Texto base: Juan 16:16-33.

Desde el capítulo 13 hasta este punto, el Evangelio de Juan ha registrado la última enseñanza del Señor Jesús a sus discípulos, que se dio en el marco de la cena pascual, conocida como “la última cena”, donde les vuelve a hablar de su partida de este mundo, y les revela profundas y hermosas verdades que debían afirmar sus corazones en esperanza y fe, y debían llevarlos a confiar en Cristo como confiaban en el Padre.

En la última predicación nos concentramos en la maravillosa obra del Espíritu Santo en el mundo. Él aplica en los creyentes la salvación que Cristo consiguió en la cruz, y expone la culpa del mundo sobre el pecado, la justicia y el juicio, y este testimonio lo da a través de la Iglesia, con lo que tenemos el alto privilegio de testificar junto con el Espíritu para gloria de Cristo. Y esta es precisamente la intención del Espíritu, dar gloria a Cristo, por tanto, quien tenga el Espíritu de Dios en Él, se va a caracterizar por dar gloria a Cristo en todo.

Hoy veremos la última parte de este discurso de despedida, en el que nuestro Señor insiste en que deben estar confiados, en que pasarán por un momento de dolor, pero que finalmente esa tristeza se transformará en alegría, porque Cristo esta por sellar su victoria sobre el mundo.

     I.        La tristeza de los discípulos (vv. 16-20,32)

El Señor Jesús vuelve a anunciar su partida de este mundo, de forma parecida a sus dichos en 14:19 (“Todavía un poco, y el mundo no me verá más; pero vosotros me veréis”), pero variando en algo sus palabras para dar otro énfasis.

"Todavía un poco, y no me veréis" está apuntando al hecho de que en unas horas morirá a manos de los líderes religiosos, y luego permanecería en el sepulcro por un breve lapso. "... de nuevo un poco, y me veréis; porque yo voy al Padre", alude al hecho de que al tercer día resucitará de entre los muertos, y se manifestará a sus discípulos para confirmarlos en la fe. Luego de eso ascenderá al Padre, para sentarse a su diestra hasta que todos sus enemigos sean puestos bajo sus pies.

Esto diferencia a sus discípulos de aquellos que están en el mundo, ya que aclaró en el cap. 14 que el mundo no lo verá más, es decir, no se manifestará más de manera pública a los no creyentes, pero a sus discípulos de ese entonces se les apareció en diversas oportunidades antes de irse definitivamente al Padre, y a quienes vivimos después de eso, se nos manifiesta a través del Espíritu, ante el ojo de la fe.

Aun así, vemos que sigue hablando de una forma enigmática, como revelando pero no del todo, y esto confunde una vez más a sus discípulos, quienes se han demostrado tardos para entender durante todo el ministerio terrenal de Jesús, pero que ahora parecen no tener ni una pista de lo que ocurre. Con esto, el Señor destaca una vez más la necesidad de que todo se consumara, y de que llegara el Espíritu para que los guiara a toda verdad y les enseñara todas las cosas.

Aunque ellos están confundidos y desorientados, no se atreven a preguntar a Jesús a qué se refiere con sus palabras, quizá por temor a quedar en vergüenza o a ser reprendidos. Sin embargo, el Señor sobrenaturalmente vio en el interior de ellos y supo que estaban enredados, así que Él mismo se adelantó a aclararles sus dichos.

Esto nos enseña que no debemos tener temor, el Señor conoce nuestros corazones y lo que pasa en nuestra mente, y sabe cuándo algo nos confunde o nos atormenta. Si tenemos dudas sobre el significado de lo que Él ha dicho en su Palabra, o si vemos que nos falta sabiduría para entender, Él nos invita tiernamente diciendo: “Y si alguno de vosotros tiene falta de sabiduría, pídala a Dios, el cual da a todos abundantemente y sin reproche, y le será dada” (Stg. 1:5). No dudemos en pedir al Señor que nos dé claridad y nos ayude a comprender su voluntad, Él quiere que entendamos y para eso es que nos ha dado su Espíritu.

El Señor les anuncia que tendrán que pasar por un valle de sombra de muerte, llorarán y se lamentarán, porque su Señor ha dejado este mundo luego de haber estado cada día con ellos durante 3 años. Su fe se vería probada, tendrían que perseverar en medio del silencio de Dios, un momento tremendo donde no recibirían esa Palabra diaria y constante que habían recibido cada día, sino que estarían en la soledad y la oscuridad del dolor, mientras su Maestro se encontraba en la oscuridad y la soledad del sepulcro.

Todo esto se vuelve más amargo al saber que mientras ellos lloraban, el mundo celebraba el crimen atroz de haber matado al autor de la vida. Claro, porque si hay algo que puede unir al mundo pecador, a pesar de todas las radicales diferencias que puedan tener entre sí quienes no conocen a Cristo, es precisamente su odio hacia nuestro Salvador. De hecho, esa rebelión contra el Señor es lo que los terminará por unir (con una falsa unidad) bajo el gobierno de la bestia. Así, Pilatos y Herodes, a pesar de haber estado enemistados, cuando se trató de juzgar a Cristo se hicieron amigos (Lc. 23:12).

Si hay algo que el mundo anhela, es que Cristo no exista como Rey y Señor y como la Palabra misma de Dios hecho hombre. Si ha sido anunciado ante ellos, su deseo es eliminar esa amenaza, lo que en aquel entonces significaba matar a Jesús, y ahora implica matar a la iglesia o hacer todo lo posible por frenar su labor.

El mundo quiere bienestar, quiere paz, quiere justicia, quiere gloria, quiere virtud, pero todo eso sin Cristo. Quieren lograrlo por ellos mismos, cegados por el mismo pecado que hubo en Edén al querer ser como dioses, que hubo también en la torre de Babel al querer hacerse un nombre famoso y llegar hasta el cielo, y que hay en la Babilonia espiritual al querer construir un imperio humano, pero sin Dios.

Cristo les recuerda su fracaso, su impotencia, su absoluta incapacidad de todo bien, de toda virtud, de toda paz y justicia verdadera por sí mismos; les recuerda que deben humillarse ante Él como Salvador y arrepentirse de sus pecados, les recuerda que deben someterse a su señorío, postrarse a sus pies y vivir para su gloria; y por eso lo odian y lo aborrecen hasta el punto de matarlo y celebrar su muerte, y al punto de querer eliminar a su Iglesia de la faz de la tierra.

Este aborrecimiento a Dios y el deseo de matar a Cristo se pueden expresar en cosas tan sutiles como el desear que ojalá Dios no existiera (pero aun así desear la vida eterna), el ansiar ser libre de sus mandamientos, o las ganas de reescribirlos a nuestra propia conveniencia. También se aprecia en quienes deforman a Cristo según sus intereses, haciéndose un Cristo a imagen y semejanza de ellos, para que Él sea como ellos quieren que sea, y no como Él dijo ser.

Entonces, el mundo celebraba la muerte de Cristo. Podemos imaginar a Caifás, a Anás y al Sanedrín regocijándose, felicitándose entre ellos, yendo a dormir con una sonrisa y en tranquilidad, convencidos de haber eliminado la amenaza del Nazareno, sin sospechar lo que estaba por ocurrir.

Paralelamente, en los discípulos reina el caos. El mismo Señor les anuncia antes de que ocurra, que ellos serán esparcidos y lo dejarán solo. Esto nos habla de lo potente que fue el dolor y la incertidumbre que los discípulos debieron enfrentar cuando Cristo murió, y que los llevó por primera vez en 3 años a separarse, debido al terror que vino sobre ellos. Pero también nos dice mucho sobre el corazón pastoral de Jesús, quién sabía que se iba a quedar solo humanamente, pero estaba preocupado del alma y la fe de sus discípulos.

Y Jesús confesó algo que también debe ser nuestra convicción: aunque humanamente estaría solo, el Padre siempre estaba con Él, porque Cristo permanecía en su amor haciendo su voluntad (Jn. 8:29). Así también nosotros, debemos saber que cuando obedecemos al señor y nos sujetamos a su voluntad, aunque humanamente eso signifique quedarnos solos, siempre contaremos con su gracia y su presencia con nosotros de modo que realmente no estaremos solos, sino que tendremos la compañía más valiosa que se puede tener, que es la del Señor mismo. Así, aunque estés rodeado de una multitud, si no estás en la voluntad del Señor siempre estarás solo en el más profundo sentido de la palabra; pero aunque humanamente nadie te acompañe en la obediencia a Dios y parezcas ser su único discípulo, siempre tendrás su presencia bondadosa acompañándote: “Aunque mi padre y mi madre me abandonen, el Señor me recibirá en sus brazos” (Sal. 27:10 NVI).

Así, sus discípulos sufrirían tristeza, eso era un hecho, y el Señor los está preparando para que sepan enfrentar esa tristeza. Como ya hemos visto, cuando nos toque transitar valles oscuros, debemos recordar lo que hemos aprendido mientras estábamos rodeados de luz. Cuando nos toca enfrentar esos momentos en que el Señor parece estar en silencio, debemos tener presente lo que escuchamos cuando el Señor nos habló claramente en su Palabra y en oración.

Por eso es importante que pongamos la mayor atención a la Palabra de Dios cada vez que nos exponemos a ella, y que hagamos todos los esfuerzos a nuestro alcance para atesorar sus verdades, porque en algún momento las necesitaremos para atravesar la tormenta, y no sabemos lo dura que puede ser. Sólo ese tesoro de la Palabra de Dios en nuestros corazones puede mantener a flote nuestra débil barca en medio de la tempestad. No sea que cuando te toque atravesar por la oscuridad, no tengas ninguna Palabra atesorada, y tu desconsuelo sea aún mayor, hasta el punto de llegar a la noche oscura del alma.

No necesitamos dudar de que la profesión de fe de los once era real y sincera… pero ellos no se conocían a sí mismos. No conocían de lo que eran capaces de hacer bajo la presión del temor de los hombres y la fuerte tentación. Ellos no habían medido bien la debilidad de la carne, el poder del enemigo, la fragilidad de sus propias resoluciones, la superficialidad de su propia fe. Todo esto lo debieron aprender por esta dolorosa experiencia” J.C. Ryle.

    II.        Las razones para estar gozosos (vv. 21-30)

Pero, así como era un hecho que los discípulos atravesarían por la tristeza, también era seguro que esa tristeza se convertiría en gozo. Para ejemplificar esta enseñanza, el Señor dio a sus discípulos el ejemplo del parto, donde la mujer siente fuertes dolores antes de dar a luz, pero ese tormento terminará en una alegría inmensa qué hará olvidar la angustia y la aflicción que se vivió antes. Es un dolor con un propósito y que termina en una meta clara, en donde se convierte en gozo.

Esa alegría iba a ser tan inmensa, que haría olvidar toda la angustia vivida, y nadie podría quitarles ese gozo. Aunque los mataran, los torturaran, los exiliaran, les confiscaran sus bienes o les hicieran cualquier otro tipo de mal; no podrían quitarles el gozo eterno y perdurable que el Señor había puesto en sus corazones. Y ese gozo no es vacío ni hueco, sino que se basa en razones claras y sólidas:

Una de las verdades que más recalca nuestro Señor Jesús en su discurso de despedida a sus discípulos, es la oración en su nombre. Es como si quisiera llamarles la atención una y otra vez sobre lo hermoso que será orar una vez que él vaya al Padre.

Antes de esto, cuando todavía el pueblo de Dios se encontraba bajo el antiguo pacto y las sombras de lo que había de venir, la oración estaba envuelta en una maraña de rituales y ceremonias, y debía canalizarse a través del templo, de tal manera que aún si yo estaba lejos de ese lugar debía orar en dirección hacia donde el templo se encontraba, cómo lo vemos en el libro de Daniel (Dn. 6:10).

Pero ahora el Señor les está diciendo una y otra vez, que cuando Él vaya al Padre, Él mismo se encargará de responder y hacerse cargo de las oraciones. Él mismo, quien estuvo con ellos personalmente, las presentará ante el Padre, y el Padre las recibirá lleno de amor y gracia porque vienen hechas en el nombre de su Hijo. Quienes oran así, reflejan que le han creído al Padre, recibiendo el testimonio que Él dio a través de su Hijo amado.

Esto debería ser motivo de gozo inmenso e indestructible para sus discípulos, ya que ahora podían llegar con sus súplicas hasta el mismo Trono de la Gracia, al que ahora se podían acercar confiadamente, no a través de ceremonias y rituales engorrosos, sino a través del camino que el mismo Cristo abrió a través de su cuerpo rasgado en la cruz. Esto se simbolizó con el velo rasgado en el templo cuando Cristo murió en la cruz.

¿Y qué implica pedir en su nombre? No significa, como muchas veces se hace, usar la frase “en el nombre de Jesús” como si fuera un conjuro mágico, que agregamos al final de una oración para que sea respondida. Lo que implica es creer que nuestras oraciones sólo pueden llegar al Padre a través del único camino que es Cristo, orando en armonía con su voluntad, con su Palabra, sus enseñanzas, sus obras y su carácter. Implica pedir en oración no aquello que tenga que ver con nuestros deseos egoístas, sino con el establecimiento de su Reino y su voluntad que es buena, agradable y perfecta.

Cristo les recalca que hasta ahora no han pedido nada en su nombre, pero desde ese momento en que Él suba al Padre, podrían acudir a él con la carta de autoridad que Cristo les entregó. Es como si se concediera permiso a un mendigo para acceder hasta la habitación del más glorioso de Los Reyes, para poder presentar sus súplicas ante un monarca misericordioso, compasivo y lleno de amor; que además se goza y se glorifica en responder las peticiones de quiénes acuden buscando su auxilio.

“… nuestro Señor quiere que todo su pueblo, en toda época, entienda que el secreto del consuelo durante su ausencia, es ser constante en la oración… es un deber que nos concierne a todos. Grandes y pequeños, ricos y pobres, cultos e ignorantes, todos debemos orar. Es un deber del que todos daremos cuenta ante Dios. No todos podemos leer, o escuchar, o cantar, pero todo el que tiene el Espíritu de adopción puede orar” J.C. Ryle.

Con esto el gozo de los discípulos debía ser completo, perfecto, hasta llenar su ser.

Otra cosa que los llenará de gozo, es que la Palabra de Cristo ya no será un enigma para ellos, sino que podrán entenderla claramente, porque  ya no estarán envueltas de ese halo de misterio con que Cristo había hablado hasta ahora, ya que su obra aún no había sido consumada. Pero, además, ellos podrían entender porque recibirían el Espíritu que los iba a guiar a toda verdad, les recordaría todas las cosas y les diría lo que estaba por venir.

Esto también debe ser un motivo de gozo para nosotros. Quizás hoy das por hecho el poder entender las palabras de la Escritura, pero debes saber que sin el Espíritu de Verdad, todas esas palabras espiritualmente hablando serían jeroglíficos del todo incomprensibles para ti, y no te podrían dar ningún provecho ni bendición. Pero es el Espíritu quién te capacita y aplica tu corazón para poder comprender y discernir las Palabras que el Señor nos ha revelado desde lo profundo de su Ser, y esas Palabras son espíritu y son vida.

Pero la causa definitiva de su gozo, es que verían a Jesús resucitado con poder de entre los muertos. Podrían apreciar con sus ojos y palpar con sus manos que su Señor había sido veraz en todo lo que les había enseñado, y que había logrado vencer sobre la muerte y sobre el diablo.

Además de eso, este señor y Salvador tan glorioso es el mismo que había estado personalmente con ellos y estaba por enviarles otro Ayudador para que estuviera con ellos para siempre. Ese Ayudador sería la presencia misma de Cristo y del Padre en ellos.

Entonces hablamos de un gozo indestructible, porque se basa en la comunión íntima y el conocimiento personal de quién es el Camino, la Verdad y la Vida, y también en el hecho de ser testigos de su Victoria sobre la muerte y sobre el mal. De ese gozo participamos nosotros, al recibir el testimonio que dan sobre la victoria de Cristo: “lo que hemos visto y oído, eso os anunciamos, para que también vosotros tengáis comunión con nosotros; y nuestra comunión verdaderamente es con el Padre, y con su Hijo Jesucristo. 4 Estas cosas os escribimos, para que vuestro gozo sea cumplido” (1 Jn. 1:3-4).

Compartimos con los Apóstoles la alegría de que la tumba quedó vacía, de que Cristo está sentado a la derecha del Padre reinando hasta que sus enemigos sean puestos bajo sus pies, y de saber que Él volverá a buscarnos y a establecer su Reino sobre todo. Esta es la razón fundamental del gozo cristiano, el cimiento de nuestra alegría y nuestra felicidad, y ese cimiento es indestructible.

En ese sentido, no debemos limitar este gozo al hecho de que los discípulos hayan visto a Cristo resucitado al tercer día luego de morir crucificado. Ese gozo sin duda es perdurable, ya que esa tumba vacía es la garantía de nuestra esperanza, pero el gozo que nos producirá su segunda venida y nuestro encuentro con el Salvador para nunca más dejar de estar en su presencia gloriosa, ese gozo será eterno, no podrá ser alterado por nada:

El verdadero gozo, el gozo perfecto, el gozo que nunca podrá ser quitado, será el gozo que sentirá el pueblo de Cristo cuando Cristo venga por segunda vez, al final de este mundo… Debemos estar siempre esperando y amando su venida, como la perfección de nuestra felicidad y la consumación de todas nuestras esperanzas… No es suficiente que miremos hacia atrás a la cruz, y nos regocijemos en que Cristo murió por nuestros pecados; ni es suficiente mirar hacia arriba a la diestra de Dios, y regocijarnos de que Cristo intercede por cada creyente. Debemos hacer más que esto. Debemos mirar hacia adelante, al retorno de Cristo desde el Cielo para bendecir a su pueblo, y terminar el trabajo de redención” J.C. Ryle.

   III.        La victoria de Cristo sobre el mundo (v. 33)

(v. 33) Estas palabras significan mucho porque son la conclusión del discurso de despedida de Jesús a sus discípulos. Es lo último que les dice en el contexto de su enseñanza y de su pastoreo personal durante su ministerio en la tierra.

Y aquí les muestra el propósito de toda su última enseñanza en esta cena Pascual: Él les ha enseñado todas estas cosas para que tengan paz en Él, en su Persona y en su obra. Él ya les dijo antes “la paz os dejo, mi paz os doy” (14:27), y vimos que se trata no de una paz en general, sino de aquella verdadera paz que sólo se encuentra en su Persona y sólo se tiene por meditar en sus enseñanzas.

El mismo Señor da por hecho que en este mundo tendremos aflicción. Esto es similar a lo que señala el apóstol Pablo cuando dice “Y también todos los que quieren vivir piadosamente en Cristo Jesús padecerán persecución” (2 Ti. 3:12), y es algo que podemos comprobar a lo largo de toda la historia y en todo lugar dónde ha estado presente la verdadera iglesia de Cristo

Y parte de esa aflicción, es no estar en la presencia gloriosa y bondadosa de Dios. Aun cuando tenemos el Espíritu Santo en nosotros, que nos manifiesta la presencia de Dios y nos guía a toda verdad, todavía estamos incompletos al no estar con el Señor en la gloria y al no haber sido aún librados de la presencia del pecado en nosotros: “La fe no es la vista. La esperanza no es la realidad. Leer y escuchar no es lo mismo que contemplar. Orar no es lo mismo que hablar cara a cara. Hay algo, incluso en los corazones de los santos más eminentes, que nunca estará satisfecho completamente mientras ellos están en la tierra y Cristo está en el Cielo” (J.C. Ryle). El Espíritu que habita en nuestros corazones clama y gime por nuestra redención final, y nos hace ansiar ese día glorioso en que ya todo el pecado y el mal quedé atrás y estemos en la presencia de Cristo vestidos de luz y de justicia perfecta:

nosotros mismos, que tenemos las primicias del Espíritu, gemimos interiormente, mientras aguardamos nuestra adopción como hijos, es decir, la redención de nuestro cuerpo” Ro. 8:23 NVI.

Sin embargo, hay un “pero” glorioso en este pasaje y es el que cambia todo para nosotros: “En el mundo tendréis aflicción; pero confiad, yo he vencido al mundo. Nuestra confianza no tiene que ver con resistir la aflicción en nosotros mismos, ni tampoco con encontrar consuelo en nuestro interior, en otra persona o en alguna cosa creada; sino en la victoria de Cristo sobre el mundo.

Es increíble que el Señor Jesús haya pronunciado estas palabras cuando estaba a punto de entrar en la agonía del Getsemaní, en las humillaciones del juicio del Sanedrín y en los tormentos del Calvario; está a punto de pasar por esa aflicción que le dio el título de “varón de dolores, experimentado en quebranto” (Is. 53:3); pero sus palabras para sus discípulos son “Confíen, tengan ánimo”, y la declaración de victoria: “yo he vencido al mundo”.

Y notemos que cuando dijo estas palabras, aún no había pasado por la cruz, ni tampoco había dejado vacío el sepulcro con su resurrección. Sin embargo, vemos que habla de su victoria como un hecho que ya se ha producido. Esto nos dice que nuestro Salvador siempre estuvo en control pleno de lo que estaba ocurriendo, y jamás dudó de que pudiera vencer (como algunos dicen). Su victoria era tan segura, como el hecho de que luego de la noche viene el amanecer, de tal manera que podía hablar de ella como si ya se hubiera producido, aun cuando todavía no se había entregado en sacrificio.

Esto debe llenarnos aún más de una tranquila confianza en nuestro Señor, porque tal como aquellos hechos estuvieron bajo su completo control, así también siguen estando bajo su gobierno los hechos que ocurren hoy, y también los que ocurrirá mañana, y pasado mañana y así hasta el día final, porque ese día también le pertenece a Él y será cuando establezca su reino de manera definitiva.

Y esta es nuestra esperanza: no que vamos a tener un auto nuevo o una casa hermosa, no que vamos a hacer los más exitosos en nuestro trabajo, o los vecinos con el jardín más hermoso. Ni siquiera se trata de que vamos a tener la familia más linda, el matrimonio perfecto e intachable y los hijos mejor criados, ni tampoco que vamos a lograr nuestras metas y sueños personales. Nuestra esperanza es que Cristo venció sobre el mundo, sobre todo el sistema de maldad y el pecado que nos tenía cautivos y nos llevaba hacia una muerte segura.

Cuando te veas enfrentado a la dura tentación, recuerda que Cristo venció al mundo. Cuando tus seres amados te rechacen y se opongan a tu fe: Cristo venció al mundo. Cuando veas que aún en ti mismo y en tu iglesia hay tanto pecado y deseas ardientemente que seamos santificados, recuerda que Cristo venció al mundo. Cuando la sociedad a tu alrededor blasfema contra el Señor, se jacta de vivir en su inmundicia, y pareciera que la mentira y la necedad dominan por doquier, recuerda: Cristo venció al mundo.

Cualquiera sea la situación que nos acongoje, debemos ir a este pasaje y ver lo que el Señor Jesús nos deja como un testamento: Él ha vencido, cumplió sus promesas, y tan cierto como fue su crucifixión y su resurrección, es que Él volverá para establecer su reino de forma final y vencer sobre sus enemigos.

Y esto no es un llamado a esperar sentados, sino a entregarnos al trabajo y al servicio con alegría, a arder como sacrificios vivos y santos para nuestro Dios, a crecer como miembros de un mismo cuerpo y ser edificados como piedras vivas sobre aquél que es la piedra angular, porque esa es la verdadera forma de esperar su venida.

¿Dónde buscas tu paz? ¿Qué paz es la que has estado buscando hasta ahora? ¿Es la paz que viene del Señor y sólo se encuentra en Él, o es la paz que se ajusta a tus deseos y que sirve a tu comodidad personal? La verdadera paz, la que Él nos da, no es como la que el mundo da. Toda paz que no venga de Dios, toda paz que no se ajuste a la verdad de su Palabra, terminará en ruina y destrucción repentina; pero su paz perfecta sobrepasa todo entendimiento, es el fruto de su Espíritu Santo en nosotros, y llenará nuestros corazones, aunque estemos en lo más recio de la tormenta.

Hijitos, vosotros sois de Dios, y los habéis vencido; porque mayor es el que está en vosotros, que el que está en el mundo” (1 Jn. 4:4).