En los mensajes anteriores, hemos visto la enseñanza íntima de Jesús a sus discípulos en las últimas horas de su ministerio terrenal, en el contexto de la cena de la Pascua, momento en el que anunció la traición de Judas, la negación de Pedro y su partida de este mundo al Padre.

Todo esto implicaba un enorme golpe para los discípulos, ya que ellos habían dejado todo por servir a Jesús, y esa vida en la cual habían invertido completamente sus últimos tres años aparentemente se estaba cayendo a pedazos.

Sin embargo, el Señor Jesús les hace ver que todo esto que parece un desastre, es en realidad para bien, y no sólo de ellos, sino del mundo entero. El corazón de ellos debía estar confiado en las promesas y palabras de Jesús, quien merece la misma confianza que el Padre Celestial. El mismo Jesús personalmente iría a preparar un hogar para ellos en la eternidad y volverá a buscar a los suyos para llevarlos a su gloria perpetua.

Esta es la esperanza del cristiano, que Cristo ya ha cumplido la primera parte de su promesa: Él ya se ha ido a preparar lugar para nosotros. Y tan cierto como es que él murió en la cruz del Calvario por nosotros, es que Él volverá a buscar a su pueblo para llevarnos donde Él está.

Como consecuencia de lo anterior, hoy veremos que Cristo se presenta como el único camino para llegar al Padre, y esto porque es la verdad y la vida, no hay otra forma de llegar al Padre ni de entrar a las moradas celestiales, que no sea a través de Él.

Cristo comienza con una afirmación. En el contexto de lo que acaba de enseñar acerca de que en la Casa de su Padre hay muchas moradas, aclarando que Él se irá a preparar lugar para sus discípulos y que volverá por ellos, Él les dice: “Y sabéis a dónde voy, y sabéis el camino” (v. 4).

Esto lo afirma como diciendo “no pueden menos que saber”, ya que se trata de una enseñanza que Él les compartió muchas veces, y con bastante claridad. Desde muy temprano en su ministerio, Él aclaró a sus discípulos que sufriría en las manos de los líderes religiosos, que entregaría su vida por las ovejas, que debía pasar de este mundo al Padre y otras palabras como estas.

Pero una vez más, los discípulos demuestran que eran tardos para oír y entender. Vez tras vez dejaban clara su torpeza a la hora de entender las enseñanzas de Cristo sobre los misterios del reino de Dios. Y justamente, un discípulo que encarna especialmente esta deficiencia es Tomás. En el Evangelio de Juan se le retrata como un discípulo fiel y frecuentemente bien intencionado, pero que muestra particular dificultad para entender, es como si entendiera las palabras en un sentido totalmente alejado de lo que realmente quieren decir.

Sin embargo, en su pregunta parece representar a todos los demás discípulos. Él dijo lo que nadie más se atrevió a decir. Pedro, que es el que siempre hablaba primero, ahora se quedó en silencio, quizá impactado por el anuncio que había hecho Cristo sobre el momento en que Él negaría a su Maestro.

¿Qué camino? ¿El camino a dónde? ¿De qué está hablando Jesús? Los discípulos naufragaban en un mar de preguntas, sin poder entender la profunda realidad espiritual de la que Cristo hablaba. Con una paciencia digna del Príncipe de los Pastores, el Señor les explica, y junto con eso realiza una de las declaraciones más solemnes, sublimes y maravillosas de la Escritura: “Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí” (v. 6).

En todo esto debemos tener en cuenta que Jesús se atribuye una de las expresiones más sagradas con que Dios se presenta en la Biblia, un título que está reservado sólo para el Señor de todo: “Yo soy”.

Entonces dijo Moisés a Dios: He aquí, si voy a los hijos de Israel, y les digo: “El Dios de vuestros padres me ha enviado a vosotros,” tal vez me digan: “¿Cuál es su nombre?”, ¿qué les responderé? 14 Y dijo Dios a Moisés: YO SOY EL QUE SOY. Y añadió: Así dirás a los hijos de Israel: “YO SOY me ha enviado a vosotros” Éx. 3:13-14.

Aun desde la eternidad, yo soy, y no hay quien libre de mi mano; yo actúo, ¿y quién lo revocará?” (Is. 43:13).

Este corresponde al sexto de los 7 “Yo soy” de Cristo en el Evangelio de Juan: 1) Yo soy el Pan de Vida, 2) Yo soy la Luz del mundo, 3) Yo soy la Puerta de las ovejas, 4) Yo soy el Buen Pastor, 5) Yo soy la resurrección y la vida, 6) Yo soy el camino, la verdad y la vida y 7) Yo soy la vid verdadera. El mismo título “Yo soy” es divino, pero además en cada uno de estos 7 “Yo soy”, Cristo dice ser algo que sólo Dios mismo puede ser.

     I.        Jesús es el camino

Por el contexto y por la forma en que el Señor dijo estas palabras, los comentaristas concuerdan en que el énfasis de la frase está en que Jesús es el camino, y es el camino porque es la verdad y es la vida. Aun así, se puede entender que Jesús es cada una de estas cosas: es el camino, es la verdad y es la vida.

Pero ¿Por qué es el camino? ¿El camino a dónde? ¿Por qué siquiera necesitamos un camino? Aquí ciertamente Jesús está hablando del camino al Padre, que permite la comunión con Él, estar ante su presencia y poder disfrutar de sus bondades, sus misericordias, sus favores y en último término, de la gloria eterna junto con Él en sus moradas celestiales.

Hubo un tiempo en que como humanidad no necesitamos ese camino, pues teníamos comunión directa e inmediata con el Señor. No había separación entre el Cielo, como el lugar donde se manifiesta la gloria plena de Dios, y la tierra, como el lugar donde el hombre vive.

El libro de Génesis nos dice: “Tomó, pues, Jehová Dios al hombre, y lo puso en el huerto de Edén, para que lo labrara y lo guardase” (2:15), y que el mismo Dios “se paseaba en el huerto, al aire del día” (3:8). El Señor concedió la administración de lo creado a Adán, y su trato con él era directo, sin intermediarios, él podía estar en su presencia y hablar con Dios.

¿Qué fue, entonces, lo que generó la separación con Dios? Fue la entrada del pecado al mundo lo que desató el desastre, y produjo nuestra separación con Dios. Génesis capítulo 3 nos relata que, al desobedecer al Señor, el hombre fue puesto bajo maldición, al igual que la creación, que estaba bajo su administración. Hoy, todo lo que conocemos, el mundo en el que nos desenvolvemos, es un mundo en el que podemos apreciar tanto orden que no podemos sino concluir que fue creado por un Dios lleno de gloria y poder, pero a la vez tanto caos y destrucción que debemos reconocer que está bajo maldición.

El huerto en el que Dios se paseaba fue clausurado para Adán y su descendencia, no tenemos más acceso a Él, no podemos volver ni entrar. Génesis cap. 3 dice: “Y el Señor Dios lo echó del huerto del Edén, para que labrara la tierra de la cual fue tomado. 24 Expulsó, pues, al hombre; y al oriente del huerto del Edén puso querubines, y una espada encendida que giraba en todas direcciones para guardar el camino del árbol de la vida” (vv. 23-24 NBLH).

En otras palabras, como consecuencia del pecado perdimos la comunión directa e inmediata con Dios, como humanidad ya no nos encontramos en ese estado de gracia y felicidad plena, sino que hemos sido expulsados de la presencia gloriosa y bendita de Dios, y hemos sido sujetos a maldición. Por eso la Escritura también dice: “por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios” Ro. 3:23.

Quedamos, entonces, en una situación miserable. La Escritura dice que Dios puso la eternidad en nuestros corazones (Ec. 3:11), es decir, en nosotros tenemos la consciencia de que debe haber un Dios, y la necesidad de buscarlo para tener vida y sentido en este mundo; en todo ser humano está la semilla de la religión, la espiritualidad es parte de nosotros, y la misma creación nos da testimonio de que hay un Creador.

Así nos dice la carta del Apóstol Pablo a los Romanos: “Pero lo que se conoce acerca de Dios es evidente dentro de ellos, pues Dios se lo hizo evidente. 20 Porque desde la creación del mundo, Sus atributos invisibles, Su eterno poder y divinidad, se han visto con toda claridad, siendo entendidos por medio de lo creado, de manera que ellos no tienen excusa” (Ro. 1:19-20).

La historia del hombre también se puede describir como la historia de la búsqueda del camino para volver a Dios. Donde ha habido alguna forma de sociedad humana, por precaria que parezca, ha habido también alguna religión, por primitiva que sea. Y las religiones humanas son eso, una búsqueda del camino para llegar a Dios, pero sin poder llegar a descubrirlo de verdad. Son caminos que se intentan trazar hacia el cielo, sin poder despegar realmente de la tierra.

¿Cómo podríamos nosotros encontrar a Dios por nuestra cuenta? ¿Cómo podríamos lograr ganarnos el favor de un Dios perfectamente bueno y santo, siendo nosotros pecadores y estando manchados completamente por el pecado? ¿Qué podríamos darle desde nuestra maldad, que pudiera satisfacer sus demandas de justicia perfecta? ¿Cómo podríamos nosotros, siendo limitados, finitos y mortales, alcanzar al Dios que es Alto y Sublime y que habita en la gloria eterna?

La única forma de que pudiéramos volver a Dios, es que Él trazara el camino hacia nosotros. Todo camino a Dios que surja desde los hombres corruptos y que intente llegar al Cielo, será una senda torcida y truncada, que nunca llegará a destino. Será una torre de Babel, que pretende alzarse desde lo terrenal hacia el cielo, pero que al igual que esa historia bíblica, terminará en destrucción y confusión. Pero si el camino se revela desde el mismo Dios hacia los hombres, si surge desde la perfección del Señor y se da a conocer a la humanidad, ese camino es el verdadero, el que es apto para volver a Dios.

Y en su inmensa misericordia, eso fue lo que el Señor determinó hacer. No nos dejó en oscuridad en la que merecíamos quedarnos por nuestra rebelión, sino que nos reveló el camino para volver a Él. Y ese camino no es una forma de vivir, ni es una serie de ritos que practicar, ni es una institución a la que se deba pertenecer, o una bendición que se deba comprar. El camino no es ninguna de estas cosas, sino que es una persona: Jesucristo, el eterno y unigénito Hijo de Dios.

En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios. Este era en el principio con Dios. Todas las cosas por él fueron hechas, y sin él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho. En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres… Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad” Juan 1:1-4, 14.

Y es necesario saber todo lo dicho hasta aquí para entender su afirmación. Él dijo: “Yo soy el camino”. No es ‘un’ camino, ni es simplemente alguien que ‘sabe dónde está’ el camino, ni tampoco es que tan solo venga a ‘mostrarnos’ el camino. Jesús es ‘el’ camino. No hay otro, no hay vías alternativas, ni atajos, ni bypasses, ni sendas clandestinas, ya que Él lo ha dicho claramente: “… nadie viene al Padre, sino por mí” (v. 6).

¿Qué diría Ud. si alguien le cuenta que viajó de la tierra a la luna simplemente caminando? Bueno, aún eso es más posible que llegar al Padre por otro camino que no sea Jesucristo.

Por eso dice la Escritura:

Y en ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos” Hch. 4:12.

Porque hay un solo Dios, y un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre” 1 Ti. 2:5.

[En] cada acción, palabra y actitud, es el Mediador entre Dios y sus elegidos… aparte de la comunión viva con la persona, Jesucristo, que existe en unión indisoluble con el Padre, no [hay] salvación para nosotros” (William Hendriksen).

Y es el camino en un sentido doble: viene del Padre hacia nosotros, revelándonos la Palabra que está en Él y enviando a su Espíritu para que nos dé a conocer lo profundo de Dios; y por otra parte nos lleva a nosotros hacia el Padre, a través de sí mismo. Es decir, enfatizo, el camino es una Persona, es personal. Debemos estar en Cristo para poder volver al Padre, debemos conocerlo a Él, y aún más importante, debemos ser conocidos por Él para poder estar en paz con Dios.

Jesús es el camino, ya que sólo por medio de su obra podemos ser reconciliados con Dios por nuestra rebelión: “Y todo esto proviene de Dios, quien nos reconcilió consigo mismo por Cristo, y nos dio el ministerio de la reconciliación; 19 que Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo, no tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados, y nos encargó a nosotros la palabra de la reconciliación” 2 Co. 5:18-19.

A través de Él viene toda bendición, toda misericordia, toda gracia de parte de Dios hacia los hombres, y sólo por Él los pecadores que estaban lejos del Señor y llenos de tinieblas, pueden ser acercados al Señor: “sólo hay un Dios, el Padre, del cual proceden todas las cosas, y nosotros somos para él; y un Señor, Jesucristo, por medio del cual son todas las cosas, y nosotros por medio de él” 1 Co. 8:6.

Ya que Cristo ha dicho esto, ¿Lo reconoces como ‘el’ camino? Una cosa es que lo veas como un gran maestro de ética, como alguien que enseñó cosas valiosas o bonitas, como alguien que predicó valores que sería bueno transmitir a nuestros hijos, o como un amuleto al que puedes acudir cuando estás en apuros; y otra muy distinta es que lo veas como ‘el’ camino al Padre.

¿Estás consciente de que no hay otra forma de llegar al Padre si no es por medio de Cristo? ¿Has reconocido que no puedes llegar al Señor por tus propios medios? ¿Has entendido que no hay nada que tú hagas que pueda comprar el favor de Dios, y que necesitas de Cristo para tener acceso al Señor?

Cada vez que olvidas el Evangelio, y tratas de impresionar al Señor con tu desempeño moral, cada vez que intentas ganarte su favor con tus buenas obras, y crees que porque te ‘portas bien’ Él entonces debe bendecirte y premiarte, cada vez que menosprecias lo que Cristo dijo o hizo para reconciliarnos con Dios, y cada vez que incluso te resulta indiferente que exista o no un camino para reconciliarnos con Dios, estamos deshonrando severamente esta verdad: que Cristo es ‘el’ camino y nadie puede ir al Padre si no es por medio de él.

No olvidemos, entonces, que fue Jesucristo quien nos abrió el camino al Padre, y esto lo hizo entregando su propia vida para pagar el precio de nuestra rebelión. Cristo es el camino porque cumplió la condena que justamente merecíamos nosotros, y esa condena era recibir la justa ira de su Padre por nuestra maldad: “hermanos, mediante la sangre de Jesús, tenemos plena libertad para entrar en el Lugar Santísimo, 20 por el camino nuevo y vivo que él nos ha abierto a través de la cortina, es decir, a través de su cuerpo” (He. 10:19-20).

Esta verdad fundamental del cristianismo es particularmente atacada hoy, donde se plantea que no existe un solo camino, sino que hay muchas vías para llegar a Dios, donde se piensa que cada persona tiene su propia forma de ver a Dios y de relacionarse con Él, y que todas esas formas son igualmente válidas y legítimas, y esto es incluso avalado por pastores y referentes cristianos. Incluso hay visiones que dicen no ser religiosas, pero que en realidad sí lo son, como el llamado humanismo, donde vemos que se plantea que nosotros mismos somos el camino, nosotros somos nuestros propios salvadores.

Otras visiones niegan incluso que haya un camino a algún otro lugar, y tienen una visión por completo pesimista del mundo, donde lo único que importa es el aquí y el ahora, porque después no hay nada, el universo material es todo lo que hay, todo lo que ha existido, y todo lo que existirá alguna vez. Con esta forma de ver las cosas, sin darse cuenta cumplen lo que dice la Escritura: “Si los muertos no resucitan, comamos y bebamos, porque mañana moriremos” (1 Co. 15:32).

En medio de toda esta situación, debemos sostener con firmeza que Cristo es el único camino al Padre, que es el único mediador entre Dios y los hombres, es a través de quien Dios nos habla, y el único que puede llevarnos a Dios para encontrar reconciliación y gracia.

   II.        Jesús es la verdad

Algo similar podemos decir de la declaración “Yo soy… la verdad”. En el huerto de Edén, lo que hizo la serpiente fue negar que Dios fuera la verdad. Él pregunta a Eva “¿Conque Dios os ha dicho…?” (Gn. 3:1). Con eso puso en duda las Palabras de Dios, sugirió que podía haber una alternativa, que las Palabras de Dios podían no ser correctas. Comenzó con esa pregunta, y terminó negando que las Palabras de Dios fueran la verdad.

Tristemente, fue seguido en esta perversión por Adán y Eva, quienes creyeron a la serpiente antes que a Dios, y eso les valió ser corrompidos hasta la médula, quedaron bajo maldición y fueron expulsados del huerto, perdiendo la comunión directa con la verdad. El Señor ya no les hablaría directamente, ya no tendrían la bendición de recibir la verdad de forma inmediata, de la fuente continua e inagotable que es Dios.

Y como humanidad no sólo perdimos el acceso a la verdad, sino la capacidad de comprenderla espiritualmente, y de obedecerla de corazón:

Pero el hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente” 1 Co. 2:14.

Porque la ira de Dios se revela desde el cielo contra toda impiedad e injusticia de los hombres que detienen con injusticia la verdad… 21 Pues habiendo conocido a Dios, no le glorificaron como a Dios, ni le dieron gracias, sino que se envanecieron en sus razonamientos, y su necio corazón fue entenebrecido. 22 Profesando ser sabios, se hicieron necios, 23 y cambiaron la gloria del Dios incorruptible en semejanza de imagen de hombre corruptible, de aves, de cuadrúpedos y de reptiles” Ro. 1:18-21-23.

En otras palabras, con la entrada del pecado a la humanidad, ahora somos incapaces de entender realmente las Palabras de Dios, de quien viene toda verdad y quien es en sí mismo la verdad; y al ser contaminados por el poder corruptor del pecado, nuestro intelecto y nuestra voluntad también fueron entenebrecidos, lo que tiene como consecuencia que aborrezcamos la voluntad de Dios: no queremos obedecerla, la resistimos, y en su lugar queremos hacer nuestra propia voluntad. Luego del pecado, como humanidad amamos la mentira, vivimos en la mentira y estamos cautivos del engaño.

La única forma de que pudiéramos conocer la verdad, entonces, es que Dios mismo la manifestara a nosotros. Tanto como un ciego de nacimiento no puede describir la belleza de una puesta de sol, la humanidad sin Cristo no podrá dar con la verdad que nos hace libres, pudiendo únicamente distinguir algunos destellos de luz o algunas sombras, pero no la realidad claramente manifestada.

Necesitábamos, entonces, que Dios se apiadara de nuestra miserable condición, y nos iluminara con la verdad, y eso fue lo que hizo. No sólo envió a un profeta que nos dijera la verdad o que nos mostrara lo verdadero, sino que envió a su Hijo, quien es su propia Palabra hecha hombre, es la Palabra pura y perfecta de Dios que vino a habitar entre nosotros:

En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios. Este era en el principio con Dios. Todas las cosas por él fueron hechas, y sin él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho. En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres… Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad” Juan 1:1-4, 14.

Entonces, ninguno de nosotros y ni siquiera alguno de los ángeles puede decir “yo soy la verdad”. Únicamente el Señor puede hacer esto. Y Cristo puede afirmar con certeza que Él no sólo predica o enseña lo verdadero, sino que Él ES la verdad, porque efectivamente es la Palabra de Dios hecha hombre, y en esa Palabra no hay ni sombra de error, es pura, perfecta, plena de sabiduría y verdad.

Todo lo que clame ser verdadero en este mundo, entonces, debe ajustarse al carácter y a la enseñanza de Cristo, de otra forma no es verdadero. Cristo es el parámetro, el punto de referencia para saber si algo es verdad o es error. Por otra parte, si alguien dice algo verdadero, no es por mérito propio, sino que esa verdad le pertenece a Dios, quien es el origen, la fuente y la medida de la verdad, y más aún, Él es la verdad en persona, cuestión que nadie, ni aún el más santo puede decir.

Con su Palabra, el Señor creó el universo por medio de Cristo. Cristo mismo es la Palabra de Dios hecha hombre. Por su Palabra fue que también el Señor realizó sanidades y milagros. Y esa misma Palabra es la que Él nos ha dejado, dándonos a conocer su voluntad y sus promesas, y es por oír esa Palabra que viene la fe que nos salva.

¿Crees que Cristo es la verdad? ¿Qué refleja tu vida?

Este punto fundamental del cristianismo también es especialmente atacado hoy, donde es frecuente escuchar que “cada uno tiene ‘su’ verdad”, lo que equivale a negar la existencia de ‘la’ verdad. Esto es un ataque personal a Cristo, ya que Él ha declarado personalmente ser la verdad. Por tanto, debemos rechazar con todo nuestro ser toda muestra de relativismo, ya que es un ataque personal a Cristo.

Pero nosotros también podemos caer en esto, cuando redefinimos la Palabra de Dios a nuestra conveniencia, cuando obedecemos sólo lo que nos gusta o lo que nos conviene, o simplemente lo que nos da la gana; cuando rechazamos el consejo sabio que se ha hecho basado en la Palabra de Dios, cuando endurecemos nuestros corazones ante la Escritura, estamos rechazando la verdad, oponiéndonos a Cristo personalmente.

En contraste, honramos la verdad cuando tenemos en la más alta estima a la doctrina de Cristo, porque su enseñanza es inseparable de su Ser, no puedes separar a Cristo de su Palabra, porque Él es la Palabra hecha hombre. El Señor nos permita, entonces, entregarnos por completo a creer y obedecer a Cristo y su Palabra, diciendo un fuerte “amén” con nuestra vida a la declaración “yo soy la verdad”.

 III.        Jesús es la vida

Para entender por qué Jesús es la vida, debemos también ir al momento en que entró el pecado al mundo, al que ya nos hemos referido. La Escritura nos dice: “la paga del pecado es muerte” (Ro. 6:23); y también declara: “… el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron” (Ro. 5:12).

Entonces, nuestra condición sin Cristo es que estamos muertos espiritualmente. No sólo enfermos, no sólo dañados, no sólo debilitados, sino muertos. Por lo mismo, Jesús declara ser la vida, ya que sólo Él puede vencer sobre nuestra muerte y liberarnos del sepulcro.

A los que ya han creído en Cristo, la Escritura les dice: “Y Él les dio vida a ustedes, que estaban muertos en (a causa de) sus delitos y pecados” (Ef. 2:1 NBLH). Es decir, nuestra condición anterior era esa, de muerte en nuestros delitos y pecados. Pero Él fue quien nos dio vida, por pura misericordia.

Ninguna persona puede decir que está fuera de esta realidad. Seas hombre o mujer, seas noble o plebeyo, seas rico o pobre, seas judío o gentil, seas anciano, adulto o niño, seas un rey o un mendigo, ante el Señor todos estamos muertos en nuestros delitos y pecados, y necesitados de salvación, gracia y perdón. Todos, sin excepción, necesitamos a Cristo para que nos dé vida. Nadie podrá decir que encontró vida en otra fuente, que encontró otro lugar, otro medio por el cual recibir la vida y la bendición eterna. Sólo en Cristo, únicamente en Él está la vida, porque Él ‘es’ la vida.

La vida, entonces, no se alcanza siguiendo una serie de ritos, purificándose con lavamientos, o siguiendo tales o cuales reglas, sino conociendo personalmente a Jesucristo, aquél que dijo “yo soy la vida”, y quien declaró: “yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia” (Jn. 10:10)

Todos nosotros podemos decir “yo estoy vivo”, pero ninguno puede afirmar “yo soy la vida”. Sólo de Dios puede decirse que tiene vida en sí mismo. Todo ser creado toma su vida del Creador, pero el Creador tiene vida en Él mismo. Y eso es lo que se dice también de Cristo: “En él estaba la vida” (Jn. 1:4). Antes que todas las cosas existieran, la “vida completa y bendita de Dios ha estado presente en el Verbo desde la eternidad…” (Hendriksen).

Cristo es la causa, la fuente, el principio de toda vida. Todo el universo le debe su existencia. Tú y yo existimos porque Él nos dio vida, Él nos dio existencia y Él sostiene la vida en nosotros. Si hay aliento de vida en ti, si en este momento estás respirando y tu corazón está latiendo, es porque el Señor la sostiene. Por lo mismo, nuestras vidas deben honrarlo y glorificarlo a Él como nuestro Creador y el Dador de la vida. Cada vez que nos demos cuenta que estamos respirando, cada vez que pongamos una mano en nuestro pecho y sintamos latir nuestro corazón, recordemos que es el Señor quien nos dio la vida y la sostiene en nosotros.

Cristo es vida verdadera en todo sentido, Él es la vida misma, la fuente de toda vida. Cuando esa vida viene a un mundo en el que el pecado y la muerte reinan, es luz que resplandece en las tinieblas. Es luz para la humanidad perdida, muerta en sus delitos y pecados. Por eso el Evangelio, el anuncio de la obra de Cristo, es luz para el mundo, y la Iglesia sólo será luz del mundo mientras sostenga la antorcha encendida y brillante del Evangelio.

¿Crees verdaderamente que Cristo es la vida? ¿Qué dice tu vida?

Esta verdad también ha sido constantemente resistida a lo largo de la historia, y sigue siéndolo hoy. Se nos dice que la vida está en las cosas que compramos y poseemos, en los placeres que disfrutamos, en los sueños y metas que cumplimos, en tener una casa, un auto y una linda familia, en el sueño americano, en tener éxito profesional y una buena reputación, en disfrutar sin parar de los bienes de este mundo en fiestas y viajes, en fin, se nos dice que la vida está en un sinnúmero de cosas, que pueden no ser malas en sí mismas, pero si se buscan en primer lugar, son una trampa mortal, un foso profundo de destrucción y ruina.

Lo más triste es que muchos que se llaman cristianos se entregan a perseguir estas mismas cosas como si en eso consistiera realmente la vida, demostrando así que, aunque profesen tener fe, sus corazones en realidad están muertos y en tinieblas. Busca la vida en todas estas cosas, y no encontrarás más que humo y espejismos, y al final concluirás como la canción: “no puedo encontrar satisfacción”, no encontrarás la vida allí, porque la vida únicamente está en Cristo, quien es personalmente la vida, y sólo Él puede darla.

¿Eres como aquellos a los que Jesús dijo: “no queréis venir a mí para que tengáis vida” (Jn. 5:40)?

Si la Palabra de Dios no venía, estábamos condenados al más completo silencio de la muerte. Si la luz verdadera no venía, estábamos condenados a la más completa oscuridad. Si Aquél que tiene vida en sí mismo no venía, estábamos abandonados a la muerte en nuestros delitos y pecados.

Pero de tal manera amó Dios al mundo que la Palabra, la luz y la vida vinieron en Jesucristo. Dios mismo se hizo hombre, se hizo uno de nosotros y vivió entre nosotros. Se despojó a sí mismo de este estado de gloria, de esa comunión perfecta con su Padre, y vino en humillación para cargar sobre sí nuestras culpas, nuestro dolor y nuestra muerte; para ser el Cordero que sería inmolado en nuestro lugar.

Este Dios glorioso, esta Luz Eterna, esta Vida verdadera, esta Palabra de Dios se hizo hombre, tomó sobre sí la naturaleza humana sin dejar de ser Dios. Entró en la historia de la humanidad, en este escenario de guerras, muerte, hambre y dolor, en este valle de lágrimas lleno de pecados y de maldad, vino a ser uno de nosotros, vino a tener un día a día, a soportar nuestras debilidades y nuestra bajeza.

El Rey del universo se vistió de siervo para salvar a sus enemigos, a quienes se rebelaron contra su voluntad. Este Dios eterno y glorioso que existía en el principio y que hizo todas las cosas, entró al tiempo para obedecer a su Padre hasta la muerte, y dar su vida voluntariamente por quienes le desobedecieron. El Justo y Santo Dios vino a este mundo bajo maldición, para deshacer las obras del enemigo y liberar a la creación de su esclavitud del pecado.

¿Hasta cuándo seguirás resistiendo? Él es el camino, la verdad y la vida, nadie puede ir al Padre si no es a través de Él, pero quien acuda a Él no será echado fuera, Él no desprecia al corazón contrito y humillado, Él invita hoy como lo hizo hace milenios:

Todos los sedientos, vengan a las aguas; Y los que no tengan dinero, vengan, compren y coman. Vengan, compren vino y leche Sin dinero y sin costo alguno. ¿Por qué gastan dinero en lo que no es pan, Y su salario en lo que no sacia? Escúchenme atentamente, y coman lo que es bueno, Y se deleitará su alma en la abundancia. Inclinen su oído y vengan a Mí, Escuchen y vivirá su alma.

[…]

Busquen al Señor mientras puede ser hallado, Llámenlo en tanto que está cerca. Abandone el impío su camino, Y el hombre malvado sus pensamientos, Y vuélvase al Señor, Que tendrá de él compasión, Al Dios nuestro, Que será amplio en perdonar”.

(Is. 55:1-3, 6-7).