Por Álex Figueroa

Texto base: Ap. 19:11-21.

En las últimas prédicas vimos cómo el libro de Apocalipsis describe a Babilonia, la gran ramera, la madre de las rameras y de las abominaciones de la tierra, y se refiere a su destrucción, a cómo el Señor la juzga por su rebelión y su maldad.

Decíamos que Babilonia es poderosa, tiene riquezas, es sanguinaria, y es seductora como una ramera. Ha intoxicado, ha embriagado a todas las naciones con el vino de su fornicación.

Esta gran ramera, es una ciudadanía, una nacionalidad, Babilonia. Es la nacionalidad espiritual de todos aquellos que no siguen a Jesucristo, que es lo mismo que decir que es el país de todos los que están en rebelión contra el Señor y su Palabra. Representa todo el sistema que ha hecho el hombre para beneficio del hombre, y para gloria del hombre. Es la gran torre de Babel, la gran ciudad, el sistema mundial que ha nacido del hombre terrenal y su corazón corrupto. Es el símbolo de toda la maldad humana organizada, que se alza contra Dios y pretende gobernar. Es lo opuesto al reino de Dios, a la ciudad de Dios, al dominio de Dios. Es la ciudad de los rebeldes.

La Escritura en Apocalipsis deja claro que es Cristo el que vence sobre esta ciudad, es el Señor quien la juzga, quien lidera su destrucción. Y aclaramos que todo esto es necesario. Se trata de la justicia de Dios, Él no es neutral, a Él no le da lo mismo la maldad, en su creación ningún pecado quedará sin ser castigado. O Cristo pagó por tus pecados, o lo harás tú mismo por toda la eternidad, porque como ya hemos dicho, cada pecado es una ofensa eterna, porque se dirige contra el Dios eterno.

Entonces, como hemos visto, espiritualmente podemos tener dos nacionalidades: o pertenecemos a Babilonia, que es el país de los rebeldes; o pertenecemos a la Nueva Jerusalén, que es el país de los rescatados por Cristo, de los perdonados en su sangre, de aquellos que recibieron al Hijo de Dios y le rindieron sus vidas en gratitud. Aquí no hay lugar para la neutralidad, no hay un lugar en el cual podamos sentarnos como espectadores a presenciar el conflicto. Hoy mismo, aquí y ahora, sólo podemos tener una de estas dos nacionalidades.

Finalmente, en la última prédica pudimos apreciar el contraste inmenso que existe entre el destino y la realidad de los que se mantuvieron en rebelión al Señor, y quienes creyeron en Cristo. Y lo que queda claro, es que todo esto no se trata de nosotros, sino de cómo el Señor es glorificado en juzgar y en salvar, cómo Él establece su dominio indiscutido y su poder llena toda la tierra.

Mientras la gran ramera fue destruida junto con todos los que fornicaron con ella, con todos sus seguidores, con todos los que pusieron su corazón en ella y bebieron de su vino; la esposa de Cristo se une a su Esposo por toda la eternidad, en una celebración sin fin por su misericordia y su salvación. Vimos que Babilonia termina en ruinas, con las esperanzas vanas del mundo destruidas, mientras que la iglesia termina con las bodas del Cordero, la esposa de Cristo, vestida de justicia y de gloria, celebrando junto a su esposo y toda la creación glorificada.

I. La Guerra Universal

Lo primero que queda claro en este texto es que se trata del escenario de una guerra, donde hay un Rey que comandará su ejército en una batalla contra sus enemigos, pero no es cualquier batalla: es la batalla decisiva, la definitiva, la final.

Ahora, ¿De dónde sale esta guerra? ¿De qué guerra estamos hablando? No debemos perder de vista que toda la creación se puede dividir en dos reinos: el Reino de Dios y el reino de las tinieblas. En Col. 1:13 dice que Dios «nos ha librado de la potestad de las tinieblas, y trasladado al reino de su amado Hijo». Esto nos da a entender que o estamos bajo un reino o bajo el otro, pero no podemos estar en ambos. Estos reinos están en pugna, pero no nos confundamos, no es una lucha entre dos fuerzas iguales, sino entre el Dios soberano y Todopoderoso y aquellos que persisten en rebelarse contra su voluntad, y cuya destrucción y condenación son seguras y ciertas. Es más, el único reino verdadero, el único que prevalecerá es el reino de Dios. El reino de las tinieblas solo es un reino entre comillas, uno aparente que está pronto a desaparecer por completo bajo los pies de Cristo.

El Apóstol Juan dice: «Sabemos que somos de Dios, y el mundo entero está bajo el maligno» (I Jn. 5:19). Con otras palabras, ha explicado la misma verdad. No hay punto medio, o eres de Dios o estás bajo el maligno, y tu posición en uno u otro reino dice relación con tu reacción ante la verdad. La Escritura es clara, entonces, en que hay dos reinos o dos potestades. Insistimos, no es que sean dos fuerzas iguales, ya que el Señor es Todopoderoso y su victoria es segura. Pero aquellos que no creen en Cristo, o lo que es lo mismo, quienes no creen en la Verdad, son enemigos de Dios y lo aborrecen.

En relación con esto, debemos aclarar que todos nosotros también fuimos en otro tiempo enemigos de Dios y lo aborrecíamos. Sólo un acto soberano y misericordioso del Señor puede rescatar a uno de sus enemigos y volverlo uno de sus hijos. Esto es lo que dicen las Escrituras (Tit. 3:3-6): «En otro tiempo también nosotros éramos necios y desobedientes. Estábamos descarriados y éramos esclavos de todo género de pasiones y placeres. Vivíamos en la malicia y en la envidia. Éramos detestables y nos odiábamos unos a otros. 4 Pero cuando se manifestaron la bondad y el amor de Dios nuestro Salvador, 5 él nos salvó, no por nuestras propias obras de justicia sino por su misericordia. Nos salvó mediante el lavamiento de la regeneración y de la renovación por el Espíritu Santo, 6 el cual fue derramado abundantemente sobre nosotros por medio de Jesucristo nuestro Salvador».

Aquí vemos que nadie puede decir que nació cristiano, o que es cristiano desde que tiene uso de razón. Todos nacemos siendo enemigos y aborrecedores de Dios, rebeldes por naturaleza. Eso es lo que se llama el efecto del pecado original. Si tú estás aquí y has creído verdaderamente en el Señor Jesucristo, no es porque hayas sido más sabio que otros que no lo han hecho. Tampoco es simplemente porque tus padres te inculcaron la fe cristiana, ya que la fe salvadora no se puede traspasar. Es porque Dios tuvo misericordia y quiso cambiar tu corazón, haciendo que pasara de muerte a vida. Solo el Espíritu Santo puede hacer que un corazón que nació aborrecedor y enemigo de Dios, pase a ser un hijo de Dios, alguien que puede profesar amor genuino a su Padre Celestial.

Entonces, concluimos que todo aquél que no haya creído en Cristo, que no haya creído en la Verdad que Dios ha revelado en su Palabra ni haya sometido su vida a ella, es enemigo y aborrecedor de Dios, condición en la que todos nacemos. Por extensión, tal persona es enemiga del pueblo de Dios. Eso no significa que como pueblo de Dios debamos aborrecer, odiar y maltratar a esas personas. Todo lo contrario, debemos mirarlas con compasión, y tener de ellos misericordia como Dios la tuvo con nosotros. Pero significa que esas personas aborrecen al pueblo de Dios tanto como aborrecen al Dios de ese pueblo. Ellos podrían incluso profesarnos alta estima, pero siempre que no les hablemos de la verdad de Dios. Podrían incluso desear nuestra compañía y anhelar que seamos uno de ellos, pero siempre que callemos y nos guardemos el Evangelio y al Dios que amamos. Si quieres saber si alguien es enemigo de Dios, no tienes más que hablar de la verdad de Dios en Jesucristo, y ver si esa persona reacciona con alegría llamándote ‘hermano’, o si se altera, confunde, o perturba con tus palabras, y prefiere no oírte hablar más del asunto. En todo esto debemos recordar que, como nos explica el Apóstol Pablo, «… nuestra lucha no es contra seres humanos, sino contra poderes, contra autoridades, contra potestades que dominan este mundo de tinieblas, contra fuerzas espirituales malignas en las regiones celestiales» (Ef. 6:12 NVI). Esos poderes y potestades mencionadas gobiernan a las personas que están bajo su dominio, pero estas personas de todas maneras son responsables de lo que hagan contra Dios y su pueblo.

Se trata, entonces, de una guerra de alcances universales, y se trata de una guerra espiritual, entre el Señor y quienes le son fieles por una parte, y aquellos que se han rebelado a su voluntad, por otra.

Y desde luego tú que estás sentado en este momento escuchando este mensaje, también estás inserto en esta batalla universal, en esta guerra espiritual. Y eso es algo que vemos claramente en la Escritura, pero estoy seguro de que Uds. podrán testificar de esto en sus propias vidas, porque tenemos que luchar con nosotros mismos. Hemos sido salvos de la condenación del pecado, pero aún sufrimos la presencia del pecado en nuestras vidas. Nuestra naturaleza pecaminosa nos inclina hacia el mal, y aun cuando hemos creído en Cristo, aun cuando hemos experimentado las preciosas bendiciones que tenemos en Él, aun cuando hemos conocido la vida abundante que sólo Él ofrece, seguimos ofendiendo a nuestro Señor diariamente con nuestras rebeliones, y debemos luchar con nosotros mismos para obedecer a nuestro Dios.

Basta que te propongas orar, leer la Escritura, tener comunión con Dios, servir en la iglesia o hacer cualquier otra clase de bien, para enfrentarte a tu propia naturaleza y también a los principados y potestades que nos hacen la guerra. Serás tentado a oponer excusas, a inventar impedimentos, serás distraído con luces, colores, melodías y sensaciones que intentarán desviar tu atención, surgirán imprevistos y quehaceres, e incluso los de tu propia casa te pueden hacer la vida imposible.

Hemos luchado, estamos luchando y seguiremos luchando contra nosotros mismos y contra todo este mundo caído, hasta que llegue nuestra redención final. Pero contamos con el increíble consuelo y la esperanza de que nuestro Señor vive, que intercede por nosotros siempre, y que nos da su Espíritu para ayudarnos en nuestra debilidad. Nos ha dado hermanos con los cuales caminar juntos en esta lucha, y nos ha dado también una esperanza inquebrantable, una fe que nada podrá destruir: que Él ha vencido, y volverá pronto a establecer de manera definitiva su Reino sobre todas las cosas.

II. El Rey y su ejército

Estamos, entonces, en el escenario de un campo de batalla. Se nos muestra en primer lugar al Rey de reyes y Señor de señores preparándose para luchar, montado en un caballo blanco. Debemos tener en cuenta que en el tiempo del Apóstol Juan las guerras no eran como ahora. Para nosotros sería extraño que un Presidente de la República fuera a liderar sus tropas y peleara al frente de ellas en el campo de batalla. Pero en ese entonces era muy valorado que el Rey pudiera pelear con sus tropas y liderarlas en batalla. Los reyes solían ser también comandantes en jefe de su ejército. Aquí vemos a Cristo, el Rey del universo, el Señor indiscutido de la creación, saliendo a librar su batalla final contra los rebeldes.

El mismo Cristo, quien una vez entró en Jerusalén montado en un burrito, como símbolo de paz y reconciliación, es decir, que en su primera venida no venía para condenación sino para salvar a los que estaban perdidos; ahora viene montado en un caballo blanco, que simboliza victoria y conquista, y no viene en estado de humillación, sino con toda su gloria y poder. No viene para reconciliación, como en su primera venida, sino que viene para destruir a sus enemigos con su poder. Viene para dar el pago a quienes no quisieron arrepentirse de sus pecados, y que perseveraron en su enemistad contra Él.

Este pasaje está lleno de referencias a los gloriosos atributos de Cristo. Se le llama “Fiel y Verdadero”, que es la manera como el Señor Jesús se había presentado a la iglesia de Laodicea. En un conocido pasaje, Cristo dice que es el camino, la verdad y la vida (Jn. 14:6). Él es la verdad, Él no sólo es fiel, es el Fiel. No solo dice la verdad, sino que es la Verdad, y es el Verdadero. Esto nos habla del Ser de Cristo y de su carácter. En Él no hay doblez, no hay engaño, no hay doble intención ni hipocresía, ni insinceridad. Su Ser es todo verdad, es todo fidelidad. Es la fuente de todo lo verdadero, es la encarnación de la verdad. Él ha dicho y hará, ha prometido y cumplirá, ha anunciado y será hecho.

Se nos dice además que este Rey es un juez. “Con justicia juzga y hace la guerra” (v. 1). Su victoria es tan segura, que la batalla es a la vez un juicio. Y tal como Él es personalmente la verdad, es también personalmente la justicia. Todo lo que hace está empapado de su justicia, porque todo su Ser es justicia, Él es el justo. Cuando pensamos en las guerras terrenales, podemos ver que están plagadas de ambición, egoísmo, intereses codiciosos y un sinnúmero de fines reprobados. Pero este Rey pelea con justicia. Su guerra es completamente justa, nadie puede reprochar absolutamente nada a su victoria, porque Él juzga y pelea con justicia.

Esto es algo que encontramos por todas las Escrituras:

Y juzgará al mundo con justicia; Con equidad ejecutará juicio sobre los pueblos” Sal. 9:8.

¡Canten delante del Señor, que ya viene! ¡Viene ya para juzgar la tierra! Y juzgará al mundo con justicia, y a los pueblos con fidelidad” Sal. 96:13.

Aunque nuestra cultura nos influencie para pensar que el juicio es algo malo, vemos que en las Escrituras se ve como una razón para alabar a Cristo el que juzgue al mundo con justicia.

Se nos dice también que sus ojos eran como llama de fuego, o como antorchas encendidas, algo que ya aparece en el libro del profeta Daniel, cap. 10, y al principio de este libro de Apocalipsis. Esto nos habla de la ira santa de Cristo contra el pecado, su indignación contra la maldad.

También se menciona que sobre su cabeza hay muchas coronas, lo que nos habla de la absoluta soberanía de Cristo en el universo, Él es el Rey indiscutido que viene a manifestar su reino, a hacer visible su Imperio eterno sobre todas las cosas, extirpando toda rebelión y oposición contra su soberanía.

Al decirnos que tiene un nombre que nadie conoce sino Él, nos habla de que hay muchas cosas sobre nuestro Señor que están ocultas a nuestro conocimiento, y que permanecerán así. Sólo el Señor se conoce a sí mismo completamente, nadie puede conocerlo de esa forma sino Él. Él es el alfa y la omega, el principio y el fin, nuestras mentes finitas no pueden abarcarlo. Esto no significa que no podamos conocer de verdad a nuestro Señor. Lo que significa es que nunca terminaremos de conocerlo, estaremos toda la eternidad conociéndolo más y más, porque su Ser es eterno e inagotable.

Otro título que vemos aquí es el Verbo de Dios, es decir, la Palabra de Dios. Es el nombre de Cristo, y ya lo vemos en Juan cap. 1 cuando nos dice: “En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios”. Jesucristo es la Palabra de Dios hecha persona. Es la máxima revelación de Dios al hombre, todo lo que Él es, hace y dice revela al Padre, porque Él es Dios. La verdad, la justicia, la Palabra de Dios se personifican en Cristo Jesús.

Su ropa está teñida con sangre, y esto se relaciona con que es Él quien pisa el lagar del vino del furor y de la ira de Dios. Ya hablamos de esto cuando predicamos sobre el cap. 14. El lagar, ese lugar en el que se aplastan las uvas para extraer de ellas el vino, representa la ira de Dios siendo desplegada sobre los rebeldes, cuando son aplastados y destruidos bajo sus pies.

Recordemos que los mártires que habían muerto por causa de Cristo, cuyas almas estaban bajo el altar, le rogaban al Señor y “clamaban a gran voz, diciendo: ¿Hasta cuándo, Señor, santo y verdadero, no juzgas y vengas nuestra sangre en los que moran en la tierra?” (Ap. 6:10). El Señor responde esta oración, y ejecuta su juicio contra sus enemigos, quienes también han acosado y perseguido a la Iglesia. Con esto, el Señor no solo satisface su justicia perfecta y la necesidad de extirpar el pecado de la creación, sino que también está respondiendo al clamor de sus santos en el Cielo.

El Señor pisoteará a sus enemigos bajo sus pies, triturará y destruirá a los rebeldes, y con ello castigará el pecado, un insulto inaceptable y escandaloso contra el Ser de Dios que debemos odiar tanto como Él lo odia. El Señor ama infinitamente el bien, que es Él mismo, y como consecuencia necesaria, odia infinitamente el mal. Su ira contra el pecado no tiene fin, tanto como su amor por sí mismo no tiene fin.

El comentarista Simón Kistemaker señala en este punto: “La imagen no es la del Cordero cuya sangre fue derramada en la cruz del Calvario para la remisión del pecado. Aquí vemos al juez de toda la tierra, al capitán de sus ejércitos, y al Rey de reyes y Señor de señores. Las manchas rojas en su manto no son las de su propia sangre sino la de sus enemigos”.

Si la escena del lagar incomoda a la imagen de Dios que tienes, no es la Biblia la que debe acomodarse a tus ideas, sino tus ideas las que deben ajustarse a la Biblia.

Este Señor que viene a ejecutar su juicio y establecer su dominio eliminando toda oposición, es llamado Rey de reyes y Señor de señores. No hay majestad, no hay autoridad, no hay poder ni reinado sobre el Señor, Él es la fuente de toda autoridad, y es el Rey y Señor de todo lo que hay. De su boca saldrá una espada que destruirá a sus enemigos, y todos los reinos serán sometidos a Él. Él gobernará las naciones con vara de hierro, este Rey gobierna y pastorea sobre toda la creación, y ese día final este reinado se establecerá de manera definitiva, sin oposición. Como vimos en el cap. 11, al tocarse la séptima trompeta, sonaron grandes voces en el Cielo, “Los reinos del mundo han venido a ser de nuestro Señor y de su Cristo; y él reinará por los siglos de los siglos” (Ap. 11:15).

Es este Rey, entonces, el que ve el Apóstol Juan al mirar al Cielo abierto ante sus ojos. Este Rey que viene en su caballo blanco y coronado de victoria, está seguido por los ejércitos celestiales, en los que están los ángeles y criaturas del Cielo, pero también aquellos que fueron redimidos por sus pecados y recibieron el vestido de lino fino, blanco y resplandeciente de la justicia de Cristo. Ellos también van montados en caballos blancos, porque han recibido la victoria que Cristo les ha regalado. Ellos no han vencido por sí mismos, sino que han recibido la victoria que Cristo consiguió.

Ahora piensa por un momento: Lo que he dicho hasta ahora, ¿Se parece al Jesús en el que crees? Porque este del que estoy predicando, es el verdadero Jesús. Obviamente no he dicho todo acerca de Él, porque podría estar toda la eternidad hablando de sus excelencias. Pero lo que he dicho, es verdadero, y no porque lo inventé yo, sino porque he hablado lo que la misma Escritura dice sobre Cristo. ¿Es este tu Rey? No tiene caso engañarse, si debemos someternos a este Rey de reyes y Señor de señores, y todas nuestras ideas y pensamientos deben ser puestas a sus pies. Todo lo que somos, todo nuestro ser debe estar puesto como ofrenda a este glorioso Señor.

Te invito ahora a que pienses en tu vida cotidiana, en tu día a día. En tu lunes, en tu miércoles… en tu trabajo, tus estudios, en tus viajes en bus o en Metro, en tus caminatas por la calle, en tu momento de dormir, en tu hora de despertar, en tus momentos de risa y aquellos en que lloras o estás angustiado. ¿Vives con este día en mente? ¿Te das cuenta de que, si eres de los redimidos por Cristo, tú estarás en este ejército montando un caballo blanco, vestido de lino fino siguiendo a tu Rey en la batalla? ¿Te das cuenta de que este día llegará, que no es simple poesía, que no es un cuento o una fábula, sino que llegará este día en que el Rey vencerá de manera definitiva? Insisto, ¿Vives con este día en mente?

Cuánto cambiaría nuestra vida si meditáramos más seguido en este día glorioso. Tenemos un glorioso Rey que vencerá a sus enemigos y que nos concederá su victoria. Aunque hoy luches con tu pecado, aunque sufras porque sigues cayendo delante de Dios, debes saber que si has creído en Cristo, has recibido su justicia perfecta, y podemos decir que tu caballo blanco y tus vestiduras ya están preparadas en el Cielo para ese día majestuoso.

III. Cae el gobierno del mal

Vemos, por último, que el bando opuesto a Cristo, aquel de los rebeldes que no se sometieron a su voluntad, persiste en su necia rebelión (v. 20). Y es necia porque se están alzando contra el Señor de todo, contra el autor de la vida, contra el Rey del universo, contra el Creador Omnipotente. ¿Cómo podrían vencer? ¿Cómo podrían siquiera tener una mísera oportunidad contra Él? Sin embargo, no están dispuestos a someterse. Quieren pelear, no quieren inclinar su cuello revolucionario delante de Dios.

Al hablar de la bestia y el falso profeta en el cap. 13, decíamos que son los dos brazos de satanás en su gobierno maligno del mundo. La bestia es el poder político, militar y económico del hombre caído, que se alza contra Dios; y el falso profeta es el poder filosófico e ideológico del engaño, que convence a los habitantes de la tierra para que adoren y rindan culto a la bestia. Veíamos que este gobierno del mal, este dominio humano-satánico se extendía a todos aquellos que no habían creído en Cristo. Así, tenemos a los seguidores de la bestia por un lado, quienes están marcados por la rebelión contra Cristo, y a los seguidores del Cordero por otro lado, quienes están sellados con el Espíritu Santo.

Ni la bestia, ni sus reyes, ni sus ejércitos, aunque se multiplicaran por billones de billones, tendrían la más mínima oportunidad de vencer a Cristo. La victoria es tan segura que ni siquiera se llega a producir algo así como una batalla. El Señor mismo impone las condiciones del escenario, y en vez de ser un campo de batalla, pasa a ser un banquete. Aquí podemos apreciar otro contraste. En el pasaje anterior vimos cómo los redimidos son invitados a las bodas del Cordero, en donde la novia, que es la Iglesia, se une para siempre con Cristo, su novio, disfrutando de eterna y gloriosa comunión. Las bodas del Cordero contrastan con este banquete que se dan las aves carroñeras, que fue preparado también por el Señor. Como decíamos la vez anterior, el Señor se glorifica tanto en la salvación de sus redimidos como en la condenación de sus enemigos. Los rebeldes no son los convidados a comer el banquete, sino que sus cadáveres serán el alimento de los cuervos y buitres.

Para los antiguos, morir sin recibir un entierro fúnebre era una vergüenza, reflejaba que esa persona había muerto en maldición. Esto porque su cadáver quedaba expuesto, y era devorado por animales y aves de carroña. Esto era una humillación terrible, un signo de ser abandonado por Dios. La imagen de este pasaje, entonces, es la de una masacre humillante. Los cabecillas de la rebelión fueron apresados y lanzados vivos al lago de fuego, donde sufrirán castigo eterno por su revolución criminal contra el Señor. Los seguidores de la bestia y el falso profeta, fueron muertos a filo de espada. Nadie pudo escapar, nadie pudo rearmar la rebelión, están todos derrotados y exterminados, tanto así que las aves se saciaron de sus carnes.

Este es el fin del pecado: humillación, ruina, muerte, destrucción total. Cuando te encuentres coqueteando con la desobediencia, cuando te veas tentado a relativizar la Palabra de Dios, cuando te sientas inclinado a seguir tu propia opinión antes que los mandamientos del Señor, recuerda esta escena. ¿Quieres saber qué opina el Señor sobre el pecado? Aquí está su opinión, fuerte y clara. El Señor aborrece el pecado y a quienes lo practican, y los destruirán en este día final, mientras que quienes creen en Él disfrutarán de su banquete de bodas en el Cielo.

Reflexión Final

El Señor ya destruyó Babilonia en el cap. 18, en este cap. 19 destruye a la bestia y al falso profeta, al sistema de poder humano-satánico que intenta establecer su reino usurpando el lugar que corresponde exclusivamente al Señor. Y luego, en el cap. 20, el Señor destruye a satanás. Es decir, estamos viendo cómo el Señor va extirpando el mal de la tierra, para establecer su reino de manera definitiva. Primero conquista la ciudad rebelde, luego elimina a sus gobernantes y a quienes los siguen, y luego elimina a quien originó toda esta rebelión, que es satanás.

El pasaje que hemos visto nuevamente nos muestra el gran contraste que existe entre la realidad y el destino de los que siguen a Cristo, y el fin de los que perseveraron en su rebelión. Esta escena final del cap. 19 es el lugar donde terminarán todos aquellos que no se hayan arrepentido de sus pecados creyendo en Cristo como Señor y Salvador. No hay lugar intermedio, no hay una posición de simple espectador. Nuevamente este pasaje nos confronta de forma directa: o seremos del ejército del Rey de reyes y Señor de señores, o seremos de las penosas tropas de la bestia, que serán masacradas con justicia por el Rey victorioso.

Tú, con nombre y apellido, todos los que estamos acá, todos los que están allá afuera, serán parte o del ejército de Cristo, o de los rebeldes vencidos. Viviremos esta escena, la presenciaremos, estaremos en ella. Y lo que viviremos ese día, lo estamos construyendo hoy. Hoy ya estamos en uno de esos dos ejércitos, ya estamos peleando esta batalla en favor del Rey o en favor de la bestia rebelde, hoy ya estamos sirviendo a uno de estos dos señores, y ya sabemos cuál es el verdadero, que es el que vencerá. Hoy ya estamos inmersos en esta lucha, y llegará este día final, donde se sellará nuestro destino y daremos el paso a la eternidad sin retorno.

Corre por tu vida, corre a los pies de Cristo, ríndete ante este Rey y pon tu vida como ofrenda. Una vez más, la diferencia entre estar en uno u otro bando la hace Él. Es su obra, es su victoria, es su reino, es su juicio y su conquista final, es para su gloria. No esperes más, Él es digno de que pongamos nuestras vidas a sus pies. Entreguémonos a este Rey glorioso y dejemos la rebelión, que solo termina en ruina y desolación. El tiempo de venir a Cristo es hoy, es ahora. Encomendémonos a su gracia, que Él nos ayude. Amén.