Texto base: Juan 12:36b-50.

En las predicaciones anteriores hemos visto cómo el interés de unos griegos por conocer a Jesús significó el anuncio de que el nuevo pacto ya estaba por consumarse, y que por tanto había llegado a la hora de que Jesús pasara de este mundo al padre.

Como el grano de trigo cae al suelo y muere, y sólo de esta forma puede germinar y llevar frutos, así también Jesús también debía morir, y de esta manera produciría una gloriosa cosecha espiritual de almas salvadas.

Jesús deja también en claro que aquellos que sean sus discípulos, deberán morir también. Quien quiera ser su discípulo, deberá aborrecer su vida en este mundo, muriendo a sí mismo para tener la vida que sólo en Cristo pueden encontrarse, y a quien así haga, el mismo Padre Celestial le honrará.

En el mensaje anterior vimos cómo el momento en que Cristo muere, es también uno en que personas de toda la humanidad son atraídas poderosa e irresistiblemente por Cristo para salvación, y a la vez, un momento en que el mundo y satanás son juzgados por su rebelión, lo que nos lleva a la urgencia de vivir bajo la luz que es Cristo y su Palabra.

Lo visto en las predicaciones anteriores, fue lo último que Jesús habló a los judíos como parte de su ministerio público. Luego de eso, se retiró de manera definitiva y se ocultó de ellos. Ahora sólo aparecería nuevamente ante el pueblo, para el juicio que llevó a cabo Pilato, y Jesús no se dirigirá a ellos para exhortarlos, sino que dialogará con Pilato y con los líderes religiosos.

Lo que vemos hoy, entonces, es la conclusión de los capítulos anteriores, donde se muestra el rechazo definitivo de los judíos y sus líderes a este Mesías que vino a ellos para darles salvación, y se resume la enseñanza de Cristo, quien es la luz del mundo y el resplandor de la gloria del Padre.

       I.             La fatal incredulidad

Esta multitud de judíos juzgaba con criterios humanos, según la carne, juzgaban sin la sabiduría ni el discernimiento que viene del Señor. Ellos evaluaban a Jesús según quiénes eran sus padres terrenales, qué estudios tenía, que posición ocupaba en las sinagogas o en el consejo de ancianos, y lo analizaban según una interpretación errada y defectuosa de la ley. Pero ninguno de esos criterios les sirvió para ver la realidad tal como es: tenían al Hijo de Dios frente a sus ojos, a la luz eterna y resplandeciente de la que viene toda vida, pero no podían verlo, y esa ceguera es la más terrible de todas, aquella que nos impide ver a Cristo como la única salvación y la única esperanza.

Sus corazones estaban cerrados a la verdad, si no aceptaban el claro testimonio que ya existía sobre Cristo, no creerían aunque llovieran las señales. Esto aun cuando Jesús realizó muchos milagros ante sus ojos, tantos que de algunos ni quedó registro, pero ninguno de ellos fue suficiente para remover la incredulidad de sus corazones. Esto una vez más nos demuestra que se puede saber acerca de Dios, se puede incluso estudiar las Escrituras y conocer su contenido con gran detalle, pero sin tener ni una pizca de luz en el corazón, sin haber recibido gracia, sin conocer realmente a Dios.

Se puede apreciar en este pasaje, lo que ya hemos visto desde el comienzo de este Evangelio, donde se nos dice en el capítulo 1 que Jesús “a lo suyo vino, pero los suyos no le recibieron”, estando claro desde el comienzo qué Jesús es continuamente menospreciado, y la mayoría de quienes lo escuchan no lo ven como el Mesías y rechazan su mensaje, teniendo en cuenta además que los líderes religiosos -salvo excepciones muy contadas como Nicodemo- son los principales opositores a Cristo y quienes más cuestionan su obra desde el comienzo.

Había una falta de voluntad constante y progresiva de aceptar a Jesús con una fe genuina y viva. Las señales, con tanta claridad dan testimonio del carácter elevado de aquel que las realiza y que deberían haber sido ayuda para el desarrollo de la fe genuina, no se tomaron en su verdadero significado... En general Israel fue endureciéndose espiritualmente cada vez más, haciéndose insensible a las obras y a las palabras de Cristo. Aunque muchos estaban convencidos de que era en realidad el Mesías, ni siquiera este conocimiento resultó en fe genuina” (Hendriksen).

Este patrón puede observarse también luego de la magnífica sanidad del paralítico del estanque de Betesda, donde a pesar de que Jesús dio movimiento a un cuerpo que estaba postrado hace 38 años, y que esto fue notorio a todos quienes asistieron a esa multitudinaria fiesta, a quienes conocían al paralítico, y a los mismos líderes religiosos; ellos dirigieron sus fuerzas contra Cristo y se concentraron en que Él violaba sus tradiciones acerca del día de reposo, en vez de alabar a Dios por su gran poder y revisar lo que ellos creían acerca de ese día; sometiendo sus tradiciones a la Escritura. Lejos de eso, ellos desde ese momento procuraban matar a Jesús, demostrando así que no estaban dispuestos a cambiar de opinión, a pesar de que presenciaron obras grandiosas que sólo un enviado de Dios podría hacer.

Este patrón se repitió cuando Jesús sanó con poder al ciego de nacimiento, al que mandó a lavarse en el estanque de Siloé. Este hombre únicamente conocía la oscuridad, sus ojos nunca habían podido ver la luz, y esto también era notorio a quienes vivían en el lugar; pero los líderes religiosos, lejos de ver a Cristo como un enviado de Dios y a esta señal como un testimonio que Dios estaba dando respecto de su Mesías a quién Él había enviado, se concentraron en acusar de fraude a este hombre y a Jesús, a pesar de que todas las evidencias iban en el sentido contrario.

Esto nuevamente nos deja ver que ellos no estaban interesados en los hechos, sino en mantener su posición a toda costa.

Pero la incredulidad de los judíos no estaba fuera del control del Señor. Todo lo contrario, el Señor no sólo previó qué esa incredulidad iba a ocurrir, sino que estaba contemplada en su plan perfecto. Pero ninguna medida lo hace responsable de la incredulidad y el pecado de los judíos, sino que ellos mismos son plenamente imputables y culpables por la dureza de sus corazones.

Vemos que esto es una constante en la Escritura: quien desobedece la voluntad del Señor y no reacciona en arrepentimiento y fe ante su palabra, endurece su corazón, y a quienes endurecen su corazón ante el Señor, el Señor mismo los entrega a esa dureza endureciéndolos aún más, tal como ocurrió con Faraón, quién a pesar de todas las advertencias y las plagas que se desataron por su porfía, se endureció hasta el punto máximo atrayendo así las peores consecuencias sobre sí mismo y sobre su pueblo.

Quizá algún oportunista perverso está viendo la posibilidad aquí de culpar a Dios de la incredulidad en los hombres, pero a ellos la Escritura dice lo siguiente:

Porque la Escritura le dice al faraón: «Te he levantado precisamente para mostrar en ti mi poder, y para que mi nombre sea proclamado por toda la tierra». 18 Así que Dios tiene misericordia de quien él quiere tenerla, y endurece a quien él quiere endurecer. 19 Pero tú me dirás: «Entonces, ¿por qué todavía nos echa la culpa Dios? ¿Quién puede oponerse a su voluntad?» 20 Respondo: ¿Quién eres tú para pedirle cuentas a Dios? «¿Acaso le dirá la olla de barro al que la modeló: “¿Por qué me hiciste así?”» 21 ¿No tiene derecho el alfarero de hacer del mismo barro unas vasijas para usos especiales y otras para fines ordinarios?” Ro. 9:17-21.

La Escritura no va a rebajar a Dios al banquillo de los acusados. No se pone a dar explicaciones de los detalles de cómo es que esto ocurre, pero sí nos deja algo claro: el hombre es responsable de su pecado, y aun así, ese pecado no escapa del control de Dios, sino que está contemplado en su plan.

Cuando el pueblo, por su propia voluntad y después de repetidas amenazas y promesas, rechaza el mensaje del Evangelio y desprecia el testimonio de Dios, el mismo Señor entonces los entrega a endurecimiento, para que aquellos que conscientemente no quisieron arrepentirse ahora ya no puedan arrepentirse.

Entonces, la soberanía y la sabiduría de Dios se glorifican incluso sobre el pecado del hombre. El Señor saca bienes de males, Cómo ocurrió con la historia de José, o aún con todos los desvaríos de Sansón, que sirvieron para que de la forma más inesperada, él pudiera entrar al palacio de los filisteos y liberar al pueblo de Israel de su dominio.

El Evangelio es por excelencia el caso más célebre donde el Señor saca bienes de males. La incredulidad de los judíos y su rechazo del Mesías, siendo un pecado inaceptable y fatal, aun así terminó obrando en favor de la realización y la consumación del plan de Dios en Cristo, al igual que la vergonzosa traición de Judas.

Esto a su vez nos consuela, ya que nos muestra que el plan de Dios no fracasó con el rechazo de los judíos, sino que más bien ese rechazo era parte del cumplimiento del plan, sin que por esto los judíos sean una pizca menos responsables de su criminal incredulidad.

 

    II.            Cristo, luz del mundo y resplandor de la gloria del Padre

Pero ¿A quién estaban rechazando los judíos? En este pasaje Jesús se presenta de forma clara como la luz del mundo, no sólo como quien trae la luz, o quien apunta a la luz, sino que dijo “Yo soyla luz del mundo”. Y es que una sola metáfora no es suficiente para revelarnos todo el Ser de Cristo. Él es el pan, el agua, la luz, el Buen Pastor, etc., cada título de Cristo nos revela algo de su Ser.

Y lo que está diciendo aquí es una verdad muy potente. Sólo el mismo Señor y Creador de todo puede decir que Él es la luz. Recordemos además que el Señor fue quien mandó que se hiciera la luz: “Y dijo Dios: Sea la luz; y fue la luz” (Gn. 1:3; Is. 45:7). Sólo Dios puede hacer la luz, porque Él es luz que resplandece eternamente. La Escritura describe al Señor como “el único que tiene inmortalidad y habita en luz inaccesible” (1 Ti. 6:16).

En la presencia de Dios no hay tinieblas ni sombras, todo está lleno de su gloria, que es lo mismo que decir que todo está lleno de su luz. Cuando en las Escrituras se habla de la presencia gloriosa de Dios, se habla también de una luz resplandeciente y sobrenatural que lo llena todo.

Las tinieblas se relacionan con el pecado y con la muerte, mientras que la luz se relaciona con Dios, su gloria, su santidad y su justicia. De hecho, las tinieblas fueron parte de las plagas de Egipto, y son mencionadas también como plagas en el Apocalipsis, por lo que son parte del juicio de Dios contra el pecado y la rebelión. Al hablar del gran día del Señor, aquel día en que se derramará su juicio final para el mundo, lo describe diciendo: “¿No será el día de Jehová tinieblas, y no luz; oscuridad, que no tiene resplandor?” (Am. 5:20).

La luz en cambio refleja la presencia favorable de Dios, los salmos y en general la Escritura habla de los hijos de Dios anhelando estar bajo la “luz de su rostro”, queriendo decir que quieren ser envueltos por la presencia favorable de Dios y ser alcanzados por su bendición.

La Palabra de Dios también es luz, la Escritura está llena de referencias a esto: “Lámpara es a mis pies tu palabra,Y lumbrera a mi camino” (Sal. 119:105), “Tenemos también lapalabraproféticamássegura, a la cual hacéis bien en estar atentos como a una antorcha que alumbra en lugar oscuro, hasta que el día esclarezca y el lucero de la mañana salga en vuestros corazones” (2 P. 1:19).

Y esto es así porque la Palabra de Dios es inseparable de Dios mismo. Es parte de su Ser, no es algo realmente distinto a Él. Por eso dice que su Palabra es eterna, que pueden pasar cielo y tierra, pero su Palabra permanecerá. La Palabra de Dios, entonces, es luz porque Dios es luz. Su Palabra resplandece en un mundo de tinieblas, donde abundan las mentiras y las falsedades. Mientras todo hombre es mentiroso, Dios siempre es veraz y ante su Palabra sólo podemos guardar silencio para escucharla con atención, y luego confirmarla con un amén para llevarla a nuestra vida.

Tal como las tinieblas, la mentira y la muerte están relacionadas, la luz, la verdad y la vida son inseparables, y se unen en la persona de Cristo: “4En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres.5La luz en las tinieblas resplandece, y las tinieblas no prevalecieron contra ella...9Aquella luz verdadera, que alumbra a todo hombre, venía a este mundo” (Jn.1:4-5,9).

El Señor vino a un mundo condenado bajo los efectos del pecado, un mundo donde reina la muerte en los hijos de Adán, donde el trabajo se hace con fatiga y despropósito, donde hay dolor y enfermedad y los hijos son dados a luz con sufrimiento, un mundo donde los espinos y cardos cubren la tierra, un mundo que necesita desesperadamente redención, que gime angustiosamente por ser liberado de la maldición y la condenación del pecado.

El Señor ha sido desde siempre la luz de su pueblo. Todos quienes verdaderamente han invocado el nombre del Señor, en todas las edades, han encontrado en Él su luz. Por eso entendemos que los Salmos contengan afirmaciones preciosas y llenas de fe como estas: “Jehová es mi luz y mi salvación; ¿de quién temeré?” (Sal. 27:1); “Porque contigo está el manantial de la vida; En tu luz veremos la luz” (Sal. 36:9).

En nuestra desesperada condición llena de tinieblas, no podíamos ir por esa luz que necesitábamos para vivir. Por eso el Señor, en su misericordia, fue quien se acercó a nosotros. Esa luz que alumbra a todo hombre, vino al mundo y habitó entre nosotros para traernos salvación.

El Señor había hablado antes a su pueblo de muchas maneras y por distintos medios, antes había enviado profetas, jueces que gobernaron a su pueblo y los liberaron de la opresión de sus enemigos, sacerdotes que pastorearon al pueblo de Dios con fidelidad, e incluso habló a través de sueños y visiones revelando cuál era su voluntad.

Pero ahora hablaba por medio de su Hijo. Él no era sólo un profeta, sino que era EL profeta que había de venir. No era simplemente alguien que gobernaría sobre su pueblo, sino que es el Hijo de David que reinará en su Trono para siempre. No era simplemente un guía espiritual o un pastor amoroso, sino que es el Príncipe de los Pastores. No era meramente alguien que anunciaba la Palabra, sino que era la Palabra en persona, la mente y la Palabra de Dios hecha hombre.

Además, no fue un simple mortal que fue llamado en un momento de su vida para servir a Dios. Ni siquiera fue apartado desde el vientre de su madre como se dice de Jeremías y Juan el Bautista. Jesús, como ningún otro, venía de arriba. Él era en el principio, estaba con Dios y era Dios desde la eternidad. Él hizo todas las cosas, y sin Él nada de lo que ha sido hecho fue hecho, todo fue creado por medio de Él y para Él. Él es la luz eterna que resplandece en la gloria por los siglos de los siglos. Es la vida, la fuente que da existencia a todo lo que hay, es antes de todas las cosas, y quien mantiene todo unido y funcionando por la palabra de su poder.

Él es el Hijo unigénito de Dios, lo que significa que comparte la esencia de Dios Padre, que es eterno como Él y que tiene su mismo poder y autoridad, es Uno con Él. Nadie más es Hijo de Dios de la misma forma en que Jesús es Hijo de Dios. Él es lleno de gracia y de verdad, es la imagen del Dios invisible, el resplandor de su gloria y quien tiene toda autoridad sobre la creación, es heredero de todo y ha recibido todas las cosas en sus manos.

Él es Admirable, Consejero, Dios fuerte, Príncipe de Paz, y en esa calidad vino al mundo, depojándose momentáneamente de su gloria, tomando forma de siervo y haciéndose obediente hasta la muerte.

Jesucristo es el enviado del Padre al mundo. Escucharlo a Él era escuchar a Dios Padre. Verlo a Él, conocerlo a Él, creer en Él, seguirlo a Él, era realmente hacer todo esto hacia el Padre. Cristo tenía un mensaje claro y determinado de antemano, Él venía a entregar fielmente, respetando cada punto y cada coma, aquello que el Padre le dio para que comunicara.

Este mensaje es poderoso para salvar al mundo entero, es el mensaje de vida y salvación en la persona de Cristo, el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, la luz del mundo. Pero para quienes lo rechazan amando más las tinieblas que la luz, esto que es una buena noticia se transforma en una sentencia de muerte.

Es por esto que dice la Escritura que Cristo es: “el resplandor de su gloria, y la imagen misma de su sustancia, y quien sustenta todas las cosas con la palabra de su poder” (He. 1:3), o como el mismo Jesús afirmó: “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” Jn. 14:9.

Es a este Jesús, con toda su majestad y su autoridad, con todo lo supremo de su Ser y su divinidad, a quien estos líderes religiosos estaban rechazando llenos de necedad y orgullo. Y su incredulidad y rebelión tendrían consecuencias serias.

III.            El juicio a la incredulidad

En consecuencia, rechazar a Cristo es rechazar al Padre, quien no reconoce a Cristo como el Hijo de Dios, significa que tampoco conoce al Padre que le envió. La situación de estos líderes, entonces, era la de estarse oponiendo al mismo Dios hecho hombre. Estaban resistiendo con injusticia la verdad, estaban menospreciando el testimonio del mismo Creador y Señor de todo, que les estaba hablando. Con eso, amaron más las tinieblas que la luz, y su necio corazón fue entenebrecido. Se quedaron en la más completa oscuridad, pensando tener la luz. Esta es la mayor de las tragedias.

Y vaya que la situación es trágica y digna del mayor de los lamentos: el Señor ha hablado por medio de su Hijo, ha dado testimonio de que lo envió, y su testimonio es puro y veraz. Sin embargo, nadie ha creído a su anuncio. La voz del Señor ha salido por la tierra para salvación de los hombres, pero ellos la rechazaron con un corazón duro, seco y muerto.

La situación del que está endurecido en incredulidad es terrible: pueden estar viendo con sus ojos pero en realidad no ven, pueden recibir las palabras en sus oídos pero en realidad no pueden escuchar. Su entendimiento no logra percibir espiritualmente las palabras de vida, y aunque ellas lleguen a su mente, se escurren por ella como el agua entre los dedos y no las pueden atesorar para salvación.

Quién predique a los endurecidos en incredulidad, tiene el mismo éxito que hay el que predica a las estatuas y a los muertos. Es la situación más trágica y terrible en la que alguien puede estar.

¿Es esta tu situación? ¿Te estoy describiendo a ti con estas palabras? ¿Domingo tras domingo oyes la Palabra predicada, pero tu vida no es transformada, sigues amando los mismos pecados que antes y sigues viviendo para ti mismo, según lo que a ti te agrada y siguiendo tu propio criterio? Te invito a que te examines seriamente en esta hora: no te engañes, el cristianismo no es una religión donde el guardar ciertas formas o rituales te harán salvo. Puedes estar cada domingo aquí hasta que te mueras, y aun así no haber nacido de nuevo.

¿Estás endurecido ante el Señor? Ven a Cristo y deja que su Palabra como un martillo despedace tu coraza, entrega tu vida a Él sin reservas, sin áreas que dejas reservadas para ti. Sólo cuando pongas todo lo que eres: tus pensamientos, tus afectos, tus gustos, tus planes y proyectos, tus relaciones, tus fuerzas, tu tiempo, tu cuerpo, tus recursos económicos; en fin, sólo cuando tu ser completo es entregado a Cristo día a día como sacrificio vivo, puedes saber que estás honrando a Cristo como Él es digno, y con nada menos que eso.

Si estás evaluando en este día si seguir a Cristo o no, si estás pensando que consagrarte a Él es algo pendiente pero que lo puedes ver mañana o en otro momento de tu vida cuando te sientas más preparado, debes oír lo que tengo que decirte: el momento de venir a Cristo y de entregar tu vida completamente a Él es hoy. Si decides posponer tu entrega para otro momento, estás endureciendo tu corazón, y tú no eres mejor que los judíos de este pasaje: Quién se endurezca ante la voz de Dios se expone aquí a que el Señor mismo selle ese endurecimiento, y que ya no haya vuelta atrás, por lo que tal persona se endurece hasta la muerte y no hay salvación para ella.

El Señor está teniendo misericordia al entregarte esta palabra hoy. Nunca subestimes la palabra predicada porque puede ser la última vez que tengas la oportunidad de escucharla antes de endurecerte para siempre. Debes oír la voz de Dios que da testimonio de Cristo y que nos muestra que debemos ir al arrepentimiento y fe, y confesar con nuestra boca que Él es el Señor y que no hay nombre sobre Él, ya que el recibió un nombre que es sobre todo nombre.

No juegues con Dios, la incredulidad que quizá te permites ahora, un día podría ser sellada sobre tu corazón, serás endurecido y no podrás salir de ese estado, y sólo quedará sobre ti una horrenda expectación de juicio.

Recuerda que en su primera venida Cristo no vino a juzgar, sino a salvar de la condenación, pero hay un día señalado para que todos, vivos y muertos, seamos juzgados. Si no eres hallado en Cristo, si tu fe y tu esperanza no descansaron plenamente en Él, esta misma Palabra que has oído se volverá en tu contra y te juzgará. Si no atesoraste sus Palabras en tu corazón para salvación, esa misma Biblia que tantas veces sostuviste bajo el brazo testificará contra ti, y te dejará en silencio y sin excusas, expuesto a una justa condenación.

Ven a aquel que es la Luz del mundo, quien es el resplandor de la gloria del Padre y la imagen misma de su sustancia, quien sostiene todas las cosas por la Palabra de su poder. No te endurezcas, sino que aplica tu corazón para que sea encendido en amor al Señor sobre todas las cosas. Él es digno. Amén.