Cuando el pueblo de Dios peca

Domingo 14 de octubre de 2018

Texto base: Esdras cap. 9:1-4.

El libro de Esdras relata el regreso del pueblo de Judá a su tierra, luego de 70 años de exilio y cautiverio en Babilonia. Esta situación se debió al continuo pecado y a la porfiada rebelión con que la tribu de Judá ofendió al Señor. Él ya les había advertido en la ley de Moisés que se exponían a este juicio, en caso de que no obedecieran sus estatutos, y así terminó ocurriendo. Luego de estos 70 años, el Señor tuvo misericordia de este pueblo rebelde, y despertó el corazón del rey Ciro de Persia para que les permitiera volver del cautiverio y reconstruir la ciudad de Jerusalén y su templo, cerca del año 540 a.C. El retorno de los judíos fue en varias oleadas. Esdras lideró a un segundo grupo que volvió unos 80 años después del primer grupo.

A su regreso, enfrentaron la cruda oposición de sus pueblos vecinos, que eran sus enemigos históricos. Usando de mentiras, difamaciones, intimidación y violencia, esos enemigos lograron detener la obra por varios años, por lo que el Señor envió a los profetas Hageo y Zacarías para que exhortaran y animaran al pueblo a continuar con la obra, en obediencia a su Palabra.

Sin embargo, en este cap. 9, Esdras debe enfrentar no la oposición de los enemigos de Dios, ni dificultades con el gobierno de Persia, sino que el pecado flagrante y desvergonzado de su propio pueblo, y la apostasía de sus líderes.

Tristemente, este capítulo 9 inicia de la peor manera (vv. 1-2). No pasó mucho tiempo desde que el pueblo volvió liderado por Esdras, hasta que ocurriera este terrible hecho. Esto porque el texto parte diciendo «Acabadas estas cosas…». El pueblo, los sacerdotes y los levitas no se habían separado de los pueblos de las tierras, sino que había incurrido en tres pecados: (i) Habían tomado para sí mujeres extranjeras, mezclando el linaje santo con los pueblos de las tierras, (ii) no se habían separado de los pueblos de la región, y (iii) hacían conforme a las abominaciones de estos pueblos.

A la luz de la Escritura, podemos hacer un diagnóstico de esta caída:

        I.            Un liderazgo que guía hacia el mal

Todo lo anterior ocurrió con una terrible agravante: los sacerdotes y levitas estaban involucrados. Es decir, quienes estaban encargados de representar al pueblo ante Dios, de realizar los sacrificios para expiar los pecados del pueblo, y quienes debían encargarse del funcionamiento del templo, de la consagración y la santificación de los utensilios y quienes debían enseñar la ley al pueblo, siendo ejemplos de santidad y pureza; ellos, digo, habían incurrido en este pecado abierto y flagrante, tal como el resto del pueblo.

Además, el texto nos dice que «… la mano de los príncipes y de los gobernadores ha sido la primera en cometer este pecado» (v. 2). Con esto, vemos que todo estaba al revés. En otro tiempo, los jefes de las casas paternas habían liderado al pueblo en su retorno a Jerusalén, para reconstruir el templo y la ciudad. Ahora, iban delante de ellos, liderándolos hacia el abismo, hacia la destrucción y la ruina que siguen al pecado.

Varias décadas antes de estas cosas, en Esdras cap. 4 algunos hombres de los pueblos vecinos ofrecieron engañosamente su ayuda para la reconstrucción de Jerusalén (su propósito real era destruirla), pero los de Judá rechazaron trabajar junto con ellos, precisamente porque sus antepasados habían desobedecido al Señor, mezclándose con los habitantes de la zona y con los colonos que los reyes asirios habían enviado a ese lugar, con lo que adoptaron sus costumbres y sus ritos paganos. Los de Judá vieron que, a pesar de identificarse como siervos del Señor, eran en realidad impostores. Era esa “mezcla”, esa identificación con los pueblos de la región lo que los había hecho no aptos para servir junto al verdadero pueblo de Dios.

Sin embargo, este remanente que había vuelto a Jerusalén para reconstruir el templo y la ciudad, que había sido perseguido por servir al Señor, que había soportado difamaciones, sobornos, amenazas y violencia en su contra por trabajar en la obra de Dios, que había sabido rechazar a los falsos obreros quienes decían servir a Jehová pero en realidad se habían mezclado con los paganos; al paso de una o dos generaciones se volvió a los mismos pecados que antes habían provocado a ira al Señor, quien los había castigado con el exilio y la persecución. Así respondieron a la misericordia que el Señor les demostró.

Ellos sabían que el Señor los había perdonado, vieron que había despertado el corazón de Ciro y luego el de Artajerjes para hacerles bien con decretos extremadamente favorables para ellos, supieron del cuidado y la provisión del Señor para su pueblo mientras retornaban a su amada ciudad, y pudieron apreciar la mano misericordiosa de Jehová hacia su nación, a pesar de toda su rebelión.

Es inconcebible que los judíos descendieran tan rápidamente por el desastroso sendero de la idolatría. Ni la ira de Dios en el exilio a Babilonia ni la gracia de Dios en el retorno eran suficientes para detenerlos de apartarse otra vez” John MacArthur.

Tal fue el desvío del pueblo, que Esdras 10:18, nos dice que incluso los hijos y sobrinos de Jesúa, sumo sacerdote, estaban dentro de los que habían tomado mujeres extranjeras como esposas. ¡Sí, los hijos y sobrinos de Jesúa!

Casos como este, y unos aun más terribles como el de Judas, nos enseñan que el estar en una posición de liderazgo o haber sido privilegiado con un mayor conocimiento de las cosas espirituales, no garantizan ni la madurez, ni la firmeza, ni la perseverancia espiritual de esa persona, y en algunos casos sólo aumenta el peso de su condenación.

     II.            Tendencia perversa a caer en los mismos pecados

Pero ¿Qué ocurrió? A todos nos hubiese gustado que el libro de Esdras terminara en el cap. 8, con todo funcionando en orden, con los sacerdotes y levitas consagrados, y con los sacrificios realizándose tal como la ley lo demandaba. Este capítulo 9 parece sacado de otro libro, es algo inesperado, algo absolutamente indeseable de escuchar. Sin embargo, sucedió.

Malaquías, que profetizó más o menos al mismo tiempo que Esdras llevaba a cabo su misión, indica que algunos judíos habían roto su matrimonio para ir a casarse con hijas de un dios extranjero (Mal. 2:10-16); tal vez hijas de terratenientes con influencia” (Comentario Biblia de Estudio NVI).

En las Escrituras podemos ver que desde el tiempo de los jueces, los varones israelitas se habían casado con mujeres paganas, adoptando sus prácticas religiosas: «Los israelitas vivían entre cananeos, hititas, amorreos, ferezeos, heveos y jebuseos. Se casaron con las hijas de esos pueblos, y a sus propias hijas las casaron con ellos y adoraron a sus dioses. Los israelitas hicieron lo que ofende al Señor; se olvidaron del Señor su Dios, y adoraron a las imágenes de Baal y de Aserá» (Jue. 3:5-7).

Aun Salomón, el gran rey de Israel, cayó en este pecado:

«Ahora bien, además de casarse con la hija del faraón, el rey Salomón tuvo amoríos con muchas mujeres moabitas, amonitas, edomitas, sidonias e hititas, todas ellas mujeres extranjeras, que procedían de naciones de las cuales el Señor había dicho a los israelitas: «No se unan a ellas, ni ellas a ustedes, porque de seguro les desviarán el *corazón para que sigan a otros dioses.» Con tales mujeres se unió Salomón y tuvo amoríos. Tuvo setecientas esposas que eran princesas, y trescientas concubinas; todas estas mujeres hicieron que se pervirtiera su corazón. En efecto, cuando Salomón llegó a viejo, sus mujeres le pervirtieron el corazón de modo que él siguió a otros dioses, y no siempre fue fiel al Señor su Dios como lo había sido su padre David. Por el contrario, Salomón siguió a *Astarté, diosa de los sidonios, y a Moloc, el detestable dios de los amonitas. Así que Salomón hizo lo que ofende al Señor y no permaneció fiel a él como su padre David.Fue en esa época cuando, en una montaña al este de Jerusalén, Salomón edificó un *altar pagano para Quemós, el detestable dios de Moab, y otro para Moloc, el despreciable dios de los amonitas. Lo mismo hizo en favor de sus mujeres extranjeras, para que éstas pudieran quemar incienso y ofrecer sacrificios a sus dioses» (1 Re. 11:1-8).

Todo esto ocurrió a pesar de que esta práctica estaba prohibida por la Ley de Dios: « Tampoco te unirás en matrimonio con ninguna de esas naciones; no darás tus hijas a sus hijos ni tomarás sus hijas para tus hijos, porque ellas los apartarán del Señor y los harán servir a otros dioses. Entonces la ira del Señor se encenderá contra ti y te destruirá de inmediato» (Dt. 7:3-4).

Y esto no tiene que ver con algo racial (Israel y varios pueblos de la zona compartían la ascendencia semita), sino con que Israel debía ser un pueblo santo para Dios, y el mezclarse con los pueblos de la región haría que comenzaran a adoptar su idolatría, sus ritos y costumbres que contradecían las Escrituras y que habían provocado a ira al Señor.

En suma, las razones eran estrictamente espirituales. Si se fijan, en los ejemplos bíblicos anteriores en los que ocurrió lo mismo, el casarse con extranjeros siempre estuvo ligado a la decadencia espiritual y la idolatría. El que se casara con un pagano se veía inclinado a adoptar las creencias y prácticas paganas de esa persona. Si los israelitas fueron tan insensibles para desobedecer a Dios en algo tan importante como el matrimonio, no podían ser lo suficientemente fuertes para permanecer firmes ante la idolatría de sus cónyuges.

El Nuevo Testamento dice a los creyentes «… no os unáis en yugo desigual con los incrédulos» (2 Co 6:14). Tales matrimonios no pueden tener unidad en el asunto más importante de la vida: el compromiso y la obediencia a Dios. Debido a que el matrimonio consiste en la unión de dos personas en un solo ser, la fe del cónyuge creyente constantemente se verá puesta en juego, de una u otra manera tendrá que comprometer sus creencias para mantener la paz con el incrédulo.

¿Cuántas veces hemos visto creyentes que comenzaron con mucho entusiasmo su carrera espiritual, y que luego de unirse a una persona no creyente se apartaron definitivamente? Personalmente he visto muchos que habían comenzado a venir a la iglesia y a interesarse por la Palabra de Dios, pero un enamoramiento repentino de una persona incrédula los alejó de la fe. Mucha gente no presta atención a este problema, sólo para lamentarse después. Por eso no debes permitir que la emoción o la pasión te cieguen ante la máxima importancia de casarse con alguien con quien no puedas estar unido espiritualmente.

Como buenos sacerdotes y levitas, quienes tomaron a mujeres extranjeras como esposas conocían bien estas advertencias. Sin embargo, no les importó desobedecer a Dios y repetir el mismo pecado. De hecho, una generación después, en tiempos de Nehemías, volvieron a caer en lo mismo.

Y ¿Cómo se explica esto? A decir verdad, aunque este episodio parece inesperado, en realidad no lo es tanto. Esto porque como seres caídos, es decir, como seres que viven bajo la realidad del pecado, tenemos una tendencia perversa a caer en los mismos pecados una y otra vez, y a repetir los mismos errores del pasado, no solo nuestros, sino de quienes nos han precedido. No tenemos que hacer esfuerzo alguno para que esto sea así. Pero el Señor nos ha dado a su Espíritu, que es quien nos da la victoria en la lucha contra el pecado, y somos responsables si nos dejamos llevar por la maldad.

El profeta Zacarías había profetizado sobre esto algunas décadas antes, llamando al pueblo a no cometer los mismos errores de sus padres, pues ya estaban recorriendo el mismo camino hacia la ruina. Esto es decadencia y apostasía. Las Escritura afirma: «El perro vuelve a su vómito», y «la puerca lavada, a revolcarse en el lodo» (II P. 2:22, NVI). Tengamos cuidado, porque esto no lo dice de cristianos que están luchando, sino de quienes se han apartado de la fe. No tenemos permiso para volver atrás, luego de haber sido iluminados por la verdad.

Por eso la Escritura constantemente nos habla de la necesidad de no confiarse y de estar alertas. Debemos tener siempre a la vista la terrible advertencia en Hebreos, refiriéndose a aquellos «que una vez fueron iluminados y gustaron del don celestial, y fueron hechos partícipes del Espíritu Santo, y asimismo gustaron de la buena palabra de Dios y los poderes del siglo venidero, y recayeron...» (He. 6:4-6).

Ese pasaje está apuntando a quienes se han congregado junto con los hermanos, siendo así partícipes del Espíritu y alimentados con la Palabra, 'gustando' del don Celestial, pareciendo servir a Dios como todo el resto de los hermanos, pero retrocedieron y dieron la espalda a Cristo. No te duermas, ya que puedes deslizarte por barrancos resbalosos, si no atiendes a las señales del camino.

Pero ¿Cuáles son esas señales del camino? «Y estas cosas les acontecieron como ejemplo, y están escritas para amonestarnos a nosotros, a quienes han alcanzado los fines de los siglos. Así que, el que piensa estar firme, mire que no caiga» (I Co. 10:11-12). Nuestra tendencia natural es a repetir los errores y pecados del pasado, aun cuando hayamos visto sus nefastas consecuencias. Estas señales del camino nos indican que hay muerte y destrucción en pecados como la idolatría, fornicación, murmuración y en tentar al Señor. Dios las sigue aborreciendo y abominando tanto como antes lo hizo, aunque ahora no veamos a personas arder por este hecho.

La Palabra nos dice: «¿Qué es lo que fue? Lo mismo que será. ¿Qué es lo que ha sido hecho? Lo mismo que se hará; y nada hay nuevo debajo del sol» (Ec. 1:9). Muchos fueron puestos por escarmiento por Dios, para advertir a sus hijos sobre los peligros del pecado. Gran parte de quienes fueron destruidos, disfrutaron de las mismas bendiciones que el pueblo de Dios y eran contados con ellos, pero no perseveraron hasta el final ni honraron al Señor con sus vidas.

En otras Palabras, el Apóstol Pablo nos está diciendo: '¿Viste lo que les ocurrió? ¿Qué te hace pensar que no te podría ocurrir a ti? Ten cuidado para que no termines como ellos'.

   III. Un pecado público que evidencia un proceso de decadencia anterior

Ahora, volviendo al texto, el que los príncipes y gobernadores, así como los sacerdotes y levitas hayan caído, revela que su corazón estaba apartado del Señor hace un tiempo, y que venían experimentando una decadencia continua que finalmente los llevó a pecar de una manera tan grosera y flagrante. ¿Es que acaso no sabían que debían apartarse de las mujeres extranjeras? Por supuesto que sí, el problema es que no había temor de Dios en ellos, y fueron más fuertes sus ganas de satisfacer sus propios deseos desviados, antes que su amor por el Dios que los salvó.

Como reza el dicho, ningún hombre se vuelve vil de repente. Para llegar a este punto, el pecado se ha de haber estado cocinando a fuego lento en el corazón de estos hombres, hasta que su hervor se manifestó plenamente en este episodio tan terrible.

No estamos libres de esto. Cede al pecado un milímetro, y se tomará un kilómetro. Ábrele solo un poco la puerta, y hará un socavón en tus muros, barriendo con todo a su paso. Acepta jugar con él solo un momento, y terminarás con pesadas bolas de acero encadenadas a tus pies, y con tus manos esposadas. Con cada pequeño pecadillo que te permites, aunque sea solo una imaginación inmunda que entretienes en tu pensamiento, estás dando pasos agigantados hacia la destrucción.

Es muy probable que esta decadencia en sus corazones se hubiera producido ya mientras se encontraban aún en Babilonia. Y es que el contacto con una sociedad pecaminosa, querámoslo o no, genera corrupción en nosotros. Basta ver el caso de Lot, quien logró a duras penas salir de Sodoma, para luego cometer un pecado que quizá a algunos sodomitas los hubiese sonrojado de vergüenza, es decir, el acostarse con sus propias hijas mientras estaba borracho.

¿Somos nosotros mejores que Lot? ¿Seremos mejores que los judíos que tomaron para sí mujeres extranjeras? ¿Estaremos libres de caer en lo que ellos cayeron? ¿Cómo nos habrá afectado el ver tanta perversión en las calles, en las películas, en las canciones, en la televisión? Piensa, ¿En qué medida te has acostumbrado al pecado? Toda aquella información en tu mente de tus pecados pasados, lo que has visto, lo que has oído, lo que has hecho, lo que has visto a otros hacer, ¿Ha hecho que el pecado no te parezca en realidad tan malo? Las palabras de Pablo vuelven a resonar con fuerza: «… el que piensa estar firme, mire que no caiga».

Todos los cristianos llevamos marcas y cicatrices en nuestro pensamiento por haber nacido y crecido en una cultura que está bajo el maligno. El conocer las Escrituras y meditar en ellas nos hará conscientes de esas marcas y cicatrices, y permitirá que el tejido de nuestra mente se vaya regenerando por la Palabra de Vida. Nos hacemos mucho daño si simplemente asumimos que la forma de pensar que tenemos está de acuerdo a las Escrituras. Este daño se extenderá a nuestra familia, nuestra iglesia y nuestra sociedad.  Nuestro corazón está inclinado al mal, necesitamos que las Escrituras enderecen nuestros pensamientos.

   IV.            Lecciones que nos deja esta caída

No podemos dejar de referirnos al hecho de que solo unas generaciones después del glorioso retorno a Jerusalén, se haya incurrido en un pecado tan tremendo y tan evidente. ¿Qué pasó entre la generación que volvió tan piadosamente y aquella que cayó tan estrepitosamente?

Frecuentemente vemos que luego de algunos eventos considerados “avivamientos”, luego viene un período de acostumbramiento, posteriormente uno de apatía, y luego la caída. En un tiempo una iglesia puede haber estado llena de personas que querían servir al Señor y se desvivieron por su gloria. Luego viene una segunda generación que se hace cargo de la congregación. Para la tercera generación, el fervor de los fundadores muchas veces se ha apagado, y la doctrina puede haberse desviado tanto del punto inicial que ya parece otra iglesia.

Una de las cosas que debe llamarnos la atención es que incluso los hijos y sobrinos de Jesúa se contaron entre los que cayeron. De esto debemos aprender que no podemos dormirnos. No podemos confiarnos, debemos preocuparnos celosamente de apuntar una y otra vez al fundamento de los Apóstoles y profetas, y predicar el Evangelio a las generaciones que nos siguen.

Como decía el pastor Sugel Michelén, no podemos dar por sentado el Evangelio. No podemos simplemente asumir que el Evangelio les llegará por osmosis a nuestros hijos, que simplemente por ‘estar’ en la iglesia, por participar de este ambiente, les llegará el Evangelio como si se tratara de un resfriado. No, no es así. Debemos ocuparnos activa y conscientemente de presentar el Evangelio a nuestros niños y jóvenes, de ser ejemplos para ellos, de ser referentes en la fe de los cuales puedan aprender.

El costo de no hacerlo es muy alto: el trabajo espiritual de décadas puede irse a la basura en tan solo una o dos generaciones. Una obra que comenzó andando en la verdad puede terminar sirviendo a la mentira. Una congregación que partió siendo una lumbrera para el mundo, puede terminar en la más densa oscuridad, inconfundible de las tinieblas que caracterizan a la cultura y la sociedad en la que está inserta.

En los versículos analizados tenemos, entonces, el diagnóstico y las características de una caída que se veía venir, y que nos deja muchas lecciones que aprender, sabiendo que en nosotros está la materia prima para cometer los mismos pecados que ellos, y que ya se nos ha advertido que debemos tener en cuenta lo que les ocurrió, para no tropezar con la misma piedra.

El pueblo de Dios está llamado a ser santo, como el Señor es Santo. Está llamado a reflejar su carácter, su santidad, su pureza, a ser luz del mundo, a brillar como luminares en medio de una generación corrupta y perversa. En palabras del Apóstol Juan, «Si decimos que tenemos comunión con él, y andamos en tinieblas, mentimos, y no practicamos la verdad; pero si andamos en luz, como él está en luz, tenemos comunión unos con otros, y la sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado» (I Jn. 1:6-7).

Sin embargo, los de Judá no habían cumplido con este llamado. Se contaminaron con las costumbres de los pueblos paganos, y hacían según sus abominaciones. Ya no eran luz, sino que se habían confundido con las tinieblas hasta no poder distinguirse de ellas. Así, recordamos las Palabras de Cristo: «Ustedes son la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve insípida, ¿cómo recobrará su sabor? Ya no sirve para nada, sino para que la gente la deseche y la pisotee» (Mt. 5:13, NVI).

La sal se usaba en la antigüedad para preservar los alimentos de pudrirse, en un tiempo en el que no existía el refrigerador. Es decir, su propiedad característica era preservar, guardar de la corrupción. Como iglesia, estamos llamados a ser santos, reflejando el carácter de Dios e impactando nuestra sociedad para detener el avance de la corrupción, de la podredumbre. No podemos hacer esto si hacemos según sus abominaciones y nos comportamos como uno más de ellos. Debemos marcar una diferencia en todo ámbito, y esa diferencia está dada porque Cristo vive en nosotros, porque somos Templo del Espíritu Santo, y porque nos sometemos a su Palabra como verdad absoluta.

Esto, pues, digo y requiero en el Señor: que ya no andéis como los otros gentiles, que andan en la vanidad de su mente, teniendo el entendimiento entenebrecido, ajenos de la vida de Dios por la ignorancia que en ellos hay, por la dureza de su corazón; los cuales, después que perdieron toda sensibilidad, se entregaron a la lascivia para cometer con avidez toda clase de impureza. Mas vosotros no habéis aprendido así a Cristo, si en verdad le habéis oído, y habéis sido por él enseñados, conforme a la verdad que está en Jesús” (Ef. 4:17-21).

Dios nos ha mostrado su misericordia en Cristo, nos entregó a su Hijo para rescatarnos de la condenación del pecado. Si hemos creído en Él, entonces morimos también con Él en la cruz, por tanto ya no podemos vivir para el pecado, sino para el Dios que nos salvó: “por todos murió, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos” (2 Co. 5:15).

¡Dios vive en nosotros! No vivamos como quienes están muertos, no nos unamos en yugo desigual con quienes aman las tinieblas. Tenemos el deber de ser “salados”, de preservar de la pudrición a una sociedad perversa, de ser un baluarte de resistencia contra el pecado y la maldad, de brillar predicando la Palabra de Dios, la antorcha encendida en un mundo dominado por la oscuridad y el pecado.

Si esto te es completamente ajeno, si nunca has conocido la luz, si nunca has sido transformado por la Palabra, es tiempo de venir a Cristo. Si crees que ya fuiste salvado por Jesús, pero has caído como los judíos que tomaron para sí mujeres extranjeras, si has deshonrado el Evangelio y a la iglesia, ven a Cristo. «Vengan ahora. Vamos a resolver este asunto  —dice el Señor—. Aunque sus pecados sean como la escarlata, yo los haré tan blancos como la nieve.  Aunque sean rojos como el carmesí,  yo los haré tan blancos como la lana» (Is. 1:18, NTV).

Es tiempo de despertar y asumir nuestro rol de mostrar al mundo el carácter de Dios. Un Dios que es Uno, que es Santo y que es Amor. Que su gracia nos ampare. Amén.