Amor unos por otros: el reflejo de Cristo

En el mensaje anterior, vimos el momento en que Jesús anuncia que uno de los doce lo traicionará, entregándolo a los líderes religiosos a cambio de 30 piezas de plata, para ser juzgado y ejecutado.

Este anuncio fue una sorpresa para los discípulos, ya que ninguno sospechaba que alguno de sus condiscípulos pudiera entregar a Jesús. Esto nos habla de la terrible hipocresía de Judas, quien simuló ser uno más de los discípulos por 3 años, y sostuvo su fraude y su descaro hasta el final.

A su vez, la traición de Judas nos hace pensar en nuestras propias vidas, ya que cada vez que desobedecemos conscientemente, escogiendo al mundo antes que al Señor, el temor de los hombres antes que el temor de Dios, la rebelión antes que la obediencia, la verdad antes que la mentira, estamos traicionando a Jesús.

Esto nos lleva a ser extremadamente cuidadosos, desconfiando sanamente de nosotros mismos y rechazando la tentación del enemigo apenas aparezcan los primeros pensamientos de rebelión en nuestros corazones, ya que ese es el momento clave de la lucha, y si cedemos a los pensamientos de engaño y tentación, hemos comenzado el camino a la destrucción.

Esto nos urge a guardar ante todo nuestros corazones, sabiendo que somos capaces de cometer los peores males, y que debemos mirar a nuestro gran Salvador, quien menospreció la humillación y el sufrimiento, y fue a la cruz para nuestra salvación.

En el pasaje que veremos hoy, Cristo está a punto de pasar de este mundo al Padre, y sus discípulos lo buscarán, pero no lo encontrarán, aunque lo seguirán después. Entre tanto que esperan seguir a Cristo a la gloria, los discípulos deben reflejar el carácter de su maestro, amándose unos a otros como Él los amó. Este es el distintivo nacional de la iglesia.

     I.        La partida de Cristo y su camino a la Gloria

La salida de Judas del salón, marca el paso a las horas finales y definitivas del ministerio terrenal de Jesús. Como ya lo ha hecho antes, el Señor Jesús se refiere a las horas que vendrían, como la hora de su gloria. Y esto llama la atención, pues humanamente podríamos pensar que las horas que vienen deberían ser descritas como un despliegue de brutalidad sanguinaria, con la horrenda crucifixión por la cual atravesó nuestro Señor. Pero Él no duda en describir esta hora una y otra vez como la hora de su glorificación.

El Hijo del Hombre, el Mesías, encontraría la gloria consumando su obra en la tierra, aquello para lo que vino: pagar el precio de la salvación de sus ovejas, alcanzar el perdón de los pecados de su pueblo, reconciliar al hombre con Dios por medio de la cruz, deshaciendo las obras del enemigo.

Aquellos que vitorearon su nombre en la llamada “entrada triunfal” de Jesús a Jerusalén, esperaban ciertamente que se tratara de un Mesías glorioso, pero en términos muy distintos: ellos lo veían humanamente, esperaban a un general conquistador, con poderío militar y que venciera por la espada. Pero la gloria del Hijo del Hombre estaría más bien en la obediencia perfecta a la voluntad de su Padre que lo envió, lo que le significó despojarse de su gloria en la eternidad, tomar forma de siervo en su humanidad, e ir en esa obediencia hasta la muerte, y muerte de cruz, es decir, la muerte de los peores criminales.

La Escritura es clara en que luego de su muerte le esperaba la gloria, y nuestro Señor vio con esa perspectiva esas últimas horas que le quedaban de ministerio: no se quedó en la horrenda cruz, sino que veía más allá de ella, hacia la gloria eterna que tuvo con su Padre antes de que el mundo fuese (Jn. 17:5). Así podemos apreciarlo en pasajes que nos son conocidos:

puestos los ojos en Jesús, el autor y consumador de la fe, quien por el gozo puesto delante de Él soportó la cruz, despreciando la vergüenza, y se ha sentado a la diestra del trono de Dios” (He. 12:2)

“… hallándose en forma de hombre, se humilló El mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. 9 Por lo cual Dios también Lo exaltó hasta lo sumo, y Le confirió el nombre que es sobre todo nombre, 10 para que al nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en el cielo, y en la tierra, y debajo de la tierra, 11 y toda lengua confiese que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre” (Fil. 2:8-11).

Vemos, entonces, que la visión humana sobre la gloria dista mucho de lo que el Señor dispuso que fuera la glorificación de Cristo. Él cumplió con su propia vida lo que afirmó en su enseñanza, y trazó un ejemplo para sus discípulos: “El más importante entre ustedes será siervo de los demás. 12 Porque el que a sí mismo se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido” (Mt. 23:11-12 NVI).

Entonces, nosotros debemos estar conscientes de que la gloria del mundo es falsa y se marchita fácilmente, por tanto no debemos buscarla. El aplauso de los hombres es engañoso, temporal y escurridizo, pero la gloria de Dios es eterna, y el camino a ella es el que Cristo nos dejó: contemplar a Cristo por la fe, y como consecuencia de eso negarnos a nosotros mismos, humillarnos bajo la poderosa mano de Dios y serle fieles y obedientes hasta la muerte.

El Padre también sería glorificado en su Hijo, al cumplirse su voluntad y su plan perfecto con la plena obediencia de Cristo. Su designio dispuesto desde la eternidad, sería ahora ejecutado por su Hijo Unigénito, el varón de dolores y experimentado en quebranto, quien por su llaga curaría las heridas de su pueblo, y llevaría sobre sus hombros el castigo de nuestra paz.

Aquí debemos recordar que el motivo de nuestra salvación no somos nosotros primeramente, sino el que la gracia de Dios sea exaltada, que Dios sea alabado y engrandecido por su misericordia.

En Cristo también fuimos hechos herederos, pues fuimos predestinados según el plan de aquel que hace todas las cosas conforme al designio de su voluntad, 12 a fin de que nosotros, que ya hemos puesto nuestra esperanza en Cristo, seamos para alabanza de su gloria” Ef. 1:11-12.

Esto es otro motivo de alabanza a nuestro Dios: que Él, aun cuando nosotros éramos sus enemigos y lo aborrecíamos en nuestra mente, y siendo Él el ofendido por nuestra desobediencia; quiso encontrar gloria en salvarnos, en demostrarnos misericordia, y esto solamente porque así lo deseó. Nos amó porque nos amó, nos salvó simplemente porque quiso hacerlo, porque así lo dispuso en su voluntad perfecta, y el precio de esa salvación fue el sacrificio en obediencia de su propio Hijo Unigénito, quien quiso llamarse también “el Hijo del Hombre”.

La gloria del Padre y la del Hijo siempre van juntas. El Padre da testimonio del Hijo, lo glorifica y se complace en Él (Mt. 3:17), y el Hijo da gloria al Padre y le obedece en todo, mientras que el Espíritu Santo da gloria a ambos y los da a conocer a los corazones de los hombres, convenciéndolos de pecado, de justicia y de juicio (Jn. 16:8) e iluminándolos con el conocimiento de la gloria de Dios en el rostro de Jesucristo (2 Co. 4:6).

Esta gloria que esperaba al Hijo, entonces, vendría ya en breves instantes, estaba por morir en la cruz, para después ser sepultado y levantarse de entre los muertos, para ser recibido luego en gloria.

¿En qué se traducía esto para los discípulos? En que el Señor pasaría de este mundo al Padre. El Señor les explica muy tiernamente, llamándolos “hijitos” (palabra usada sólo aquí en los 4 evangelios), una verdad impactante: ya no estaría más con ellos de manera física, como había estado los últimos 3 años enseñándoles diariamente sobre el reino de Dios y manifestando ese reino en la tierra.

Con estas palabras comienza su discurso de despedida de sus discípulos. Se terminaba ese convivir diario de manera física con ellos, ese maravilloso régimen estaba a horas de terminar. Ellos lo buscarían, ansiarían y extrañarían su presencia como la habían disfrutado antes, pero ahora Cristo los esperaría en la gloria, un lugar en el que ellos no podían estar, pero donde le seguirían después (v. 36).

El Apóstol Pedro quiso encontrar algún atajo a esa gloria, una vez más confiando en sí mismo, en su fortaleza, su fidelidad y sus capacidades, tal como cuando se lanzó con entusiasmo a caminar sobre el mar. Pero, al igual que ocurrió en esa ocasión, esta confianza en sí mismo terminaría en vergüenza y frustración: Pedro, quien prometió seguir a Cristo hasta la muerte, terminó negándolo tres veces, lleno de temor y cobardía.

Aunque el Señor lo perdonó tiernamente e incluso fue a buscarlo al lugar al que Pedro se había retirado, esto nos enseña que el camino a la gloria no está en nuestras fuerzas ni en la autoconfianza, sino que el Señor mostraría un camino distinto para sus discípulos.

    II.        Un nuevo mandamiento

¿Qué debían hacer los discípulos entre tanto que esperaban seguirlo a la gloria? ¿Cuál es la forma en que debían esperar esa gloria que ha de ser manifestada? Los discípulos de Cristo deben esperar la gloria reflejando el carácter de su maestro, es decir, amándose los unos a los otros.

El Señor les habla de un mandamiento nuevo. ¿En qué sentido es nuevo? Vemos que en el libro de Levítico el Señor ya decía a su pueblo: “No te vengarás, ni guardarás rencor a los hijos de tu pueblo, sino que amarás a tu prójimo como a ti mismo. Yo soy el Señor” (Lv. 19:18).

Es decir, ya existía el mandato de amar al prójimo, y hacerlo con gran intensidad, como a uno mismo. Esto es, velar por el prójimo como uno vela por sí mismo. Cuidarlo, sustentarlo, procurar su bien, servirlo como uno se sirve a sí mismo. Y “prójimo” envuelve la idea de “próximo”, vecino, el que habita junto a nosotros; en este contexto, implicaba que los israelitas debían amarse unos a otros, porque el Señor era su Dios (parte final del versículo).

Entonces, ya existía para el pueblo de Dios el mandato de amar a quienes pertenecen al redil del Señor. Pero el mandato de Cristo es nuevo en el sentido de que se refiere directamente a sus discípulos: son sus seguidores, los creyentes en su nombre los que deben amarse unos a otros, y también es nuevo en cuanto al modelo a seguir: sus discípulos deben amarse unos a otros como Cristo los amó, deben entregarse unos a otros un amor como el que han recibido de parte de Cristo.

El nuevo mandamiento es lo suficientemente simple como para que lo memorice y aprecie un niño de 3 años, y lo suficientemente profundo como para que los creyentes maduros se avergüencen constantemente por comprenderlo y practicarlo de forma tan pobre… su amor unos por otros debe reflejar su nuevo estado y experiencia como hijos de Dios, reflejando el amor mutuo entre el Padre y el Hijo e imitando el amor que les ha sido mostrado” (Donald Carson).

Las palabras de Cristo en este pasaje encuentran su espejo en la enseñanza de Juan en su primera carta, cap. 4:

Amados, amémonos unos a otros; porque el amor es de Dios. Todo aquel que ama, es nacido de Dios, y conoce a Dios. El que no ama, no ha conocido a Dios; porque Dios es amor. En esto se mostró el amor de Dios para con nosotros, en que Dios envió a su Hijo unigénito al mundo, para que vivamos por él. 10 En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros, y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados. 11 Amados, si Dios nos ha amado así, debemos también nosotros amarnos unos a otros”.

Lo que este pasaje nos dice es clave: Dios no sólo tiene o manifiesta amor, sino que Él ES amor. El amor está en la esencia de su Ser, por tanto, todo aquello que llamemos amor, debe reflejar el carácter de Dios. Si no refleja el carácter de Dios, aunque lo llamemos “amor”, no es amor.

¿Y cómo se manifestó el amor? ¿Cómo conocemos el amor? En que Dios envió a su Hijo Unigénito al mundo en propiciación por nuestros pecados, para que vivamos por Él. Entonces, antes que asociar el amor a la imagen de un corazón, debemos asociarlo a una cruz. Todo verdadero amor nace de Dios, lleva impreso su carácter y su imagen.

En la misma línea, Romanos 5:8 dice: “Mas Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros”.

En consecuencia, debemos tener mucho cuidado, porque el mundo tiene otros conceptos de amor. Hoy el concepto más popular de amor se relaciona con una emoción, un sentimiento muy fuerte que nos posee, nos domina y nubla nuestra razón, algo que incluso va más allá del bien y el mal, de lo correcto o de lo incorrecto. Según este concepto del mundo, si tú sientes amor por alguien, lo que hagas está justificado, es correcto. Si así lo sientes, entonces está bien, se cree que el amor va más allá de la razón y de la voluntad,  actúa como un espíritu independiente, si quiere algo, no hay remedio, la persona que está sintiendo ese amor no puede hacer nada para impedirlo, sólo puede obedecer ciegamente esa emoción.

En nombre de este falso amor se han roto familias, se han cometido infidelidades, se han abandonado hijos, se han arruinado vidas. No importa si es correcto o no, sólo importa lo que sientes. Este es el mensaje del mundo, pero en realidad se trata de una deformación satánica, una blasfemia contra el verdadero amor, ese que viene del Ser y el carácter de Dios. Ellos están llamando “amor” a lo que en realidad es una pasión desordenada, un deseo egoísta que clama por ser satisfecho.

En fin, aquí no hablamos de eso. En la Biblia, el amor no es un sentimiento ni una pasión desordenada, sino la entrega de uno mismo para hacer bien, por la pura intención de buscar el bien de otro. Es una voluntad que actúa, un alma que obra, que hace bien, que busca el bien de otro, que entrega, que da.

Entonces, cuando la Escritura dice que “Dios es amor”, implica que es un dador, Él bendice y se goza en bendecir, en dar, en hacer bien, en manifestar su buena voluntad. Dios ama al dador alegre porque Él es el dador alegre por excelencia, el Supremo Dador. Y el buscar el bien está íntimamente relacionado con la santidad. El amor de Dios hacia nosotros se manifiesta en buscar nuestra santidad, en hacernos conforme a la imagen de Cristo, aun cuando eso significó que el propio Jesucristo debió morir.

Y de esto concluimos que lo contrario del amor no es el odio, sino el pecado: Lo contrario de amar, es pecar. Esto lo vemos en la misma ley de Dios. Amar al Señor es obedecer sus mandamientos (Jn. 14:15), amar al prójimo es cumplir la ley de Dios hacia Él, hacer la voluntad de Dios hacia su vida. Pecar contra el Señor es lo contrario de amarlo, y pecar contra el prójimo es lo contrario de amarlo. El amor de Dios hacia nosotros significó entregar a su propio Hijo para deshacer la consecuencia de nuestro pecado.

Y notemos aquí un punto importante: el Señor nos amó cuando éramos aún pecadores. Nos amó cuando le aborrecíamos en nuestra mente. No fue Él quien respondió a nuestro amor, sino que dice que Él nos amó primero. Su amor no fue motivado por nada en nosotros, no fue causado por nada de lo que nosotros éramos, ni por lo que hicimos. No podemos impresionar al Señor, menos siendo pecadores como somos. No podemos comprar ni ganarnos su favor, ni tampoco obligarlo a tener misericordia.

Y eso es lo maravilloso: el Señor nos amó por gracia, no por nuestros méritos. De hecho, nos amó cuando éramos y hacíamos todo lo contrario de merecer su amor, es decir, cuando más lo desmerecíamos, y lo que nos correspondía era en realidad recibir su ira.

Nos amó cuando nosotros nada podíamos ofrecer a cambio. ¿Qué podríamos entregar nosotros al Señor que no le perteneciera ya? Si aun nuestras vidas están en sus manos, Él dice “Del Señor es la tierra y todo lo que hay en ella, El mundo y los que en él habitan” (Sal. 24:1), y, por si no quedaba claro: “He aquí que todas las almas son mías; como el alma del padre, así el alma del hijo es mía” (Ez. 18:4).

Además, nos amó sin hacer acepción de personas (Ro. 2:11): amó a ricos y pobres, a gente de toda tribu, pueblo, lengua y nación, a hombres y a mujeres, a niños, ancianos y adultos, a gente educada y a gente rústica, a sanos y enfermos; en fin, su amor no se basó en distinciones humanas, sino en su pura voluntad.

Entonces, nos amó: 1) voluntariamente, por el puro afecto de su voluntad: simplemente porque quiso y conforme a su carácter; 2) por gracia, cuando no lo merecíamos, 3) cuando no podíamos devolverle nada a cambio; 4) sin hacer acepción de personas y 5) entregando a su Hijo Unigénito, lo más valioso y preciado que podía entregar.

Por eso la Escritura también dice: “El que no negó ni a Su propio Hijo, sino que Lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también junto con Él todas las cosas?” Ro. 8:32. No podía entregarnos nada más alto, ni más valioso, ni más sublime que a su propio Hijo. No nos entregó las sobras, ni las migajas, ni el polvo de sus bolsillos, sino que nos dio a su propio Hijo Unigénito.

De ahí que la Escritura dice con toda razón: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Jn. 3:16).

Y en esto vemos que toda la Trinidad nos amó con el más grande amor: El Padre al enviar a su Hijo Unigénito, el Hijo al venir en obediencia y dar su vida voluntariamente (Jn. 10:18), y el Espíritu Santo al derramar y aplicar ese amor en nuestros corazones, como dice la Escritura: “el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado” Ro. 5:5; y todo esto únicamente por su bendita gracia. Ese es el maravilloso amor de Dios.

 III.            Amor, el distintivo nacional de la Iglesia

En consecuencia, este es el amor que deben reflejar sus discípulos, con todas sus características. Es muy significativo que el Señor haya enseñado estas cosas una vez que Judas dejó el salón. Él quiso reservar esta enseñanza a sus verdaderos discípulos.

Debemos amarnos unos a otros como Él nos ha amado, y este amor que nos profesamos unos por otros será la marca, el distintivo, el lenguaje y el emblema nacional de la Iglesia. No nos conocerán por nuestra elocuencia, ni por nuestra inteligencia, ni por nuestra riqueza, ni por nuestros edificios o nuestras multitudes, sino por el amor que nos tengamos unos a otros.

Y esto porque la Iglesia es el único grupo de personas que puede tener amor verdadero entre sí, ya que el único amor verdadero es el que viene de Dios, y como leímos, el amor de Dios ha sido derramado en sus hijos por el Espíritu Santo que les fue dado. Sólo la Iglesia de Cristo tiene el Espíritu Santo, sólo la Iglesia tiene este amor que viene desde la esencia misma de Dios. Por tanto, si el mundo quiere saber qué es el amor, debe mirar a la iglesia y poder conocer, palpar, apreciar ese amor.

Y ojo que tal como el mundo ha deformado groseramente el concepto de amor, la que se hace llamar iglesia también ha hecho lo suyo: hoy se considera amor encubrir los pecados de otros, se considera amor el no disciplinar a nuestros hijos, o no disciplinar a los miembros de la iglesia que perseveran en un pecado no arrepentido, y se considera amor tolerar entre nosotros a quienes predican y viven en el error.

Desde luego que hay un amor santo que tolera las imperfecciones por misericordia, entre ellas el tener algunos conceptos inexactos o incorrectos, pero distinto es aceptar en el seno de la iglesia la enseñanza de herejías destructoras o falsedades graves que atentan contra la verdad claramente expuesta en la Palabra de Dios. Todo esto, aunque se llame amor, no es amor, sino un sentimentalismo hipócrita y cobarde, y es realmente una blasfemia confundirlo con el amor de Dios.

Ya dijimos que el amor verdadero siempre irá de la mano con la verdad, porque el único amor verdadero es aquel que refleja el carácter de Dios. “[El amor] no hace nada indebido no se goza de la injusticia, mas se goza de la verdad” (1 Co 13:5-6).

La pregunta es, entonces, ¿Estamos viviendo en ese amor? ¿Estamos haciendo realidad esta enseñanza? ¿Estamos obedeciendo su mandato?

Amar con el amor con que fuimos amados implica entregar, y entregarnos a nosotros mismos: nuestra fuerza, tiempo, dinero, recursos, ofrendarnos como sacrificios vivos; aun cuando nos canse, nos duela, nos cueste. Nuestra sociedad adicta al bienestar, la comodidad y el entretenimiento ha hecho estragos en la iglesia. Ya no estamos dispuestos a sudar, a llorar, a esperar, a gastarnos. Queremos ser como figuras de colección que permanecen para siempre en el envoltorio.

Pero amar a tus hermanos implicará sacrificios, significará soportar su carga, soportar su carácter, sus pecados en tu contra, implicará gastos de tu físico, tu tiempo, tu dinero, tus fuerzas. Si no quieres hacer esto, no te engañes, tu problema no es con tus hermanos, ni con la Iglesia. Lo que pasa es que no quieres ser discípulo de Cristo con todo lo que implica.

Recordemos que nuestro Señor dijo: “Nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos” (Jn. 15:13). El Señor mismo nos dio el ejemplo haciendo vida sus palabras, y así es como nosotros también debemos vivir. Pero poner la vida por los hermanos no es solamente estar dispuesto a morir si es necesario, sino que implica cada día negarse a uno mismo y entregar la vida en favor de los que aman a Cristo, de nuestros hermanos.

Eso es dar la vida por nuestros hermanos. No hay tal cosa como amor abstracto: recordemos que el ejemplo que Cristo nos dejó y que es inmediatamente anterior a esta enseñanza, es el lavado de pies, donde Él, siendo Señor, se vistió como esclavo de sus discípulos, y los sirvió.

¿Cómo podríamos decir entonces que amamos a nuestros hermanos si nos ausentamos de la comunión? La Escritura dice: “Y considerémonos unos a otros para estimularnos al amor y a las buenas obras; 25 no dejando de congregarnos, como algunos tienen por costumbre, sino exhortándonos; y tanto más, cuanto veis que aquel día se acerca” (He. 10:24-25). La condición básica para amar a tus hermanos es estar presente, sólo así puedes conocerlos, saber sus nombres, conocer sus rostros. El Señor nos ordena congregarnos para estimularnos unos a otros al amor y las buenas obras. Si asistes irregularmente, si te caracterizas por llegar tarde o como de mala gana, si sólo pretendes estar en lo mínimo necesario y te restas de instancias de comunión, de servicio y de trabajo, ¿Cómo puedes decir que amas a tus hermanos?

¿Cómo decir que amas a tus hermanos si te basas en sus méritos? Si sólo respondes a los que se acercan a ti, a los que te buscan, a los que te consideran, te llaman o te saludan primero, no estás amando, es más, no has hecho más de lo que haría un incrédulo promedio. Si una vez que alguien cometió una falta contra ti, dejas a esa persona en una lista aparte, o si te reúnes solamente con los que se han “ganado tu cariño”, no estás amando, sino que estás satisfaciendo tu deseo egoísta de compañía y tus necesidades sociales.

¿Cómo decir que amas a tus hermanos, si haces acepción de personas? Si prefieres a los que son como tú, de tu mismo trasfondo, los acomodados con los acomodados, los profesionales con los profesionales, los de clase media con los de clase media y los más pobres con los de su misma condición. Y no nos engañemos, para discriminar no es necesario tener dinero. Puedes tener poco y despreciar la comunión con los que tienen más, porque te sientes incómodo o porque les tienes resentimiento. Si procedes así, no estás amando, simplemente estás actuando como una persona promedio.

¿Cómo decir que amas a tus hermanos, si no los sostienes en oración? Si no presentas a tus hermanos ante el Trono de la Gracia, clamando por su bien, rogando por su santidad, para que sean guardados del mal, y peor aún, si no sólo no oras por ellos, sino que murmuras contra ellos, ¿Cómo moraría el amor de Dios en ti?

¿Cómo decir que amas a tus hermanos, si das lo mínimo posible de ti? Si quisieras no ser molestado más allá de sentarte y escuchar, si prefieres hacer y dar lo mínimo necesario como para tranquilizar tu consciencia y ser llamado “cristiano”, si consideras que haces un favor viniendo a alguna de las reuniones del domingo, y algunos domingos del mes, si entregas nada más que migajas de tus fuerzas, de tu tiempo y tus recursos para la Iglesia de Cristo, ¿Cómo podrías decir que amas a tus hermanos?

Debemos amarnos unos a otros con el amor con que Cristo nos amó. Las actitudes que he mencionado son todo lo contrario de ese sublime y maravilloso amor, de hecho, son la demostración más triste y lamentable de un torcido y desviado amor a uno mismo.

Y consideremos una cosa: en esto conocerán que somos sus discípulos, en que tenemos amor unos por otros. Lo que significa esto es que si nuestra vida se caracteriza de forma permanente por no exhibir este amor, salvo uno que otro esfuerzo puntual, lo que ocurre es que no somos discípulos, porque los discípulos de Cristo se conocen, se evidencian, se manifiestan por el amor que se tienen unos por otros. No es que los discípulos de Cristo tengan que esforzarse por hacer algo aquí y allá para aparentar que aman, para cumplir con su “cuota semanal de amor”, sino que ellos simplemente aman, porque el amor de Dios ha sido derramado en sus corazones por el Espíritu Santo que les fue dado, y si algo ocurre con el amor de Dios, es que nunca se queda encerrado en un cofre, sino que siempre necesita ser compartido, necesita ser entregado, y lo extraño y maravilloso es que mientras más se comparte, no se divide, sino que se multiplica.

Dice la Escritura: “Si alguno dice: Yo amo a Dios, y aborrece a su hermano, es mentiroso. Pues el que no ama a su hermano a quien ha visto, ¿cómo puede amar a Dios a quien no ha visto? 21 Y nosotros tenemos este mandamiento de él: El que ama a Dios, ame también a su hermano” (1 Jn. 4:20-21). Alguien podría decir “pero yo no aborrezco a nadie, menos a alguien de la iglesia, sólo que me cuesta hacer lazos”. Pero ojo que para este pasaje, “no amar” y “aborrecer” es la misma cosa. Para aborrecer a tu hermano no hace falta que lo odies activamente, sino simplemente que no lo ames con este amor del que hablamos. Al igual que con el Señor, no hay punto medio o lugar neutral: o amas, o aborreces.

Entonces, ¿Amas a tu hermano? Si no es así, necesitas ir a Cristo, necesitas contemplar y meditar en su amor supremo, y rogar porque ese amor empape tu vida y te transforme desde dentro. El amor es el distintivo nacional de la Iglesia de Cristo, unámonos, por tanto, a la oración constante del Apóstol Pablo por la Iglesia, y que sea también nuestro más ferviente anhelo y súplica ante el Señor:

14 Por esta razón me arrodillo delante del Padre... Y pido que, arraigados y cimentados en amor, 18 puedan comprender, junto con todos los santos, cuán ancho y largo, alto y profundo es el amor de Cristo; 19 en fin, que conozcan ese amor que sobrepasa nuestro conocimiento, para que sean llenos de la plenitud de Dios. 20 Al que puede hacer muchísimo más que todo lo que podamos imaginarnos o pedir, por el poder que obra eficazmente en nosotros, 21 ¡a él sea la gloria en la iglesia y en Cristo Jesús por todas las generaciones, por los siglos de los siglos! Amén” (Ef. 3:14, 17b-21).