Del Sepulcro a la Vida

Domingo 4 de junio de 2017

Texto base: Juan 11.28-44.

En las predicaciones anteriores hemos podido ver la terrible realidad de la enfermedad, el dolor y la muerte, que son las consecuencias del pecado en la humanidad y la creación. Tal es su alcance, que afecta incluso a aquellos que son discípulos de Cristo, pero en Él vemos que se produce un cambio radical: la enfermedad que para los incrédulos sólo es una muestra de juicio, en Cristo es un medio para la gloria de Dios, y la muerte que para los incrédulos es un paso hacia la oscuridad eterna, para los creyentes en Cristo es un sueño, del que seremos despertados para vivir en gloria para siempre.

Vimos también el camino maravilloso que recorrió Marta, desde el luto y la desesperanza, a la fe que puede declarar que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios que ha venido al mundo. Esta confesión de fe gloriosa, es la que une a los cristianos de todos los siglos y todos los lugares.

Es la fe en este Cristo que es la resurrección y la vida, es decir, no sólo tiene poder para crear y dar vida a sus criaturas, sino que también es poderoso para deshacer los efectos del pecado y la muerte, vivificando aquello que había sido arruinado por las tinieblas.

Hoy veremos los últimos lamentos funerarios en medio del dolor y la desesperanza, antes de que Jesús manifestara su poder con gloria, trayendo a la vida a Lázaro desde el sepulcro en el que se encontraba. En esta resurrección de Lázaro, vemos reflejada la obra que el Señor realiza en aquellos que creen en Él, y vemos anticipada la resurrección final que dará la victoria definitiva sobre la muerte, todo esto por el mismo Cristo que dijo con autoridad: “Lázaro, ¡Sal fuera!”.

     I.        El lamento fúnebre

Marta, habiendo escuchado la gloriosa declaración de Cristo, de que Él es la resurrección y la vida, y habiendo confesado su fe en Cristo, ahora va en busca de su hermana María. Aquí vemos que la fe genuina, esa que estaba transformando el corazón de Marta, siempre busca multiplicarse.

Esto lo pudimos apreciar también al comienzo de este Evangelio, cuando los primeros discípulos siguieron a Cristo. "Hemos encontrado al Mesías", decían. No era necesario que alguien los estuviera empujando a evangelizar, ellos incluso necesitaban compartir de este Cristo al que habían encontrado. Lo mismo vimos en el caso de la mujer samaritana, quien evangelizó a un pueblo entero; y del hombre ciego que se lavó en el estanque, quien enfrentó valientemente a los líderes religiosos, dando testimonio de quien le había dado la vista; y lo mismo vemos también replicado en los discípulos en el libro de Hechos, quienes ante la persecución y las amenazas afirmaban: "No podemos dejar de decir lo que hemos visto y oído" (Hch. 4:20).

Ahora Marta, aún sin ver nada, ya que su hermano seguía muerto en el sepulcro, va en busca de su hermana María, y podemos suponer que no iba con cara de pesadumbre o de tristeza, sino que la fue a buscar con esperanza, a lo que María responde levantándose a prisa y yendo al lugar en el que estaba Jesús.

Y el Señor se había quedado allí donde había hablado con Marta. Estaba allí, esperando a María, porque tal como había ocurrido con Marta, Él quería tratar directamente con ella, aparte del gentío reunido en la aldea. Cuando compartimos a otros sobre Jesús, podemos confiar en que Él estará allí para recibir a los pecadores, Él no se moverá a un lugar oculto, no nos dejará avergonzados, sino que podemos confiar en que, si anunciamos fielmente su Evangelio, aquellos que respondan en fe lo encontrarán allí donde dijimos que Él estaría.

María repite la misma frase que su hermana Marta ya había dicho a Jesús: “Señor, si hubieses estado aquí, no habría muerto mi hermano”. Esto nos dice que probablemente ellas habían conversado del tema, y habían llegado a la misma conclusión, y que esa frase debe haber estado cargada de tristeza y desesperación en momentos de angustia. Es una frase teñida de dolor y desesperanza.

La multitud parecía tener el mismo pensamiento de Marta y María (v. 37). Esto nos dice que Jesús ya tenía renombre entre los judíos, siendo conocido por sus señales y milagros. Todos esperaban que Cristo hubiera evitado la muerte de Lázaro, pero no imaginaban que Él haría algo mucho mayor, es decir, volverlo a la vida.

María debió haber estado muy afectada, había varios judíos intentando consolarla, y entendieron que debían seguirla para acompañarla en su luto.

Jesús, al ver esta escena, con todo el dolor de Marta y María, a quienes Él amaba, se conmovió profundamente (vv. 33-35). Este pasaje es una fuente inagotable de consuelo: vemos con un ejemplo concreto, que el Señor Jesús es compasivo, es decir, es capaz de "sufrir con" nosotros. Al Señor no le es indiferente nuestro sufrimiento, sino que nuestro dolor lo conmueve, y vemos que esta conmoción llega a tal punto, que Jesús lloró.

La tragedia de la muerte, el dolor por la enfermedad y por nuestra realidad miserable como seres caídos, es algo que hizo llorar al autor de la vida, Jesús palpó, vio, oyó de primera mano el dolor y la miseria humana. Por eso dice la Escritura: “Porque no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado” (He. 4:15).

El Señor no es indiferente ante la realidad de la muerte. No es un tirano frío que simplemente quiere ver a sus criaturas arder, por el simple gusto de hacerlo. El Señor lamenta hondamente la muerte del pecador, y Cristo lo demuestra en este pasaje, tanto así que dice que "se estremeció en espíritu", su ser se remeció, fue movido a compasión y al llanto.

Lázaro, su amigo y discípulo, a quien Jesús amaba, yacía en un sepulcro que se encontraba en una cueva. No era lo que diríamos una morada acogedora. En esa oscuridad, en ese lugar frío, solitario, húmedo y fétido, se encontraba Lázaro.

Y es una buena fotografía de lo que significa la muerte: soledad, oscuridad, podredumbre eterna, sin descanso, sin fin.

Dice la Escritura: “‘Vivo Yo,’ declara el Señor Dios ‘que no me complazco en la muerte del impío, sino en que el impío se aparte de su camino y viva. Vuélvanse, vuélvanse de sus malos caminos. ¿Por qué han de morir, oh casa de Israel?’” (Ez. 33:11, NBLH).

    II.        El tropiezo de Marta

En todo este acontecer, donde las emociones se presentan como un mar agitado y lo que ocurre no se puede asimilar del todo bien, Marta evidencia un momento de duda y de incomprensión, pese a la maravillosa confesión de fe que había hecho. Vuelve a ver las cosas con ojos terrenales, perdiendo de vista lo que Jesús podía hacer con su poder (vv. 38-39).

Vemos aquí algo similar a lo que ocurrió con Pedro, quien luego de confesar que Jesús es el Cristo, el Hijo del Dios viviente (Mt. 16:16), tomó a Jesús aparte y trató de convencerlo de que no se dejará arrestar y matar por los judíos. Jesús lo reprendió duramente por haber pensado de esta manera, llamándolo Satanás, y haciéndole ver que ponía la mira en las cosas de los hombres, antes que en las de Dios. El mismo Pedro que había hecho una de las confesiones más gloriosas que se hayan registrado, luego tenía la actitud de Satanás, dando a Jesús un consejo lleno de cobardía y necedad.

Así también Marta, luego de su grandiosa declaración, ahora decía algo torpe y sin sentido. ¿Qué habrá pensado? ¿Que Jesús simplemente quería abrir la tumba para ver el cadáver? ¿Acaso Jesús no sabía claramente que Lázaro estaba muerto hace días?

Vemos que tanto Pedro como Marta intentan de alguna manera corregir al Señor, tratan de hacerle ver algo que ellos piensan que Jesús estaba pasando por alto, lo que a todas luces es una muestra de una soberbia llena de orgullo. Es también la actitud que tuvo Uza (2 S. 6:6), cuando intentó “ayudar” al Señor al ver que los bueyes que llevaban el arca tropezaban, y resultó fulminado en el acto. Muchas veces tenemos una actitud parecida, al no saber por qué el Señor está actuando de una manera, pensamos neciamente que no sabe lo que está haciendo, pero cuando tenemos ese tipo de pensamientos necios, resultamos avergonzados por la sabiduría del Señor, y nuestra ruina puede llegar a ser grande.

Esto también nos muestra que el haber profesado claramente una fe viva en el Señor, con Palabras que sólo podían ser reveladas a nuestra mente por el Espíritu, no asegura que más adelante no nos vayamos a equivocar, y realmente podemos llegar a caernos muy feo. No debemos simplemente descansar en que una vez recibimos gracia, y pensar que ese aceite de un momento pasado nos libra hoy de mantener nuestras lámparas encendidas. Debemos buscar la gracia de Dios a cada momento, dependiendo de ella para todo, sabiendo de todas formas que nuestro entendimiento es imperfecto, y nuestra vista es corta. Nuestra necedad es porfiada y de vez en cuando se hace presente.

Pero Jesús, lejos de impacientarse o responderle con dureza, le recuerda su promesa (v. 40). Si cree, verá la gloria de Dios. Contrario al dicho "ver para creer", en Cristo creemos para ver, o como decía Agustín de Hipona, “creo para entender”. Marta debía confiar en el poder de Cristo, aunque no viera nada con sus ojos físicos. Confiar en que Cristo es el Señor y que todo lo puede, implica ya estar viendo con la fe, y el resultado de eso será que efectivamente veremos la gloria de Dios.

Lo mismo se aplica a nosotros. No hemos visto el rostro de Cristo, ni tampoco hemos visto su gloria ni sus señales y milagros, como las vieron sus discípulos. No somos testigos de su vida, muerte y resurrección. No lo vimos ascender a la diestra del Padre. Sin embargo, creemos. Confiamos en el testimonio que hemos recibido, y el poder mismo de Dios nos sostiene por medio de la fe (1 P. 1:5). Tal como Marta, quien no había visto aún ninguna obra que hiciera vivir a su hermano Lázaro. Hemos puesto nuestra confianza en Jesús de Nazareth, aun cuando no hemos visto nada en su estado final ni consumado, y nuestros sentidos físicos hayan tenido contacto con él.

Cristo tiene palabras para nosotros, en esta situación: “Dichosos los que no vieron, y sin embargo creyeron” (Jn. 20:29, NBLH). Debemos tener consciencia de que somos bienaventurados, y perseverar en esa fe que hemos recibido de parte del Señor, ya que quienes crean, verán la gloria de Dios. Marta vería un milagro impresionante, una resurrección de alguien que había muerto, y ese alguien era su propio hermano amado. Pero quienes crean en Cristo hoy y perseveren en su fe hasta el final, verán algo mucho mayor: al mismo Cristo en su gloria eterna, y estarán para siempre con Él.

   III.        Palabras de vida que vencen a la muerte

Jesús había pedido que quitaran la piedra, pero luego de la intervención de Marta, parece que todo hubiese quedado en pausa, hasta que Cristo terminó de tratar el asunto con ella. Cristo ahora se dispone a realizar uno de los prodigios más gloriosos que se hayan registrado, y se encomienda a su Padre Celestial (vv. 41-42).

Todas las obras que Cristo hizo, las hizo de acuerdo con la voluntad de su Padre, por mandato de su Padre. Jesús no estaba improvisando aquí, no era algo que se le ocurrió nada más en el momento, sino una obra que estaba dispuesta desde la eternidad.

La oración de Cristo nos muestra lo que ocurre también con nuestras oraciones. Cuando el Señor ha dispuesto hacer algo, pone a su pueblo a orar. Un ejemplo claro es el profeta Daniel (cap. 9): el Señor había prometido expulsar a los judíos al cautiverio en Babilonia debido a su pecado, pero también dijo que ese cautiverio duraría 70 años. El profeta Daniel, leyendo la Escritura, se dio cuenta de que habían pasado los 70 años, por lo que se postró al Señor en oración, y le rogó que se acordara de su promesa. Si consideramos bien, el Señor no necesitaba la oración de Daniel para cumplir su promesa. Daniel, si hubiera tenido una mala visión de la fe, podría haber pensado que no era necesario que Él orara por eso, ya que Dios lo había prometido y Él no falla a sus promesas, por lo que iba a actuar de todas formas. Pero Daniel, correctamente, rogó al Señor para que cumpliera su promesa, y el Señor escuchó su oración, y obró según lo que había hablado.

Sobre esto, Charles Spurgeon dijo sobre esto: “… tú, un hombre insignificante pued[e]s estar aquí y hablar con Dios, y a través de Dios puedas mover todos los mundos. Sin embargo, cuando tu oración es escuchada, la creación no es alterada; aunque las mayores peticiones sean contestadas, la providencia no será desordenada ni un solo instante. Ninguna hoja caerá más pronto del árbol, ninguna estrella detendrá su curso, ninguna gota de agua caerá más lentamente de su fuente, todo continuará siendo igual, y sin embargo, tu oración lo habrá afectado todo. Hablará a los decretos y a los propósitos de Dios mientras están siendo cumplidos diariamente, y todo ellos gritarán a tu oración, y clamarán: "tú eres nuestra hermana; nosotros somos decretos y tú una oración; pero tú misma eres un decreto, tan antiguo, tan seguro, tan viejo como lo somos nosotros." Nuestras oraciones son decretos de Dios en otra forma. Las oraciones del pueblo de Dios no son sino promesas de Dios musitadas por corazones vivos, y esas promesas son los decretos, sólo que puestos en otra forma y figura” (Sermón “¡Verdadera oración, verdadero poder!”).

Afirmó también Spurgeon: “Nosotros creemos que las oraciones de los cristianos son una parte de la maquinaria de la providencia, dientes de la grandiosa rueda del destino, y cuando Dios guía a Sus hijos a orar, ya ha puesto en movimiento una rueda que tiene que producir el resultado solicitado, y las oraciones ofrecidas se están moviendo y son parte de esa rueda” (Sermón “Las Condiciones del Poder en la Oración”).

Entonces, aunque la resurrección de Lázaro estaba dispuesta desde la eternidad, y aunque todo lo que Cristo hacía, lo hacía en plena comunión y unidad con el Padre, Él ora también en este momento, y con esto da testimonio de su unidad perfecta con el Padre, y evidencia que es su Hijo unigénito, su Hijo amado, a quien el Padre siempre oye, y a su vez, nos da esperanza sobre lo que ocurre con nuestras oraciones, ya que estamos en Él, y el Padre nos mira a través de Cristo.

Otro punto importante es que Jesús relaciona este milagro grandioso que realizará, con su misión como Mesías: “para que crean que tú me has enviado” (v. 42). Todo está en perfecta unidad: el propósito del Padre al enviarlo, es exactamente lo que Cristo cumplirá: Él será obediente en todo hasta la muerte, y nada de lo que realiza en su ministerio es ocioso o vano, nada de lo que hizo estaba fuera de agenda, ni fue hecho sin que hubiera sido decretado. Cada paso, cada Palabra, cada silencio y cada instante de su ministerio, son parte de la obediencia completa de Cristo a su Padre.

Fijémonos que la oración de Cristo da gracias al Padre por haberlo oído ya, sin que todavía, en los hechos, hubiera ocurrido nada. Y habiendo orado, da una orden que puede parecer muy simple: "Lázaro, sal fuera". En castellano son sólo 3 palabras, pero que están llenas de un poder que no imaginamos.

Pensemos en esto: podríamos pasarnos días, años, siglos dando órdenes a un muerto, y no lograríamos que moviera un dedo. Podríamos hablar por meses a una ampolleta apagada, diciendo "hágase la luz", y no lograríamos que brillara ni un segundo. Nuestras palabras no tienen poder en sí mismas.

Las Palabras de Dios no son sólo conceptos, no transmiten sólo información: las Palabras de Dios son vida (Jn. 6:63), y dan vida. Sólo las Palabras de Dios tienen esta característica. ¿Por qué damos un lugar central a la Palabra de Dios en el culto? ¿Por qué nos fijamos como meta principal el trazar bien la Escritura? Porque sólo las Palabras de Dios tienen poder, sólo ellas son vida y dan vida, porque sólo por oír las Palabras de Dios viene la fe, porque sólo por ellas somos transformados, renovados, nuestros corazones de piedra se transforman en corazones de carne, los que están durmiendo despiertan, y los que están muertos en pecado reciben vida en su espíritu.

Y este poder de las Palabras de Dios lo vemos claramente en este pasaje: Cristo, con estas palabras, hizo que un muerto volviera a la vida. Su cuerpo, que había sido vencido por la enfermedad, ya estaba frío y en proceso de descomposición. Sus órganos estaban arruinados y no funcionaban, sus sistemas ya no marchaban, eran simplemente los restos orgánicos de Lázaro. Sólo imaginemos ese momento, en que su corazón comenzó a latir nuevamente, su sangre comenzó a circular, sus órganos arruinados por la enfermedad y la muerte fueron renovados y reestablecidos, su mente comenzó a pensar de nuevo, podía sentir y mover sus miembros, sus ojos podían ver otra vez, y sus oídos pudieron escuchar que a unos metros, la voz de Cristo le ordenaba: "Lázaro, ¡sal fuera!".

Y con esta orden del Hijo de Dios, por medio de quien fueron hechas todas las cosas, Dios hecho hombre, se produjo lo imposible: Lázaro, el muerto, volvió a la vida, hace unos días había entrado a la tumba que lo vio entrar y que debía haberlo encerrado para siempre, pero ahora salía de ella caminando, vuelto a la vida. Sólo pensemos en el impacto que esto debió provocar. Incluso hoy, sabiendo que el Señor es poderoso para hacer estas cosas y mucho más allá de lo que entendemos, si ocurriera algo así, se produciría un impacto a nivel global. Lázaro volvía a caminar entre los vivientes.

Su sola palabra bastó para esta obra sobrenatural, para esta manifestación inmensa del poder de Dios. Este pasaje nos muestra con fuerza que su Palabra es suficiente y es verdadera, y eso da valor a toda la Palabra que viene de Dios.

J.C. Ryle dijo: "Aquél que por fe ha descansado confiado en alguna palabra de Cristo, ha puesto sus pies sobre una roca. Lo que Cristo ha dicho, es capaz de hacerlo, y lo que Él ha comenzado a hacer, nunca fallará en hacerlo bien. El pecador que realmente ha reposado su alma en la Palabra del Señor Jesús es salvo por toda la eternidad".

Con su Palabra, el Señor creó el universo por medio de Cristo. Cristo mismo es la Palabra de Dios hecha hombre. Por su Palabra fue que también el Señor sanó al hijo del oficial, por ella hizo andar al paralítico, dio vista a un ciego de nacimiento, liberó a los endemoniados y sanó a toda clase de enfermos. Y esa misma Palabra es la que Él nos ha dejado, dándonos a conocer su voluntad y sus promesas, y es por oír esa Palabra que viene la fe que nos salva (Ro. 10:17).

Tenemos esta palabra profética más segura, a la que hacemos bien en estar atentos como antorcha encendida en medio de las tinieblas (2 P. 1:19). Es una Palabra digna de toda confianza, porque viene de nuestro Salvador quien es digno de toda confianza.

Conclusión

Y es también en la Palabra de Cristo en la que debemos creer para salvación, es ella la que debe impactar nuestras vidas y transformar todo nuestro ser, es ella la que nos puede dar vida y la que debemos buscar más que a cualquier otra cosa en el mundo.

Justamente por esto, es que podemos vernos reflejados en Lázaro. Todos nosotros fuimos concebidos en pecado (Sal. 51), y nacimos muertos espiritualmente, en nuestros delitos y pecados (Ef. 2). Nuestro corazón, que es el núcleo de nuestro ser, estaba muerto, era un corazón de piedra, inerte, sin vida. No podemos por nosotros mismos distinguir el bien del mal, ni podemos querer ni hacer lo bueno. Es imposible para nosotros creer por nuestras propias fuerzas en la Palabra de Dios (Jn. 6:44;65). La Escritura dice:

En otro tiempo ustedes estaban muertos en sus transgresiones y pecados, en los cuales andaban conforme a los poderes de este mundo. Se conducían según el que gobierna las tinieblas, según el espíritu que ahora ejerce su poder en los que viven en la desobediencia. En ese tiempo también todos nosotros vivíamos como ellos, impulsados por nuestros deseos pecaminosos, siguiendo nuestra propia voluntad y nuestros propósitos. Como los demás, éramos por naturaleza objeto de la ira de Dios” (Ef. 2:1-3).

La Biblia es clara: el pecado es tan insoportable ante los ojos de un Dios Santo, que todo aquél que incurra en transgresión debe morir. Todos nosotros, siendo pecadores por naturaleza, estamos muertos en nuestros delitos y pecados, y esa muerte no es sólo física, sino que abarca todos los aspectos de nuestro ser. PERO… el mismo pasaje continúa diciendo en el v. 4:

Pero Dios que es rico en misericordia, por su gran amor por nosotros, nos dio vida con Cristo, aun cuando estábamos muertos en pecados. ¡Por gracia ustedes han sido salvados! Y en unión con Cristo Jesús, Dios nos resucitó y nos hizo sentar con él en las regiones celestiales, para mostrar en los tiempos venideros la incomparable riqueza de su gracia, que por su bondad derramó sobre nosotros en Cristo Jesús” (Ef. 2:4-10 NVI, cursivas añadidas).

“Pero”, una simple palabra que usamos de forma común, sin embargo, aquí se vuelve gloriosa. El Señor no nos dejó desamparados a nuestras tinieblas de muerte, Él quiso rescatarnos, y para eso envió a su Hijo amado, para que tuviéramos vida por medio de Él, y vida en abundancia.

Debemos reflexionar en esto, si se describe el momento de nuestra conversión como una resurrección, entonces podemos vernos reflejados en Lázaro. ¿Cómo un muerto va a resucitarse a sí mismo? ¿Tiene un muerto la facultad de decidir si volver a la vida o seguir en su estado inanimado? Tal como Lázaro estaba destinado a desintegrarse en esa cueva, y nunca habría podido salir de allí por un acto de su voluntad, nosotros también estábamos muertos espiritualmente, y dependíamos completamente de la obra del Señor, que nos diera vida espiritual para poder distinguir las Palabras de Cristo y seguirle.

El Señor habló así también a los Efesios: “Pido también que les sean iluminados los ojos del corazón para que sepan a qué esperanza él los ha llamado, cuál es la riqueza de su gloriosa herencia entre los santos, y cuán incomparable es la grandeza de su poder a favor de los que creemos. Ese poder es la fuerza grandiosa y eficaz que Dios ejerció en Cristo cuando lo resucitó de entre los muertos y lo sentó a su derecha en las regiones celestiales” (Ef. 1:18-20 NVI).

¡El mismo poder que Dios ejerció en Cristo para resucitarle de los muertos es el que ha sido desplegado en nosotros! Tal como dijo en un principio, “hágase la luz”, y la luz se hizo, ha llamado a sus escogidos por su nombre, y les ha hecho volver a la vida. Por tanto, si hoy estás aquí, no es porque seas mejor o más inteligente que los que no han creído en Cristo. Fue porque el Señor, con su poder y en un acto sobrenatural, quiso darte vida, simplemente porque quiso amarte. Él nos amó primero.

En esta resurrección, el Señor nos ha creado de nuevo en Cristo Jesús, haciéndonos el principio de una nueva creación. Por eso dice la Escritura: “De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas” (2 Co. 5:17).

Entonces, debemos entender que cuando alguien nos predicó el Evangelio, y cuando nosotros mismos predicamos a otros y decimos “arrepiéntanse y crean en el Evangelio”, estamos diciendo algo equivalente a lo que Cristo dijo a Lázaro: “¡Sal fuera!”. Estamos llamando a los hombres a salir de su muerte espiritual, y sólo el poder de Dios puede darles vida a través de nuestras palabras. Por eso Evangelizar es un alto privilegio, estamos participando de la obra de Dios en la resurrección de las almas, que es llamada por la Biblia la “primera resurrección”.

Además, es impresionante que Jesús ordene después quitarle las vendas a Lázaro, que es lo mismo que hace al dar vida a los que el Padre le ha entregado ¡Jesús nos ha librado de las ataduras del pecado, que nos llevaban a una muerte inevitable y eterna, y nos ha santificado para presentarnos puros y sin mancha ante el Padre! El Señor nos desata esas ligaduras de muerte, que nos confinaban para siempre en el sepulcro, y nos libera para que andemos en una vida nueva delante de Él.

Por eso la Escritura nos exhorta: “Si, pues, habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios” (Col. 3:1) No te quedes mirando las vendas malolientes que te cubrían mientras estabas muerto, no te quedes contemplando ese sepulcro oscuro, frío y fétido, no sigas viviendo como si estuvieras en la podredumbre de la tumba, debes andar en la luz de los que viven, Cristo te ha dado vida, para que andes en una vida nueva, renovada, no conforme al viejo hombre, sino según el nuevo, creado a la imagen de Cristo, en la justicia y santidad de la verdad. Ya basta el tiempo pasado para hacer lo que agradaba a los que no conocen a Dios (1 P. 4), ahora debes poner la mira en Cristo, en las cosas Celestiales, porque tu vida ya no pertenece al mundo que está bajo la muerte, sino a la nueva Creación, esa que será cubierta completamente por la gloria de Dios.

No hay otra opción: o estás muerto en tus pecados, o estás vivo en Cristo. ¿Quién eres tú? ¿Eres Lázaro descomponiéndose en la cueva, o eres aquél Lázaro que recibió vida en Cristo? Si te das cuenta que tu corazón aún está cautivo de la muerte, ven a Cristo, ¡Sal Fuera! Sal al encuentro del Salvador en arrepentimiento y fe, y tendrás vida. Si eres de quienes ya ha recibido la vida, no te atrevas a andar como si estuvieras muerto. No te atrevas a vestirte nuevamente con las vendas malolientes de la muerte. Toma tus ropas y lávalas en la sangre del Cordero, en quien tenemos vida eterna.

Y recuerda, para terminar, que la resurrección de Lázaro es un anticipo, una muestra de lo que será la resurrección final. Quienes crean en Cristo resucitarán para salvación, pero quienes lo rechacen, resucitarán para condenación. Terminamos con las Palabras de la Escritura:

Porque el Señor mismo con voz de mando, con voz de arcángel, y con trompeta de Dios, descenderá del cielo; y los muertos en Cristo resucitarán primero. 17 Luego nosotros los que vivimos, los que hayamos quedado, seremos arrebatados juntamente con ellos en las nubes para recibir al Señor en el aire, y así estaremos siempre con el Señor. 18 Por tanto, alentaos los unos a los otros con estas palabras” (1 Tes. 4:16-18).