Por Álex Figueroa F.

Texto base: Ap. 21:1-6a

Nos encontramos en la etapa final del libro de Apocalipsis, ya viendo más claramente la victoria del Señor y sus gloriosas consecuencias no sólo para nuestras vidas, sino en toda la creación.

Pero recordemos brevemente cuál es el contexto del pasaje que nos corresponde ver hoy. En los capítulos anteriores el Señor juzgó y derrocó a Babilonia, destruyéndola por completo y dejándola en ruinas. Recordemos que Babilonia es una ciudadanía espiritual, es el país de todos aquellos que son rebeldes al Señor y su voluntad, el sistema mundial de maldad y desobediencia, es la ciudad del pecado. Como hemos dicho, es lo opuesto a la Nueva Jerusalén, que es la ciudadanía espiritual del pueblo de Dios, de todos quienes han creído en Cristo, siendo redimidos por su sacrificio.

Luego de relatar la destrucción de Babilonia, el Señor también nos mostró una batalla universal, en la que venció a la bestia y al falso profeta, es decir, el gobierno del mal, el sistema de dominio político, ideológico, económico, filosófico, en fin; todo el sistema de poder humano organizado en oposición al Señor y a su Palabra. Entonces, estos enemigos también fueron derrotados, y lanzados al lago de fuego.

También el Señor mostró al Apóstol Juan cómo el mismo satanás fue completamente derrotado, junto con sus seguidores, siendo lanzado al lago de fuego para castigo eterno.

Por último, el Señor nos llevó a la escena del juicio final, el Juicio del Gran Trono Blanco, en el que juzgará a todo ser humano que haya pisado la tierra, cualquiera sea su condición. Todos compareceremos ante ese glorioso y terrible Tribunal, para dar cuenta de lo que hayamos hecho mientras estuvimos en esta tierra, sea bueno o sea malo. Esta visión terminó diciendo: “Y la muerte y el Hades fueron lanzados al lago de fuego. Esta es la muerte segunda. 15 Y el que no se halló inscrito en el libro de la vida fue lanzado al lago de fuego” (Ap. 20:14-15).

Debemos aclarar aquí que todo lo que hemos mencionado, es decir, la victoria final del Señor sobre todos y cada uno de sus enemigos, y el juicio final, forman parte de un solo gran evento final, donde que corresponde a la consumación de todas las cosas. Como ya hemos dicho, Apocalipsis nos cuenta los mismos eventos desde distintas perspectivas, y esto es lo que ha ocurrido aquí; se nos ha contado la victoria final del Señor sobre sus enemigos y el juicio final desde distintas ópticas, pero es un solo gran evento final. Su victoria y su juicio universal están íntimamente relacionados.

Y como hemos dicho antes, lo que nos está contando el Señor aquí es cómo Él extirpará el mal de la tierra, cómo Él borrará todo rastro de pecado y quitará sus consecuencias que ensombrecieron la creación con muerte y corrupción.

Una vez que el Señor ha consumado su victoria sobre sus enemigos y ha quitado el mal de la Creación, muestra al Apóstol Juan cómo el Cielo y la tierra serán renovados, cómo el universo será transformado, redimido, restaurado, recuperado luego de haber estado bajo la corrupción y contaminación del pecado. Es en esta renovación que nos concentraremos hoy.

     I.        ¿Por qué la tierra necesita ser renovada?

Para entender este pasaje debemos ir hacia atrás, tan atrás como el libro de Génesis. Nos pasamos a la otra tapa de nuestras Biblias. Y es que debemos recordar que el Señor creó los cielos y la tierra, que al mencionarse juntos en la Escritura se refieren a todo el cosmos, el universo, la creación completa del Señor.

El Señor puso al ser humano como administrador de su creación. Dice la Escritura: “Dios creó al hombre a imagen Suya, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó. 28 Dios los bendijo y les dijo: “Sean fecundos y multiplíquense. Llenen la tierra y sométanla. Ejerzan dominio sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo y sobre todo ser viviente que se mueve sobre la tierra.” 29 También les dijo Dios: “Miren, Yo les he dado a ustedes toda planta que da semilla que hay en la superficie de toda la tierra, y todo árbol que tiene fruto que da semilla; esto les servirá de alimento. 30 Y a todo animal de la tierra, a toda ave de los cielos y a todo lo que se mueve sobre la tierra, y que tiene vida, les he dado toda planta verde para alimento.” Y así fue” (Gn. 1:27-30).

Aquí en el huerto del Edén se daba la definición perfecta del reino de Dios: el pueblo de Dios, bajo el gobierno de Dios, en el lugar que Dios dispuso para estar en comunión con él. No había separación entre el hombre y Dios, la presencia gloriosa de Dios cubría la tierra, la tierra y el cielo, que es el lugar en el que habita el Señor, estaban en unidad.

Sin embargo, nuestros padres Adán y Eva desobedecieron al Señor, con lo que el pecado entró a la tierra, y con él, la muerte y la corrupción. Ahora había enfermedad, había dolor, había llanto, había cansancio y fatiga, despropósito, dificultades, sufrimiento y agonía. El ser humano murió espiritualmente, lo que trajo como consecuencia que todo su ser se contaminara con esta muerte, con la rebelión en contra del Señor, nos volvimos esclavos del pecado, servidores de la maldad y de la injusticia, aborrecedores de Dios y enemigos unos de otros. Se creó un abismo inmenso entre el ser humano y Dios, de tal manera que ya no podemos encontrar al Señor por nuestra cuenta, no podemos llegar a Él por nuestros medios, no podemos recuperar la comunión íntima con el Creador por nuestra propia voluntad.

Todo esto es lo que se conoce como “La Caída”. Desde ese momento somos seres caídos, muertos y corruptos espiritualmente. Esto es lo que nos dice la Escritura: “pues todos han pecado y están privados de la gloria de Dios” (Ro. 3:23).

Ahora, lamentablemente, no sólo nosotros como seres humanos fuimos esclavizados a la muerte y la corrupción, sino que también la Creación cayó junto con nosotros. El Señor dijo a Adán: “Por cuanto has escuchado la voz de tu mujer y has comido del árbol del cual te ordené, diciendo: ‘No comerás de él,’ Maldita será la tierra por tu causa; Con trabajo (dolor) comerás de ella Todos los días de tu vida. 18 Espinos y cardos te producirá, Y comerás de las plantas del campo. 19 Con el sudor de tu rostro Comerás el pan Hasta que vuelvas a la tierra, Porque de ella fuiste tomado; Pues polvo eres, Y al polvo volverás” (Gn. 3:17-19).

El hombre pecó, lo que no significó perder el dominio sobre la tierra y el mandato de administrarla, pero tanto él como la tierra están bajo maldición. Entonces, si la caída tuvo dimensiones cósmicas, abarcando no sólo al hombre sino a toda la Creación, la victoria de Cristo debe tener estas mismas dimensiones cósmicas. Por tanto, su victoria final no sólo implica librarnos de la muerte eterna y eliminar la muerte física, sino también restaurar la creación que está bajo nuestra administración, renovarla, redimirla. Así se eliminan todas las consecuencias del pecado del hombre: su muerte y la maldición sobre la creación.

Entonces, la Creación, tanto como nosotros, necesita ser transformada, restaurada. Tenemos una visión muy miope si limitamos la redención sólo a nosotros como seres humanos. La Escritura es clara en cuanto a que la redención que Cristo realizará va a abarcar toda la Creación: “Porque el anhelo profundo de la creación es aguardar ansiosamente la revelación de los hijos de Dios. 20 Porque la creación fue sometida a vanidad, no de su propia voluntad, sino por causa de Aquél que la sometió, en la esperanza 21 de que la creación misma será también liberada de la esclavitud de la corrupción a la libertad de la gloria de los hijos de Dios. 22 Pues sabemos que la creación entera gime y sufre hasta ahora dolores de parto. 23 Y no sólo ella, sino que también nosotros mismos, que tenemos las primicias del Espíritu, aun nosotros mismos gemimos en nuestro interior, aguardando ansiosamente la adopción como hijos, la redención de nuestro cuerpo” (Ro. 8:19-23).

Si miramos al universo, vemos tanto orden que no podemos negar que ha sido Creado, que hay un Dios que ha hecho todas las cosas; pero también vemos tanto caos que no podemos negar que necesita redención. Y esa redención sólo puede efectuarla el mismo Señor que hizo todas las cosas, quien gobierna el universo, el soberano de la Creación.

   II.        El anuncio de restauración

Desde este momento de la caída, toda la Escritura se trata de cómo el Señor promete y anuncia la restauración de todas las cosas, de cómo Él en su misericordia rescata a un pueblo de entre la humanidad caída, y cómo logra su victoria sobre sus enemigos y extirpa el mal de la Creación. De hecho, este es también el tema central del libro de Apocalipsis, y hoy estamos viendo cómo su victoria se consuma en la renovación de todas las cosas.

De hecho, tan pronto como el Señor pronuncia su sentencia sobre Adán y Eva por haber desobedecido, promete que habrá un nacido de mujer que vencerá sobre la serpiente: “Pondré enemistad Entre tú y la mujer, Y entre tu simiente y su simiente; él te herirá en la cabeza, Y tú lo herirás en el talón” (Gn. 3:15).

Desde ahí en adelante, toda el Antiguo Testamento anuncia la venida de este Redentor. Se le llama el Mesías, el Hijo de David, el Hijo del Hombre. Se anuncia que vendrá un descendiente de David que ocupará su Trono para siempre, y el profeta Daniel nos dice que el reino de este Rey derrocará a todos los reinos de la tierra, y se establecerá eternamente. Este Rey gobernaría con justicia, sería llamado “Admirable, Consejero, Dios Fuerte, Padre Eterno, Príncipe de Paz” (Is. 9:6). Es más, la Escritura dice: “Una virgen concebirá y dará a luz un hijo, y Le pondrá por nombre Emmanuel (Dios con nosotros)” (Is. 7:14). Es decir, se anuncia que este Redentor que vendría sería Dios mismo habitando entre nosotros.

El mismo Isaías nos cuenta en el cap. 53 que este Redentor sufriría llevando los males de su pueblo sobre sí, sufriendo el castigo por los pecados de su pueblo. Por eso el Señor Jesucristo explicó a los que iban camino a Emaús (Lc. cap. 24) que todo el Antiguo Testamento habla de su persona, anuncia su venida.

En el Antiguo Testamento, entonces, la venida de este reino en el que todas las cosas serían restauradas, es inseparable de la venida del Mesías. En otras palabras, la esperanza de la venida del reino de Dios es la misma esperanza en la venida del Mesías. Y esta esperanza se ve plenamente cumplida con la venida de Cristo. Al comenzar su ministerio, Él dice: “El tiempo se ha cumplido,” decía, “y el reino de Dios se ha acercado; arrepiéntanse y crean en el evangelio” Mr. 1:15).

Es decir, con Cristo se inaugura la era del reino, el reino vino con Él en su primera venida. En Mt. 12:28 el Señor Jesús dijo: “el reino de Dios ha llegado a ustedes”. Él vino a este mundo caído, corrompido por el pecado, a redimirlo de las obras del diablo. Por eso dice la Escritura: “Para esto apareció el Hijo de Dios, para deshacer las obras del diablo” (1 Jn. 3:8). El reino de Dios llegó con Cristo al mundo. Junto con Cristo, vino su reino.

Cuando comenzó su ministerio, el Señor Jesús dijo: “El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha ungido para anunciar buenas nuevas a los pobres. Me ha enviado a proclamar libertad a los cautivos y dar vista a los ciegos, a poner en libertad a los oprimidos, a pregonar el año del favor del Señor” (Lc. 4:18-19). Él vino a redimir este mundo, a liberar a este mundo de la presencia y la condenación del pecado.

Con Él vino su reino, y esto comenzó a manifestarse en que los ciegos veían, los sordos oían, los cojos andaban, los cautivos eran liberados, el evangelio de su reino era predicado. Todos estos milagros y señales eran una sinopsis, un anticipo de la restauración de todas las cosas que ocurrirá cuando Cristo regrese. Estos milagros eran señales temporales, porque todos estos ciegos, sordos, cojos y endemoniados iban a morir; pero ellos ya nos dicen que con la primera venida de Cristo algo cambió para siempre: el reino de los cielos se acercó, vino al mundo con Cristo, la era del reino fue inaugurada, aunque falta su consumación final.

Es Cristo, entonces, el único camino para volver al Creador. Es el mismo Dios hecho hombre, quien en su misericordia nos proveyó un medio para volver a Él. Se hizo uno de nosotros y vino donde nosotros estábamos, para poder llevarnos a donde Él está. Nosotros, que estábamos separados de Dios y no podíamos volver a Él por nuestra cuenta, dependíamos enteramente de su misericordia, de que Él nos proveyera un medio para regresar a Él, y ese camino es Jesucristo.

Por eso el Apóstol Pablo dice que “Dios estaba en Cristo reconciliando al mundo con El mismo, no tomando en cuenta a los hombres sus transgresiones” (2 Co. 5:19). El Señor Jesús es el único camino para poder reconciliarnos con Dios, es el camino, la verdad y la vida.

Y como dijimos, con su venida se inauguró la era del reino de Dios, ahora por medio de Él podemos tener entrada a este reino y disfrutar de sus bendiciones, pero aún falta que este reino se manifieste de forma completa, que se establezca de forma definitiva, aún falta que se revelen todas sus bendiciones. Somos parte de Él, pero aún no llega su estado final.

Vivimos, entonces, en una tensión entre el “ya” y el “todavía no”. Ya estamos en el reino, pero todavía no se ha establecido de manera definitiva. Ya fuimos regenerados por el Espíritu Santo, pero todavía no somos transformados por completo conforme a la imagen de Cristo. Ya fuimos salvados de la condenación del pecado, pero todavía no somos libres de su presencia en nuestras vidas. Ya somos parte de su pueblo, pero todavía no estamos ante su presencia gloriosa en la eternidad.

Por eso dice el Apóstol Juan: “Queridos hermanos, ahora somos hijos de Dios, pero todavía no se ha manifestado lo que habremos de ser. Sabemos, sin embargo, que cuando Cristo venga seremos semejantes a él, porque lo veremos tal como él es” (1 Jn. 3:2).

Esta misma tensión la vemos en el libro de Apocalipsis, donde se muestra a la iglesia de Jesucristo como salvada, segura en Él y destinada a la gloria futura, pero todavía sujeta al sufrimiento y la persecución en tanto no venga Cristo a establecer su victoria final.

Y Jesucristo mismo es la garantía de que todas las cosas serán restauradas: “Lo cierto es que Cristo ha sido levantado de entre los muertos, como primicias de los que murieron... 22 Pues así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos volverán a vivir, 23 pero cada uno en su debido orden: Cristo, las primicias; después, cuando él venga, los que le pertenecen. 24 Entonces vendrá el fin, cuando él entregue el reino a Dios el Padre, luego de destruir todo dominio, autoridad y poder. 25 Porque es necesario que Cristo reine hasta poner a todos sus enemigos debajo de sus pies” (1 Co. 15:20, 22-25).

  III.        ¿Qué significa que sea renovada?

Entonces, ya que tenemos este marco general, podemos darnos cuenta de que lo que observa Juan en esta visión es la restauración final de todas las cosas, el establecimiento final de este reino que fue inaugurado con la primera venida de Cristo. Es el punto cúlmine de la historia, la meta a la que se dirige todo el mensaje de la Biblia, la victoria gloriosa y definitiva de Jesucristo y la glorificación de su pueblo, es decir, el momento en que su Iglesia, sus redimidos, entran en la gloria eterna y toda la creación es restaurada, transformada, renovada.

Y sabemos que la Iglesia se encuentra en este lugar glorioso porque se menciona a la santa ciudad, la Nueva Jerusalén dispuesta como una esposa preparada, arreglada hermosamente para su marido. Mientras Babilonia se describe como la gran ramera, la ciudadanía de los rebeldes; esta santa ciudad es el pueblo de Dios, los redimidos de Cristo, aquellos que han sido salvados y nacidos del Espíritu Santo. Y este pueblo redimido se encuentra aquí disfrutando de su gloria final y definitiva, de su maravillosa comunión eterna con su Creador y Salvador. Hablaremos más de la Nueva Jerusalén en un próximo mensaje.

Pero ¿Qué significa que hablemos de cielo nuevo y tierra nueva? ¿Será que lo que hoy existe se irá al tacho de la basura y el Señor hará todo de nuevo? No, no es eso. Es más bien una transformación, una renovación. Las ilustraciones nunca son perfectas, pero podemos graficar esto con lo que ocurre con una casa. Imaginemos una hermosa casa, que de pronto es tomada por un grupo de delincuentes, y se deteriora rápidamente. Sus murallas son ralladas, se llenan de grietas y forados, su cielo raso se cae a pedazos, se destruye parte del tejado, el jardín se marchita por completo, las ventanas están rotas, el piso absolutamente sucio y deteriorado, y las puertas se salen de sus quicios. Pero el dueño de esta casa decide restaurarla por completo. No demolerla ni darla por perdida, sino restaurarla, renovarla. Y eso es lo que hace, expulsa a los delincuentes, se dedica a reparar todos los daños y a realizar todos los arreglos necesarios, y la casa vuelve a ser hermosa y deslumbrante. Esto puede servir como ilustración de lo que el Señor hará con su Creación.

Entonces, no hay ruptura total entre lo nuevo y lo viejo. Es una renovación, una transformación. La gracia no destruirá la Creación, sino que la restaurará, la redimirá, la limpiará del pecado para que pueda alcanzar la meta para la cual fue creada, que es ser llena de la gloria de Dios.

Recordemos que nuestra resurrección es un anticipo de lo que ocurrirá. Nosotros no seremos eliminados y creados de nuevo. El Señor no se hará un nuevo pueblo, sino que transformará a los suyos, los renovará con su poder glorioso.

Y se dice que el mar no existirá más. ¿A qué se refiere esto? Se refiere a que habrá perfecta paz. “El mar es el emblema de inquietud y conflicto. Las aguas rugientes, turbulentas, agitadas y tempestuosas, las olas combatiéndose siempre las unas a las otras, simbolizan las naciones del mundo en sus conflictos e inquietudes… Es el mar de donde sube la bestia” (William Hendriksen). Entonces, en la Creación redimida no habrá este caos, este conflicto angustiante, sino que habrá paz perfecta garantizada por el Príncipe de Paz.

Considerando todo lo dicho, tenemos que desmentir un mito: muchas veces se piensa que la gloria consiste en que estaremos en un cielo, un lugar en el espacio lejano, en el más allá, recostados en las nubes. No, estaremos en la tierra, que será también el cielo porque ambas cosas serán una. Y será así porque el cielo es el lugar en el que se encuentra la presencia gloriosa de Dios, y ese lugar se hará uno con la tierra, ya no habrá separación entre la tierra y la presencia gloriosa de Dios. Esa separación que fue introducida por el pecado, ya no será más.

Por eso dice nuestro pasaje que “El tabernáculo de Dios está entre los hombres, y El habitará entre ellos y ellos serán Su pueblo, y Dios mismo estará entre ellos” (v. 3), es decir, el Señor armará su tienda, su casa entre los hombres y habitará directamente con ellos. ¿Nos parece conocido esto? Sí, cuando el Apóstol Juan dice sobre la primera venida de Cristo: “Y el Verbo se hizo hombre y habitó [tabernaculizó] entre nosotros. Y hemos contemplado su gloria, la gloria que corresponde al Hijo unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad”. Una vez más vemos cómo la primera venida de Cristo es un anticipo de esta restauración final, es la inauguración de la era del reino, de los últimos tiempos.

Entonces, también debemos desmentir eso que se dice mucho entre los creyentes, que esta tierra simplemente será quemada y destruida así que la iglesia debe dedicarse simplemente a esperar que la vengan a sacar de aquí. La Escritura es clara en varios pasajes, en cuanto a que la tierra será el lugar en que habitaremos:

Pero los humildes poseerán la tierra” Sal. 37:11a.

Bienaventurados los mansos, porque ellos recibirán la tierra por heredad” Mt. 5:5

Aquí, entonces, recordemos lo dicho al principio sobre el reino de Dios. Cuando el Señor restaure todo, volverá a darse esa definición perfecta de reino de Dios que veíamos en el Edén: el pueblo de Dios estará perfectamente bajo el gobierno de Dios, en el lugar que Dios dispuso para su comunión con él. El paraíso que había sido perdido, ahora será recuperado.

Todo esto lo hará el Señor y únicamente el Señor. No es el hombre el que conseguirá un mundo nuevo por medio de la virtud y la educación, como enseña el humanismo. No es el hombre el que logrará un paraíso terrenal de igualdad material, como enseña el socialismo. No podemos salvarnos a nosotros mismos, nuestra única esperanza de salvación y redención es Cristo, y es a través de Él y por su obra que se producirá esta renovación de todo. Es Él quien dice: “He aquí, yo hago nuevas todas las cosas. Y me dijo: Escribe; porque estas palabras son fieles y verdaderas”.

Y luego reafirma diciendo: “Hecho está. Yo soy el Alfa y la Omega, el principio y el fin”. Esta frase no podía calzar mejor aquí. Cristo está al comienzo de la historia, pues por medio de Él fueron hechas todas las cosas. Está en el centro de la historia, con su primera venida, que es el acontecimiento crucial y más importante de la historia. Y también estará en el fin de la historia, consumando su victoria sobre sus enemigos y la redención de su pueblo junto con la Creación. De Él, por Él y para Él son todas las cosas.

Él es quien merece toda la gloria y toda alabanza, Él tuvo misericordia y quiso amarnos, quiso rescatarnos, en vez de consumirnos por nuestros pecados escogió transformarnos, renovarnos y hacernos conforme a la imagen de Cristo. Sólo su nombre debe ser glorificado por esta restauración final.

  IV.        ¿Qué hacemos entre tanto?

Si hemos sido salvos en Cristo, en nosotros tenemos la semilla de la restauración final. En nuestras vidas ya podemos contar con un anticipo de lo que será la gloria eterna. Uno de los pasajes más claros y conocidos sobre esto dice: “Por lo tanto, si alguno está en Cristo, es una nueva creación. ¡Lo viejo ha pasado, ha llegado ya lo nuevo!” (2 Co. 5:17).

Hermano, si tú has creído verdaderamente en Cristo, si has puesto en Él tu fe, has recibido el Espíritu Santo, y la Escritura es clara en que ese Espíritu que vive en ti es la garantía de tu redención final. Así está escrito: “En él también ustedes, cuando oyeron el mensaje de la verdad, el evangelio que les trajo la salvación, y lo creyeron, fueron marcados con el sello que es el Espíritu Santo prometido. 14 Éste garantiza nuestra herencia hasta que llegue la redención final del pueblo adquirido por Dios, para alabanza de su gloria” (Ef. 1:13-14).

Sólo imagina esto: ni tú ni yo merecíamos ser salvados, todo lo contrario, merecíamos la condenación eterna. Pero el Señor no sólo decidió amarnos, no sólo quiso salvarnos, sino que además se preocupó de darnos una garantía de que Él cumplirá su promesa, y esa garantía consiste nada más y nada menos en que Él vive en nosotros, que su Espíritu nos escogió como casa y como templo. ¿Cómo podríamos dimensionar tanta misericordia? El que comenzó en nosotros la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Jesucristo (Fil. 1:6).

Entonces, tú, yo y todos los hermanos aquí, somos una glorificación en proceso. Aún no se ha manifestado plenamente lo que hemos de ser, pero ya fuimos adoptados por Dios en Cristo, ya somos parte de su familia, somos sus hijos y Él ha prometido que nos transformará por completo y quitará el mal de nosotros y de su Creación.

En ti y en mí, entonces, se da esa tensión del “ya” pero “todavía no”. Hemos sido salvados, pero todavía somos imperfectos. Pero cuando te mires a ti mismo y cuando mires a tu hermano, debes concentrarte en la herencia prometida, en la glorificación que está en proceso, en la redención que ya está en marcha.

Examina tu vida hoy, mira lo que te angustia. Recuerda tus problemas, recuerda las cosas que más te afligen. Ahora recuerda lo que el Señor ha dicho en este pasaje: “Él les enjugará toda lágrima de los ojos. Ya no habrá muerte, ni llanto, ni lamento ni dolor, porque las primeras cosas han dejado de existir”. ¿Tienes una enfermedad que te angustia? Es temporal, habrá un momento en que ni siquiera la recordarás, ya no será más. ¿Tienes una pena, un dolor que te deprime? Un día esa sensación ya no existirá, ni siquiera recordarás cómo se sentía ni pensarás en eso. ¿Te sientes abrumado por el pecado en tu vida, ya no tienes fuerzas para seguir luchando contra él y te frustra no poder deshacerte de él? Habrá un día en que el pecado ya no morará más en ti, serás libre de su presencia en tu vida, serás perfectamente puro y santo, hecho a la imagen de Cristo.

¿Cómo se ven tus problemas, tus angustias, tus afanes a la luz de esta restauración final? ¡Él hace nuevas todas las cosas! Y ha decidido hacer esta obra también en ti. Un cristiano es alguien que ha nacido de nuevo, que ha nacido de lo alto, que ha nacido de Dios. Mientras en este mundo todo se deteriora, todo se corrompe, todo se pudre, se oxida, se marchita, se seca, se muere; nosotros vamos camino a la vida eterna, a la renovación completa de nuestro ser, a la libertad plena de la corrupción, somos una glorificación en proceso, tienes la semilla de la gloria germinando en ti; y todo esto única y exclusivamente por la obra de Cristo en tu favor.

“… [N]uestra vida cristiana entera debe ser vivida a la luz de la tensión entre lo que ya somos en Cristo y lo que esperamos ser algún día… Es con gratitud que miramos hacia atrás para ver la obra completa y la victoria decisiva de Jesucristo. Y miramos hacia el futuro con gran anticipación a la segunda venida de Cristo, cuando él introducirá la fase final de su reino glorioso, y completará la buena obra que ha comenzado en nosotros” (Anthony Hoekema).

Teniendo en cuenta la gran misericordia de Dios, entonces, no te atrevas a vivir según el viejo hombre, sino que revístete del nuevo, ese que está hecho a la imagen de Cristo. Camina junto a tu hermano hacia esta gloria que está por venir, y consuélate en medio del dolor, porque las aflicciones del tiempo presente no se comparan con la gloria que ha de manifestarse en Cristo. Vive con esta esperanza que es tan cierta como que Cristo resucitó: porque Él vive, nosotros también viviremos. Amén.