Texto base: Juan 14:1-3.

En los mensajes anteriores, hemos visto la enseñanza íntima de Jesús a sus discípulos en el contexto de la cena de la Pascua.

Él confrontó el orgullo de los doce al lavarles los pies, demostrando de forma visible lo que Él vino a hacer al mundo: a entregarse a sí mismo para servir y hacer bien a pecadores que nada merecían de su mano, porque Él quiso amarnos primero.

Pero aparte de esto, les hizo tres anuncios impactantes que fueron como martillazos firmes en sus débiles almas.

En medio de esta situación que parece adversa, el Señor les deja un nuevo mandamiento: que se amen unos a otros, con el amor que Él los ha amado. Esta es la forma en que sus discípulos deben esperar la gloria, amándose unos a otros, y este amor es el emblema y la marca nacional de la Iglesia de Cristo, en esto conocerían todos que son sus discípulos: en que se aman unos a otros.

Además, hoy veremos que Cristo infunde consuelo a sus discípulos llamándolos a confiar en Él, ya que su paso de este mundo al Padre será para beneficio de ellos: Él irá a preparar un hogar, y vendrá a buscar a los suyos para llevarlos a vivir con Él a la Casa de su Padre.

     I.        Confiemos en Cristo

(v. 1) Como vimos, los discípulos habían sido golpeados con noticias impactantes que seguramente habían dejado congelados sus corazones en angustia, incertidumbre y temor. Uno de ellos, Judas, quien había compartido kilómetros de caminatas, quien había pasado junto con los demás discípulos las comidas y las horas de dormir después de cada jornada, quien había presenciado junto con ellos las maravillas y las enseñanzas sublimes de Jesús durante 3 años; traicionaría a su Maestro e indirectamente también a ellos, entregando al Señor a la muerte.

Pedro, quien en varios sentidos lideraba a sus compañeros, quien siempre estaba presto a responder y a dar el primer paso, y quien había prometido poner su vida por seguir a Jesús, terminaría negándolo cobardemente. Si Pedro lo negaba, ¿Por qué no podrían hacerlo los demás? Esto sin duda arrojaba más incertidumbre en la escena.

Por último, Jesús, quien se había presentado como el Mesías, el libertador de su nación, el redentor glorioso en quien el Padre se complace, ahora los iba a dejar, ya no estaría con ellos físicamente, después de 3 años de pastorearlos directamente, de andar con ellos, de cuidarlos y sustentarlos día a día, de declararles los misterios y las profundidades más maravillosas del Señor.

Este escenario no debió ser precisamente alentador para los discípulos, quienes se habían preparado para celebrar la Pascua como cada año, pero que en este momento estaban recibiendo golpe tras golpe en su espíritu.

De hecho, se nos dice que el mismo Jesús “se conmovió en espíritu” (13:21). Él mismo se encontraba estremecido, estaba a punto de atravesar la noche oscura del alma, el momento de agonía más terrible que se haya vivido, donde necesitaría recibir mayor apoyo y consuelo; y aun así, es Él quien conforta y consuela a sus discípulos en este momento. Esto nos dice mucho del corazón pastoral de Jesús, el “Príncipe de los Pastores” (1 P. 5:4). Él no se ocupó de su propio sufrimiento, menospreció la propia agonía de su alma para preocuparse por fortalecer y animar a sus discípulos, quienes se encontraban en angustia.

Esto es algo que también nosotros debemos imitar. Dice la Escritura:

Alabado sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre misericordioso y Dios de toda consolación, quien nos consuela en todas nuestras tribulaciones para que, con el mismo consuelo que de Dios hemos recibido, también nosotros podamos consolar a todos los que sufren. Pues, así como participamos abundantemente en los sufrimientos de Cristo, así también por medio de él tenemos abundante consuelo. Si sufrimos, es para que ustedes tengan consuelo y salvación; y, si somos consolados, es para que ustedes tengan el consuelo que los ayude a soportar con paciencia los mismos sufrimientos que nosotros padecemos” 2 Co. 1:3-6.

Siguiendo el ejemplo de nuestro Señor, vemos en la Escritura que ni siquiera nuestros sufrimientos son para nosotros mismos. Si sufrimos, es para aprender a ser consolados de parte del Señor, y con ese consuelo poder confortar y animar a los que están sufriendo, para que ellos también reciban su consuelo de parte del Señor. Somos partícipes y compañeros en las aflicciones de Cristo, para ser partícipes y compañeros también en su consolación. Esto es parte esencial de amarnos unos a otros con el amor con que Él nos amó.

Pero Cristo no consuela como el mundo lo hace. Él no da su paz como el mundo la da, porque su paz no es según este mundo. Hoy es común que ante alguna dificultad, las personas nos digan como de forma automática “tranquilo, todo va a salir bien”, o un “ánimo, no estés triste”. Pero aunque esas palabras nazcan de una buena intención, lo cierto es que muchas veces son vacías, no son más que una respuesta estándar, son dichos que nada solucionan, nada restauran, y aun peor; no sirven realmente para animar ni para que nuestra fe aumente.

Pero en el caso de Cristo, sus Palabras tienen autoridad, pues son las Palabras mismas de Dios. Nuestro Señor es descrito en Ap. 3:14 como “El Amén, el Testigo fiel y verdadero”. “Amén” es una palabra hebrea. Significa “ciertamente”, “en verdad”, “así sea”, “verdaderamente”. Proviene de raíz de tres letras hebrea, que significa “firme”, “confiable”, “confirmado”, “fiel”, “creer” (verbo).

Se relaciona con Cristo en otro pasaje, en el que se muestra que Cristo es el cumplimiento, la seguridad, la veracidad y la certeza de las promesas hechas en la Escritura. “Pues tantas como sean las promesas de Dios, en El todas son sí; por eso también por medio de Él, Amén, para la gloria de Dios por medio de nosotros” 2 Co. 1:20.

También se le llama “El Testigo Fiel y Verdadero”: Se puede considerar una interpretación o una ampliación de su título “el Amén”. Esto porque los términos “fiel” y “verdadero” son ambos traducciones de la palabra hebrea “Amén”. Lo que se está diciendo en este pasaje, entonces, es que todo lo que Jesús dice es indudablemente verdadero. Él no dice nada que tenga siquiera un viso de falsedad o de error. Es completamente confiable y veraz.

Aquí podemos detenernos un momento: El que Jesucristo se describa como “el Amén” y “El Testigo Fiel y Verdadero”, nos debe llamar la atención. Para Cristo las palabras tienen importancia. Si Él promete algo, lo cumple, si anuncia que hará algo, lo lleva a cabo. Esto es parte del carácter de Dios. Por algo Jesucristo nos exhorta: “Cuando ustedes digan “sí”, que sea realmente sí; y cuando digan “no”, que sea no. Cualquier cosa de más, proviene del mal” (Mt. 5:37). También dice: “Pero yo les digo que en el día del juicio todos tendrán que dar cuenta de toda palabra ociosa que hayan pronunciado” (Mt. 12:36).

El Señor no dice palabras porque sí, toda palabra suya tiene un propósito claro y se cumplirá. Pero a nosotros nos da igual decir algo, fácilmente prometemos “oraré por ti”, “iré en la semana”, “estamos en contacto”, “nos vemos en estos días”, “haré esto o aquello”; sin pensar en si podemos cumplirlo realmente o no. Jesús nos llama a cuidar nuestro hablar y nuestro hacer, y a reflejar su carácter en nosotros. Nuestra vida debe reflejar que nuestro Señor es el Amén, el Testigo Fiel y Verdadero.

"Aquél que por fe ha descansado confiado en alguna palabra de Cristo, ha puesto sus pies sobre una roca. Lo que Cristo ha dicho, es capaz de hacerlo, y lo que Él ha comenzado a hacer, nunca fallará en hacerlo bien. El pecador que realmente ha reposado su alma en la Palabra del Señor Jesús es salvo por toda la eternidad" J.C. Ryle.

Con su Palabra, el Señor creó el universo por medio de Cristo. Cristo mismo es la Palabra de Dios hecha hombre. Por su Palabra fue que también el Señor realizó sanidades y milagros. Y esa misma Palabra es la que Él nos ha dejado, dándonos a conocer su voluntad y sus promesas, y es por oír esa Palabra que viene la fe que nos salva.

Tenemos esta palabra profética más segura, a la que hacemos bien en estar atentos como antorcha encendida en medio de las tinieblas. Es una Palabra digna de toda confianza, porque viene de nuestro Salvador quien es digno de toda confianza. Es también en la Palabra de Cristo en la que debemos creer para salvación, es ella la que debe impactar nuestras vidas y transformar todo nuestro ser, es ella la que nos puede dar vida y la que debemos buscar más que a cualquier otra cosa en el mundo.

En su caminar con Cristo durante 3 años, los discípulos seguramente pudieron ver esta excelencia de Cristo, pudieron apreciar que Él cumplía lo que prometía, que no decía ni una palabra ociosa o porque sí, que cada uno de sus dichos tenía un propósito definido y que ese propósito se concretaba sin dudar. Ellos pudieron presenciar y dar testimonio de que sus Palabras eran Espíritu y vida.

Las palabras de Cristo, entonces, “no se turbe vuestro corazón”, no eran un estímulo vacío. Estaban llenas de autoridad, y empapadas de un amor paternal. Recordemos que momentos antes les había llamado “hijitos”.

Ellos tenían un fundamento claro y cierto para confiar en las palabras de Jesús: Él es Dios, y eso es lo que está afirmando en estas líneas. ¿Confían en el Padre? ¡Entonces confíen también en mí! Él es uno con el Padre. Él como Hijo está de tal forma unido a su Padre, que todo lo que hace es aquello que el Padre hace también. Su comunión con Él es íntima, estrecha y directa. Es una comunión perfecta, ellos tienen sólo un propósito. Por eso, Cristo es la revelación del Padre ante la humanidad. Quien lo vea a Él, ve al Padre (Jn. 14:9). Nadie conoce mejor a Dios que Él mismo, lo que Cristo dice y hace es aquello que ve hacer al Padre, así como nadie lo ha visto nunca.

El Evangelio está directamente relacionado con esta unión perfecta que hay entre el Padre y el Hijo, y el Espíritu revelando a ambos. Nuestra salvación fue posible porque el Padre ama al Hijo, y el Hijo ama al Padre con amor perfecto y eterno, y porque Dios nos amó primero con ese mismo amor perfecto y eterno. ¿Puedes creerlo? Por eso nada puede separarnos de su amor, porque su amor no cambia, y Él nos amó primero, nos amó desde la eternidad, y nos amó hasta el fin (Jn. 13:1).

Recordemos una vez más el propósito de este libro, el Evangelio de Juan: revelar la gloria de Cristo como Señor y Dios: “éstas se han escrito para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo, tengáis vida en su nombre” (Jn. 20:31).  Y tanta es la misericordia de Dios, que quiso revelar su gloria y su poder en Cristo, para que nosotros podamos ser salvos por Él.

Por tanto, los discípulos en ese entonces y también ahora, podemos estar confiados porque Cristo es Señor y Dios, porque es el Amén, el Testigo Fiel y Verdadero, y es Él quien nos dice “no se turben vuestros corazones”. Aun cuando la tormenta nos rodee y caiga con fuerza, aun cuando seamos perseguidos por amar al Señor y predicar su Palabra, aun cuando nuestra sociedad alrededor se caiga a pedazos por abandonar al Señor y su ley perfecta, aun cuando nos asedie la enfermedad y el dolor, aun cuando nuestra propia familia nos dé vuelta la espalda debido a nuestra fe, podemos escuchar su tierna voz diciendo: “no se turben vuestros corazones”, y encontrar verdadera paz, porque son las Palabras de Dios.

    II.        Cristo prepara un hogar para nosotros

Es en este contexto que debemos entender las siguientes Palabras de Cristo (vv. 2-3). Habría bastado que Cristo exhortara a sus discípulos a confiar en Él. Era suficiente saber quién era Él, Dios hecho hombre, el Hijo de Dios que es uno con su Padre, para que los corazones de los discípulos retomaran la confianza y se devolviera el color a sus rostros.

Pero el Señor además les da una promesa: en la casa de su Padre hay muchas moradas, lo que nos da la idea del Cielo como un gran hogar donde el Señor es el Padre, y donde hay mucho espacio, muchas habitaciones y departamentos para que sus hijos sean recibidos.

¡Qué gran fuente de consuelo es esta promesa! Contrario al pensamiento sectario que ve al Cielo como una casita estrecha y pequeña donde sólo cabe un grupo selecto, la Escritura nos habla constantemente de que el pueblo de Dios es una multitud incontable.

El Señor dijo a Abraham: “de cierto te bendeciré, y multiplicaré tu descendencia como las estrellas del cielo y como la arena que está a la orilla del mar” (Gn. 22:17). ¿Qué tienen en común las estrellas del cielo y la arena que está a la orilla del mar? ¡Que ambas son incontables! Son tantas que sobrepasan nuestra capacidad de llevar la cuenta.

Ahora, la pregunta es ¿quiénes son la descendencia de Abraham? La Escritura nos dice: “Así Abraham creyó a Dios, y le fue contado por justicia. Sabed, por tanto, que los que son de fe, éstos son hijos de Abraham” (Gá. 3:6-7). Es decir, en el Nuevo Pacto se nos da a conocer que la descendencia que el Señor prometió a Abraham, esos que serían tan numerosos como las estrellas del cielo y la arena que está a la orilla del mar, son aquella multitud de discípulos de Cristo, aquellos que se arrepintieron de sus pecados y miraron a Jesús con fe para salvación.

Asimismo, en el libro de Apocalipsis, cuando el Apóstol Juan tiene una visión de los redimidos en el Cielo, los describe diciendo: “Después de esto miré, y he aquí una gran multitud, la cual nadie podía contar, de todas naciones y tribus y pueblos y lenguas, que estaban delante del trono y en la presencia del Cordero, vestidos de ropas blancas, y con palmas en las manos; 10 y clamaban a gran voz, diciendo: La salvación pertenece a nuestro Dios que está sentado en el trono, y al Cordero” (Ap. 14:9-10).

Para recibir a una multitud incontable, entonces, se necesita un gran lugar, y lo que nuestro Señor Jesús nos dice es que el Cielo es un inmenso hogar donde hay muchas habitaciones, muchos “departamentos” para recibir a quienes componen esa multitud incontable.

Es un motivo de alegría y paz para nosotros sus discípulos, quienes podemos pensar en esa morada celestial, ese hogar que no es mezquino ni estrecho, que no es un lugar limitado, lleno de pestillos, de pasillos angostos y habitaciones escasas, sino un lugar amplio en el que la gracia y el amor de Dios se derraman en abundancia como una fuente inagotable, donde no sólo podemos entrar nosotros y quienes nos han precedido en la fe, sino que podemos además invitar a muchos, a multitudes de multitudes;  a todos quienes tengan ojos para ver y oídos para oír, a todos quienes acepten de corazón el llamado que realizamos mediante la predicación del Evangelio.

Podemos pensar en ese hogar celestial como el lugar donde la hospitalidad y el amor se demostrarán en su máxima expresión, brillando como el sol cuando el día es perfecto. Allí serán recibidos los que fueron criminales y reos eternos, esos que estaban condenados al lago de fuego, a las tinieblas de afuera, pero que fueron a Cristo en arrepentimiento y fe, siendo ahora bienvenidos entre los santos y los espíritus perfectos.

Por el grande y glorioso umbral de esa puerta celestial, entrarán los que una vez fueron adúlteros, los groseros, los maldicientes, los murmuradores, los codiciosos, los ladrones, los brujos y ocultistas, los mentirosos y los cobardes, los alcohólicos y drogadictos, los afeminados y homosexuales, los iracundos y los violentos, pero que en un momento de su vida terrenal se acercaron al Cordero de Dios que fue inmolado y lavaron sus sucias ropas en esa preciosa sangre del sacrificio en la cruz, y que bañaron sus rostros en lágrimas de arrepentimiento, viendo alumbrados sus ojos con la gloria de Cristo por la fe.

Será una multitud de perdonados, una gran muchedumbre de creyentes arrepentidos de su vana manera de vivir, que pusieron su esperanza en el Príncipe de los Pastores. Una multitud que antes no tenía Dios ni hogar en el mundo, pero que ahora son recibidos como hijos, adoptados en Cristo Jesús. Una muchedumbre que merecía el lloro y el crujir de dientes, rodeados de las tinieblas de afuera, pero que ahora son bienvenidos en las luminosas, acogedoras y aromáticas moradas del hogar celestial.

Y Cristo hace aún más completa y maravillosa esta promesa: es Él quien fue a preparar un lugar para nosotros. La Escritura nos dice que los ángeles son “espíritus dedicados al servicio divino, enviados para ayudar a los que han de heredar la salvación” (He. 1:14 NVI). Jesús podría haber dicho “ordenaré a mis ángeles que les preparen lugar”. Pero en lugar de eso, Él mismo prometió preparar nuestra morada celestial, personalmente.

La Escritura hace una analogía entre la relación de Cristo y la Iglesia, y la relación del marido y la mujer. En ese contexto, nos dice: “Maridos, amen a sus mujeres, así como Cristo amó a la iglesia y se dio El mismo por ella, 26 para santificarla, habiéndola purificado por el lavamiento del agua con la palabra, 27 a fin de presentársela a sí mismo, una iglesia en toda su gloria, sin que tenga mancha ni arruga ni cosa semejante, sino que fuera santa e inmaculada” (Ef. 5:25-27).

Vemos entonces que Cristo, como el esposo, no sólo fue quien lavó, purificó y santificó a su novia para que fuera gloriosa, santa e inmaculada, sin mancha ni arruga; sino que además preparó el lugar para que su novia viviera en la gloria, en su morada celestial. Podemos ver a Cristo como un esposo amoroso preparando todos los detalles para el bienestar y la comodidad de su novia, para que cuando llegue el momento de la boda, de su unión eterna, ella sea llena de amor y de bien para siempre.

Tenemos, entonces, esta esperanza segura, porque Dios lo ha dicho: en la casa del Padre hay muchas moradas, y Cristo mismo fue a prepararlas, a disponerlas para que podamos vivir en ellas.

 III.            Cristo nos llevará con Él

Pero ¿Qué significa que Cristo haya ido a preparar esas habitaciones? ¿Qué implicaba para Él prepararlas? Como ya hemos anunciado, Cristo pagó el precio de nuestra entrada en las moradas celestiales. Nosotros no merecíamos entrar allí, no teníamos algo así como un derecho o un ticket de entrada, ni tampoco podíamos comprarlo, ya que el prontuario de antecedentes cada uno de nosotros está lleno de pecado y maldad. Suponiendo que alguien dijera que tiene pocos pecados, o que sólo recuerda haber fallado una sola vez (cosa que sería, desde luego, falsa), la Escritura dice: “Porque cualquiera que guarda toda la ley, pero falla en un punto, se ha hecho culpable de todos” (Stg. 2:10).

Sin embargo, la Escritura dice: “¿Quién subirá al monte del Señor? ¿Y quién podrá estar en Su lugar santo? El de manos limpias y corazón puro, El que no ha alzado su alma a la falsedad Ni jurado con engaño. Ese recibirá bendición del Señor, Y justicia del Dios de su salvación” (Sal. 24:3-5). ¿Cómo, entonces, podemos entrar a la Casa del Padre, a su lugar santo, si ningún ser humano calza con esta descripción en absoluto? La misma Escritura nos dice: “por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios” (Ro. 3:23), y también declara: “No hay justo, ni aun uno; 11 No hay quien entienda, No hay quien busque a Dios. 12 Todos se desviaron, a una se hicieron inútiles; No hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno” (Ro. 3:10-12).

Ya lo dijimos, los que entrarán por el umbral de la casa del Padre fueron una vez criminales eternos, pero que han sido perdonados. Sin embargo, ese perdón no es un “borrón y cuenta nueva”, no es que el Señor simplemente miró hacia otro lado y dejó la cuenta en blanco, así sin más. No, ese perdón fue comprado, el precio fue pagado por Cristo, quien saldó nuestra deuda, cumplió nuestra condena.

Esto es así porque quien perdona, asume el costo. Supongamos que Ud. daña el auto de su hermano, y su hermano, en vez de cobrarle, le dice: “tranquilo, no me pagues nada”. Su hermano le ha perdonado la deuda, pero no es que el daño del auto desapareció por arte de magia. Lo que pasó es que, al perdonarlo, su hermano asumió el costo que significaba reparar ese daño, y decidió no cobrárselo a Ud.

Eso es lo que hizo el Señor, asumió el costo que implicaba perdonarnos, y ese costo era recibir la ira eterna de Dios, que es la justa retribución ante nuestra desobediencia. Cada pecado, es decir, cada infracción a la ley de Dios, por pequeña que parezca a nuestros ojos, es un crimen eterno, porque implica violar la ley perfecta e inquebrantable de un Dios eterno, cuya justicia es perpetua. Por tanto, cada pecado por sí solo nos hace merecedores de esa ira, esa justicia eterna de Dios que ha de caer como una espada sobre nuestras cabezas. Esto es lo que significa bíblicamente “morir” en el más pleno sentido. No es solamente que nuestros signos vitales dejen de manifestarse, sino esa muerte eterna, por la que somos separados del Señor y recibimos su justa condena para siempre. De ahí que la Escritura dice: “Porque la paga del pecado es muerte…” (Ro. 6:23).

Pero esa espada que debía caer sobre nuestras cabezas, es la que cayó sobre el Hijo de Dios, quien siendo uno con su Padre, vino voluntariamente al mundo a pagar la condena en lugar de quienes creerían en Él. Por eso la Escritura dice: “Ciertamente llevó él nuestras enfermedades, y sufrió nuestros dolores; y nosotros le tuvimos por azotado, por herido de Dios y abatido. Mas él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados” (Is. 53:4-5); y también dice “Porque también Cristo padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios, siendo a la verdad muerto en la carne, pero vivificado en espíritu” (1 P. 3:17-19); y aun otra vez dice “Al que no conoció pecado, Lo hizo pecado por nosotros, para que fuéramos hechos justicia de Dios en El” (2 Co. 5:21).

Es por eso que, al terminar su obra en la cruz, Cristo exclamó: “Consumado es” (Jn. 19:30), declarando que la deuda estaba saldada, que el costo ya había sido cubierto y el precio de la redención había sido pagado.

Entonces, cuando nuestro Señor Jesucristo dice que irá a preparar lugar, eso significa que tendría que pasar por esa terrible cruz, pagando el costo, saldando nuestra deuda, cumpliendo nuestra condena para que nosotros pudiéramos entrar a la casa del Padre, y luego resucitar al tercer día, entrando a la Casa del Padre en gloria, habiendo conseguido eterna redención y victoria para quienes creen en Él.

La resurrección, el hecho de que el Padre levantara a Cristo de entre los muertos, fue su muestra de aprobación a la obra de su Hijo, y su declaración de que la deuda estaba ya pagada. Por eso dice la Escritura: “ha establecido un día en el cual juzgará al mundo con justicia, por aquel varón a quien designó, dando fe a todos con haberle levantado de los muertos” (Hch. 17:31).

En consecuencia, nuestro Señor Jesús anuncia a sus discípulos que se iría de este mundo a prepararles lugar, y eso fue a través de su propia muerte, donde su cuerpo fue molido y rasgado, y su sangre fue derramada para nuestra salvación.

Pero su promesa no se queda ahí. ¿Cómo podría aprovecharnos esta obra si no tenemos cómo llegar a esas moradas celestiales que Cristo ha preparado para nosotros? ¿Sabe alguno de nosotros el camino para llegar por sí mismo a ese lugar? ¿Podemos ubicarlo en algún mapa, tenemos algún medio de transporte que sea capaz de llevarnos a esa casa eterna?

Aun con la gloriosa obra de Cristo en nuestro favor, no podríamos disfrutar de esa maravillosa redención que Él alcanzó para nosotros, ya que no sabemos llegar allí, ni podríamos hacerlo. Por lo mismo, el Señor agrega: “Y si me fuere y os preparare lugar, vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo” (v. 3).

Esta es la consumación final de su obra en nuestro favor, lo que conocemos como “la segunda venida”. Será Él quien vendrá otra vez, quien venga a buscarnos, a “tomarnos para sí mismo”, y así llevarnos a las moradas eternas en la Casa del Padre. Como dijimos en otra ocasión, este es el discurso de despedida de Cristo a sus discípulos, pero es atípico, ya que aunque pasaría de este mundo al Padre y ellos no podrían seguirle inmediatamente, Cristo volvería, les promete aquí “vendré otra vez”.

Por eso la Escritura dice: “Porque si creemos que Jesús murió y resucitó, así también Dios traerá con El a los que durmieron (murieron) en Jesús… 16 Pues el Señor mismo descenderá del cielo con voz de mando, con voz de arcángel y con la trompeta de Dios, y los muertos en Cristo se levantarán primero.17 Entonces nosotros, los que estemos vivos y que permanezcamos, seremos arrebatados juntamente con ellos en las nubes al encuentro del Señor en el aire, y así estaremos con el Señor siempre” (1 Tes. 4:14, 16-17 NBLH).

Los discípulos de Cristo no quedaremos huérfanos, no permanecemos solos y abandonados a nuestra suerte, sino que el mismo que derramó su vida hasta la muerte por nosotros, será quien vendría otra vez a buscarnos. ¿Y para qué? “para que donde yo estoy, vosotros también estéis” (v. 3).

¿No es esto impresionante? El Señor y Creador de todas las cosas, ha querido estar con nosotros para siempre, ha determinado que vivamos en su casa y estemos en su presencia gloriosa por los siglos de los siglos. Nosotros, quienes nada merecíamos sino la muerte, quienes éramos reos de eterna condena, llenos de maldad, de imperfecciones, de vergüenzas e inmundicias. Nosotros, con toda nuestra debilidad, con nuestra fe que por momentos cae y duda, con nuestra vida que aún tiene pecado cada día y que por momentos obramos con gran necedad y estupidez, dando la espalda al Señor que dio su vida para rescatarnos. Nosotros, quienes al mirarnos al espejo de la ley de Dios vemos nuestras impurezas y nuestra maldad, hemos sido beneficiados por pura gracia, hemos sido amados por pura misericordia por este Señor de la vida quien se entregó a sí mismo para restaurarnos por completo, de tal manera que podamos estar donde Él está: en la gloria suprema que todo lo llena, por los siglos de los siglos.

¿No es esta la razón de las razones para estar agradecidos, gozosos y esperanzados? ¿Estamos esperando este momento maravilloso? En este pasaje, el Señor todavía no había pasado por la cruz, no se había ido de este mundo al Padre, pero sabemos que ciertamente lo hizo, ese es el Evangelio que anunciamos. Pero veamos, su promesa incluyó ambos hechos: el ir a prepararnos lugar, y el volver a buscarnos para que estemos donde Él está. Entonces, tan seguro como es el hecho de que Cristo ya murió y resucitó para nuestra salvación, es que el volverá a buscarnos para llevarnos consigo.

Ambas cosas están prometidas y selladas como Palabra de Dios. Una parte ya se cumplió, la otra ciertamente se cumplirá en breve. ¿Estás esperando este momento? Si eres un discípulo de Cristo, entonces tu vida completa debe ser una gozosa espera de esta venida del Señor. Si eres discípulo, esa venida no es algo que temerás, ni algo que desearías que no llegara para poder seguir viviendo como estás ahora. Y claramente, no es algo que te será indiferente, algo que ni siquiera estará en tus pensamientos. ¿Cómo podrías llamarte discípulo de Cristo, si no estás esperando con ansias esta venida, como el momento más importante que puedas vivir de aquí en más?

Nuestra fe no mira el mañana con pesar o con incertidumbre, no lo vemos con tristeza, pesimismo o desesperanza. Cada nuevo amanecer, es un día en el que Cristo puede volver a consumar esa promesa que fue anunciada, y de la cual ya cumplió la primera parte. Ciertamente, Él terminará la obra que empezó, como también nos señala la Escritura: “el que comenzó en vosotros la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Jesucristo” (Fil. 1:6).

Y además, en esta espera, Él ha prometido estar con nosotros todos los días, hasta el fin del mundo (Mt. 28:20). Con toda esta gloriosa esperanza, ¿Cómo podríamos vivir de la manera que lo hace el mundo sin Dios? ¿Cómo no entregarnos por completo como un sacrificio vivo, en honor a quien nos salvó? ¿Cómo no derramar nuestras propias vidas en servicio a quien se dio a sí mismo por nosotros, para darnos salvación, victoria y gloria eternas? No responder de esta forma, es la ingratitud más amarga, equivale a escupir la santa mano que se ha extendido por misericordia hacia nosotros, y que fue traspasada para nuestra salvación.

Por tanto, amados, teniendo estas promesas, limpiémonos de toda inmundicia de la carne y del espíritu, perfeccionando la santidad en el temor de Dios” 2 Co. 7:1.