Texto base: Juan 14:16-17, 25-26 [Leer del v. 15 al 26].

En los mensajes anteriores, hemos estado revisando la enseñanza íntima de Jesús a sus discípulos en las últimas horas de su ministerio terrenal, en el contexto de la cena de la Pascua.

En el marco del anuncio de su partida de este mundo, Jesús se despide de sus discípulos, revelándoles hermosas verdades de consuelo y ánimo, haciéndoles ver que no los dejará solos realmente, sino que se manifestará a ellos, y que su partida es para el bien de ellos y de todos quienes creen en su nombre.

En la predicación anterior vimos que Cristo enseñó a sus discípulos que amarlo verdaderamente, es guardar y obedecer su Palabra. Quien ame a Cristo, disfrutará de la bendición inmerecida de ser amado por el Padre y por el Hijo, quienes se manifestarán personalmente a sus discípulos y habitarán con ellos.

Hoy nos concentraremos en la forma en que esa promesa se cumple, que es también una promesa gloriosa en sí misma: Jesús anuncia la venida del Espíritu Santo, que el Padre enviará en nombre de Cristo para que esté con nosotros para siempre, para que habite en nosotros y nos enseñe todas las cosas. No nos dejará huérfanos, sino que se manifestará a nosotros.

     I.        La venida del otro Ayudador

(v. 16) Como hemos señalado, las hermosas verdades de esta sección están entrelazadas, y lo dicho aquí debe entenderse en unidad con lo expuesto en los mensajes anteriores y los siguientes. El Señor ya ha dicho que la forma en que sus discípulos evidencian su amor, es obedeciendo sus mandamientos. Y en la medida en que ellos, como hijos obedientes, se mantengan fieles a Cristo, obedeciendo su enseñanza y esperando su venida, Él rogaría al Padre para que les envíe al Espíritu.

Pero ¿Quién es ese Espíritu y cuál es la finalidad de su venida? Es primera vez en este Evangelio que el Señor Jesús enseña de forma clara y directa a sus discípulos sobre el Espíritu Santo como un don especial para su pueblo.

Vemos en primer lugar cómo se conjugan las 3 personas de la Trinidad para nuestra bendición. Cristo ya ha dicho en los versículos anteriores que Él es en el Padre y el Padre es en Él. Quien lo ha visto a Él, ha visto al Padre, porque Él es uno con el Padre, tanto así que la Escritura declara que Cristo es la imagen del Dios invisible. Pero siendo un mismo Ser, son distintas personas, de tal forma que dice que Cristo ruega al Padre, lo que implica que siendo uno en esencia, son distinguibles y una persona puede dirigirse a la otra. Además, dice que el Padre dará a otro Consolador. Es decir, es distinguible de Jesús, aunque sean el mismo Ser. Entonces, no es que sea un ser en 3 estados, o con 3 caras, sino que son 3 personas en un único y Santo Dios, quienes obran con distintos roles para darnos salvación y derramar su favor en nosotros.

Y el Espíritu recibe aquí el nombre de “Consolador”, que es una traducción del griego parakletos, que se puede traducir también como ayudador, abogado, uno que conforta, que fortalece, que intercede, que defiende, que está de pie junto a otro.

Esto es muy significativo en el contexto en que está hablando Cristo, ya que ha afirmado que Él se irá de este mundo para ir al Padre, eso da la idea de que los discípulos se quedarán solos, pero Él les está asegurando que no se quedarán solos, que no serán dejados huérfanos ni desamparados, sino que rogará al Padre para que les dé a otro Ayudador, para que los conforte, los fortalezca, los consuele y los defienda, y no sólo por un tiempo, sino Uno que esté con ellos para siempre.

Más adelante dirá a sus discípulos que les conviene que Él pase de este mundo al Padre, porque sólo así puede venir este Espíritu. Con esto, Cristo sigue dándoles promesas que refuerzan lo que inició diciendo en este capítulo: “No se turbe vuestro corazón; creéis en Dios, creed también en mí” (v. 1).

Muchas veces pensamos cuán hermoso sería que Jesús esté físicamente entre nosotros, cuánto seríamos fortalecidos y enseñados por Él, cuán sublime sería escuchar sus enseñanzas y ser animados personalmente por Él. Sin duda todo eso sería hermoso, pero lo que el mismo Señor nos está diciendo aquí, es que hoy no tenemos una manifestación menor del Señor que la que disfrutaron sus discípulos en ese entonces.

Consideremos que Cristo vino al mundo como Dios hecho hombre, habitó entre nosotros y acercó el reino de Dios al mundo, trayendo el poderoso Evangelio de salvación y mostrándonos un anticipo de cómo todas las cosas serán restauradas y hechas nuevas. Pero en su primera venida, Él no venía para quedarse físicamente con nosotros, Él sólo venía por un tiempo determinado, a cumplir una tarea específica: deshacer las obras del diablo, reuniendo a los que el Padre le entregó, y consiguiendo su salvación a través de su muerte de cruz y su resurrección al tercer día. Él vino a ser obediente hasta la muerte, para poder dar vida a los suyos; y luego partió de este mundo al Padre para entrar triunfante a los Cielos, y luego prometió volver desde allí a buscar a su pueblo.

Sin embargo, Él no dejó huérfanos a los suyos. Antes de ascender a los Cielos, Él prometió a su Iglesia: “y he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Mt. 28:20). En este mismo pasaje, Él prometió: “El que me ama, mi palabra guardará; y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada con él” (v. 23). ¿Cómo es esto posible? ¿Cómo puede estar con nosotros sin estar con nosotros físicamente? ¿Cómo puede seguir con nosotros si se irá de este mundo?

Lo que está diciendo el Señor, es que Él sigue con nosotros en su Espíritu Santo. No es un Jesús de calidad inferior. No es una simple idea que nos da esperanza y consuelo. No es un simple poder que nos fortalece; sino que es el mismo Dios que viene a nosotros. Tal como Cristo vino al mundo a cumplir su ministerio, el Espíritu también vino enviado por el Padre al mundo a estar con quienes aman a Cristo, y no sólo por un tiempo, sino que para siempre.

“… [E]n lugar de empobrecerse, los discípulos de hecho se van a hacer más ricos. Desde luego, un ayudador se va, pero lo hace con el propósito de enviar a otro. Además, el primer Ayudador, aunque físicamente ausente, seguirá siendo Ayudador. Será su Ayudador en el cielo. El otro será su Ayudador en la tierra. El primero intercede por los discípulos. Además, este segundo Ayudador, una vez que llegue (En Pentecostés), nunca se apartará de la iglesia en ningún sentido. Por ello, Pentecostés nunca se repite” (William Hendriksen).

Este ayudador, este Espíritu que nos fortalece e intercede por nosotros, es quien nos manifiesta al Padre y al Hijo, quien nos da un testimonio personal y directo de parte de ellos. El Hijo ruega al Padre para que nos dé al Espíritu, y el Espíritu a su vez nos da al Padre y al Hijo. No podríamos disfrutar de la salvación y la obra de Dios en nosotros si no fuera porque el Espíritu mismo la aplica a nuestras vidas personalmente. El Espíritu es el que permite que Dios sea real en nuestros corazones, que su presencia sea verdadera en nuestro día a día, que Dios esté con nosotros y en nosotros.

Hermano, cuando estés luchando con tu pecado y la tentación te asedia con fuerza, recuerda que no estás solo, el Señor te ha dado su Espíritu para que esté contigo para siempre. Cuando te rodee la tristeza y la desesperanza, cuando no ves razón para estar alegre y sólo ves tinieblas a tu alrededor, recuerda: no estás solo, el Señor sigue personalmente contigo, Él te ha dado su Espíritu para consolarte y animarte en el día malo. Cuando veas que tus seres queridos, aun tu familia más cercana y amada rechaza al Señor y a su Palabra, y aun en tu propia casa te sientes un extranjero y ves que estás solo; recuerda que el Señor no te ha dejado huérfano: Él te ha dado su Espíritu para que esté contigo para siempre. Cuando veas alrededor, en tu sociedad, que ya no hay justo, que los fundamentos son destruidos y la impiedad parece cubrir la tierra como una gran ola de oscuridad; recuerda: el Padre nos ha dado su Espíritu, para que nos anime, nos consuele, nos conforte y nos permita resistir hasta el final.

Como iglesia también debemos entender que no estamos solos. Cuando adoramos juntos, el Espíritu está en nosotros obrando, transformando nuestros corazones, poniendo pensamientos y afectos santos en nosotros y haciéndonos crecer en gracia. Cuando oramos, el Espíritu está llevando nuestras oraciones como incienso fragante ante el Padre, intercediendo por nosotros con gemidos indecibles. Cuando cantamos alabando a Dios, el Espíritu nos une a la eterna adoración en el Cielo, donde  los ángeles y las almas de los santos exaltan a Dios por los siglos de los siglos. Cuando evangelizamos, el Espíritu habla a través nuestro y da poder al llamado que hacemos a los incrédulos para que crean y se arrepientan. Cuando compartimos en comunión, el Espíritu nos hace estar unidos y unánimes siguiendo la verdad en amor, y nos permite edificarnos unos a otros. El Espíritu es el motor y la vida de la Iglesia. No hay Iglesia posible sin la obra del Espíritu.

    II.        La presencia de Dios en nosotros

(v. 17) Este Espíritu no se manifiesta al mundo. Aquí con “mundo” se refiere a quienes están muertos espiritualmente, quienes no se han arrepentido de sus pecados ni han creído en Cristo para salvación. En Efesios cap. 4 dice que andan “… en la vanidad de su mente. Ellos tienen entenebrecido su entendimiento, están excluidos (separados) de la vida de Dios por causa de la ignorancia que hay en ellos, por la dureza de su corazón. Habiendo llegado a ser insensibles, se entregaron a la sensualidad para cometer con avidez toda clase de impurezas” (vv. 17-19 NBLH).

Ya sabemos que no hay punto medio: o somos sus discípulos, o estamos muertos en nuestros delitos y pecados. O amamos a Cristo, o le aborrecemos. O estamos bajo bendición, o bajo maldición. El Señor no se manifiesta a los que han amado más las tinieblas que la luz. Aunque sus cuerpos tengan signos vitales, aunque respiren, caminen, se muevan, hablen, coman y beban; aun con todo eso están muertos espiritualmente, no tienen más vida espiritual que una piedra o un trozo de fierro oxidado. Son como huesos secos, sin vida, sin ojos para ver ni oídos para oír las maravillas de Dios, son como estatuas de sal inmóviles y secas en su maldad, son corazones de piedra; duros, fríos e insensibles, incapaces de reaccionar como deben ante el Señor y su Palabra.

El mismo Hijo de Dios vino al mundo, caminó entre ellos, la Palabra eterna de Dios fue manifestada en carne y hueso, pero el mundo no supo reconocerlo, no lo recibieron, sino que lo rechazaron llenos de perversión en sus corazones, poniendo sus manos pecadoras encima del Santo Hijo de Dios para juzgarlo injustamente y darle muerte. Esos mismos son los que no pueden recibir al Espíritu, precisamente por la misma razón. Son incapaces de verlo, no lo conocen, son totalmente ajenos a Él porque están llenos de maldad, de oscuridad y de injusticia, son por completo ciegos, sordos e insensibles a su presencia y a su obra, completamente dominados por el pecado.

Pero los discípulos de Cristo sí le conocen, ya que es precisamente debido al Espíritu que son discípulos de Cristo. Dice la Escritura: “Por eso les advierto que nadie que esté hablando por el Espíritu de Dios puede maldecir a Jesús; ni nadie puede decir: «Jesús es el Señor» sino por el Espíritu Santo” (1 Co. 12:3 NVI).

Los discípulos serían capaces de reconocer al Espíritu cuando viniera, ya que hasta entonces ese Espíritu había habitado ‘con’ ellos, guardándolos, preservándolos y cuidándolos, pero todavía faltaba una manifestación más intensa del Espíritu, una vez que Cristo fuera glorificado y el Espíritu descendiera en Pentecostés para aplicar el nuevo pacto en los corazones de su pueblo, con una presencia especial y única, donde no sólo iba a estar junto con ellos, sino también en ellos. (Cristo lo promete aquí diciendo “estará en vosotros”). Pero para eso, Cristo debía ir de este mundo al Padre.

El Espíritu es el que hace tangible al Dios Trino. En el principio, al momento de la creación, dice que “el Espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas” (Gn. 1:2). El Padre había decretado la creación de todas las cosas, y lo hizo por medio de su Hijo, quien cumplió esa voluntad; mientras que el Espíritu es quien revela a Dios de manera concreta, y hace manifiesta su presencia en la creación.

En cuanto a la salvación, también el Dios Trino obra en esta lógica: el Padre decretó la salvación de sus escogidos y envió a su Hijo para que ninguno de ellos se pierda. El Hijo vino al mundo y cumplió la voluntad de su Padre, siendo obediente hasta la muerte y dando a conocer el Santo Evangelio; y el Espíritu es el que aplica esa salvación de manera concreta y personal, revelando al Padre y al Hijo en los corazones de sus discípulos, transformándolos para que pasen de muerte a vida. Pero no sólo eso: conforme a las Palabras de Cristo en este pasaje, el Espíritu hace manifiesta la presencia de Dios en sus discípulos, viniendo a habitar en nosotros, haciendo de nosotros su templo.

¿Podemos dimensionar esto? Dios mismo habita en su pueblo. Eso significa que, si has creído en Cristo, Dios vive en ti, eres su templo, su morada. Es maravilloso pensar que, junto con preparar las moradas celestiales, el Señor también prepara una morada con nosotros aquí en la tierra, donde Él viene a habitar en nosotros. Una vez que ya estamos en Cristo, nunca dejamos de estar en la presencia de Dios, porque Él ha hecho una habitación en nosotros aquí en la tierra, y preparó también habitaciones en el Cielo para nosotros, para que estemos por siempre con Él. No nos deja solos en ningún momento.

Los que nacimos estando muertos en nuestros delitos y pecados, siendo una tumba llena de maldad, alimañas y corrupción, hemos sido transformados por Dios para ser su templo. Eso nos dice la Escritura: “¿No saben que ustedes son templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en ustedes?” (1 Co. 3:16 NVI).

Medita en este privilegio: al estar de manera especial y única en sus hijos, Él ha querido manifestar su presencia en el mundo a través de nosotros. Estar en la Iglesia, en la asamblea de los redimidos, es estar en la presencia de Dios, en el ámbito donde se manifiesta el Señor. Por eso es que somos llamados “Casa de Dios”, y por eso es que podemos ser luz del mundo, porque el Señor proyecta su luz a través de su presencia en nosotros. Y por eso también es que la disciplina de la Iglesia equivale a “entregar a satanás” (1 Co. 5:5), ya que la persona disciplinada sale del ámbito de la gracia y la presencia de Dios en el mundo, y es echada fuera, al mundo espiritualmente gobernado por el maligno. Es, por tanto, un gran privilegio estar en la comunión de los santos, o lo que es lo mismo, la comunión del Espíritu. Debemos meditar mucho más en esto y maravillarnos de lo que significa.

Quizá digas: Pero ¿Cómo es posible que Dios habite en mí, si soy un pecador que diariamente cae y hace el mal? Hermano, ten en cuenta que el Apóstol Pablo recordó a los creyentes en Corinto que ellos eran templo de Dios. ¡Sí, los corintios! Esos que estaban llenos de carnalidades y de pecados, y que estaban dividiendo la iglesia con sus partidismos. Precisamente lo que les está diciendo el Señor a través del Apóstol Pablo es que reaccionen, que se den cuenta de que son templo del Espíritu de Dios y que actúen en consecuencia.

Lo más probable es que esta verdad te parezca increíble, que luches con la idea de que realmente sea cierto algo así. Pero justamente, mientras más creas en lo que dice la Palabra de Dios, mientras más consciente seas de que realmente eres templo del Espíritu y más dependiente seas de esta verdad, más podrás disfrutar de la presencia real de Dios en tu vida, una presencia real y viva; y más fruto darás como creyente. Recordemos que sin fe es imposible agradar a Dios, si dudas de su Palabra sólo lograrás apagar al Espíritu y frustrar tu vida como creyente.

Cuando más luches con el pecado, cuando más en el lodo te sientas por haber caído, cuando más avergonzado estés por haber fallado al Señor, es cuando más frecuentemente te sentirás apartado de Dios y sin su presencia en tu vida; pero precisamente ahí es cuando más necesitas recordar y creer por fe esto que dice su Palabra: si has creído en Cristo, eres templo de su Espíritu, es preciso que despiertes y vivas a la altura de lo que ya eres; y recuerdes que no estás solo, sino que la presencia de Dios está en ti, y sólo por su poder puedes vencer sobre el mal y la corrupción que hay en tu interior.

   III.        El Espíritu de Verdad

(vv. 25-26) Cristo estaba enseñando estas cosas a sus discípulos para que cuando se cumplieran, creyeran que Él es Señor y Dios al haberles anunciado esto desde antes. Sus discípulos no iban a poder procesar estas enseñanzas en ese momento. Ellos escuchaban, pero aún les estaba velado comprender.

El Padre estaba por enviarles el Espíritu en nombre de Cristo, para que les enseñara todas las cosas y les recordara lo que Cristo les había enseñado. En el momento indicado, su entendimiento sería alumbrado por el Espíritu para que pudieran entender todas las cosas que aprendieron en los 3 años de ministerio terrenal de Cristo, y los eventos que presenciaron en la semana de su muerte y resurrección. Todas las piezas caerían en su lugar.

Parte central de esta promesa se cumple en los doce, quienes iban a ser inspirados por el Espíritu de manera única para ser los testigos autorizados de Cristo, estableciendo el fundamento de la Iglesia sobre la piedra angular que es Jesús (Ef. 2:20), registrando los hechos y enseñanzas de Cristo en los Evangelios y estableciendo también el fundamento doctrinal y práctico en las epístolas. Con ese fin, el Espíritu les haría entender todas las cosas y les recordaría todo lo que Cristo dijo.

Pero, esta promesa también se cumple en nosotros, los demás discípulos. La Escritura también dice:

En efecto, ¿quién conoce los pensamientos del ser humano sino su propio espíritu que está en él? Así mismo, nadie conoce los pensamientos de Dios sino el Espíritu de Dios. Nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo sino el Espíritu que procede de Dios, para que entendamos lo que por su gracia él nos ha concedido. Esto es precisamente de lo que hablamos, no con las palabras que enseña la sabiduría humana sino con las que enseña el Espíritu, de modo que expresamos verdades espirituales en términos espirituales. El que no tiene el Espíritu no acepta lo que procede del Espíritu de Dios, pues para él es locura. No puede entenderlo, porque hay que discernirlo espiritualmente. En cambio, el que es espiritual lo juzga todo, aunque él mismo no está sujeto al juicio de nadie, porque «¿quién ha conocido la mente del Señor para que pueda instruirlo?»  Nosotros, por nuestra parte, tenemos la mente de Cristo” (1 Co. 2:11-16 NVI).

Esto es realmente poderoso. El Espíritu de Dios, Aquél que escudriña sus profundidades, Aquel que conoce sus pensamientos, es el que el Padre nos ha dado para que entendamos lo que Él nos ha concedido por su gracia. El mismo Espíritu que inspiró a los autores bíblicos para escribir la Palabra de Dios, es el que el Señor nos ha dado para entender su Palabra y discernirla espiritualmente. Por eso Cristo también le llama “el Espíritu de verdad”, ya que “es su oficio especial el aplicar la verdad a los corazones de los cristianos, guiarlos a toda verdad, y santificarlos por la verdad” (J.C. Ryle).

La única forma que podamos entender realmente su Palabra, es a través de la obra del mismo Espíritu que inspiró esa Palabra. Por eso dice que los que no tienen el Espíritu ni siquiera pueden aceptar lo que procede del Espíritu, porque le parece una locura, está totalmente incapacitado para entender lo que es espiritual. Pero el que tiene el Espíritu, puede entender y juzgar todas las cosas, porque ha sido instruido por el mismo Dios; y la afirmación maravillosa que corona toda esta verdad, es que tenemos la mente de Cristo.

Por lo mismo Cristo decía que nos convenía que Él pasara de este mundo al Padre; porque al hacer esto, otro Consolador vendría, el Espíritu Santo, y este Espíritu hace que la presencia de Cristo pase a estar no ya junto a nosotros, sino en nosotros; este Espíritu nos revela y nos enseña personalmente de parte de Dios, directamente a nuestro interior, transformando nuestro corazón y haciendo de nosotros su templo, dándonos ojos para ver, oídos para oír, dándonos un nuevo corazón y haciendo de nosotros un nuevo hombre creado a la imagen de Cristo, y que tiene la mente de Cristo.

Cuando dice que nos da el Espíritu para entender y recordar su Palabra, no es sólo para que entendamos en nuestra mente, lo que por supuesto es necesario, pero el Espíritu aplica esta Palabra a nuestro corazón por completo, lo que envuelve además del intelecto, también la voluntad y nuestros afectos, es el que hace viva esa Palabra en nosotros para la obediencia, para una vida transformada, que resulta en un sacrificio vivo, un olor fragante a nuestro Dios.

Escucha esto: por la obra del Espíritu ahora puedes pensar de acuerdo a los pensamientos de Cristo, hablar conforme a sus Palabras, sentir conforme a sus afectos, vivir de acuerdo a sus obras, caminar en sus pisadas y andar como Él anduvo; de tal manera que puedes decir junto con el Apóstol Pablo: “He sido crucificado con Cristo, y ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí. Lo que ahora vivo en el cuerpo, lo vivo por la fe en el Hijo de Dios, quien me amó y dio su vida por mí” (Gá. 2:20 NVI).

Este Espíritu es también el que hace llegar el amor de Dios a nuestros corazones, ese mismo amor eterno que está en la esencia de Dios, porque el amor es parte de su Ser, de tal manera que la Escritura dice que “Dios es amor” (1 Jn. 4:8). Esto dice la Escritura: “el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado” (Ro. 5:5).

Y además, debemos entender también que hemos recibido el mismo Espíritu por el que Cristo fue levantado de los muertos, y esta es la garantía de que nosotros mismos viviremos eternamente, como dice la Escritura: “Y si el Espíritu de aquel que levantó a Jesús de entre los muertos vive en ustedes, el mismo que levantó a Cristo de entre los muertos también dará vida a sus cuerpos mortales por medio de su Espíritu, que vive en ustedes” (Ro. 8:11 NVI).

Por eso también la Escritura dice: “De aquel que cree en mí, como dice la Escritura, brotarán ríos de agua viva. Con esto se refería al Espíritu que habrían de recibir más tarde los que creyeran en él. Hasta ese momento el Espíritu no había sido dado, porque Jesús no había sido glorificado todavía” (Jn. 7:38-39 NVI).

Es decir, el Espíritu que el Señor nos ha dado, es el Espíritu de verdad que inspiró su Palabra y nos capacita para conocer, entender y obedecer la verdad. Es el que conoce los pensamientos de Dios y los pone en nuestro corazón. Es el que derrama en nosotros el amor de Dios, ese que es parte de su misma esencia y que nos capacita para amarlo a Él ante todo, y para amarnos unos a otros. Y es también el Espíritu por el que Cristo fue levantado de los muertos, el que hizo la poderosa obra de resurrección, venciendo a la muerte con la vida, poniendo también la vida que viene de Dios en nuestros corazones, para que de nosotros broten con fuerza ríos de agua viva, y así seamos manantiales de donde sale la Palabra de vida, donde antes solo reinaba la muerte.

Imagino que tu mente en este momento debe estar llena de dudas, “¿Cómo puede ser esto así?, ¿De verdad es esto posible?, No creo que sea para tanto”. ¡Sacúdete esas dudas como si fueran cucarachas inmundas sobre ti! ¡Esto es para los que creen! Esto es para quienes se aferran a la Palabra de Dios y las atesoran más que al oro y la plata, toma esta Palabra y guárdala en tu corazón, afírmate a ella como se afirmaría un náufrago a las rocas, ¡Cree en las promesas de Dios, Él es poderoso y fiel para hacer conforme a lo que ha dicho!

¿Qué excusa tienes ahora para no consagrarte?, ¿Qué puedes decir para justificar tu vida de pecado?, ¿Cómo seguir viviendo en inmundicia si el Señor nos ha dado su Espíritu?, ¿Cómo seguir viviendo de la misma forma que el mundo en tinieblas? Si hemos recibido el Espíritu que derrama el amor de Dios en nuestros corazones, ¿Cómo podríamos vivir en apatía hacia Dios e indiferencia hacia nuestros hermanos? Si hemos recibido el Espíritu con que Cristo se levantó de los muertos, ¿Cómo seguir viviendo de la misma manera que los que están en tinieblas y ajenos a la vida de Dios?

El Espíritu es la mente de Cristo en nosotros, debes pedir a Dios que te llene más y más de ese Espíritu, que inunde todo tu ser, para que esa agua viva pueda brotar de ti y puedas disfrutar de la plenitud de Dios, de la vida en abundancia que está en Él. Ser lleno del Espíritu no es revolcarse en el piso con los ojos blancos y emitiendo ruidos inentendibles, sino estar empapados de la Palabra de Dios, y que ella colme todo lo que somos; nuestros pensamientos, nuestros sentimientos y emociones, nuestra voluntad y nuestras obras. Eso es tener la mente de Cristo.

¿Conoces a este Espíritu de Dios?, ¿Has sido transformado por su obra, de tal manera que puedes decir como el hombre de Juan cap. 9, “Lo único que sé es que yo era ciego y ahora veo” (Jn. 9:25)? ¿Has recibido ese Espíritu que te cambia de tal forma que ahora amas lo que Dios ama, y aborreces lo que Dios aborrece? ¿Qué domina en ti, la luz o las tinieblas, la vida o la muerte, la verdad o la mentira?

¿A quién acudes para encontrar fortaleza y consuelo en medio de este mundo perverso, cuando estás exhausto de tu propio pecado y de la maldad que te rodea? ¡El Señor nos ha dado a un Ayudador que nos consuela y nos fortalece, sería un insulto rechazarlo y buscar estos bienes en otro lugar, ya que no hay consuelo, ni fortaleza, ni paz como la que el Espíritu puede darnos! ¿Dónde acudes para encontrar la fuerza para vivir cada día? Separados de Él nada podemos hacer, no podemos esperar vivir siquiera un minuto como debemos vivirlo, si no es por el poder que el Espíritu y sólo el Espíritu nos puede dar.

¿Por qué hay tantos cristianos que parecen no tener vida, a los que hay que arrastrar como a sacos de cemento para que se muevan, que en su interior parece haber un silencio de muerte donde debería haber alabanzas al Dios del Cielo, en los que pareciera haber solo la oscuridad y el frío de una caverna donde debería brillar Cristo, el sol de justicia y debería estar vivo el fuego de la presencia de Dios? La respuesta más obvia es que están muertos, no tienen el Espíritu, sólo se están engañando a sí mismos llamándose cristianos, no reaccionan a la Palabra, no escuchan las exhortaciones ni los consejos, no elevan alabanzas ni oraciones al Señor, sino que recitan palabras muertas con la misma reverencia que escupirían una pelusa de sus bocas. ¡No hay vida en ellos!

Pero también puede ser que hayas apagado al Espíritu (1 Tes. 5:19). Es decir, lo tienes, pero endurecido tu corazón por el pecado, te has permitido vivir en desobediencia y ser dominado por ella, de tal manera que el Espíritu está apagado, está allí, pero es como si no estuviera, estás vivo, pero languideces como un muerto.

¡Despierta, necesitas al Espíritu, no puedes vivir sin Él, sin su llenura! Es nuestro aliento de vida espiritual, si estás en medio de la iglesia sin tener el Espíritu, serás un extranjero espiritual, no hablas ni entiendes nuestro idioma, no entonas nuestro himno nacional, ni te postras ante nuestro Rey reconociendo su dominio y majestad. Y eso es terrible, porque si esto es así en la tierra, también lo será en la eternidad, estarás fuera de la comunión con el Rey, en las tinieblas de afuera, por los siglos de los siglos.

Aunque aquí tengamos al más piadoso y elocuente de los predicadores, si no tienes el Espíritu en ti, sus palabras se perderán en tu interior como un eco estéril en una cueva. Esa Palabra no dará fruto ni tendrá vida en ti. Necesitas ser lleno del Espíritu hasta para dar el paso más mínimo en la vida cristiana.

Si no has recibido este Espíritu, hoy es el día. La Escritura dice “Les digo que éste es el momento propicio de Dios; ¡hoy es el día de salvación!” (2 Co. 6:2 NVI). Hoy es el momento de ir a Cristo y entregar tu ser a sus pies. Cualquier decisión que no sea un “sí” inmediato e incondicional a Cristo, es un “no”; y quienes rechazan a Cristo sólo pueden esperar ruina y destrucción; pero quienes lo reciban, recibirán también el amor, la vida y la verdad que sólo el Espíritu puede entregar; y tendrán la presencia misma de Dios en sus corazones.

No descansemos nunca hasta que sintamos y sepamos que [el Espíritu] habita en nosotros” J.C. Ryle.

Si has creído en Cristo, alégrate y celebra, porque tienes un Ayudador que te consuela, te fortalece y te provee todo lo que necesitas para vivir en abundancia para el Señor. Es la presencia de Dios en ti, que estará contigo para siempre, de tal manera que puedes declarar por fe y confiado en la autoridad de la Palabra de Dios: “Cristo vive en mí”.