El fruto de arrepentimiento

  Domingo 11 de noviembre de 2018

Texto base: Esdras cap. 10.

Ante el terrible y descarado pecado del pueblo relatado en el cap. 9, Esdras reaccionó de manera santa, avergonzándose e indignándose por lo que sus hermanos habían hecho, elevando una oración junto a quienes también se quebrantaron por el pecado. En ella se arrepintió sentidamente, identificándose con el pecado del pueblo, aunque él no lo cometió personalmente. Reconoció la gracia de Dios en todo lo que les había acontecido y rogó su misericordia, sabiendo que merecían el justo castigo de Dios, pero que debían rogar su perdón.

El Señor utilizó a este hombre para liderar al remanente que Él había guardado, en su indignación contra el pecado, para mostrar a los sacerdotes, levitas, príncipes y gobernadores que habían caído, que la ley de Dios seguía tan vigente como siempre, que había sido quebrantada, y que debían reconocer su extravío y rogar misericordia.

Esta es la reacción que debemos tener ante el pecado: el arrepentimiento. Hoy nos centraremos en cómo ese arrepentimiento se debe traducir en frutos de obediencia que honren al Señor.

        I.            El quebrantamiento

El lamento de Esdras y su confesión pública, causaron que sus hermanos se le unieran y reconocieran también con llanto y lamento que habían pecado contra el Señor, y que debían arrepentirse de su terrible desvío; tanto así que se juntó a Esdras una «grande multitud de Israel, hombres, mujeres y niños», y que «lloraba el pueblo amargamente».

En caso de pecados públicos, donde gran parte del pueblo de Dios cae en desobediencia, debe haber también un arrepentimiento público. El pecado no es sólo “cosa de cada uno”, no es simplemente un asunto de quien cayó en él, ya que nadie peca solo. Por lo mismo, si se puede apreciar que parte del pueblo de Dios está en pecado, esto debe preocupar a todos quienes temen al Señor, hombres, mujeres y niños.

La indignación de Esdras fue usada por Dios para hacer que el pueblo reaccionara ante su maldad, y que se diera cuenta de su terrible transgresión. Pero no se quedaron ahí. Vemos en el v. 2 que primeramente confesaron su pecado, y que esa confesión fue específicamente por el pecado que cometieron: «Nosotros hemos pecado contra nuestro Dios, pues tomamos mujeres extranjeras de los pueblos de la tierra».

Romanos 8:13 dice: «… porque si vivís conforme a la carne, moriréis; mas si por el Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis». La forma de hacer que nuestro pecado muera no es escondiéndolo o haciendo como si no existiera, sino que es trayéndolo a la luz, reconociendo nuestras malas obras delante de Dios y estando dispuestos a reconocerlas también ante nuestros hermanos. Por ello, mientras más específica es tu confesión de pecado, puedes identificar con mayor precisión aquellas obras que debes hacer morir. Por el contrario, mientras más general e imprecisa sea tu confesión, más pecados podrán permanecer ocultos, ejerciendo su poder desde lo secreto y lo imperceptible.

El quebranto de Esdras por el pecado del pueblo no fue simplemente una actuación que él hizo delante de todos para manipularlos y hacer que cambien su actitud. Aún después de salir del lugar en que rasgó sus vestidos y arrancó sus cabellos a la fuerza, él siguió profundamente angustiado por esta situación, tanto así que no pudo comer pan ni beber agua, ya que estaba sumido en tristeza (v. 6).

Cuando es tiempo de quebrantarse, no debemos hacer otra cosa: lamentarnos por nuestro pecado, considerándolo con seriedad y gravedad, humillándonos delante del Señor. Esa es la actitud que la Escritura ordena ante el pecado: “Afligíos, y lamentad, y llorad. Vuestra risa se convierta en lloro, y vuestro gozo en tristeza. Humillaos delante del Señor, y él os exaltará” (Stg. 4:9-10).

Esdras no moderó su opinión sobre el pecado. No le quitó gravedad para que el pueblo no se espantara, ni para conservar su cargo. Todo lo contrario, insistió hasta las últimas consecuencias en la necesidad de arrepentirse ante tan terrible desvío (v. 10). El pueblo siguió su liderazgo santo en esto, al punto de llegar a temblar por este asunto (v. 9), y de sentarse bajo la lluvia en la plaza del templo con tal arrepentirse y enmendar este asunto.

El pecado debe ser señalado, no escondido bajo la alfombra. Pero no se trata de nosotros, esto no es acerca de tener una iglesia perfecta que funcione bien para nuestra propia gloria. Se trata de volvernos al Señor, de someternos a su voluntad, de reflejar su carácter y honrarlo en todos nuestros caminos. Es así como Esdras enfrentó esto, como un atentado a la gloria de Dios, y la única forma de honrarlo verdaderamente en una situación como esta, es con el arrepentimiento, confesando nuestra maldad (v. 11).

El pueblo no desconoció su maldad, como en otras ocasiones, sino que esta vez entendió que habían ofendido al Señor. Al ser confrontados por Esdras, fueron convencidos de pecado, de tal manera que decidieron arrepentirse y tomar las medidas que fueran necesarias, “hasta que apartemos de nosotros el ardor de la ira de nuestro Dios sobre esto” (v. 14).

Debemos entender una cosa: nuestro quebrantamiento ante el pecado puede ser usado por el Señor para salvar vidas. Algunos que están sumidos en su pecado, al ver nuestra indignación y nuestro lamento ante el pecado, pueden ser despertados y pueden comenzar a ver la miserable condición en la que se encuentran. Otros que saben que hay algo que está mal pero que no se atreven a alzar su voz, ya sea por cobardía o porque ignoran cómo fundamentar su percepción, y pueden ser animados a levantar el estandarte de la verdad y luchar contra la maldad en medio del pueblo de Dios.

Se necesita de una santa valentía y de una resolución piadosa para enfrentar el pecado, tanto en nosotros mismos como en la iglesia de Dios. Antes de Esdras, muchos se daban cuenta de que algo andaba mal, pero nadie se había indignado y quebrantado de esta forma. Siempre debe haber alguien que lo haga primero, no esperes que sea el del lado, no esperes que sólo los pastores actúen, aunque ciertamente estamos llamados a actuar; pero quebrántate por causa del Señor, porque Él es digno y su Palabra es verdadera.

     II.            Las resoluciones y medidas para enfrentar el pecado

Consideremos la exhortación que Secanías dirige a Esdras (v. 4): «Levántate, porque esta es tu obligación, y nosotros estaremos contigo; esfuérzate, y pon mano a la obra». A veces quedamos tan abatidos por el peso de nuestra culpa o de la maldad que nos rodea, que llegamos al punto de la inacción. Creemos que ya no hay perdón posible, que ya no hay restauración para el pecado, y podemos terminar deprimiéndonos y abatiéndonos hasta no querer hacer nada. “Tal vez ya colmé la paciencia de Dios y no hay perdón para mí”, decimos.

Aquí el engaño del enemigo puede ser muy sutil, porque se basa en una verdad. Es cierto, debemos lamentarnos por nuestro pecado y avergonzarnos profundamente por él. También es cierto que para Dios el pecado es abominable, y que Él lo detesta. Sin embargo, el mismo Señor nos llama a estar a cuenta con Él cuando hayamos pecado. Él mismo nos demanda no permanecer en el suelo lamentándonos, sino venir a Él para ser perdonados y restaurados. ¿Qué otra cosa podríamos hacer?

Por tanto, el arrepentimiento no es para permanecer caídos ni abatidos en un rincón, sino para correr a Cristo y rogar al Señor misericordia en su nombre. Quizá eso es lo que tenía en mente Secanías cuando dijo a Esdras: «… a pesar de esto, aún hay esperanza para Israel» (v. 2). ¿En dónde más va a haber esperanza, sino es en el pueblo de Dios? ¿Dónde más va a haber esperanza, que yendo a sus pies para rogar misericordia? “Donde el pecado es lamentado, y se adoptan buenas medidas hacia una reforma, incluso los pecadores deben ser animados” (M. Henry).

El arrepentimiento ya es una muestra tremenda de la gracia de Dios, que no nos ha desamparado en nuestra oscuridad, sino que sigue obrando en nuestros corazones para hacernos volver a Él: “la bondad de Dios te guía al arrepentimiento” (Ro. 2:4 BLA). Así, el arrepentimiento del pueblo luego de tan grande transgresión se presenta como el primer brote verde en un terreno completamente quemado.

Por ello, si hemos pecado, o si vemos que hay maldad en medio nuestro, levantémonos, porque es nuestra responsabilidad, y tendremos la compañía de pecadores redimidos que son guardas de nuestra alma, y que tal como nosotros luchan día a día con su propia maldad, pero han entregado sus vidas en las manos del tierno y amoroso Salvador. Ellos estarán con nosotros, por lo que debemos esforzarnos, cobrar ánimo y trabajar. Eso es la iglesia, un grupo de pecadores rescatados por gracia, que son compañeros unos de otros en su lucha contra el pecado.

Ante el pecado en nuestra vida y en medio del pueblo de Dios, no basta con indignarse. Se deben tomar medidas, se deben adoptar resoluciones para hacer morir el pecado, por medio del Espíritu. Hay un momento para lamentarse y quebrantarse, pero también hay un momento de actuar.

Por eso Secanías propuso: «Ahora, pues, hagamos pacto con nuestro Dios, que despediremos a todas las mujeres y los nacidos de ellas, según el consejo de mi señor y de los que temen el mandamiento de nuestro Dios; y hágase conforme a la ley» (v. 3). Malentendemos la gracia si creemos que el pecado en nuestra vida será sometido simplemente por un rayo de gracia que caiga del Cielo. El Señor nos llama a tomar medidas, a realmente hacer una guerra contra el mal que hay en nosotros.

Y es que la confesión de pecados sin medidas concretas para hacerlo morir, no tiene sentido, son palabras que se lleva el viento. El arrepentimiento implica una tristeza santa, una vergüenza santa, y una indignación santa por el pecado cometido. Pero también sabemos que el arrepentimiento no es estéril, sino que da frutos.  ¿De qué serviría un llanto amargo, una indignación notoria y pública, y una profunda vergüenza, si siguiéramos revolcándonos y deleitándonos en la misma porquería una y otra vez? ¿Qué sentido tendría elevar una hermosa oración, ordenada y coherente, si a la primera de turno nos lanzamos en picada hacia la misma maldad que dijimos despreciar?

No hay arrepentimiento verdadero sin restitución, es decir, acciones concretas que adoptamos para enmendar nuestro pecado. Si ofendí a alguien, debo pedir perdón al Señor, pero también a la persona a quien hice mal. Si difamé injustamente a una persona, el arrepentimiento implica hablar con las personas que escucharon mi difamación y reivindicar la honra de la persona a quien difamé; y así con todo pecado que produzca una consecuencia que se puede revertir. Esto lo vemos claramente en las Escrituras:

«Haced, pues, frutos dignos de arrepentimiento» Mt. 3:8

«Pedimos que Dios les haga conocer plenamente su voluntad con toda sabiduría y comprensión espiritual, 10 para que vivan de manera digna del Señor, agradándole en todo. Esto implica dar fruto en toda buena obra, crecer en el conocimiento de Dios 11 y ser fortalecidos en todo sentido con su glorioso poder» Col. 1:9-11 NVI.

Entonces, el Señor dice claramente lo que se espera de quien se ha arrepentido: que muestre cambios en su vida, en su andar, en su caminar diario; ya que esos cambios demuestran que su corazón realmente se ha vuelto a Dios. Se trata de cambios que evidencian que detestamos ese pecado y que no queremos volver a caer en él, pero aun antes que eso, demuestran que amamos a Cristo, que estamos agradecidos por su salvación y por todas sus bondades cada día, y que queremos agradarlo e imitarlo en todos nuestros caminos.

El Señor demanda en otras palabras que seamos consecuentes, que nuestro testimonio avale lo que hemos confesado con nuestra boca. Es una locura hacer la misma cosa una y otra vez esperando obtener diferentes resultados. Es insensato que esperes dar frutos dignos de arrepentimiento si sigues comportándote de la misma manera en que lo hacías antes, cuando te deleitabas y te recreabas en el pecado. Y no pensemos aquí solo en pecados como la lujuria o el alcoholismo. Incluyamos también, por ejemplo, el ocio, el desorden, la pereza, la codicia, la murmuración y la amargura. ¿Has dado frutos dignos de arrepentimiento, o sigues haciendo las mismas cosas que hacías antes? Te ruego que medites por un instante, ¿Tu vida evidencia que te has arrepentido? ¿Hay frutos en ti?

Desde luego, mientras vivamos en este cuerpo mortal nunca podremos ser libres de la presencia del pecado. Pero, aunque lamentamos caer delante de nuestro Dios, si realmente nos hemos arrepentido, eso será visible en una vida de lucha contra el pecado que antes nos dominaba sin rival, y un progreso en victoria contra esa naturaleza de maldad en nosotros. Nadie puede tener un encuentro con Dios sin que eso se refleje en los hechos.

Si reconoces que eres pecador, pero cuando eres confrontado con tu pecado comienzas a dar explicaciones y justificaciones de tus actos (“Es que Ud. no conoce mi situación, no está en mis zapatos”, etc.), si incluso adornas los hechos para exculparte, si buscas un escape a tu culpa antes que reconocer tu pecado con honestidad, si buscas siempre cumplir con el mínimo y tratas de rebajar el estándar para que calce con tu forma de vivir; entonces no te has arrepentido genuinamente.

   III.            La ejecución de las resoluciones

Ahora, vemos que la medida que el pueblo tomó para enmendar el rumbo fue separarse de las mujeres que habían tomado en casamiento, e incluso también de sus hijos. Esta es una medida durísima, ya que implica que se formaron lazos sentimentales, familiares, de afectos profundos e íntimos.

El mismo Secanías, quien propuso la medida, no había caído personalmente en este pecado, pero estaba involucrado su padre y algunos de sus tíos. ¿Podemos imaginar lo incómodo que debe haber sido para él proponer esa medida, habiendo familiares directos suyos involucrados?

Esto nos enseña que, aunque las medidas para enmendar nuestro pecado sean dolorosas o incómodas, debemos adoptarlas. Si tenemos que sonrojarnos, si tenemos que llorar amargamente, si tenemos que cortar vínculos con personas, aunque sean lazos muy profundos e íntimos, debemos hacerlo por causa del Señor y la verdad de su Palabra. ¡Él es digno! Ninguna persona es digna de que desobedezcamos a Dios por ella. Ninguna persona vale la pena una eternidad en el infierno.

Muchos lamentan su pecado y llegan hasta las lágrimas, pero cuando ven que deben dejar a un ser querido por causa del Señor, o cuando ven que arrepentirse implica pasar por un momento demasiado incómodo, comienzan a excusarse, luego toman distancia y finalmente desaparecen. Siguen en su pecado, buscan otra iglesia que los reciba, se rodean de gente que los justifique, todo con tal de no tomar esa medida que la Escritura les ordena. Todas esas personas, con su actitud demuestran que nunca han nacido de nuevo, que su corazón está en tinieblas, e insultan al Dios vivo al preferir agradar a los hombres y agradarse a sí mismos antes que obedecer su voluntad.

Y veamos que la medida no sólo fue difícil por los lazos emocionales, sino por todo el trabajo que implicaba. El texto nos dice que todo el pueblo se sentó en la plaza del templo, temblando por la lluvia. Hoy muchos, a pesar de tener automóvil o incluso poder transportarse en un bus o el metro, probablemente se habrían excusado diciendo “hermanos perdón, está lloviendo, podemos arriesgar nuestra salud”. Pero ahí estaba el pueblo bajo la lluvia, angustiado por su pecado.

Además, se debió constituir una comisión para revisar caso a caso, y según los comentaristas, este proceso fue arduo, duró aprox. 3 meses. Imagínense estar 3 meses lidiando día a día con el pecado del pueblo, lo desagradable que debió ser llamar uno por uno a quienes desobedecieron la ley, toda la vergüenza, toda la exposición de asuntos que son íntimos y familiares, todo el dolor que debió haberse extendido por este tiempo (imaginemos aquellas casas con matrimonios mixtos, que sabían que tendrían que separarse pronto, esperando para que revisaran su caso).

Consideremos además que continuaron con el proceso hasta el fin. Hay muchos que pecan y comienzan con el proceso de restitución, pero al ver que demanda mucho trabajo y compromiso, se excusan diciendo que es muy difícil o que no tienen tiempo, y finalmente desisten. El arrepentimiento verdadero implicará continuar hasta el final con lo que sea que haya que hacer para enmendar el rumbo que fue torcido por el pecado.

Todo esto nos lleva a ver que el pecado requiere ser enfrentado con seriedad y resolución. Esdras dio un plazo de 3 días para que todo el pueblo se reuniera en Jerusalén. El pecado es un asunto urgente, requiere ser tratado de inmediato, sin dilaciones. Algunos razonan equivocadamente, diciendo “bueno, veamos cómo se va dando esto en el tiempo, a lo mejor el hermanito fulano va a ir cambiando su actitud”. No, ellos lo enfrentaron con la seriedad que requería el asunto, y tomaron medidas urgentes e inmediatas para impedir que este mal siguiera ofendiendo al Señor y corrompiendo los corazones del pueblo.

Como nota aparte, alguno podrá preguntarse si esto se contradice con las instrucciones que da el Nuevo Testamento sobre el divorcio. Esto porque la Escritura dice: «Si algún hermano tiene mujer que no sea creyente, y ella consiente en vivir con él, no la abandone. 13 Y si una mujer tiene marido que no sea creyente, y él consiente en vivir con ella, no lo abandone» (I Co. 7:12-13).

Todos los comentaristas concuerdan que este caso de Esd. 10 no establece una regla general, sino que fue una medida puntual y excepcional que adoptaron, y lo hicieron correctamente, atendiendo a la luz que tenían hasta ese punto. Recordemos que la revelación del Señor es progresiva, y esto no significa que lo que reveló antes era incorrecto y lo que reveló después es correcto, sino que cada vez va dando más luz a su pueblo sobre cuál es su voluntad, y en el Nuevo Testamento se aclaró con mucha mayor profundidad la seriedad del vínculo matrimonial.

Aquí se trata de personas que conocían la verdad de Dios, y que se contaban dentro de su pueblo. Entre ellos había sacerdotes y levitas, así como también príncipes y gobernadores. Ellos conocían muy bien que se trataba de un matrimonio prohibido desde un comienzo, y a sabiendas, habían violado la voluntad del Señor, sellando una alianza que estaba prohibida por Dios. Por tanto, el arrepentirse implicaba deshacer este pacto que estaba prohibido por el Señor.

Matthew Henry afirma al comentar este pasaje: «El caso es simple: lo que se hizo mal debe deshacerse de nuevo en la mayor medida posible; nada menos que esto es el arrepentimiento verdadero. El pecado debe quitarse resueltos a no tener nunca nada más que hacer con eso. Lo que se ha obtenido injustamente, debe restaurarse».

Por otra parte, siempre habrá quienes se opongan a la restitución que demanda el arrepentimiento, resistiéndose a la voluntad de Dios (v. 15). Estos rebeldes y contumaces, siempre cuentan además con seguidores y personas que los apoyan en su porfía. Debemos tener cuidado con los que obren así, y apartarnos de ellos para no caer en su perversión. Esto nos dice que en el arrepentimiento no sólo debemos luchar contra el mal que habita en nosotros, sino que también contra aquellos que dicen ser del pueblo de Dios, pero abrazan el mal en su corazón. No debe haber lugar para los tales en medio de la iglesia, a menos que se arrepientan de su desvío.

El pecado, entonces, debe enfrentarse con seriedad y con urgencia, aunque el proceso de restitución sea doloroso e incómodo, y aunque implique mucho trabajo, y debemos perseverar hasta el fin en las medidas que sean necesarias para restituir lo que ha sido roto por el pecado. Nada menos que esto es el arrepentimiento verdadero.

   IV.            El pecado y sus consecuencias

Ahora, desde luego que todo esto es una tragedia terrible. Esto nos muestra el poder destructor del pecado, y es una evidencia más de que cuando uno peca, arrastra a muchos consigo hacia abajo. Las consecuencias del pecado van más allá de lo que vemos al minuto de cometerlo. El pecado se presenta como un caramelo sabroso y atractivo, pero es un veneno mortal. Nos ofrece placer, comodidad y satisfacción, pero no satisface en absoluto, y luego de un placer momentáneo y vacío, termina jalando nuestra alma hacia sus prisiones de oscuridad. Nos deja en la soledad, donde nos debilita y nos destruye.

Estos hombres judíos, que se vieron atraídos por las mujeres cananeas, que las conquistaron y las tomaron como posesión, debían ahora desandar el camino recorrido y apartarse de ellas. Según el registro de los culpables que comienza en el v. 20, se calcula que hay aprox. 113 familias rotas por este pecado. ¡113! Y es muy probable que aquí se mencionaron sólo a los hombres principales de entre los que volvieron de cautiverio. De esto no se puede culpar a Dios, ya que su prohibición estuvo clara desde un comienzo, y era de sobre conocida por quienes desobedecieron.

El pecado, entonces, no solo destruye a quien lo practica, sino que genera una onda expansiva de degradación, putrefacción, destrucción y desastre, afectando a quienes nos rodean, generalmente a quienes más amamos.

Por lo mismo, vemos aquí que tal como nadie peca solo, tampoco la restauración y la restitución es algo que involucra solo al infractor. Debe ser un compromiso y un esfuerzo de todo el Cuerpo, porque todo el Cuerpo ha sido afectado.

Y queda claro que el pecado traerá consecuencias, y muchas veces tendremos que lidiar con ellas toda nuestra vida. Muchas de esas consecuencias no desaparecerán por el hecho de que nos arrepentimos. Si el homicida se arrepiente, eso no hará que la víctima vuelva a la vida, ni será librado de la cárcel por arrepentirse. El adúltero o el fornicario deberán lidiar con consecuencias permanentes de sus acciones, tanto en sus pensamientos como en sus vidas, donde involucran muchas veces a hijos nacidos de esas relaciones. El que ha sido flojo e indisciplinado, deberá lidiar con las consecuencias de años y años perdidos por su mediocridad, lo que de seguro tendrá consecuencias financieras para esa persona y para su familia. Y así podemos seguir…

Pero el pecado no sólo es grave por sus consecuencias, sino primeramente por ser una rebelión contra el Dios Santo y Justo. El pecado es grave en primer lugar no por lo que se hace, ni por lo que resulta de eso, sino por contra quién se comete. Y eso hace que sea grave también lo que se hace y sus consecuencias. Entonces, el pecado se comete primeramente contra Dios, y podemos ofenderlo de muchas maneras sin que ninguna otra persona resulte dañada directamente.

Y si algo se ha perdido hoy, es este sentido de la gravedad del pecado. Abundan los que optan por vivir vidas mediocres, dejando la santidad y la consagración sólo para los pastores. Hay muchos que escuchan domingo a domingo la Palabra, las exhortaciones a sus vidas, y les entra por un oído y les sale por el otro. Ya en la misma tarde del domingo olvidan lo que escucharon, siguen viviendo en el barro, y luego cuando las consecuencias del pecado vienen a golpear la puerta, ¡Se quejan de todo menos de su pecado! “Es que me dejaron solo, es que los pastores no hablaron conmigo, es que no me exhortaron con amor”, “¿Por qué Dios es tan estricto? ¿Por qué es tan severo? ¿Por qué su Palabra es tan dura?” En vez de espantarse por la maldad del pecado, por su poder contaminante y destructor.

¿Por qué se lamenta el hombre viviente? Laméntese el hombre en su pecado. 40 Escudriñemos nuestros caminos, y busquemos, y volvámonos a Jehová; 41 Levantemos nuestros corazones y manos a Dios en los cielos” Lam. 3:39-41.

El Señor dice “Todo el día extendí mis manos a un pueblo rebelde y contradictor” (Ro. 10:21). No queramos estar entre aquellos que endurecieron sus corazones ante su Palabra. Consideremos a nuestro Salvador, quien vino para librarnos de la mayor de las consecuencias del pecado: la condenación eterna. Él mismo sufrió la ira del Padre para librarnos de esa condenación, es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo (Jn. 1:29); es de quien se dice: “Para esto apareció el Hijo de Dios, para deshacer las obras del diablo” (1 Jn. 3:8).

Todos aquí estamos lidiando de una u otra manera con consecuencias de nuestros pecados pasados e incluso presentes, pero si hemos creído en Cristo, si hemos entregado nuestras vidas a Él y hemos confiado en su Nombre para salvación, podemos confiar en que estamos en sus manos, y de allí nada ni nadie nos puede arrebatar (Jn. 10). Y más aún, podemos alabar al Señor y darle gracias, porque nos ha librado de la condenación del pecado.

Porque Cristo, cuando aún éramos débiles, a su tiempo murió por los impíos. 7 Ciertamente, apenas morirá alguno por un justo; con todo, pudiera ser que alguno osara morir por el bueno. 8 Mas Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros. 9 Pues mucho más, estando ya justificados en su sangre, por él seremos salvos de la ira. 10 Porque si siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, mucho más, estando reconciliados, seremos salvos por su vida. 11 Y no sólo esto, sino que también nos gloriamos en Dios por el Señor nuestro Jesucristo, por quien hemos recibido ahora la reconciliación” (Ro. 5:6-11).

Si amas a tu Señor, esta misericordia no será una razón para relajarte en tu vida de pecado, sino para entregar todo tu ser a Él como sacrificio vivo, en obediencia agradecida. ¡Porque Él es digno! Amén