Texto base: Juan 15:16, 18-25; 16:1-4.

En las predicaciones anteriores hemos revisado la enseñanza de Jesús a sus discípulos en el contexto de su última cena pascual con ellos, en la que les anuncia su partida de este mundo al Padre, revelando hermosas verdades que deben afirmar sus corazones en fe y paz, sabiendo que esa partida no es un cambio de planes, sino todo lo contrario, el cumplimiento de la perfecta voluntad del Padre que desde el principio les había sido enseñada.

En los últimos mensajes, vimos cómo Jesús a través de la alegoría de la vid, nos enseña que únicamente podemos tener vida permaneciendo en unión con Él, y sólo así podemos llevar fruto. Quien no lleva fruto, será cortado y echado al fuego, pero quien da fruto será limpiado para poder llevar aún más fruto. La forma de permanecer en su amor es guardando sus mandamientos, lo que se cumple de manera especial amándonos unos a otros, una verdad que el Señor enfatiza una y otra vez. Si obedecemos su voluntad, seremos llamados sus amigos, y tendremos verdadero gozo al atesorar sus Palabras.

Hoy veremos que Cristo nos ha escogido de entre el mundo para llevar fruto, pero el mundo nos aborrece porque no conoce al Padre y ha rechazado el testimonio de Cristo. Estamos unidos a Cristo en su vida y en su muerte: aquellos que reciban a Cristo, nos recibirán a nosotros, pero quienes lo rechacen, también nos aborrecerán, porque el siervo no es mayor que su Señor.

     I.        Escogidos por Cristo

En medio de la enseñanza de nuestra unión a la vid, es decir, a Cristo, Él nos explica que no fuimos nosotros quienes nos unimos a la vid realmente, sino que fue Él quien nos escogió y quien nos unió a Él. Esta es una verdad que encontramos muy claramente a lo largo de toda la Escritura, de donde tomamos algunos de los abundantes pasajes que reflejan esta verdad:

“[El Padre] nos escogió en él [Cristo] antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos y sin mancha delante de él, en amor habiéndonos predestinado para ser adoptados hijos suyos por medio de Jesucristo, según el puro afecto de su voluntad” (Ef. 1:4-5).

Nosotros, en cambio, siempre debemos dar gracias a Dios por ustedes, hermanos amados por el Señor, porque desde el principio Dios los escogió para ser salvos, mediante la obra santificadora del Espíritu y la fe que tienen en la verdad” (2 Tes. 2:13 NVI).

Por lo tanto, como escogidos de Dios, santos y amados, revístanse de afecto entrañable y de bondad, humildad, amabilidad y paciencia” (Col. 3:12 NVI).

Porque muchos son llamados, y pocos escogidos” (Mt. 22:14).

Se trata de una verdad tan claramente expuesta en la Escritura, que tal como a los cristianos se les puede llamar “santos”, o “salvos”, se les puede llamar también “escogidos” o “elegidos”, y de hecho así lo hace el Apóstol Pablo en una de sus salutaciones: “Pablo, siervo de Dios y apóstol de Jesucristo, conforme a la fe de los escogidos de Dios y el conocimiento de la verdad que es según la piedad” (Tit. 1:1).

Contrario a la tendencia actual en la iglesia, en la que todo se centra en el hombre, en lo que él pueda hacer y decidir, y donde la salvación se hace depender de repetir una oración formateada en la que la persona acepta a Cristo; la Escritura es clara en enseñar que la causa de nuestra salvación está en la voluntad de Dios, que es quien nos da un corazón nuevo y abre nuestros ojos a la verdad del Evangelio, para que podamos comprender aquello que sin el Espíritu nos resulta locura (1 Co. 2:14).

Y Cristo nos escogió con un propósito: dice “para que vayáis…”, es decir, nos envía para que vayamos al mundo en su nombre, nos da una misión; y luego dice “y llevéis fruto, y vuestro fruto permanezca”. Recordemos que no se trata sólo de que nosotros permanecemos en Cristo, sino que también Él en nosotros. No hay tal cosa como vida espiritual en un creyente sin que haya fruto de justicia. No hay tal cosa como permanecer en Cristo sin que eso se traduzca en una vida transformada.

Donde no hay fruto del Espíritu visible, no hay religión viva en el corazón. El espíritu de vida en Cristo Jesús siempre se manifestará en la conducta diaria de aquellos en quienes habita” J.C. Ryle.

Al hablar de frutos, lo primero que hacemos es pensar en acciones, o en actividades. Pero no se trata ante todo de ‘hacer’ algo, sino de ‘ser’ algo: ser sus discípulos. Más que de acciones puntuales, hablamos de carácter, de una vida transformada por el poder del Espíritu, un sacrificio vivo, una vida empapada de la Palabra de Dios, que depende del Señor en oración constante, y que se caracteriza por la obediencia y la santidad, y por una madurez creciente. Lo característico del cristiano será que rinda frutos de justicia por su unión a la vid, y cada vez en mayor grado, es decir, no será un asunto de una temporada, sino un fruto que permanece.

Y el fruto está directamente relacionado con la oración. Este es uno de los mayores estímulos que encontramos en la Escritura para orar llenos de fe en nuestro Señor. Si permanecemos en Él y sus Palabras permanecen en nosotros, podemos pedir todo lo que queremos, y nos será hecho. Sí, porque si esa es nuestra situación, estaremos empapados de la Palabra de Dios, nuestros pensamientos serán conforme a sus pensamientos, nuestros deseos serán aquellos que la Palabra moldea en nosotros, nuestra voluntad será hacer su voluntad, y como consecuencia de todo esto, lo que vamos a querer pedir en oración, será un eco de la Palabra en nosotros. El Padre encuentra gloria en responder aquellas peticiones hechas en este espíritu, y en hacer de nosotros ramas llenas de frutos.

Entonces, hemos sido escogidos con este propósito, que vayamos al mundo en dependencia de Cristo, dando fruto abundante y permanente por su obra en nosotros. Vemos, entonces, que el Señor divide a la humanidad en dos grupos: el mundo, es decir, la humanidad bajo el pecado que no lo conoce ni lo obedece; y sus escogidos, a quienes Él eligió de entre el mundo para que vayan y lleven fruto que permanece.

Y esto debe marcar profundamente nuestras conciencias: “… no son del mundo, sino que yo los he escogido de entre el mundo” (v. 19 NVI). Tenemos una nacionalidad distinta, pertenecemos a la Nueva Jerusalén, mientras el mundo pertenece a Babilonia. Adoramos al Rey de reyes, Jesucristo, mientras el mundo sirve a la serpiente antigua. Tenemos como ley la eterna Palabra de Dios, mientras que el mundo vive según los dictados de sus propias pasiones. Nos relacionamos con el amor con que Cristo nos amó, y que fue derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, mientras el mundo se relaciona por el pecado que los domina y los tiene cautivos. Hemos nacido de nuevo, Dios ha transformado nuestros corazones, mientras que el mundo está muerto en sus delitos y pecados, corrompido hasta lo más profundo por la muerte.

Por lo mismo, no podemos vivir como el mundo, no podemos seguir pensando como ellos, hablando como ellos, riéndonos de las mismas cosas, recreándonos de la misma forma, buscando sus mismas metas, adorando a sus dioses ni inclinándonos ante sus ídolos, porque no somos del mundo.

Tenemos, entonces, un gran consuelo y una esperanza inquebrantable: hemos sido escogidos en Cristo, y no por ser mejores que los del mundo, ya que éramos hijos de ira igual que ellos, sino por la pura gracia de Dios, porque Él quiso amarnos primero. La Escritura dice: “¿Quién acusará a los que Dios ha escogido? Dios es el que justifica” (Ro. 8:33 NVI). Si Dios nos ha escogido, podemos confiar en que estamos seguros en su mano, y de allí nadie nos puede arrebatar (Jn. 10:28-29), el Señor es fiel, y nos guardará hasta el fin, y no importa cuán fuerte sea el asedio del mundo, no podrá destruir nuestra alma, nuestra vida está segura en Cristo.

Ahora, algunos al considerar estas verdades y al ver su propio pecado, se atormentan preguntándose si son parte de los escogidos de Dios o no. Si estás en esta situación, te invito a considerar que el Señor no te ha llamado a husmear en sus decretos eternos, porque de todas maneras es algo que no podrías hacer, aunque te lo propusieras. Lo que te ha ordenado el Señor es a arrepentirte y creer en Jesucristo para salvación. Si crees en Cristo de corazón y vas a Él en arrepentimiento por tus pecados, manifestarás ser uno de sus escogidos. Pero en cualquier situación, sea que estés pasando por un período de decadencia espiritual o sea que aún te encuentres perdido en tus pecados, la única salida y la única opción sigue siendo ir a Jesucristo en arrepentimiento y fe, y Él ha prometido: “al que a mí viene, no le echo fuera” (Jn. 6:37).

    II.        El mundo nos aborrecerá

Junto con esta hermosa verdad de que hemos sido escogidos por Cristo, el Señor nos advierte de la realidad que tendremos que enfrentar al convivir con una humanidad en tinieblas y bajo el pecado: seremos aborrecidos por quienes no conocen a Cristo, y esto porque el mundo aborrece a Cristo primero: “Si el mundo os aborrece, sabed que a mí me ha aborrecido antes que a vosotros” (v. 18).

Esto nos habla también de nuestra unión con Él: así como las personas traten a Cristo y reaccionen ante su Palabra, lo harán también con nosotros. Estamos unidos a Él en sus aflicciones, pues tal como Él fue aborrecido y maltratado por los impíos, nosotros también lo seremos, pero de la misma forma, participamos también de su victoria, ya que Él vencerá sobre los impíos y establecerá su reino, y nos hará parte de ese triunfo universal.

Y si hay algo que ha quedado claro desde un comienzo en este Evangelio según Juan, es que el mundo, la humanidad bajo el pecado y las tinieblas, rechazó a Cristo: “A lo suyo vino, y los suyos no le recibieron” (Jn. 1:11); y luego dice: “Y esta es la condenación: que la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas” (Jn. 3:19).

Entonces, si enfrentamos oposición y hostilidad por servir a Cristo, no es porque nos odien primeramente a nosotros, sino porque ante todo no conocen al Padre y odian a Cristo, a quien Él envió; y como Cristo nos ha elegido de entre el mundo, ese mundo del cual salimos por la gracia de Dios, nos aborrece. Si nuestro Señor fue coronado de espinas, azotado, escupido, abofeteado, maltratado, insultado y crucificado, nosotros no podemos esperar que nos coronen de laureles y nos aplaudan con entusiasmo. Nosotros los siervos no somos mayores que nuestro Señor, si Él bebió esta copa, nosotros también la beberemos de una u otra forma.

Es imposible entender el pasaje que estamos revisando, si no comprendemos que estamos involucrados en una lucha espiritual con consecuencias eternas. No podemos verlo simplemente como una rivalidad entre seres humanos. Y lo mismo ocurre en nuestra vida, no podemos entender la oposición que enfrentamos en nuestra vida cristiana, como algo meramente terrenal, o tan solo como una diferencia de opiniones humanas.

Caín mató a Abel, cuyo sacrificio había agradado a Dios. Faraón esclavizó y quiso matar a los israelitas, Saúl quiso matar a David, y Herodes mandó a asesinar a todos los niños nacidos en los días próximos al nacimiento de Cristo. Satanás siempre ha intentado frustrar los propósitos de Dios que se desarrollan a través de su pueblo. Aquellos que están bajo el dominio de la serpiente antigua (Ef. 2:2-3; 1 Jn. 5:19), siempre han odiado a los escogidos de Dios, porque aborrecen al Dios que los escogió.

No debemos perder de vista que toda la creación se puede dividir en dos dominios: el Reino de Dios y la potestad de las tinieblas. En Col. 1:13 dice que Dios «nos ha librado de la potestad de las tinieblas, y trasladado al reino de su amado Hijo». Esto nos da a entender que o estamos bajo un reino o bajo el otro, pero no podemos estar en ambos, o en ninguno. Estos reinos están en pugna, pero no es una lucha entre dos fuerzas iguales, sino entre el Dios Soberano y Todopoderoso y aquellos que persisten en rebelarse contra su voluntad, y cuya destrucción y condenación son seguras y ciertas.

No hay punto medio, o eres de Dios o estás bajo el maligno, y tu posición en uno u otro reino quedará en evidencia con tu reacción ante la verdad. Jesús lo dijo: «Si vuestro padre fuese Dios, ciertamente me amaríais; porque yo de Dios he salido, y he venido; pues no he venido de mí mismo, sino que él me envió. 43 ¿Por qué no entendéis mi lenguaje? Porque no podéis escuchar mi palabra. 44 Vosotros sois de vuestro padre el diablo, y los deseos de vuestro padre queréis hacer» (Jn. 8:42-44).

Y todos nosotros también fuimos en otro tiempo enemigos de Dios y lo aborrecíamos. Esto es lo que dicen las Escrituras (Tit. 3:3-6): «Porque nosotros también en otro tiempo éramos necios, desobedientes, extraviados, esclavos de deleites y placeres diversos, viviendo en malicia y envidia, aborrecibles y odiándonos unos a otros. Pero cuando se manifestó la bondad de Dios nuestro Salvador, y Su amor hacia la humanidad, Él nos salvó, no por las obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino conforme a Su misericordia, por medio del lavamiento de la regeneración y la renovación por el Espíritu Santo, que El derramó sobre nosotros abundantemente por medio de Jesucristo nuestro Salvador».

Aquí vemos que nadie puede decir que nació cristiano, o que es cristiano desde que tiene uso de razón. Todos nacemos siendo enemigos y aborrecedores de Dios, rebeldes por naturaleza. Si tú estás aquí y has creído verdaderamente en el Señor Jesucristo, no es porque hayas sido más sabio que otros que no lo han hecho. Es porque Dios tuvo misericordia y quiso cambiar tu corazón, haciendo que pasara de muerte a vida. Sólo el Espíritu Santo puede hacer que un corazón que nació aborrecedor y enemigo de Dios, pase a ser un hijo de Dios, alguien que puede profesar amor genuino a su Padre Celestial.

Entonces, concluimos que todo aquél que no haya creído en Cristo, que no haya creído en la Verdad que Dios ha revelado en su Palabra ni haya sometido su vida a ella, es enemigo y aborrecedor de Dios. Por extensión, tal persona aborrece al pueblo de Dios tanto como aborrecen al Dios de ese pueblo. Ellos podrían incluso profesarnos alta estima, pero siempre que no les hablemos de la verdad de Dios. Podrían incluso desear nuestra compañía y anhelar que seamos uno de ellos, pero siempre que callemos y nos guardemos el Evangelio y al Dios que amamos.

En todo esto debemos recordar que, como nos explica el Apóstol Pablo, «… nuestra lucha no es contra seres humanos, sino contra poderes, contra autoridades, contra potestades que dominan este mundo de tinieblas, contra fuerzas espirituales malignas en las regiones celestiales» (Ef. 6:12 NVI). Esos poderes y potestades mencionadas gobiernan a las personas que están bajo su dominio, pero estas personas de todas maneras son responsables de lo que hagan contra Dios y su pueblo.

Desde luego al mundo no le molesta aquella “iglesia” que ha dejado de cumplir este deber. No les resulta desagradable ese inmenso grupo de gente que se llama a sí misma “cristiana”, pero que vive según las costumbres del mundo, y no según la Palabra de Dios. Esta pseudo-iglesia es parte de ellos, no se diferencia en nada de los enemigos de Dios, porque ella misma es enemiga y aborrecedora del Dios vivo y verdadero. Tal como dijo John R. Rice: “El mundo nunca quemó en la hoguera a un “cristiano tranquilo".

Para el mundo, la verdadera Iglesia nunca estará de moda. Aunque por un momento puedan demostrar incluso admiración, no tardarán en demostrar su desagrado. Tal como aborrecieron a Cristo y lo crucificaron, intentarán borrarla y eliminarla, pero no podrán.

Por algo el Apóstol Pablo fue claro en afirmar que «Y también todos los que quieren vivir piadosamente en Cristo Jesús padecerán persecución». Este camino implica aflicciones, rechazo, pruebas y dolor, pero lo que nos sostiene es saber que Cristo vive, que se levantó de los muertos, y porque Él vive, nosotros también viviremos. Participar de sus padecimientos es un privilegio. Si nuestro Señor y Maestro, siendo puro y santo, sufrió por los pecados de su pueblo, nosotros, unos simples gusanos rescatados por gracia, debemos con alegría tomar esa cruz, sabiendo que al final del camino nos espera la gloria, y que en el trayecto disfrutamos de la hermosa comunión de los santos, la preciosa Iglesia de Cristo.

   III.        La condenación del mundo y la bienaventuranza de los escogidos

En todo este aborrecimiento hacia Cristo y hacia sus discípulos, el mundo es plenamente responsable. El Señor les dio todas las razones para creer, pero lo rechazaron. Él vino al mundo, habitó entre nosotros, les habló aquellas Palabras celestiales que escuchó de la boca del Padre, pero ellos no lo escucharon, no reconocieron que era el enviado de Dios, sino que lo aborrecieron y lo mataron, por tanto, su pecado llegó hasta el colmo.

No sólo eso, Cristo hizo entre ellos obras que ningún otro ha hecho: alimentó a 5 mil y luego a 4 mil, resucitó a los muertos, calmó el viento y la tempestad, anduvo sobre el mar, convirtió el agua en vino, sanó a leprosos, paralíticos y ciegos, liberó a endemoniados; y todo esto ante sus ojos, pero ellos también rechazaron estas obras maravillosas, lo que demostró que la dureza de su corazón llegó hasta el extremo.

Pero esto fue para que se cumpliera lo dicho en la Escritura: “Se han aumentado más que los cabellos de mi cabeza los que me aborrecen sin causa; Se han hecho poderosos mis enemigos, los que me destruyen sin tener por qué” (Sal. 69:4 NVI). El Señor Jesús dice que lo aborrecieron sin causa, en el griego literalmente significa que lo aborrecieron gratis, es un desprecio insolente y totalmente injustificado hacia el Creador y Dador de vida, hacia el Señor que sólo les hace bien, y que les dio todas las razones para creer, llegando incluso a descender y despojarse de la gloria eterna para venir a morir a una cruz, llevando sobre sí los pecados de su pueblo.

Es a Él a quien rechazaron, con sus corazones llenos de tinieblas y de pecado. Es este mismo espíritu de rebelión y de impiedad el que va a estar en los que reciban las terribles plagas finales relatadas en el libro de Apocalipsis: “Y los otros hombres que no fueron muertos con estas plagas, ni aun así se arrepintieron de las obras de sus manos, ni dejaron de adorar a los demonios, y a las imágenes de oro, de plata, de bronce, de piedra y de madera, las cuales no pueden ver, ni oír, ni andar; 21 y no se arrepintieron de sus homicidios, ni de sus hechicerías, ni de su fornicación, ni de sus hurtos” (Ap. 9:20-21).

Así de densas son las tinieblas que cubren al mundo que está bajo el maligno. No se arrepienten ni por las buenas ni por las malas. Rechazaron a Cristo en su venida, despreciaron su Palabra eterna y sus obras prodigiosas; y también se mantienen en rebelión y en incredulidad a pesar de que estén siendo afligidos con las más terribles plagas, porque no conocen al Padre ni a Cristo.

Cristo los responsabiliza directamente de todo esto: no tienen excusa por su crimen eterno, aborrecieron a quien el Padre envió, y eso implica aborrecer al Padre también; y a tal punto lo aborrecieron, que consumaron su maldad hasta el extremo cometiendo el mayor crimen: mataron al autor de la vida (Hch. 3:15).

Además de esto, luego se llenarían las manos con sangre de sus discípulos. La verdadera iglesia nunca ha dejado de ser perseguida en alguna parte del mundo, en el lenguaje de Apocalipsis cap. 12, el dragón sigue persiguiendo a la mujer y buscando exterminarla, y a tal punto llega su necedad y su maldad, que Cristo dice: “aun viene la hora cuando cualquiera que os mate, pensará que rinde servicio a Dios” (16:2). En el griego, la palabra para “servicio” es “latreia”, que significa culto, adoración, servicio en un sentido religioso. Es decir, muchos perseguirán a la novia de Cristo pensando que con eso están adorando a Dios, con lo que demostrarán su ceguera, su pecado y su corazón entenebrecido.

El libro de Apocalipsis nos muestra esta rebelión llevada a su punto final: en los caps. 19 y 20, vemos cómo el mundo sin Cristo se congrega y se confabula para combatir contra Cristo y los suyos, reúnen toda su fuerza y su poder para seguir con su afán de matar al Autor de la Vida y a su pueblo, pero serán destruidos por la espada que sale de la boca de Jesucristo, no hay otro fin posible para quienes se rebelan contra el Rey de reyes y Señor de señores.

Y el Señor ha dicho todas estas cosas porque quiere que sepamos que ocurrirán. Si el Señor no nos hubiera avisado, es probable que ante la persecución perdiéramos la fe en que Él está en control de todo y que su voluntad se cumplirá, pero Él nos ha avisado de antemano porque quiere que nos consolemos en sus palabras. No debemos estar sorprendidos, entonces, cuando nos aborrezcan por causa de Cristo. No debemos esperar aplausos ni aprobación. No debemos confundirnos cuando nuestros familiares, compañeros de estudios o de trabajo, nuestros vecinos y conocidos se extrañen ante nuestra fe y rechacen nuestras creencias y nuestra manera de vivir. Ellos están bajo el maligno, y si son puestos entre la espada y la pared, nos entregarían y consentirían en nuestra muerte.

El Señor Jesús advirtió que expulsarían a los discípulos de las sinagogas. ¿Qué significaba esto? Que “los seguidores del nazareno serían excomulgados de la vida religiosa y social de Israel… Sus antiguos amigos los verían como peores que paganos. Perderían el trabajo, sus familias, los apartarían de su seno, e incluso perderían el privilegio de un sepelio honorable. Peor que esto aún, les quitarían la vida” (William Hendriksen). ¿Estás dispuesto a este costo? ¿Si no eres capaz de soportar pequeñas incomodidades ahora que puedes congregarte en paz, vas a perseverar cuando arrecie la persecución?

Hermano, no intentes convencerte de lo contrario: esto es lo que va a caracterizar nuestro tránsito en esta tierra, por eso somos llamados extranjeros y peregrinos. Seremos aborrecidos por el mundo, porque no somos del mundo, sino que Cristo nos escogió de entre el mundo. El Señor ya lo dijo: “No penséis que he venido para traer paz a la tierra; no he venido para traer paz, sino espada. 35 Porque he venido para poner en disensión al hombre contra su padre, a la hija contra su madre, y a la nuera contra su suegra; 36 y los enemigos del hombre serán los de su casa. 37 El que ama a padre o madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a hijo o hija más que a mí, no es digno de mí; 38 y el que no toma su cruz y sigue en pos de mí, no es digno de mí. 39 El que halla su vida, la perderá; y el que pierde su vida por causa de mí, la hallará” (Mt. 10:34-39).

Ante esta situación, tenemos a los cristianos zelotes, aquellos que ven esta realidad de que el mundo nos aborrecerá, y se van al extremo de cortar toda relación con los incrédulos, incluso cuando la Escritura no manda hacerlo, y su carnalidad ve una oportunidad en esto para alimentar su orgullo y su soberbia, sintiéndose en el fondo superiores a los impíos, y encontrando una excusa para ser antisociales y apáticos, indiferentes ante el mundo perdido. Estos llegan a creer que es prácticamente una obligación que el mundo nos aborrezca, y en vez de ser aborrecidos por causa de Cristo, terminan siendo aborrecidos por su carácter y su corazón carente de compasión.

Por otra parte, tenemos a los cristianos tibios, quienes siempre tratarán de encontrar palabras conciliadoras, de hallar un camino del medio que les permita ser cristianos y a la vez estar en paz con el mundo impío, procurando a toda costa no tocar temas sensibles ni hablar con la verdad de la Escritura a sus familiares, amigos, conocidos y compañeros de estudio o de trabajo.

Además, tenemos a aquellos que ante la oposición del mundo retroceden y abandonan la fe, o son intimidados a tal punto que la dejan como una cuestión absolutamente íntima, casi secreta, donde nadie sabe que son cristianos, y si hay algo que les avergüenza es que la gente se entere de que ellos profesan fe en Cristo. Estos también se conocen como los cristianos “agentes secretos”.

Tengamos cuidado, porque ninguna de estas actitudes representa la disposición correcta que debemos tener ante la oposición del mundo, y quien se caracterice por demostrar esto en su vida demostrará con ello que no conoce a Cristo. Estamos llamados a dar testimonio de la verdad con valentía ante un mundo impío, y perseverar hasta el fin en fidelidad a Cristo, aunque eso implique que todos a nuestro alrededor nos desprecien, nos abandonen o incluso nos agredan o nos maten, pero siempre manteniendo la humildad y la compasión en nuestro corazón, imitando a Cristo, quien rogaba al Padre que perdonara a quienes lo insultaban mientras Él se encontraba en la cruz.

Y en todo esto, consideremos que “el peligro más grande que los discípulos deberán enfrentar ante la oposición del mundo, no es la muerte, sino la apostasía” (Donald Carson). “No tiene un estado mental saludable el cristiano que no está preparado para la prueba y la persecución. Quien espere cruzar las agitadas aguas de este mundo y llegar al cielo con el viento y la marea siempre a su favor, no sabe nada como debe saberlo. No sabemos lo que nos espera en esta vida, pero de una cosa podemos estar bien seguros: debemos llevar la cruz si queremos llevar la corona” (J.C. Ryle).

Recuerda, entonces, las Palabras de tu Señor, y ponte la armadura de Dios cada día porque estás en una guerra con alcances universales. ¿Estás preparado? ¿Estarías listo si te tocara morir hoy mismo por Cristo? Si no estás viviendo hoy por Cristo, no pienses que serías capaz de dar tu vida mañana. Es hoy, ahora mismo, cuando debes tener resuelta la pregunta más importante que has de responder en esta vida: ¿Qué harás con Cristo? O lo recibes, o lo rechazas. O te postras a sus pies, o escupes su mano que se extiende hacia ti en misericordia. O eres su discípulo, o eres su enemigo, o estás con Él o estás en su contra. O eres escogido, o eres del mundo. No hay punto medio, ni terreno neutral.

Pero en medio de toda esta batalla, recuerda que Él ha dicho: “En el mundo tendréis aflicción; pero confiad, yo he vencido al mundo” (Jn. 16:33); porque mayor es el que está en nosotros que el que está en el mundo. Y también considera la hermosa bienaventuranza: “Dichosos los perseguidos por causa de la justicia, porque el reino de los cielos les pertenece. 11Dichosos serán ustedes cuando por mi causa la gente los insulte, los persiga y levante contra ustedes toda clase de calumnias. 12 Alégrense y llénense de júbilo, porque les espera una gran recompensa en el cielo. Así también persiguieron a los profetas que los precedieron a ustedes” (Mt. 5:10-12 NVI).

No retrocedas ante la persecución. Él lo ha prometido: “Y seréis aborrecidos de todos por causa de mi nombre; mas el que persevere hasta el fin, éste será salvo” (Mt. 10:22).