Por Álex Figueroa F.

Texto base: Ap. 20:11-15.

En las prédicas anteriores hemos visto cómo el Señor vence sobre sus enemigos y extirpa el mal de la tierra. Vimos que destruyó a Babilonia, el sistema mundial humano de rebeldía contra el Señor, y también destruyó a la bestia y al falso profeta, los instrumentos humanos de satanás para su gobierno maligno sobre el mundo. También destruyó a satanás arrojándolo al lago de fuego, destino que compartirán todos sus seguidores, quienes recibieron la marca de la bestia.

Hemos visto que el Señor es soberano en la historia, que Él tiene todo el control de los acontecimientos y de los procesos que ocurren, y que a su debido tiempo desatará la consumación de todas las cosas. Sus enemigos tienen los días contados. Aunque vemos que hoy los enemigos del Señor pueden vivir en rebelión contra su voluntad Santa y Perfecta, e incluso blasfemar su nombre y perseguir a su pueblo, la derrota de estos adversarios es segura, el Señor por ningún momento ha perdido el control de todo.

Como dijimos, nos encontramos en la última de las secciones paralelas del libro de Apocalipsis. Mencionamos que estos ciclos iban progresando y subiendo en intensidad, pese a que se refieren a los mismos acontecimientos pero desde distintas perspectivas. Al ser este el último ciclo, vemos cómo llegamos al clímax del libro, a su volumen máximo.

El pasaje de hoy nos habla del juicio final, el juicio del gran trono blanco, en el que todos compareceremos ante el Señor. Aquí vemos que no hay lugar para la neutralidad, que toda la humanidad se puede dividir en dos grupos: aquellos que están inscritos en el libro de la vida, y los que no. No hay otro grupo, no es posible estar fuera de esta realidad. Tu nombre y el mío, o están inscritos o no lo están.

Como dice el comentarista Simon Kistemaker, el Señor aquí nos está mostrando “… el fin de la historia del mundo. El plan de Dios ha sido cumplido y todo lo que había que resolver se ha concluido. Ahora Dios llama a todos ante su tribunal y, al abrir los libros, cada uno es juzgado según la justicia divina. La división entre los santos y los incrédulos es irrevocable y definitiva. Aquellos cuyos nombres constan en el libro de la vida están por siempre con el Señor, y los que lo han despreciado quedan por siempre excluidos”.

     I.        El juicio

Imagina que hoy al salir de tu casa, te encontraste con un sobre en tu puerta. Al abrirlo, te das cuenta que es una citación judicial. Estás siendo demandado en un juicio porque te están acusando de cometer un delito. ¿Cómo reaccionarías? Trata de imaginar lo que sentirías en ese minuto en que te das cuenta que tendrás que comparecer ante un juez, y que hay alguien que dice que tiene pruebas en tu contra que pueden condenarte.

Saber que somos demandados en un juicio es una situación que inmediatamente nos angustia. Aunque el juez es un ser humano como nosotros, se trata de alguien que puede decidir sobre nuestra libertad, sobre nuestros bienes, sobre nuestra vida.

Aun así, puedes librarte del juicio, por ejemplo escapando, escondiéndote. O también podrías dilatar el juicio, forzando a que se posponga indefinidamente. También podrías ir a juicio con un buen grupo de abogados, y ganar aunque no tengas la razón. Podrías engañar al juez, podrías engañar a la policía, podrías aferrarte a un resquicio legal que te permita ganar. Incluso podrías ir más allá y coimear al juez para poder ganar.

Puedes pensar en todo esto y decir: “ok, está bien, puedo ponerme en esa situación y sé que sería muy estresante para mí. Lo bueno es que es sólo un caso imaginario, ya que no tengo ninguna demanda en mi contra, no estoy citado a ningún juicio de verdad”.

Sin embargo, hoy estoy aquí para decirte que tú sí estás citado a un juicio. Y no es un juicio ante un tribunal humano, que incluso si te condena con todo el peso de la ley, a lo más podrá sancionarte con cadena perpetua, que dura mientras estés vivo. Incluso, pensemos en un caso más extremo, a lo más podrá sancionarte con pena de muerte, pero no tiene incidencia sobre lo que ocurre después de la muerte. No, no estás citado a un tribunal humano, sino al Tribunal Universal, el Tribunal de Cristo. Y su sentencia no sólo afecta tus bienes, no sólo afecta tu libertad por un tiempo determinado, no sólo afecta tu vida en este mundo. Su sentencia afecta todo tu ser, y por toda la eternidad.

A este juez no lo puedes engañar ni comprar. No acepta coimas, ni se impresiona por tu elocuencia, ni se deja llevar por tus argumentos, no importa qué tan bien puedas construirlos. No puedes dilatar este juicio, ni te puedes escapar o esconder. No puedes despistar a la policía, ni puedes fugarte a otro país. Serás traído ante este tribunal, y no hay nada, absolutamente nada que puedas hacer para evitarlo.

La Escritura habla en numerosas ocasiones de este juicio. Uno de esos pasajes dice:

Porque es necesario que todos nosotros comparezcamos ante el tribunal de Cristo, para que cada uno reciba según lo que haya hecho mientras estaba en el cuerpo, sea bueno o sea malo” 2 Corintios 5:10.

La Escritura nos enseña que un día nos encontraremos frente a frente con el Señor, Creador del universo y de todo lo que hay en él, para dar cuenta de cada cosa que hicimos estando en este cuerpo. No hay nada que podamos hacer que pueda evitar que este momento llegue.

Es un hecho: todos estamos citados a comparecer ante este glorioso y terrible Tribunal, y nadie podrá escapar. Es absolutamente insensato vivir sin considerar que este día llegará, y lo hará cuando no esperemos.

Y de la manera que está establecido para los hombres que mueran una sola vez, y después de esto el juicio” He. 9:27.

Pero Dios, habiendo pasado por alto los tiempos de esta ignorancia, ahora manda a todos los hombres en todo lugar, que se arrepientan;  31por cuanto ha establecido un día en el cual juzgará al mundo con justicia, por aquel varón a quien designó, dando fe a todos con haberle levantado de los muertos” Hch. 17:30-31.

En este sentido, tenemos al menos tres certezas:

  • Un día nos encontraremos con el Juez del universo.
  • Dios juzgará al mundo con justicia, porque Él es justo.
  • Luego de eso entraremos en una eternidad sin posibilidad de retorno, ya sea en la gloria o en la condenación.

Entonces, aunque no sepamos el día y la hora en que esto ocurrirá, aunque nunca pensemos en esto, aunque seamos indiferentes a esta verdad, e incluso aunque ni siquiera creamos en que será así, nosotros estaremos un día delante del Señor Todopoderoso para dar cuenta de nuestras obras. El Señor juzgará a la humanidad con justicia, y allí estaremos tú y yo, con nombre y apellido.

Ahora, si Uds. han presenciado alguna vez un juicio, se darán cuenta que es una instancia muy solemne. Con mucha mayor razón lo será este juicio final y universal, por parte del Juez de todo el universo. Este juicio será un momento de la mayor solemnidad, un momento terrible y a la vez glorioso, un instante lleno de poder y majestad.

La escena es tan grande y temible que Juan evita referirse al Señor por su nombre. Su presencia es tan majestuosa, su poder y su justicia son tan supremos y sublimes, su indignación contra el mal es tan intimidante, que simplemente se refiere a Él como “el que estaba sentado en [el Trono]”.

La misma creación sufrirá un cambio radical. Aquí dice que la tierra y el cielo huyeron del Señor, y no se encontró lugar para ellos, es decir, nunca más volverán a su lugar. Se presentarán eventos catastróficos de dimensiones colosales. No es que se eliminen la tierra y el cielo, sino que serán renovados completamente. La vieja creación sujeta a corrupción será reemplazada por la nueva creación, llena de gloria. La creación actualmente gime con dolores de parto, esperando esta redención. Será liberada del pecado, la muerte y la corrupción, y ese proceso será como un parto: la tierra será conmovida, sufrirá fuertes cambios, pero el resultado será maravilloso.

Pero el juicio coincidirá con este momento de extremo cambio en la creación, donde la vieja tierra dará sus últimos gritos de lamento, con grandes cataclismos y fenómenos naturales impresionantes. El mismo Apocalipsis, en otro pasaje, nos dice que en este momento de juicio “el cielo se desvaneció como un pergamino que se enrolla; y todo monte y toda isla se removió de su lugar” (6:14).

El Apóstol Pedro dice: “Pero el día del Señor vendrá como un ladrón. En aquel día los cielos desaparecerán con un estruendo espantoso, los elementos serán destruidos por el fuego, y la tierra, con todo lo que hay en ella, será quemada” (2 P. 3:7).

Hablamos, entonces, de un evento de alcances universales, que envuelve toda la creación, y en el que el pecado, la corrupción y la muerte serán enfrentados de forma definitiva por el Señor, quien hará nuevas todas las cosas en un acto poderoso y sobrenatural, redimiendo completamente a los suyos y condenando irreversiblemente a los rebeldes. Este juicio es monumental, y estará acompañado de todas estas manifestaciones colosales. Así será el día en que el Señor sellará el destino eterno de cada uno de nosotros.

Aquí se nos muestra ya al Juez sentado en su trono para juzgar. Está todo listo y dispuesto, la sentencia se dictará y se ejecutará sin tardanza. No hay nada que apelar, no se puede interponer ningún recurso contra la sentencia. Es el juicio final, es el juicio definitivo, no hay más después de esto, la sentencia se impondrá y no habrá quién pueda impedir que se cumpla.

   II.        El Juez

Desde luego, la solemnidad, la majestad y la gloria de este momento se explican al saber quién es el Juez, que no es otro que el Señor Jesucristo. ¿Cómo lo sabemos?

Ya leímos en 2 Corintios que a este juicio se le llama también “El Tribunal de Cristo”, lo que nos dice que es el Hijo de Dios quien juzgará. También vemos lo que Él mismo dijo:

Cuando el Hijo del Hombre venga en su gloria, y todos los santos ángeles con él, entonces se sentará en su trono de gloria, 32 y serán reunidas delante de él todas las naciones; y apartará los unos de los otros, como aparta el pastor las ovejas de los cabritos. 33 Y pondrá las ovejas a su derecha, y los cabritos a su izquierda” Mt. 25:31-33.

Se nos dice que es un trono grande y blanco. Que sea un “gran” trono, nos habla de la majestad de quien se sienta en Él, de su poder eterno, infinito, grandioso, imposible de medir por su inmensidad. También tiene que ver con la grandeza del juicio que se realizará: es un juicio universal, que involucra a todos los seres humanos que vivieron alguna vez sobre la faz de la tierra, y es un juicio que tiene alcances eternos, que tiene efectos que se extenderán por los siglos de los siglos, es un juicio irreversible, permanente.

Que sea “blanco” tiene que ver con la pureza y santidad de Cristo, que lo llevan a ser el Juez por excelencia. Pero especialmente aquí, el color blanco nos indica una justicia perfecta, sin ninguna mancha. Como dice el cántico que entonan los santos en el Cielo, “Ciertamente, Señor Dios Todopoderoso, tus juicios son verdaderos y justos” (Ap. 16:7). Nadie puede reprochar a Dios que sus juicios son injustos, que fue abusivo con su poder o que le tembló la mano por ser muy blando. No, sus juicios son verdaderos y justos, todos ellos perfectos, su Trono es blanco.

Ciertamente toda la Biblia nos dice que Jesucristo no sólo es un hombre, sino que también es Dios en todo el sentido de la Palabra. Pero especialmente Apocalipsis está lleno de ejemplos claros de que Jesucristo es Dios. Es Él quien tiene la facultad de juzgar a los vivos y a los muertos, quien impondrá la sentencia definitiva sobre toda la humanidad, quien se sienta en este gran trono blanco universal a decidir el destino eterno de los hombres, mientras toda la creación es renovada. Esto puede hacerlo única y exclusivamente Dios, nuestro Señor Jesucristo es Dios soberano.

Y ¿Cómo es este Jesucristo, quien nos juzgará?

1) Es un Dios todopoderoso: El Dios con el que nos hemos de encontrar es ilimitado y grandioso en poder. La Escritura nos da algunos ejemplos de su poder:

Dio él su voz, se derritió la tierra” Sal. 46:6

Sus relámpagos alumbraron el mundo;      La tierra vio y se estremeció.  5 Los montes se derritieron como cera delante de Jehová,      Delante del Señor de toda la tierra.  6 Los cielos anunciaron su justicia,      Y todos los pueblos vieron su gloria” Sal. 97:4-6

Es este Dios con el que nos encontraremos: el que derrite la tierra y las montañas con su sola voz, el que hace salir fuego consumidor de su boca y hace que se estremezcan los cimientos de los montes con su indignación. Eso explica que cuando se siente en su Trono para juzgar a los vivos y a los muertos, de Él huirán “la tierra y el cielo”.

2) Es un Dios que todo lo sabe: El Señor está en conocimiento de todo lo que hayamos hecho, dicho o pensado. Por eso no podemos engañarlo, ni podemos escondernos de su presencia, ni burlar su juicio.

Porque nada hay encubierto, que no haya de descubrirse; ni oculto, que no haya de saberse. 3 Por tanto, todo lo que habéis dicho en tinieblas, a la luz se oirá; y lo que habéis hablado al oído en los aposentos, se proclamará en las azoteas” Lc. 12:2-3

En aquél día, ante una multitud incontable, todas nuestras obras y pensamientos, hasta los más íntimos, serán revelados. Por tanto, es insensato pensar que basta con mantener una moralidad externa, amando el pecado en lo íntimo cuando supuestamente nadie nos ve, y sólo lamentándonos si alguien nos descubre. El que esto piensa menosprecia a Dios, ya que para Él lo mismo son las tinieblas que la luz. Por algo dice Pablo que “Dios juzgará por Jesucristo los secretos de los hombres” (Ro. 2:16). Dios, entonces, ama “la verdad en lo íntimo” (Sal. 51:6). Es en lo íntimo donde se prueba la fe de un cristiano, en lo íntimo es donde se puede apreciar nuestra estatura espiritual.

3) Es un Dios que odia el pecado: Nuestro problema es que Dios es bueno, y nosotros no lo somos. El Señor es bueno, es santo, es justo, es puro. Él odia la maldad, Él no es neutral, a Él no le da lo mismo. Él realmente aborrece el mal y a quienes lo practican. Para saber que Dios aborrece el pecado basta mirar a la cruz y al lago de fuego. En una y en otro, se despliega la ira eterna de Dios contra el pecado. No debemos olvidar que Cristo soportó efectivamente la ira eterna de Dios, en lugar de los que por Él se acercan al Padre. Sólo así es posible lo que dice en Ro. 5:9 “por él seremos salvos de la ira”, y esto porque Él la soportó en lugar de nosotros los que creemos.

El lago de fuego, por otra parte, es el lugar donde recibirán su pago quienes rechazaron a Cristo y no se sometieron a Dios. Ellos deberán soportar la ira de Dios por sí mismos, por toda la eternidad. Ya lo hemos dicho antes, ningún pecado quedará sin castigo. O lo pagó Cristo en tu lugar, o deberás pagarlo tú mismo con la muerte eterna en el lago de fuego.

Con este Dios nos encontraremos. Por más que el cristianismo moderno haya suavizado estas verdades bíblicas, la Palabra de Dios permanece para siempre, y sólo ella debe determinar lo que creemos y vivimos.

Todo esto debe llevarte a meditar: ¿Cómo ves a Dios? ¿Qué concepto tienes de Él? Dios no es como tu papá terrenal. Quizá tu papá terrenal te ordenaba algo, y decía que te castigaría si desobedecías, pero luego cuando desobedecías no te hacía nada. Dios no es así. Él es justo, Él ejecutará su castigo sobre los que vivieron en desobediencia. Quizá tú podías manipular a tu papá, y torcer su voluntad. Él te había ordenado algo, o te había dicho que lo correcto era una cosa, pero insististe y lo convenciste para que te dejara hacer lo que querías. Dios no es así, su voluntad permanece para siempre, tú no puedes hacer que Él vea el pecado como algo bueno, como algo aceptable, como algo tolerable. Él no tolerará ni el más mínimo pecado, ni el que nos parezca más insignificante. Todo pecado se paga con la muerte eterna. Puede ser incluso que tu papá haya sido alguien pasivo, que no te enseñó sobre la verdad el error, sobre el bien y el mal, y te dejó hacer lo que mejor te pareció. Dios no es así, Él nos ha dejado su voluntad, y todo aquel que la desobedezca recibirá justo castigo por su rebelión.

¿Qué concepto tienes de Dios? Quizá dices: “ok, Dios ha dicho esto, pero no creo que Él quiera mandarme al lago de fuego por este pecado tan pequeño”. O puede ser que digas: “ok, si veo mi vida en general, soy una persona que sirve a Dios. Incluso voy todos los domingos a la iglesia. Él entenderá que soy humano, y como tal puedo tener pecados de vez en cuando”. No, Dios no es así, Él odia el pecado, no lo tolera en lo más mínimo, ni le parece justificable, ni excusable, ni tolerable. No juegues con el pecado, jugar con el pecado es jugar con fuego, literalmente. El destino de los que juegan con el pecado es el lago de fuego. El destino de los que minimizan la santidad de Dios, de los que creen que Dios es como ellos y que pueden convivir tranquilamente con su pecado, sin luchar a muerte contra Él; es el lago de fuego.

  III.        Los comparecientes

Ya lo hemos dicho, todos compareceremos ante este Tribunal. Este es un pasaje de la Biblia en el que salimos todos nosotros, allí donde dice: “vi a los muertos, grandes y pequeños, de pie ante Dios; y los libros fueron abiertos, y otro libro fue abierto, el cual es el libro de la vida; y fueron juzgados los muertos por las cosas que estaban escritas en los libros, según sus obras” (v. 12). Todos, grandes y pequeños, niños y adultos, jóvenes y viejos, ricos y pobres, esclavos y libres, hombres y mujeres, de toda tribu, pueblo, lengua y nación; todos los seres humanos que hayan existido alguna vez estaremos allí.

Seremos juzgados por lo que está escrito en los libros del Señor. Que el Señor tenga libros nos da a entender que Él lleva registro de todo, que Él guarda memoria perfecta de todas las cosas. Él tiene evidencia sobre nosotros, y en ese día todo lo que hayamos dicho, lo que hayamos hecho, lo que hayamos pensado e incluso lo que no hicimos y que debíamos hacer, estará escrito en esos libros que se abrirán.

No importa el lugar o las condiciones en que se haya muerto, ni el estado de descomposición del cadáver, ni la tumba en la que uno haya sido sepultado; ese día seremos llevados ante su presencia. El mar, que fue el sepulcro oscuro y profundo de muchos seres humanos, devolverá a sus muertos. Esto es muy significativo, porque para los antiguos –y también para nosotros- la sepultura era muy importante. Si un cuerpo no era sepultado, era señal de maldición, ya que las bestias salvajes y las aves carroñeras podían comer el cadáver, lo que era una gran humillación. Si alguien moría en el mar, era tragado por las aguas y su cuerpo no se podía recuperar. Simplemente se perdía en la inmensidad. Pero el mar devolverá a las millones de personas muertas en naufragios, por inmersión o arrojadas allí por criminales. Lo mismo ocurrirá con la muerte y el Hades, devolverán a sus muertos.

Esto nos dice que aquellos que estén vivos para ese momento se encontrarán directamente con la realidad del juicio; y quienes hayan muerto antes, serán vueltos a la vida para comparecer ante este tribunal y ver sellado su destino eterno. Todos estaremos allí, en cuerpo y alma ante este tribunal.

Debemos recordar que al inicio de Apocalipsis, Cristo dijo tener las llaves de la muerte y el Hades. Las llaves en Apocalipsis simbolizan autoridad: Él conquistó a la muerte y el Hades al resucitar de entre los muertos. La muerte es un estado, y el Hades es el lugar donde moran los espíritus de quienes han muerto sin Cristo, en espera de esta resurrección que ocurrirá el día del juicio, en donde volverán a la vida para ser condenados.

La muerte y el Hades serán echados al lago de fuego, pues ya no sirven para nada. La Escritura dice que Jesús participó de nuestra condición humana “para anular, mediante la muerte, al que tiene el dominio de la muerte —es decir, al diablo—, 15 y librar a todos los que por temor a la muerte estaban sometidos a esclavitud durante toda la vida” (He. 2:14-15). Luego de este juicio ya nadie morirá, ya que o moraremos eternamente con Cristo en la gloria, o sufriremos eternamente en el lago de fuego. Ya no hay muerte, ni lugar de espera. Esta es la muerte segunda, la muerte definitiva, la condena eterna.

El cielo y el infierno, entonces, son realidades eternas. Nuestro paso por esta tierra es apenas un suspiro comparado con la eternidad. Por tanto, es por completo insensato vivir con los ojos puestos en esta tierra, como si esta fuera la realidad definitiva. Lo sabio es vivir con los ojos en la realidad del juicio y de la eternidad, que sí es la realidad definitiva. Es inútil querer suavizar esta realidad. En este momento, lo más probable es que tu mente esté llena de argumentos y objeciones, tratando de hacer menos cruda y más llevadera esta verdad ineludible. Pero ¡Debes luchar contra esos pensamientos! Ellos sólo endurecerán tu corazón, e impedirán la obra de la Palabra de Dios en tu vida. Cualquier idea que intente distraerte de esta realidad es una mentira, como aquella con que la serpiente engañó a Eva, cuando dijo: “no moriréis” (Gn. 3:4).

El mensaje, entonces es que la preparación es esencial, porque viene el tiempo cuando ya no será posible prepararse; la puerta estará cerrada. Si vives una vida apartada de Cristo, rechazando creer en Él y obedecer su Palabra, piensa que en este momento querrás arrepentirte y no podrás. Ya no hay vuelta atrás, en el juicio ya no hay oportunidad para arrepentirse. Ese tiempo ya pasó. Por eso la Escritura dice “Busquen al Señor mientras puede ser hallado, Llámenlo en tanto que está cerca. 7 Abandone el impío su camino, Y el hombre malvado sus pensamientos, Y vuélvase al Señor, Que tendrá de él compasión, Al Dios nuestro, Que será amplio en perdonar” Is. 55:6-7. Y esto lo dice porque vendrá un tiempo en que Él no podrá ser hallado, en que Él no estará cerca, ni escuchará los ruegos. Ya no habrá espacio para la compasión y el perdón, se cerrarán las puertas de la gracia y la misericordia; y cada uno recibirá por toda la eternidad lo que merezcan sus obras.

Y aquí debemos destacar algo: lo decisivo es si estamos o no inscritos en el libro de la vida (v. 15). Si alguien va al lago de fuego, será por sus propias obras, y todo aquel que no esté en Cristo tendrá ese destino. Pero si alguien está en el libro de la vida, es única y exclusivamente por la obra de Cristo. Él tomó sobre sí la condena por nuestros pecados, y concedió a los creyentes su propia justicia perfecta.

Tú y yo merecemos ser declarados culpables, y nuestras obras nos condenan, pero sólo la fe en Cristo y la obra que Él hizo en nuestro favor pueden hacer que ese día la sentencia que recaiga sobre nosotros diga no sólo “absuelto”, ni siquiera “inocente”, sino que dirá “justo”, porque no serán nuestras propias obras las que nos absolverán, sino la justicia perfecta de Cristo: “¿Quién acusará a los que Dios ha escogido? Dios es el que justifica. 34 ¿Quién condenará? Cristo Jesús es el que murió, e incluso resucitó, y está a la derecha de Dios e intercede por nosotros” Ro. 8:33-34.

Este pasaje exalta a Cristo como Rey glorioso, como Juez universal, pero también como Salvador de quienes están inscritos en el libro de la vida, ya que merecían la muerte eterna pero han recibido vida eterna. Eran enemigos de Dios, pero han sido hechos hijos de Dios. Comían en el vertedero inmundo de sus pecados, y ahora están sentados en la mesa del Señor. La diferencia no la hacemos nosotros, sino el amor eterno de Jesucristo y su obra en nuestro favor.

Y tu nombre, ¿Es de los que está en el libro de la vida? Si eres de aquellos que viven con excusas a la hora de servir al Señor, si pareciera que haces un favor al Señor cuando lo adoras o sirves a los hermanos, si no deseas la comunión con Cristo y la congregacional, si relativizas la Palabra de Dios y constantemente ves la manera de hacer lo que tú quieras y no lo que Dios ha ordenado, si no te molesta la presencia de los pecados en tu vida; tienes todas las razones para pensar que tu nombre no está en el libro de la vida, y necesitas desesperadamente a Cristo. En contraste, aunque luches a cada instante con tu pecado, aunque te sepas imperfecto y lleno de maldad incluso cuando te dedicas a servir al Señor, aunque dudes de tu salvación y te cueste creer que Dios puede amarte, si has creído verdaderamente en Cristo, si has confiado en Él como el Señor y Salvador, puedes tener paz y confiar en que tu nombre está escrito en ese libro.

El día de este gran juicio final viene, este es un llamado urgente a venir a Cristo y rendirse a su señorío.

Si hemos hablado de lo terrible que será ese día, no es para permanecer en el miedo y el terror, sino para arrojarse a los pies de Cristo, perseverar en su gracia y confiar en sus promesas. No sólo temamos ese día, sino esperémoslo con ansias, sabiendo que “el que creyere en él, no será avergonzado” (Ro. 9:33).