Cristo, Salvador de su pueblo

Domingo 11 de junio de 2017

Texto base: Juan 11.45-57.

En las predicaciones anteriores hemos podido ver la terrible realidad de la enfermedad, el dolor y la muerte, que son las consecuencias del pecado en la humanidad y la creación. Tal es su alcance, que afecta incluso a aquellos que son discípulos de Cristo, pero en Él vemos que se produce un cambio radical: la enfermedad que para los incrédulos sólo es una muestra de juicio, en Cristo es un medio para la gloria de Dios, y la muerte que para los incrédulos es un paso hacia la oscuridad eterna, para los creyentes en Cristo es un sueño, del que seremos despertados para vivir en gloria para siempre.

Vimos también el camino maravilloso que recorrió Marta, desde el luto y la desesperanza, a la fe que puede declarar que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios que ha venido al mundo. Esta confesión de fe gloriosa, es la que une a los cristianos de todos los siglos y todos los lugares.

Es la fe en este Cristo que es la resurrección y la vida, es decir, no sólo tiene poder para crear y dar vida a sus criaturas, sino que también es poderoso para deshacer los efectos del pecado y la muerte, vivificando aquello que había sido arruinado por las tinieblas.

Vimos por último el poder de Cristo para dar vida efectivamente a quién estaba muerto en un sepulcro, y lo hizo a través de sus Palabras, con una simple orden; lo que nos demuestra que Cristo es Dios, ya que sólo las palabras de Dios tienen poder para resucitar a los muertos. Vimos el poder de esas palabras en la creación, en la liberación de los cautivos, en la sanidad de los enfermos; y esas mismas palabras serán las que nos resucitaran en el Día Final para nunca más ver la muerte.

Concluimos que la resurrección de Lázaro es un reflejo de lo que ocurre cuando el Señor nos salva y nos da vida habiendo estado muertos espiritualmente, y a la vez es un anticipo de lo que ocurrirá en la gloriosa resurrección del día final.

Hoy veremos una vez más la reacción del hombre ante la obra de Cristo, como se presenta continuamente en este Evangelio. Por una parte, está un grupo que cree en la persona y obra de Jesús, y por otra están los líderes religiosos y los hombres en general, quienes rechazan a Cristo a pesar de sus obras que evidencian su poder, amando así más a las tinieblas que a la luz.

     I.        La trágica incredulidad

Como ya dijimos, se puede apreciar en esta introducción a la última parte del pasaje, lo que ya hemos visto desde el comienzo de este Evangelio, donde se nos dice en el capítulo 1 que Jesús “a lo suyo vino, pero los suyos no le recibieron”, estando claro desde el comienzo qué Jesús es continuamente menospreciado, y la mayoría de quienes lo escuchan no lo ven como el Mesías y rechazan su mensaje, teniendo en cuenta además que los líderes religiosos -salvo excepciones muy contadas como Nicodemo- son los principales opositores a Cristo y quienes más cuestionan su obra desde el comienzo.

Este patrón puede observarse también luego de la magnífica sanidad del paralítico del estanque de Betesda, donde a pesar de que Jesús dio movimiento a un cuerpo que estaba postrado hace 38 años, y que esto fue notorio a todos quienes asistieron a esa multitudinaria fiesta, a quienes conocían al paralítico, y a los mismos líderes religiosos; ellos dirigieron sus fuerzas contra Cristo y se concentraron en que Él violaba sus tradiciones acerca del día de reposo, en vez de alabar a Dios por su gran poder y revisar lo que ellos creían acerca de ese día; sometiendo sus tradiciones a la Escritura. Lejos de eso, ellos desde ese momento procuraban matar a Jesús, demostrando así que no estaban dispuestos a cambiar de opinión, a pesar de que presenciaron obras grandiosas que sólo un enviado de Dios podría hacer.

Con esto, dejaban entrever además qué su afán y su finalidad no era realmente seguir la verdad, sino conservar su posición de poder y sus privilegios ante el pueblo.

Este patrón se repitió cuando Jesús sanó con poder al ciego de nacimiento, al que mandó a lavarse en el estanque de Siloé. Este hombre únicamente conocía la oscuridad, sus ojos nunca habían podido ver la luz, y esto también era notorio a quienes vivían en el lugar; pero los líderes religiosos, lejos de ver a Cristo como un enviado de Dios y a esta señal como un testimonio que Dios estaba dando respecto de su Mesías a quién Él había enviado, se concentraron en acusar de fraude a este hombre y a Jesús, a pesar de que todas las evidencias iban en el sentido contrario.

Esto nuevamente nos deja ver que ellos no estaban interesados en los hechos, sino en mantener su posición a toda costa, y ahora pasaban directamente a las amenazas, las agresiones y la violencia en contra de Jesús; pero también de quienes quisieran creer en Él, ya que estos líderes habían resuelto que cualquiera que manifestara simpatía hacia Cristo, debía ser expulsado de la sinagoga; perdiendo así su vida familiar, social, económica y religiosa.

Pero esta vez, Cristo no sólo había sanado ya a un paralítico y a otros diversos enfermos, y no sólo había dado vista a un ciego de nacimiento, hecho que era conocido por todos como nos indica este mismo capítulo cuando nos dice que la multitud se preguntaba por qué Aquél que había abierto los ojos al ciego, no podía haber evitado qué Lázaro muriese (11:37). Es decir, no sólo había evidencia de sobra de hechos llenos de poder y gloria que sólo podía realizar un enviado de Dios, sino que ahora Cristo realiza la obra cumbre de sus milagros, es decir, da vida a alguien que había muerto; cuestión que también era un acontecimiento que se había hecho conocido en la aldea de Betania y sus alrededores.

Esta señal iba mucho más allá de lo que podía hacer un charlatán milagrero, y estaba también más allá del fraude, habiendo sido notorio para todos que Lázaro había muerto, y que llevaba 4 días en el sepulcro. Cristo había demostrado con este gran milagro que Él tiene el poder sobre la vida y sobre la muerte, y que con sus palabras podría resucitar un cuerpo que ya había pasado por el umbral del sepulcro, dejando claro así que era un enviado de Dios.

Por lo mismo, algunos de los presentes no pudieron resistir el testimonio del padre a través de las obras que Cristo realizó, específicamente esta resurrección de Lázaro, y por tanto creyeron en Él y le recibieron. Esto nos muestra que el Señor siempre guarda un remanente que no dobla sus rodillas ante los falsos dioses, y que escucha su voz, tal como Cristo había ya predicado cuando hablo de sí mismo como el Buen Pastor. Él señaló en esa oportunidad: “Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen” (10:27). En consecuencia, vemos aquí el cumplimiento de esa Palabra, ya que de entre esta multitud de judíos que acudieron al funeral de Lázaro, hubo un remanente que son sus ovejas, y se reconocen porque oyeron la voz del buen pastor.

En contraste, los maestros de la ley y falsos pastores del pueblo, una vez más en lugar de maravillarse y alabar a Dios por su misericordia y sus grandes obras, y en vez de caer rendidos ante Cristo como El Mesías prometido que estaba cumpliendo todas las profecías que el Señor había anunciado desde tiempos antiguos; cerraron sus ojos, taparon sus oídos y endurecieron su corazón contra el Señor, y lejos de recibir al Cristo, se confabularon para eliminarlo.

Sin embargo, la Escritura nos dice lo que el Señor piensa acerca de estas maquinaciones:

¿Por qué se sublevan las naciones, Y los pueblos traman cosas vanas? Se levantan los reyes de la tierra, Y los gobernantes traman unidos Contra el Señor y contra Su Ungido, diciendo: “¡Rompamos Sus cadenas Y echemos de nosotros Sus cuerdas!”

El que se sienta como Rey en los cielos se ríe, El Señor se burla de ellos. Luego les hablará en Su ira, Y en Su furor los aterrará, diciendo: “Pero Yo mismo he consagrado a Mi Rey Sobre Sion, Mi santo monte” (Sal. 2:1-6).

El Señor puede hacer que los planes de sus enemigos obren para el bien de su pueblo, y hace que la ira del hombre lo glorifique. En días de angustia, persecución y blasfemias, los creyentes pueden descansar pacientemente en el Señor. Las cosas que parecieran ser para su daño, probarán en último terminó ser para su provecho (Ryle).

Ellos mismos se condenan con sus palabras, ya que reconocieron que Cristo hacía muchas señales y que esas señales eran de tal magnitud que podían hacer que todo el pueblo creyera (v. 47). Sin embargo, ellos ni siquiera se plantearon la posibilidad de tener fe en Cristo, porque una vez más y ya de forma notoria con este hecho, ellos demuestran que no estaban interesados en saber si realmente Jesús era El Mesías, con lo que a su vez evidencian que no estaban dispuestos a creer y obedecer realmente la Escritura, sabiendo que toda ella habla de la venida de Cristo y de sus perfecciones como El Mesías. En lugar de eso, ellos simplemente ocupaban la Escritura como una plataforma para proyectarse a ellos mismos, para darse gloria y para levantarse sobre el pueblo cómo líderes, pero en realidad eran ciegos, guías de ciegos.

Este caso, de manera ejemplar, demuestra que la incredulidad no es por falta de evidencia, sino por falta de voluntad. Jesús ya les había dicho antes a los judíos: “no queréis venir a mí para que tengáis vida” (5:40). Ellos estaban determinados a no creer, ninguna evidencia les haría cambiar de opinión. Este es el peor estado en que se pueden encontrar nuestras almas, se puede esperar más fe de una piedra que de una persona en esta situación.

La incredulidad demanda señales, demanda evidencias, pero es contradictoria porque rechaza todo lo que el Señor ya ha revelado sobre sí mismo. La Escritura nos enseña que "las cosas invisibles de él, su eterno poder y deidad, se hacen claramente visibles desde la creación del mundo, siendo entendidas por medio de las cosas hechas, de modo que no tienen excusa" (Ro. 1:20). Pero los no creyentes rechazan este testimonio claro que se encuentra en la Creación. No reconocen al Señor en lo imponente del firmamento, no se maravillan de su diseño en las criaturas inmensas ni en las microscópicas, no ven su gloria en la fuerza del mar, ni en los bosques llenos de vida, ni en las grandes montañas. En lugar de eso, permanecen en su incredulidad, y la Escritura dice de ellos que"habiendo conocido a Dios, no le glorificaron como a Dios, ni le dieron gracias, sino que se envanecieron en sus razonamientos, y su necio corazón fue entenebrecido" (v. 21).

También rechazan el testimonio de la Palabra. Aunque estos líderes declaraban ser maestros de la Escritura, no podían ver en ella que en Jesús se cumple lo que antes fue anunciado. Aunque pensaban ser expertos y estudiosos de la Escritura, perdían por completo el tema central de ella: cómo el Señor trae redención del pecado en Cristo, siendo Cristo el cumplimiento de todas las promesas y propósitos de Dios.

Muchas veces creemos que si nuestros seres queridos qué permanecen duros ante el Evangelio pudieran haber visto al mismo Cristo haciendo milagros, allí sería posible que creyeran. Pero este pasaje nos demuestra que no es así. Varios presenciaron quizás el mayor de los milagros de Cristo, y que fue realizado por el Señor en persona, y sin embargo, no creyeron.

Tengamos cuidado de suponer que los milagros en sí mismos tienen poder para convertir corazones y transformar a las personas en cristianos. Sólo la gracia de Dios en nuestros corazones por medio de la obra del Espíritu Santo, pueden reformar el corazón muerto y darle vida para que crea en Cristo y lo siga.

Aquí debemos recordar, que ya desde el cap. 5 la incredulidad de los judíos se saca el velo y muestra su verdadero rostro: es una incredulidad rebelde y homicida. Hemos dicho en esta serie que Cristo fue revelándose progresivamente, aumentando en intensidad a medida que avanza el Evangelio. Esta progresión también podemos verla en la incredulidad de los judíos. A medida que Jesús va revelando más de sí mismo, ellos van manifestando su incredulidad tal como es. Al principio, la incredulidad los lleva a manifestar dudas, cuestionamientos y menosprecio a Cristo. Pero ante la plena revelación de Jesús, también se manifiesta completamente la incredulidad, que los lleva a querer matar a Cristo, en este caso tomando medidas concretas para lograrlo.

Lejos de meditar en sus caminos por la Palabra y la obra de Jesús, se afirmaron en su propia prudencia, en su propia sabiduría, y se dirigieron contra la persona de Cristo, confabulándose para darle muerte y exigiendo al pueblo que lo delate.

No debemos extrañarnos si a nosotros nos pasa lo mismo cuando predicamos la verdad. El mundo odia al Señor con una furia homicida. Esa furia puede estar adormecida, o apaciguada, pero ante la verdad manifiesta su rostro insolente y rebelde. No debemos callar o moderar la verdad por temor a que ese odio pueda manifestarse. Si amamos la verdad, es decir, si amamos a Cristo, debemos asumir que esta furia homicida vendrá en algún momento, y rogar fuerzas a nuestro Señor para que nos ayude a soportar esos ataques. También debemos recordar que somos bienaventurados, dichosos cuando somos insultados por causa de Cristo.

Los judíos estaban rechazando el testimonio más puro, a Dios mismo hablando y obrando enfrente de ellos. Al deshonrar al Hijo, deshonraban también al Padre que lo había enviado. Estaban dejando a Dios como un mentiroso, ya que Cristo les hablaba la verdad de parte del Padre, pero ellos la rechazaron y menospreciaron como si fueran palabras de demonios.

Es necesario mencionar una última cosa sobre estos líderes: Se acercaba la celebración de la Pascua, y ellos se disponían a celebrarla celosamente. La experiencia muestra que una mala conciencia frecuentemente tratará de satisfacerse así misma mostrando un celo por causa de la religión, mientras que los asuntos que son realmente de peso en la fe quedan desatendidos. La persona que está lista para cruzar el mar para lograr purificarse en un ritual, es a menudo la misma persona que si tiene la oportunidad, no dudará en ayudar a que Cristo sea crucificado. Recordemos con firmeza en nuestras mentes que una religión que se desgasta en formalidades externas, es completamente inútil a los ojos de Dios. La pureza que Dios desea ver, no es la pureza de los lavados del cuerpo y del ayuno sino la de un corazón que ha sido lavado por el Espíritu Santo (Ryle).

    II.        Cristo, el hombre que muere por su pueblo

Desde el comienzo en el evangelio según Mateo, se nos dice que el niño que iba a nacer debía tener por nombre Jesús, porque él salvaría a su pueblo de sus pecados (Mt. 1:21). El morir por los pecados de su pueblo, entonces, es parte de la esencia misma del ministerio de Jesús cómo Mesías, tanto así que esa función de Salvador le da el nombre.

Esto lo vemos también anunciado y prefigurado desde la misma caída cuando, se promete que la descendencia de la mujer iba a herir a la serpiente en la cabeza (Gn. 3:15), y también lo vemos cuándo el Señor cubrió de pieles a Adán y a Eva luego de su pecado (Gn. 3:21), lo que significa que hubo sangre inocente qué fue derramada para cubrir su transgresión.

También lo vemos cuándo el Señor ordena a Abraham sacrificar a su hijo Isaac (Gn. 22), pero finalmente Dios se provee de cordero, y es ese Cordero el que muere en lugar de Isaac, quién es la descendencia de Abraham, y sabemos por la misma Escritura que el pueblo de Dios, aquellos que han creído en Cristo, son la verdadera descendencia de Abraham. Por tanto, lo que ese pasaje nos quería decir, es que Cristo, el Cordero de Dios que vino el mundo, fue el sustituto que Dios proveyó para que los hijos de Abraham no tuvieran que morir.

También lo vemos anunciado en la ley con los sacrificios que el Señor estableció para el perdón de los pecados de su pueblo. Allí, sangre inocente de animales era derramada para cubrir la iniquidad del pueblo, pero la misma Escritura nos aclara en el libro de Hebreos que esos sacrificios no podían quitar realmente el pecado de su pueblo, siendo sólo una sombra que anunciaba el sacrificio de Cristo (He. 10:1-4), que sí fue apto para santificar de una vez y para siempre a los que por él se acercan a Dios (He. 10:12-14).

Todo esto que venimos diciendo, se ve resumido en este maravilloso pasaje de la Escritura: “Porque también Cristo padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios, siendo a la verdad muerto en la carne, pero vivificado en espíritu” (1 P. 3:18).

Y esta idea, qué vemos presente en toda la Escritura, ahora sale de la boca de alguien que no esperaríamos, el sumo sacerdote Caifás. Y lo que ocurre con este sumo sacerdote, es maravilloso y terrorífico a la vez (vv. 49-52). Por un lado, es maravilloso porque el Señor tiene en su mano los corazones de los hombres y puede decir verdades grandiosas incluso a través de aquellos que tienen su corazón endurecido ante Él. En esto vemos que la verdad no pertenece a los hombres, sino que toda verdad pertenece a Dios; y si algún hombre, sea cristiano o no, hace alguna afirmación conforme a la verdad, no es por mérito o genialidad que haya en Él, sino porque Dios ha querido poner tal verdad en esa boca.

Y también es maravilloso porque, a pesar de su rebelión y porfía, el Señor no dejó a su pueblo sin Palabra, y Caifás, no por sí mismo sino por la posición que ocupaba, recibió revelación para edificación de su pueblo, más allá de que ese mismo pueblo rechazara el espíritu y la esencia de esas palabras.

Por otra parte, es terrorífico porque nos muestra que un hombre puede decir verdades universales y gloriosas, y en este caso una verdadera profecía, estando muerto interiormente. Por eso es que se dice que es terrible irse al infierno desde el banco de una iglesia, pero cuánto más terrible es irse al infierno desde el púlpito. Por eso también dice la Escritura: “Hermanos míos, no os hagáis maestros muchos de vosotros, sabiendo que recibiremos mayor condenación” (Stg. 3:1).

Caifás en este caso, fue como lo que se dice en 1 Corintios 13: “Y si tuviera el don de profecía, y entendiera todos los misterios y todo conocimiento, y si tuviera toda la fe como para trasladar montañas, pero no tengo amor, nada soy” (v. 2). Caifás, diciendo esta profecía no fue más que un metal que resuena, un platillo que hace ruido; tanto así que fue el mismo que luego lideraría el juicio injusto contra Cristo, lleno de acusaciones falsas y fraudes a la Ley. Sus palabras, por tanto, serían para su propia condenación.

Pero no sólo nos dice que Cristo morirá por el pueblo, sino que el apóstol Juan también aclara que Cristo murió para qué los hijos de Dios que estaban dispersos, sean ahora reunidos. Esta verdad es también la que vemos expuesta en la Carta a los Efesios capítulo 2, cuando dice: “Pero ahora en Cristo Jesús, vosotros que en otro tiempo estabais lejos, habéis sido hechos cercanos por la sangre de Cristo. 14 Porque él es nuestra paz, que de ambos pueblos hizo uno, derribando la pared intermedia de separación, 15 aboliendo en su carne las enemistades, la ley de los mandamientos expresados en ordenanzas, para crear en sí mismo de los dos un solo y nuevo hombre, haciendo la paz, 16 y mediante la cruz reconciliar con Dios a ambos en un solo cuerpo, matando en ella las enemistades” (Ef. 2:13-16).

Donde antes había dos grandes naciones: los judíos y los gentiles, el Señor nos ha hecho parte de un solo pueblo y un solo Cuerpo por medio de la muerte de Cristo, reuniendo así a todos los hijos de Dios que están dispersos por el mundo, dándonos entrada por un mismo Espíritu al Padre, y haciéndonos hijos de Abraham no ya por la sangre y la descendencia, sino por la fe en Cristo.

Por eso dice la Escritura: “Por tanto, sepan que los que son de fe, éstos son hijos de Abraham” (Gá. 3:7, NBLH). Entonces, no es la sangre o el linaje lo que nos hace partícipes de Cristo y miembros del pueblo de Dios, sino la fe, por eso dice que Abraham creyó y le fue contado por justicia, y eso permite que sea Padre de todos los que creen, lo que hace que todos los creyentes se beneficien del pacto que Dios hizo con Él.

Esto es lo hermoso: que la unidad de la Iglesia, el hecho de que judíos y gentiles, hombres y mujeres, esclavos y libres, ricos y pobres; gente de las más diversas clases, trasfondos y contextos; puedan mantenerse unidos, no es por su simpatía o por su entrega fuera de serie, sino porque Cristo compró esa unidad con su propia sangre y a través de su propio Cuerpo. Cristo también murió, entonces, para que su Iglesia sea Una, lo que debería enseñarnos a apreciar con gran celo la unidad del Cuerpo de Cristo.

   III.        ¿Qué harás tú?

 Ante todo esto, y para terminar, es inevitable que lleguemos a esta pregunta directa y personal respecto de Cristo: ¿Qué harás tú con Cristo? Porque si hay algo imposible, es quedarse en una posición de neutralidad hacia Él: o lo amas, o lo aborreces; o estás con Él, o estás contra Él; no hay punto medio.

Y considera que tú, hoy cuentas con el testimonio completo de Cristo a través de sus discípulos, quienes sellaron sus palabras con su propia sangre. No sólo sabes que Jesús sanó a muchos enfermos, que liberó a endemoniados y que resucitó a Lázaro. Sabes también que el mismo Jesús murió por los pecados de su pueblo y resucitó al tercer día, para luego ascender a la diestra de Dios Padre, hecho que fue presenciado por más de 500 personas.

¿Qué harás, entonces, con Cristo? ¿Lo rechazarás como los líderes religiosos y la mayoría de los judíos? Fíjate en la miopía de estos líderes: ellos pensaban que debían matar a Cristo para asegurarse que nadie más creyera en Él, dado que corrían el peligro de que los romanos los conquistaran y perdieran su nación. Ellos pensaban que matando a Cristo, retendrían su posición y su territorio, pero ocurrió todo lo contrario: en el año 70 d.C., fueron masacrados por los romanos, mientras que el cristianismo se expandió por todo el Imperio.

Así ocurrirá también con los que crean que rechazando a Cristo, conservarán su vida, sus proyectos, aquello que tanto aman y atesoran en sus corazones, pero que tendrían que perder si siguieran a Jesús. Ellos piensan que salvarán su vida, que retendrán lo que aman, pero lo cierto es que lo que tienen les será quitado, y perderán su vida con gran ruina. Dice la Escritura: “Porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí, la hallará” (Mt. 16:25).

Muere a ti mismo, muere a lo que llamas vida, pero que en realidad es muerte y ruina; y vivirás verdaderamente, tendrás la vida que sólo Cristo puede dar, la vida verdadera y en abundancia.

Otro engaño en el que ellos habían caído, es creer que eran la nación, el pueblo de Dios. Caifás dijo que era mejor que un hombre pereciera en lugar de la nación, antes que todo el pueblo pereciera. Tristemente, cuando dijo eso pensó que él era parte de la nación, y no sólo eso, seguramente estaba convencido de ser un personaje prominente dentro del pueblo. Sin embargo, a pesar de ser descendiente sanguíneo de Abraham, eso no lo salvaría, y no lo hacía parte del pueblo de Dios; porque en Cristo se reveló que sólo aquellos que creen en Él son parte de ese glorioso pueblo de redimidos.

¿Estarás engañado pensando que eres parte de la Iglesia de Cristo por asistir aquí cada domingo, mientras tu corazón sigue muerto? ¿Tu corazón ha recibido realmente vida? ¿Amas al Señor, o hasta ahora sólo has intentado maquillar a un muerto, haciendo que parezca vivo, mientras en realidad está frío como una piedra, sin vida y en descomposición?

La pregunta se repite: ¿Qué harás con Cristo? Ten en cuenta lo que ya hemos visto en este Evangelio: ante cada aparición de Cristo, están por un lado sus ovejas, quienes oyen su voz y le siguen; y por otra parte está la mayoría del pueblo y los líderes políticos y religiosos; quienes amaron más las tinieblas que la luz.

La Escritura es clara: “El que cree en el Hijo tiene vida eterna; pero el que rehúsa creer en el Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios está sobre él” (Jn. 3:36). No desperdicies tu vida, ven a Cristo, cree en Él y síguele. Quien cree en Él, aunque esté muerto vivirá. Amén.