Por Álex Figueroa

TEXTO DESTACADO: AP. 1:1-8.

Hoy haremos el último mensaje sobre este libro, para concentrarnos en lo que hemos aprendido y poder tener un panorama general de lo que el Señor nos ha enseñado en este tiempo.

Más allá de todos estos símbolos e imágenes grandiosos que han provocado la curiosidad y el morbo de muchos, el Señor nos lleva a ver a través de este libro que lo cotidiano está lleno de lo sobrenatural. Que nuestro día a día está enmarcado en una escena universal, que somos parte de la historia en la que el Señor está desarrollando su plan, y en que se van cumpliendo sus promesas y sus decretos. La historia, entonces, es el escenario en el que el Señor desarrolla su plan, donde Él es exaltado y sus propósitos son cumplidos. En esa historia estamos nosotros, y el Señor nos llama a través de este libro a tomar nuestro lugar y reconocer el señorío de Cristo sobre todas las cosas.

Veamos, entonces, algunas verdades centrales que hemos aprendido a lo largo de este libro.

     I. El conflicto universal

Apocalipsis nos presenta claramente un conflicto de alcance universal. Ahora, ¿De dónde sale esta guerra? ¿De qué guerra estamos hablando? Como aprendimos, toda la creación se puede dividir en dos reinos: el Reino de Dios y el reino de las tinieblas. En Col. 1:13 dice que Dios «nos ha librado de la potestad de las tinieblas, y trasladado al reino de su amado Hijo». Esto nos da a entender que o estamos bajo un reino o bajo el otro, pero no podemos estar en ambos. Estos reinos están en pugna, pero no nos confundamos, no es una lucha entre dos fuerzas iguales, sino entre el Dios soberano y Todopoderoso y aquellos que persisten en rebelarse contra su voluntad, y cuya destrucción y condenación son seguras y ciertas. Es más, el único reino verdadero, el único que prevalecerá es el reino de Dios. El reino de las tinieblas solo es un reino entre comillas, uno aparente que está pronto a desaparecer por completo bajo los pies de Cristo.

El Apóstol Juan dice: «Sabemos que somos de Dios, y el mundo entero está bajo el maligno» (I Jn. 5:19). Con otras palabras, ha explicado la misma verdad. No hay punto medio, o eres de Dios o estás bajo el maligno, y tu posición en uno u otro reino dice relación con tu reacción ante la verdad. Aquellos que no creen en Cristo, o lo que es lo mismo, quienes no creen en la Verdad, son enemigos de Dios y lo aborrecen.

Aprendimos que todos nosotros también fuimos en otro tiempo enemigos de Dios y lo aborrecíamos. Sólo un acto soberano y misericordioso del Señor puede rescatar a uno de sus enemigos y volverlo uno de sus hijos. Esto es lo que dicen las Escrituras (Tit. 3:3-6): « En otro tiempo también nosotros éramos necios y desobedientes. Estábamos descarriados y éramos esclavos de todo género de pasiones y placeres. Vivíamos en la malicia y en la envidia. Éramos detestables y nos odiábamos unos a otros. 4 Pero cuando se manifestaron la bondad y el amor de Dios nuestro Salvador, 5 él nos salvó, no por nuestras propias obras de justicia sino por su misericordia. Nos salvó mediante el lavamiento de la regeneración y de la renovación por el Espíritu Santo, 6 el cual fue derramado abundantemente sobre nosotros por medio de Jesucristo nuestro Salvador».

Aquí vemos que nadie puede decir que nació cristiano, o que es cristiano desde que tiene uso de razón. Todos nacemos siendo enemigos y aborrecedores de Dios, rebeldes por naturaleza. Si tú estás aquí y has creído verdaderamente en el Señor Jesucristo, no es porque hayas sido más sabio que otros que no lo han hecho. Tampoco es simplemente porque tus padres te inculcaron la fe cristiana, ya que la fe salvadora no se puede traspasar. Es porque Dios tuvo misericordia y quiso cambiar tu corazón, haciendo que pasara de muerte a vida. Solo el Espíritu Santo puede hacer que un corazón que nació aborrecedor y enemigo de Dios, pase a ser un hijo de Dios, alguien que puede profesar amor genuino a su Padre Celestial.

Entonces, concluimos que todo aquél que no haya creído en Cristo, que no haya creído en la Verdad que Dios ha revelado en su Palabra ni haya sometido su vida a ella, es enemigo y aborrecedor de Dios, condición en la que todos nacemos. Por extensión, tal persona es enemiga del pueblo de Dios. Aborrecen al pueblo de Dios tanto como aborrecen al Dios de ese pueblo. Ellos podrían incluso profesarnos alta estima, pero siempre que no les hablemos de la verdad de Dios. Podrían incluso desear nuestra compañía y anhelar que seamos uno de ellos, pero siempre que callemos y nos guardemos el Evangelio y al Dios que amamos. Si quieres saber si alguien es enemigo de Dios, no tienes más que hablar de la verdad de Dios en Jesucristo, y ver si esa persona reacciona con alegría llamándote ‘hermano’, o si se altera, confunde, o perturba con tus palabras, y prefiere no oírte hablar más del asunto.

En todo esto debemos recordar que, como nos explica el Apóstol Pablo, «… nuestra lucha no es contra seres humanos, sino contra poderes, contra autoridades, contra potestades que dominan este mundo de tinieblas, contra fuerzas espirituales malignas en las regiones celestiales» (Ef. 6:12 NVI).

Se trata, entonces, de una guerra de alcances universales, y se trata de una guerra espiritual, entre el Señor y quienes le son fieles por una parte, y aquellos que se han rebelado a su voluntad, por otra.

Y desde luego tú que estás sentado en este momento escuchando este mensaje, también estás inserto en esta batalla universal, en esta guerra espiritual. Y estoy seguro de que Uds. podrán testificar de esto en sus propias vidas, porque tenemos que luchar con nosotros mismos. Hemos sido salvos de la condenación del pecado, pero aún sufrimos la presencia del pecado en nuestras vidas. Nuestra naturaleza pecaminosa nos inclina hacia el mal, y aun cuando hemos creído en Cristo, aun cuando hemos experimentado las preciosas bendiciones que tenemos en Él, aun cuando hemos conocido la vida abundante que sólo Él ofrece, seguimos ofendiendo a nuestro Señor diariamente con nuestras rebeliones, y debemos luchar con nosotros mismos para obedecer a nuestro Dios.

Basta que te propongas orar, leer la Escritura, tener comunión con Dios, servir en la iglesia o hacer cualquier otra clase de bien, para enfrentarte a tu propia naturaleza y también a los principados y potestades que nos hacen la guerra. Serás tentado a oponer excusas, a inventar impedimentos, serás distraído con luces, colores, melodías y sensaciones que intentarán desviar tu atención, surgirán imprevistos y quehaceres, e incluso los de tu propia casa te pueden hacer la vida imposible.

Hemos luchado, estamos luchando y seguiremos luchando contra nosotros mismos y contra todo este mundo caído, hasta que llegue nuestra redención final. Pero contamos con el increíble consuelo y la esperanza de que nuestro Señor vive, que intercede por nosotros siempre, y que nos da su Espíritu para ayudarnos en nuestra debilidad. Nos ha dado hermanos con los cuales caminar juntos en esta lucha, y nos ha dado también una esperanza inquebrantable, una fe que nada podrá destruir: que Él ha vencido, y volverá pronto a establecer de manera definitiva su Reino sobre todas las cosas.

   II. Los enemigos de Dios

En esta guerra se pueden distinguir ciertos enemigos:

Satanás: es el enemigo máximo del Señor y de su pueblo. Ya en las cartas a las 7 iglesias que están al comienzo del libro, puede verse que satanás está persiguiendo a los cristianos e intentando hacer que la Iglesia desaparezca de la faz de la tierra. Apocalipsis nos dice que Satanás conquistó el mundo y ejerce un gobierno sobre él, por lo que la Biblia le llama “el príncipe de este mundo”. Luego del pecado de Adán, el diablo usurpó la autoridad que éste tenía sobre el mundo, y gobierna sobre imperios mundiales, autoridades, movimientos políticos, filosóficos e intelectuales; sin embargo, ese poder está limitado y es temporal. La Iglesia puede estar confiada en que el Señor es quien verdaderamente está en control de todas las cosas.

Satanás quería destruir a Cristo incluso desde el momento de su nacimiento, lo que se retrataba con la imagen del dragón listo para devorar al hijo de la mujer (Cap. 12), lo que revela el odio inmenso de Satanás hacia el Señor Jesucristo. No es una enemistad nueva: Satanás siempre ha querido eliminar a los descendientes de Eva que quieren ser fieles al Señor, siempre ha intentado frustrar los propósitos de Dios que se desarrollan a través de la mujer, su Iglesia, su pueblo.

Desde el momento en que naciste de nuevo en Cristo, cuentas con un enemigo histórico, que te odia y desea tu destrucción, porque odia a tu Padre Celestial. Mientras eras un no creyente, satanás era tu príncipe y tú hacías lo que él quería. Pero una vez en Cristo, habiendo pasado del reino de las tinieblas al Reino de la luz admirable, satanás pasa a ser tu enemigo, y hará todo lo posible por engañarte y para hacerte caer, y te mentirá sobre Dios, sobre su Palabra y sobre ti mismo.

Pero nuestro Dios es infinitamente más poderoso para guardarte en su mano, de donde nadie te puede arrebatar. Ahora, cuidado, esto no significa que puedas subestimar a satanás. Por el contrario, sólo en el poder de Dios y en comunión con Él es que podemos combatirlo. Y en ese contexto es que se nos dice: “Someteos, pues, a Dios; resistid al diablo, y huirá de vosotros” (Stg. 4:7).

La bestia y el falso profeta: Podemos imaginarnos a la bestia y al falso profeta como los dos brazos de satanás. La bestia es el brazo del gobierno, de la autoridad y el poder, que implica un dominio político, un control social sobre todos los hombres no redimidos. Es entonces el gobierno político, económico y militar del hombre, por el hombre y para el hombre, que al no tener en cuenta la gloria de Dios sino la suya propia, tiene tras el telón de fondo al mismo satanás controlándolo.

El falso profeta provee del engaño que controla las mentes, crea las ideas y los pensamientos necesarios para que la bestia pueda ejercer su poder y su dominio. Es su instrumento de propaganda. Las ideologías, cosmovisiones, filosofías, religiones y corrientes de pensamiento que fomenten la autonomía del hombre, que planteen un camino distinto de Cristo, que presenten a otros dioses o que hagan creer al hombre que él mismo es Dios, en fin, todo lo que fomente la rebelión del hombre contra el Señor o plantee un camino distinto de Cristo que ofrezca vida y salvación, es una manifestación del espíritu de este falso profeta. Con el brazo del poder y el brazo del engaño, satanás ejerce su dominio sobre el mundo.

El falso profeta lleva al mundo a adorar a la bestia, y tras la bestia se encuentra satanás.

Babilonia: es un sistema de maldad, una estructura de corrupción en el sentido moral y espiritual. Se le define como “la madre de las rameras y de las abominaciones de la tierra”. “Es la madre superiora de todos los que cometen prostitución espiritual al rendir culto a la bestia. Sus seguidores proclaman el evangelio del Anticristo mientras que ella recibe su adulación y loa. Es la fuente de todo lo malo que se dirige contra Dios: difamación, homicidio, inmoralidad, corrupción, vulgaridad, lenguaje obsceno y codicia… los enemigos de Dios pertenecen a la madre de las abominaciones y sufren las consecuencias” (Kistemaker).

En otras palabras, es el “símbolo del espíritu de impiedad que en todo tiempo seduce a las personas para que se aparten de la adoración del creador” (Mounce).

Se trata entonces de un sistema político, espiritual, moral, religioso, económico e ideológico que surge de la humanidad corrupta y está dirigida por satanás; y que persigue a la Iglesia con furor porque odia al Dios de la Iglesia. Odia a Cristo, por tanto odiará también a su pueblo, y querrá hacerlo desaparecer. Es la ciudadanía espiritual de todos quienes permanecen en rebelión contra el Señor.

Los seguidores del mal: Aquí se encuentran todos los seres humanos que no han creído en Cristo, que se encuentran en las tinieblas de sus corazones, esos corazones que no han recibido vida espiritual, que se encuentran muertos en sus delitos y pecados. Son muchedumbres de personas, que en Apocalipsis son llamados “los moradores de la tierra”. Estas muchedumbres rechazan a Cristo y su Evangelio, y aceptan las mentiras del falso profeta. Adoran a la bestia y reciben su marca, que es la rebelión perseverante y definitiva contra el Señor.

El adorador de la bestia puede ser estudiante universitario, una dueña de casa que lava los platos y ve telenovelas como cualquier otra. Puede ser un anciano que da de comer a las palomas sentado en una plaza, un kioskero, un Senador, un oficinista, un médico y un profesor. En sus corazones ya está la materia prima para adorar a la bestia: la rebelión contra Dios.

Cuando nos imaginamos al diablo, tenemos en mente esta imagen horripilante, en la que se le muestra como un ser repugnantemente feo. Pero la fealdad de satanás no está en las facciones de su rostro, sino en su rebelión contra Dios, en su desobediencia abierta a su Palabra. Y es ese elemento el que caracteriza al adorador de la bestia, al que caerá bajo el engaño del falso profeta.

  III. El pueblo de Dios

De entre estos enemigos, el Señor quiso rescatar un pueblo, por pura misericordia. Ya lo dijimos, todos nacimos siendo enemigos de Dios, si hoy estamos alabando a Jesucristo es un milagro, y la diferencia la hizo únicamente su gracia hacia nosotros.

El mismo hecho de que el Señor Jesús haya querido entregar este libro a las iglesias ya es mucha misericordia. Desde el comienzo del libro vemos que el Señor conoce a todas las iglesias, sabe sus circunstancias, su contexto, su entorno,  también lo que ocurre en lo íntimo de sus corazones. Se preocupa personalmente de animar a las congregaciones, y de señalarles los pecados y errores específicos que están cometiendo. Él conoce sus necesidades, y se preocupa de que sean satisfechas. Conoce a quienes están siendo perseguidos, y les ofrece consuelo, les hace ver que son parte de un cuadro mucho mayor, en el que saldrán victoriosos de manera segura.

Durante el resto del libro, el Señor nos muestra imágenes del Cielo, en donde los santos están seguros, ya libres de las tribulaciones de la tierra, libres de la persecución y también libres del pecado que los asediaba, y generalmente se encuentran cantando himnos al Señor, exaltándolo por la salvación recibida. Encontramos pasajes como este:

8 Cuando lo tomó, los cuatro seres vivientes y los veinticuatro ancianos se postraron delante del Cordero. Cada uno tenía un arpa y copas de oro llenas de incienso, que son las oraciones del pueblo de Dios. 9 Y entonaban este nuevo cántico: «Digno eres de recibir el rollo escrito y de romper sus sellos, porque fuiste sacrificado, y con tu sangre compraste para Dios gente de toda raza, lengua, pueblo y nación. 10 De ellos hiciste un reino; los hiciste sacerdotes al servicio de nuestro Dios, y reinarán sobre la tierra»” (Ap. 5:8-10).

Muchos de estos santos en el Cielo sufrieron el martirio por causa de Cristo, y claman a Él por justicia: “vi debajo del altar las almas de los que habían sufrido el martirio por causa de la palabra de Dios y por mantenerse fieles en su testimonio. 10 Gritaban a gran voz: «¿Hasta cuándo, Soberano Señor, santo y veraz, seguirás sin juzgar a los habitantes de la tierra y sin vengar nuestra muerte?» 11 Entonces cada uno de ellos recibió ropas blancas, y se les dijo que esperaran un poco más, hasta que se completara el número de sus consiervos y hermanos que iban a sufrir el martirio como ellos” (6:9-11). Es decir, el Señor se encarga de asegurar a la iglesia perseguida que sus hermanos que fueron asesinados están en el Cielo, tan así que se encuentran bajo el altar, y además la persecución que sufrieron no ha pasado desapercibida delante del Señor, quien a su tiempo dará el pago y hará justicia contra quienes los oprimieron.

Recordemos que aprendimos que el pueblo de Dios llegará a ser tan perseguido, que parecerá desaparecer de la esfera pública. Eso nos dice Ap. 11 y 13, cuando afirman que a la bestia se le permitió hacer guerra contra los santos y vencerlos. Sin embargo, esto será por muy breve tiempo, y el Señor mismo se encargará de demostrar que es Él quien protege a los suyos, y da el pago a los rebeldes que han preferido servir a la bestia que servir a Cristo.

Estas visiones de Juan de los santos en el Cielo, entonces,  sirven de consuelo a quienes todavía nos encontramos en la tierra, en medio del conflicto, sufriendo persecución, calumnias, siendo excluidos y despreciados por el mundo, siendo tentados para cometer pecado y todavía luchando con el mal que habita en nosotros. En medio de la batalla, incluso cuando todo parece ser un campo lleno de ruinas y desolación, podemos llenarnos de esperanza al pensar que nos sumaremos al coro celestial, que somos parte de este pueblo que el Señor ha rescatado y que guiará a salvo hasta el final.

De todas formas, aún en medio de la persecución y el dolor, la iglesia puede tener la tranquilidad de que ha sido sellada por el Señor, marcada como su propiedad, resguardada y protegida para siempre. Mientras los seguidores de la bestia recibieron esta marca vergonzosa que habla de su rebelión contra el Señor, los seguidores de Cristo reciben un sello obrado por el Espíritu Santo, y que los preserva en santificación hasta el final.

Otra verdad increíblemente consoladora, es que el Señor nos ha dado entrada a un reino eterno, que aún no ha sido establecido definitivamente y por completo, pero que ya ha sido inaugurado desde la primera venida de Cristo, así que podemos entrar en él por la fe en el Evangelio, y comenzar a disfrutar de sus bendiciones desde que estamos en esta tierra. El Señor en su Palabra nos muestra que el reino milenial se refiere al tiempo presente de la Iglesia donde Cristo reina junto con todos los que han nacido de nuevo, y de manera especial con sus santos en el Cielo, y este reinado continuará hasta que todos sus enemigos sean puestos bajo sus pies, lo que ocurrirá en su segunda venida.

El Señor demuestra con esto que Él es el Soberano de la historia, Él tiene completo control de los tiempos y de las edades, y cumplirá sus propósitos específicos en cada una de ellas. Él además controla a satanás, quien no puede resistir a su poder; y lo ha limitado para que la Iglesia pueda desarrollar su trabajo misionero y evangelístico. No sólo eso, sino que también el Señor deja claro que Cristo reina, y que sus santos participan de ese reino. Aquellos de sus hermanos que habían muerto por la persecución, están en la presencia de Cristo, reinando con Él. ¡Qué gran consuelo!

Estamos en la era de la proclamación de este reino. El Señor ha amarrado a satanás para que la Iglesia pueda hacer su trabajo de predicar el evangelio y hacer discípulos de todas las naciones. Tú y yo hemos recibido el mandato de proclamar este reino e invitar a las personas a creer en Cristo, para poder participar de este reino, para ser trasladados de la potestad de las tinieblas al reino de Jesucristo. ¿Cómo podemos, entonces, permanecer ociosos?

Fue el sacrificio de Cristo el que hizo posible que pudiéramos reinar con Él. Cristo no nos necesita para reinar, Él es el soberano del universo, Él hizo todas las cosas, y todas las cosas son sostenidas por su poder. Él es el todopoderoso, el Alto y Sublime, el que habita en la gloria eterna, Él no nos necesita. Pero quiso compartirnos su reino, a nosotros que estábamos muertos en delitos y pecados, a nosotros que éramos sus enemigos, rebeldes a su voluntad, blasfemos y llenos de inmundicia en nuestros corazones. Él, por su sacrificio y con su sangre nos compró para Dios, haciéndonos parte de una multitud de redimidos de toda tribu, pueblo, lengua y nación; hizo de nosotros un reino y nos hizo sacerdotes para Dios, por lo que podemos ofrecer nuestra vida como sacrificio agradable delante de Él.

Vemos entonces que el Señor comparte su victoria con la Iglesia, a pesar de que no merecemos nada sino su ira, Él nos concede participar en su reino, y nos promete la gloria final. Podría habernos dejado simplemente con la certeza de que somos salvados en Cristo, cosa que es ya gran misericordia. Pero además el Señor nos muestra que su pueblo será libre de todo pecado y toda maldición, que será vestido por el Señor como una novia bien arreglada para su novio, que tendrá vida eterna y habitará para siempre con el Señor en su misma presencia, pudiendo verle cara a cara. Tanto así que dice “lo verán cara a cara, y llevarán su nombre en la frente. 5 Ya no habrá noche; no necesitarán luz de lámpara ni de sol, porque el Señor Dios los alumbrará. Y reinarán por los siglos de los siglos” (Ap. 22:4-5).

Si hemos sido salvos en Cristo, en nosotros tenemos la semilla de la restauración final. En nuestras vidas ya podemos contar con un anticipo de lo que será la gloria eterna. Uno de los pasajes más claros y conocidos sobre esto dice: “Por lo tanto, si alguno está en Cristo, es una nueva creación. ¡Lo viejo ha pasado, ha llegado ya lo nuevo!” (2 Co. 5:17). Tú, yo y todos los hermanos aquí, somos una glorificación en proceso. Aún no se ha manifestado plenamente lo que hemos de ser, pero ya fuimos adoptados por Dios en Cristo, ya somos parte de su familia, somos sus hijos y Él ha prometido que nos transformará por completo y quitará el mal de nosotros y de su Creación.

  IV. El Dios glorioso

En este último punto vemos que Apocalipsis no es para satisfacer una curiosidad malsana en el futuro, ni para calmar una comezón esotérica de saber lo que pasará, ni tampoco para caer en una obsesión con las señales o en el morbo de ver dragones y marcas de la bestia por todos lados. Es un libro para exaltar a Cristo por su juicio, su victoria y su salvación, y para tomar con valentía nuestro lugar como su pueblo, sabiendo que nuestra victoria es segura porque fue Él quien la logró.

El Evangelio de Jesucristo, entonces, es su hilo conductor, como con el resto de la Escritura.

Se trata de un Dios que no es indiferente al pecado. Él no es neutral, que el odia el pecado y a quienes lo practican, que a Él no le da lo mismo la maldad sino que la aborrece con todo su Ser porque Él es Santo. La Escritura dice de Dios: “Muy limpios son Tus ojos para mirar el mal” (Hab. 1:13).

Minimizar la importancia del pecado es la mentalidad del diablo. El diablo dijo a Adán y Eva “¿Así que Dios les dijo que iban a morir? Tranquilos, uds. no van a morir”. Ese es un veneno que adormece la conciencia para luego producir la muerte. Lo que importa es la opinión de Dios, y para Él todos los pecados, hasta el más mínimo rastro de maldad o rebelión es absolutamente grave.

El Señor deja claro en este libro que: ABORRECE EL MAL, NO PUEDE SOPORTARLO, ES JUSTO Y VOY A HACER JUSTICIA, NADIE QUE PRACTIQUE EL MAL QUEDARÁ SIN CASTIGO.

Cuando tú abrigues pensamientos de rebelión en tu mente, cuando te dé lo mismo la voluntad de Dios, cuando estés solo en tu habitación o en cualquier lugar, y comiences a relativizar la Palabra de Dios, cuando tus pies se vayan encaminando hacia el pecado por más mínimo que parezca ante tus ojos, cuando des lugar a la apatía espiritual, a la frialdad, cuando te dé lo mismo la iglesia y la comunión con tus hermanos, recuerda que Dios odia el pecado profundamente, con todo su Ser, y Él dará el pago a cada uno conforme a sus obras, DESTRUIRÁ A SUS ENEMIGOS bajo sus pies. Todos los enemigos que fueron mencionados arriba, serán juzgados por el Señor y condenados al fuego eterno para su destrucción. La victoria del Señor es total y definitiva.

Tu única forma de salvarte es Jesucristo, si Él tiene misericordia de ti no es porque tú hayas logrado conseguirla, sino porque Cristo quiso salvarte y murió por ti, y fue Él quien recibió esta ira en tu lugar, pero Dios no dejará de derramar su ira sobre el pecado: o la recibió Cristo, o la recibirás tú, pero ni un solo pecado quedará sin ser castigado.

Es un Dios que salva. Dice Ap. 7:10 “¡La salvación viene de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero!”. Una verdad central en Apocalipsis, que es central también al Evangelio, es que el hombre no puede salvarse a sí mismo. Los incrédulos construyen la torre de Babel, disfrutan en el sistema de maldad que es Babilonia y adoran al gobierno humano que es la bestia, porque en ellos está el deseo de un reino, está el deseo de grandeza y está la eternidad en sus corazones, pero por efecto del pecado en ellos, este deseo en principio bueno se deforma y se malforma, desviándose hacia el pecado. Pero el Señor demuestra que es Él quien salva, está en su sola potestad el perdonar, el dar vida y aplicar la muerte. No es el reino que construye el hombre, por sí mismo y para sí mismo el que permanecerá para siempre, sino la ciudad santa que desciende del Cielo, de Dios. Esa es la que permanecerá por siempre.

Es un Dios que reina. Su reinado es indiscutido, y nunca ha estado en peligro. Sus enemigos quieren usurpar ese trono, el lugar único que corresponde al Señor, pero aunque pareciera que logran dominar la tierra, el Señor establecerá su reino de manera definitiva cuando venga Cristo por segunda vez, y nada podrán hacer para impedirlo: “El reino del mundo ha venido a ser el reino de nuestro Señor y de Su Cristo (el Mesías). El reinará por los siglos de los siglos” Ap. 11:15.

En Apocalipsis el Evangelio brilla con todo su esplendor. Cristo, es ese Cordero que fue sacrificado por nuestros pecados, que vino en humillación y se hizo obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Pero también es el León de la tribu de Judá, que vendrá a vencer sobre sus enemigos de manera definitiva, y a reinar por los siglos de los siglos. No podemos ver al León a menos que primero veamos a ese Cordero inmolado.

Es esa humillación, ese sacrificio del Cordero el que hace posible la victoria del León. Fue allí en la cruz donde Cristo venció a las potestades de las tinieblas y las exhibió públicamente, triunfando sobre ellas. Fue allí donde se hizo maldición por nosotros, haciendo posible que nosotros seamos libres de esa maldición que pesaba sobre nuestras cabezas. Y es por esa cruz que el Señor puede hacer nuevas todas las cosas, quitando el pecado y sus consecuencias de la creación, redimiéndola y liberándola para que cumpla el fin con el que fue hecha, que es ser llena de su gloria. Entonces, es un Señor que renueva, que restaura, y que cumple sus promesas, haciendo nuevas todas las cosas por la obra de su Hijo.

La Palabra dice que todo fue hecho por medio de Cristo (Juan 1). Maravillosamente, también todo fue re-creado en Él, todo fue hecho nuevo en Él, y su resurrección es el anuncio y la garantía de que esta obra que Él comenzó en nosotros, la perfeccionará hasta el final. Esto implica que vencerá sobre sus enemigos, y eliminará la muerte y el dolor. ¿Podemos imaginar un mundo sin muerte y dolor? Por la obra de Cristo, la muerte no dominará más, y tendremos vida eterna en Él.

Apocalipsis, entonces, es un libro en el que podemos encontrar el hilo conductor del Evangelio, y donde se exalta al Señor sobre todas las cosas. Está lleno de alabanza a nuestro Dios, y así debe ser también en nuestras vidas. Él mismo se presenta, tal como al comienzo del libro: “Yo soy el Alfa y la Omega, el principio y el fin, el primero y el último” (22:13). Él es antes que todo, ningún ser creado puede decir que vio el principio del Señor, Él es eterno, no tuvo origen y tampoco tendrá final, por lo mismo nadie podrá decir que vio donde el Señor termina. Él es el principio y el fin, y todo lo que hay entremedio, Él es todo, es Supremo, es eterno y es único, ninguna criatura puede hacer una declaración como esta, ni puede ponerse a su lado para compararse. Él está más allá de todo, y es en un nivel distinto a todo lo creado.

Él es quien creó el mundo y quien lo llevará a su consumación. Él es quien comenzó la obra en nosotros y quien la perfeccionará. Él es quien da el mensaje y quien poderosamente lo usa para transformar nuestras vidas.

Entonces, ahora que hemos visto la gran misericordia de Dios revelada en Cristo, guardemos las palabras de este libro y adoptemos medidas prácticas en nuestras vidas para ser obedientes a ellas. “… [N]uestra vida cristiana entera debe ser vivida a la luz de la tensión entre lo que ya somos en Cristo y lo que esperamos ser algún día… Es con gratitud que miramos hacia atrás para ver la obra completa y la victoria decisiva de Jesucristo. Y miramos hacia el futuro con gran anticipación a la segunda venida de Cristo, cuando él introducirá la fase final de su reino glorioso, y completará la buena obra que ha comenzado en nosotros” (Anthony Hoekema).