actitud? ¿Cuál crees tú que refleja el carácter de Cristo? ¿Cuál es el que está siguiendo su ejemplo? ¿Cuál es el que verdaderamente ama?

Es cierto que no todos estamos llamados a hacer la misma cosa, pero todos estamos llamados a servir según los dones que hemos recibido del Señor, y nadie tiene la excusa de decir que no ha recibido nada.

¿Cuál es tu don? ¿Sabes cuál es? Tristemente, hay hermanos que pasan años sin saber cuál es su don, y lo peor es que ni siquiera están preocupados de averiguarlo. ¿Con qué lavarás los pies de tus hermanos? Preocúpate ahora de saberlo, Jesús lo ha ordenado, y ¡Él nos dio el ejemplo!

El Apóstol Pedro dice: “Cada uno ponga al servicio de los demás el don que haya recibido, administrando fielmente la gracia de Dios en sus diversas formas” (1 P. 4:10).

Reflexión final

Lo que Cristo nos ha enseñado en este pasaje no es simplemente hacer algo por otro. No es simplemente servir. No es sólo decir “sean buenos con los demás”. Nos ha enseñado que su amor perfecto debe ser nuestro ejemplo supremo, y su amor se manifiesta en servicio, en dar, en entregarse, en sacrificarse por el bien del otro.

Más adelante en el mismo capítulo, dirá lo mismo con otras palabras: “Un mandamiento nuevo les doy: ‘que se amen los unos a los otros;’ que como Yo los he amado, así también se amen los unos a los otros. 35 En esto conocerán todos que son Mis discípulos, si se tienen amor los unos a los otros” (vv. 34-35).

Cristo es el ejemplo supremo de amor. Entonces, nuestra definición de amor debe ser la de Cristo, ese debe ser nuestro concepto de lo que es amar: “Dios demuestra su amor por nosotros en esto: en que cuando todavía éramos pecadores, Cristo murió por nosotros” (Ro. 5:8).

En esto conocerán todos que son mis discípulos”. Esto es así porque este amor es sobrenatural, no nace del ser humano, sino que nace de Dios, es derramado en nosotros por el Espíritu Santo, quien nos conduce a amar genuinamente a nuestros hermanos. Es nuestra identidad como pueblo. Es el sello nacional de la Iglesia, lo que nos identifica como nación redimida por Dios: el amor que nos tenemos. Si alguien quiere saber qué es el amor verdadero, debe mirar a la iglesia.

El amor, entonces, no es simplemente sonreír a los hermanos, o abrazarlos con cariño, o sentir una emoción positiva hacia ellos. El cristiano que ama es un ser que se entrega, un alma que sirve, un alma que se vuelca hacia otro para hacerle bien, para llevarlo hacia Cristo.

¿Pones condiciones para amar a tus hermanos? La Escritura es clara: “el que no ama a su hermano, a quien ha visto, no puede amar a Dios, a quien no ha visto. 21 Y él nos ha dado este mandamiento: el que ama a Dios, ame también a su hermano” (1 Jn. 4:20-21). ¿Amas a tus hermanos por mérito? ¿Depende de cómo ellos se porten, o de cómo te saluden, o de si te llaman o te consideran? ¿Depende de si saben tanto como tú? ¿Depende de su nivel socioeconómico, de si hablan como personas de tu misma clase social o de si tienen buenos modales? ¿Depende de si te busca conversación? Entonces no has conocido el amor verdadero, necesitas encontrarte con Cristo, quien ama sin méritos y sin condiciones.

Y es que el amor de Cristo, es el verdadero motor de la Iglesia. El Apóstol Pablo decía: “El amor de Cristo nos constriñe” (2 Co. 5:14), es decir, el amor de Cristo nos apremia, nos obliga, nos urge, nos mueve poderosamente a la acción. El corazón de Pablo es un mar agitado, él está compungido, compelido por el amor de Cristo, el amor de Cristo lo urge y lo empuja poderosamente a actuar. ¿Dónde están los corazones inflamados por el amor de Dios? ¿Dónde están los creyentes ardiendo de amor? ¿Dónde están los cristianos con un corazón que es como un mar agitado, como una marea que nada puede acallar, completamente conmovidos por el amor de Cristo?

Todos queremos que esta congregación ande en amor, pero ¿Cuántos están dispuestos a lavar los pies de sus hermanos? ¿Cuántos están dispuestos a tener el mismo sentir que hubo en Cristo, de hacerse esclavo por amor a sus hermanos? El Señor nos ha dicho lo que Él quiere, no tenemos excusa. Nos encomendamos a su gracia, su Espíritu nos fortalezca.