Domingo 25 de diciembre de 2016

Texto base: Juan 9:1-12.

En los mensajes anteriores, estuvimos revisando la aparición pública de Jesucristo en la fiesta de los tabernáculos, en la que se fue revelando progresivamente como el enviado del Padre para entregar su Palabra, como la fuente de agua viva, como la luz del mundo, como aquel en quien se debía creer para ser salvo, como el verdadero libertador, y finalmente como el Yo Soy, el Dios eterno.

Pero tal como Cristo fue revelando su gloria progresivamente, también los judíos fueron revelando su incredulidad de forma gradual, hasta que manifestó su verdadera cara de rebelión, engaño y homicidio. Ellos se declaraban hijos de Abraham, pero su corazón y sus obras estaban lejos de las del patriarca. Mientras Abraham murió esperando la venida de Jesucristo y se alegró en ella, estos judíos que decían ser sus hijos, querían matarlo a pedradas.

Finalmente, Cristo salió caminando en medio de ellos, demostrando una vez más que tiene pleno control de la situación, y que Él daría su vida cuando fuera el tiempo indicado.

Hoy veremos cómo Jesucristo se compadece nuevamente de una persona que se encontraba en su miseria y necesidad, demostrando así su gracia abundante, su poder infinito y su gran misericordia hacia la humanidad. Es, entonces, una maravillosa historia de compasión y misericordia.

     I.        Un hombre impotente en su necesidad

Nuevamente vemos a Jesús y a sus discípulos en el camino, donde se encuentran con un hombre ciego de nacimiento. Se trata de un hombre que nunca tuvo la bendición de ver. Alguien que no conocía otra cosa que la oscuridad, no conocía las luces, ni los colores.

Pero su ceguera de nacimiento no significa simplemente que se perdió de lindos paisajes, de hermosas obras de arte, o de ver los rostros de sus seres queridos. Que haya sido un hombre ciego de nacimiento, implica que debe haber sido un hombre miserable, debido a su imposibilidad de trabajar. Fue una persona dependiente de la caridad y las limosnas, un hombre que no servía ni para el trabajo ni para la guerra.

Por eso, los ciegos estaban lejos de ser gente acomodada. Todo lo contrario, pertenecían a la clase de marginados de su época, personas a quienes no se reconocía dignidad, que vivían en necesidad y miseria, impotentes y sin esperanza humana de poder escapar de esa situación. Para sumar desgracia a lo anterior, la cultura religiosa de la época pensaba que quienes se encontraban en esta condición habían recibido una maldición por su pecado, así que en vez de compasión recibían reproches y desprecio. Eran profundamente pobres, quizá los más pobres que se podían encontrar, por su condición quedaban destinados a ser pordioseros.

Lo más probable es que este hombre estuviera ubicado cerca del templo. Tanto hoy como en ese entonces, los mendigos entendían que la gente que iba al templo podía mostrarles algo más de compasión.

Todo esto da para meditar en la inmensa miseria que introdujo el pecado al mundo. Este ciego era un vivo y triste testimonio de los efectos de la rebelión contra el Señor, de las consecuencias del pecado en la creación y en el género humano. Este hombre, a la orilla del camino, condenado a rogar limosnas día tras día, sumido en oscuridad permanente, en necesidad obligada, en lamento constante, era un registro de que un día nuestros padres Adán y Eva desobedecieron al Señor, con lo que el pecado entró a la tierra, y con él, la muerte y la corrupción. Ahora había enfermedad, había dolor, había llanto, había cansancio y fatiga, despropósito, dificultades, sufrimiento y agonía.

El ser humano murió espiritualmente, lo que trajo como consecuencia que todo su ser se contaminara con esta muerte, con la rebelión en contra del Señor, nos volvimos esclavos del pecado, servidores de la maldad y de la injusticia, aborrecedores de Dios y enemigos unos de otros. Se creó un abismo inmenso entre el ser humano y Dios, de tal manera que ya no podemos encontrar al Señor por nuestra cuenta, no podemos llegar a Él por nuestros medios, no podemos recuperar la comunión íntima con el Creador por nuestra propia voluntad.

Todo esto es lo que se conoce como “La Caída”. Desde ese momento somos seres caídos, muertos y corruptos espiritualmente. Esto es lo que nos dice la Escritura: “pues todos han pecado y están privados de la gloria de Dios” (Ro. 3:23).

Por eso dice J.C. Ryle, “aprendamos a odiar el pecado con un odio piadoso, sabiendo que es la raíz de todos nuestros dolores y necesidades. Luchemos contra él, mortifiquémoslo, crucifiquémoslo, y aborrezcámoslo tanto en nosotros mismos como en otros. No puede haber una prueba más clara de que el hombre es una criatura caída, que el hecho de que pueda amar el pecado y encontrar placer en él”.

Pero este hombre ciego, antes que despertar la compasión de los discípulos de Jesús, pareció despertar su curiosidad. Ellos estaban ansiosos por saber la causa, el porqué de la situación miserable de este hombre. Y en esto ellos parecían tener la misma doctrina que los amigos de Job. Parecía ser que, para ellos, toda desgracia se debía a un pecado individual, por lo que los malformados, discapacitados o enfermos estaban bajo maldición (como se dijo).

Y hay algo de cierto en esto. Las enfermedades, malformaciones, defectos y sufrimientos pueden deberse a:

  • El pecado de Adán (Ro. 5:12-21).
  • El pecado de los padres (Éx. 20:5, 34:7).
  • El pecado propio (Dt. 28:15-68; Jer. 31:30)

Pero los fariseos y la cultura judía exageraban el efecto que los pecados propios, y los pecados de los padres podían tener en situaciones como esta. Ellos habían desarrollado una doctrina para explicar esta situación, que afirmaban que incluso podía deberse a pecados del bebé mientras se encontraba en el vientre materno, lo que explicaba que hubiese gente que nace con defectos y malformaciones.

Entonces, una cosa es afirmar que existe una relación entre el pecado y el sufrimiento de forma general, que afecta a toda la humanidad, y otra es hacer un juicio sobre la situación particular de alguien, asegurando que, si se encuentra así, se debe sí o sí a que cometió un pecado que lo hizo maldito.

Como cristianos, debemos tener mucho cuidado de emitir juicios apresurados sobre el sufrimiento y la condición de una persona, sobre todo sabiendo que hay casos como el de Job, o como los dolores que sufría el Apóstol Pablo, que no se debían a pecados que ellos cometieron. Vemos que Jesús generalmente reprende este tipo de pensamientos de juicio injusto (Lc. 13:1-5), y llama más bien a autoexaminarse.

En este caso, Jesús quiere que sus discípulos se enfoquen en otra cosa. Este hombre era ciego para que el poder de Dios se manifestara en Él. Ellos debían entender que este hombre, en su necesidad y miseria, era un reflejo del estado de la humanidad en general, que tal como él, es ciega de nacimiento, y necesita recibir la gracia y el poder de Dios a través de Cristo para poder ver. Tal fue el poder de Dios en este hombre, que su historia quedó registrada en la Palabra de Dios, y ha maravillado a la iglesia durante ya 2 milenios.

Jesús no se concentró en porqué este hombre era ciego, sino para qué: todas las cosas tienen como propósito la gloria de Dios en Cristo, por medio de la manifestación de su grandeza. Los discípulos se pusieron a teorizar sobre este hombre ciego, pero Jesús se preguntó qué podía hacer por él. Ellos veían todo desde un plano natural y terrenal, no vieron más allá, a pesar de todas las obras maravillosas que Cristo había hecho frente a ellos. Debían haber sabido que Cristo tiene poder para restaurarlo, para hacerle bien.

Así también nosotros, muchas veces nos ponemos a teorizar, a opinar sin misericordia sobre alguien que está sufriendo, o simplemente sobre la vida de un no creyente; sin concentrarnos en qué podemos hacer para ayudar, en cómo podemos predicar la gloria de Cristo en esa situación. Pese a que sabemos que Él tiene poder para salvar y para restaurar, preferimos quedarnos en las palabras. Imitemos la actitud de Cristo, quien siempre estuvo presto para hacer el bien que estaba a la mano hacer.

    II.        La obra de Cristo

Jesús, entonces, debía cumplir su ministerio, y eso incluía demostrar misericordia y compasión hacia este hombre en necesidad. Al comenzar su ministerio, Cristo leyó un pasaje del profeta Isaías, que se refería a Él:

El Espíritu del Señor está sobre mí, Por cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres; Me ha enviado a sanar a los quebrantados de corazón; A pregonar libertad a los cautivos, Y vista a los ciegos; A poner en libertad a los oprimidos

19 A predicar el año agradable del Señor” (Lc. 4:18-19).

Él vino a redimir este mundo, a liberar a este mundo de la presencia y la condenación del pecado.

Con Él vino su reino, y esto comenzó a manifestarse en que los ciegos veían, los sordos oían, los cojos andaban, los cautivos eran liberados, el evangelio de su reino era predicado. Todos estos milagros y señales son una sinopsis, un anticipo de algo mucho mayor, una obra que el Señor está realizando en Cristo: la restauración de todas las cosas, la eliminación del pecado y sus efectos en la creación, lo que se consumará cuando Cristo regrese.

Era necesario hacer estas señales ahora, mientras estaba en el mundo, entre tanto que “el día dura”. Habría un tiempo en que Jesús sería quitado de sus discípulos, en que estos estarían llenos de temor y dolor. Por eso había un sentido de urgencia, hacer la voluntad de Dios era su comida y su bebida, lo único que podía y quería hacer Cristo, era la voluntad de su Padre, y aprovechó todo tiempo y oportunidad que tuvo para hacer las obras de Dios.

¿Cuál es nuestra actitud? Muchas veces se ve el hacer la voluntad de Dios como algo excepcional, como un paréntesis en nuestra vida. Muchos piensan que pueden tomarse vacaciones espirituales, y hacer la voluntad de Dios de vez en cuando, en eventos o épocas especiales, y con eso tranquilizan su consciencia y siguen viviendo como les place. Pero debemos ser como Cristo, para quien obedecer a su Padre era como la comida y la bebida, algo cotidiano, diario, necesario, vital. Insisto, ¿Es así en tu vida? ¿Tienes esta actitud que hubo en Cristo, y que debe estar en sus discípulos?

Ocupémonos en nuestra salvación con temor y temblor, mientras hay tiempo. No hay trabajo que hacer en la tumba, y nos dirigimos a ella con prisa. Oremos, leamos, guardemos santo el día del Señor, escuchemos la Palabra de Dios, hagamos bien a nuestra generación, como hombres que nunca olvidan que ‘la noche viene’. Nuestro tiempo es muy corto. Nuestra luz del día pronto se irá. Las oportunidades que se pierden, nunca volverán. No podemos arrendar una segunda vida, así que resistamos la procrastinación como resistiríamos al mismo diablo. Lo que sea que esté a nuestra mano para hacer, hagámoslo con todas nuestras fuerzas” J.C. Ryle.

En cuanto a este hombre ciego, como decíamos, refleja nuestra realidad: Nacemos en tinieblas y nuestros ojos están ciegos a la luz verdadera. Podemos pasar toda nuestra vida en las más densas tinieblas, sin darnos cuenta de que caminábamos a tientas en la oscuridad, e incluso engañados, pensando que estábamos llenos de luz y podíamos ver claramente.

Y en el plano espiritual pasa igual que con la luz física: sin luz no podemos ver nada. Nuestra situación natural desde que Adán y Eva pecaron, es la muerte, y la muerte implica encontrarnos en las tinieblas, e incluso más, SER tinieblas.

Pero tal como las tinieblas, la mentira y la muerte están relacionadas, la luz, la verdad y la vida son inseparables, y se unen en la persona de Cristo:

"En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios. Este era en el principio con Dios... En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz en las tinieblas resplandece, y las tinieblas no prevalecieron contra ella... Aquella luz verdadera, que alumbra a todo hombre, venía a este mundo" (Jn.1:1-2,4-5,9).

El Señor vino a un mundo condenado bajo los efectos del pecado, un mundo donde reina la muerte en los hijos de Adán, donde el trabajo se hace con fatiga y despropósito, donde hay dolor y enfermedad y los hijos son dados a luz con sufrimiento, un mundo donde los espinos y cardos cubren la tierra, un mundo que necesita desesperadamente redención, que gime angustiosamente por ser liberado de la maldición y la condenación del pecado.

Cristo es la luz del mundo, porque viene a redimir a la humanidad y a la Creación que se encuentran en la más completa oscuridad. Él vino a alumbrar nuestros ojos con su luz eterna, la única que nos puede sacar de este estado de tinieblas que nos oprime y nos condena.

No es casualidad que Jesús afirme que es la luz del mundo, justo antes de dar vista a este ciego. Tal como Él abre los ojos de este ciego de nacimiento, Él también abre los ojos de los hombres para que les resplandezca la luz del Dios Altísimo. La sanidad que está por conceder a este ciego, entonces, es un testimonio de que Él es la luz del mundo. Esa es la causa de que este hombre fuera ciego, para ser un ejemplo vivo de que Jesús es la luz del mundo. Así, el ciego pasó de ser el objeto de la curiosidad y el debate entre los discípulos, a ser sujeto de la misericordia de Jesús.

(v. 6) Tal como este método de sanidad hoy nos parece rupturista, en ese tiempo también lo fue, sobre todo con la visión que los fariseos tenían sobre los fluidos humanos. Pero a través de este medio, Jesús nos muestra que de lo cotidiano y lo común, Él puede obrar lo sobrenatural.

El barro no tiene una propiedad milagrosa, tampoco la saliva. El barro o la saliva podrán tener alguna propiedad curativa para ciertas dolencias, pero ciertamente no pueden devolver la vista a nadie. Lo que Jesús hace aquí no es enseñarnos a usar el barro o la saliva para sanar, sino mostrarnos su poder sobrenatural obrando en lo que para nosotros es común y sin poder alguno.

Aquí vemos que el Señor obra de múltiples maneras para salvar y sanar. Podría haber sanado al ciego con su sola palabra, o imponiendo sus manos sobre él. Pero escogió hacerlo de esta forma, y no sólo eso, sino que entregó una responsabilidad al ciego, una prueba de obediencia: debía además ir al estanque Siloé y lavarse los ojos.

Cristo obró poderosamente, pero entregó al ciego la responsabilidad de creer en su palabra, y de obrar en consecuencia. Sólo imaginemos el momento en que esto ocurrió: Jesús hace barro con su saliva, y lo unta en los ojos del ciego, y luego lo manda a lavarse en un estanque. El ciego podría haber dicho: ¿De qué estamos hablando, Jesús? ¿Qué es esto que me estás haciendo? ¡Es humillante! ¡Me acabas de echar escupo en los ojos!

En 2 Reyes 5 tenemos el caso de Naamán el Sirio, quien era un general del ejército del rey de Siria, y estaba enfermo de lepra. Fue a Eliseo para ser curado, pero el medio que le impuso Eliseo fue sumergirse 7 veces en el río Jordán. Naamán se sintió insultado en su orgullo y se devolvió enojado a Siria, pero luego volvió, se sumergió y fue sanado.

Pero este hombre ciego, en lugar de actuar con orgullo, hizo todo cuanto Jesús le dijo, y por su fe fue sanado. Su orgullo estaba pulverizado después de llevar años de pordiosero. Desde luego, el poder de su sanidad no estuvo en su obediencia, ni tampoco en las aguas del estanque, sino en Cristo. ¿Qué hubiese ocurrido si el ciego no hubiera creído ni obedecido? Debemos confiar en el poder de Dios, pero también obedecer sus instrucciones de manera precisa. No podemos usar su poder ni su soberanía como excusas, el Señor nos entrega una responsabilidad para que la cumplamos, y se agrada de que creamos en su Palabra y la obedezcamos.

Algunos predicadores, malentendiendo la soberanía y la gracia de Dios, cuando alguien les pregunta qué debe hacer para alcanzar la salvación, ellos responden: “nada”, simplemente esperar que la gracia de Dios te salve. Ese es un engaño muy peligroso, y está muy lejos de ser la respuesta bíblica. La Escritura nos ordena creer en el Evangelio y arrepentirnos. Nos habla de una respuesta que debe existir en nosotros ante la obra de Cristo.

Y para obrar entre nosotros, el Señor usa medios ordinarios, cotidianos e incluso muchas veces despreciables para nosotros, y los utiliza para obrar con poder, y así dejar claro que la gloria y la honra son suyas: “Hermanos, consideren su propio llamamiento: No muchos de ustedes son sabios, según criterios meramente humanos; ni son muchos los poderosos ni muchos los de noble cuna. 27 Pero Dios escogió lo insensato del mundo para avergonzar a los sabios, y escogió lo débil del mundo para avergonzar a los poderosos. 28 También escogió Dios lo más bajo y despreciado, y lo que no es nada, para anular lo que es, 29 a fin de que en su presencia nadie pueda jactarse. 30 Pero gracias a él ustedes están unidos a Cristo Jesús, a quien Dios ha hecho nuestra sabiduría —es decir, nuestra justificación, santificación y redención— 31 para que, como está escrito: «Si alguien ha de gloriarse, que se gloríe en el Señor»” (1 Co. 1:26-31).

Al ver la obra de Cristo en este ciego, debemos cuidarnos nuevamente de juzgar apresuradamente. Vemos que Cristo ha obrado de distinta forma con personas diferentes entre sí. No obró igual con Natanael, con Felipe, Pedro, los novios de la boda de Caná, con Nicodemo, con el oficial que pidió la sanidad de su hijo, con la mujer samaritana, con el paralítico, con los líderes religiosos, etc. Por eso J.C. Ryle afirma que este pasaje nos enseña que “el Señor del Cielo y la tierra no está atado al uso de ninguno de sus medios o instrumentos. Él obrará a su propia manera al conferir bendiciones a los hombres, y no permitirá que nadie lo limite. Sobre todo, enseña a aquellos que hemos recibido algo de las manos de Cristo, a ser cuidadosos en cómo evaluamos la experiencia de otros hombres comparándola con la propia. ¿Hemos sido sanados por Cristo, hemos recibido la vista y la vida? Agradezcamos a Dios por eso, con humildad. Pero tengamos cuidado de decir que ningún otro hombre ha sido sanado, a menos que haya recibido vida espiritual exactamente de la misma manera que nosotros. La pregunta es, ¿Fueron abiertos los ojos de nuestro entendimiento? ¿Vemos? ¿Tenemos vida espiritual?”.

Alegrémonos de ver la obra de Dios en otro pecador, sin ponernos a cuestionar cómo fue que el Señor lo sanó, ya que Él es soberano en esto. La obra de Cristo en este ciego muestra de manera poderosa que, sin duda, Él es la luz del mundo.

   III.        Un nuevo hombre

(v. 8-12) Aquí vemos que, quien ha recibido la obra de Dios, a pesar de ser la misma persona, no vuelve a ser la misma persona (paradoja). No vuelve a ser el mismo, y eso es notorio a quienes lo rodean cotidianamente. Aunque sigue siendo pecador e imperfecto, algo ha cambiado para siempre, esa persona ha pasado de muerte a vida, o, usando la imagen de este pasaje, recibe la vista, ¡Ve por primera vez, conforme a la verdad! Ese es un cambio radical.

Sólo imaginemos la impresión de este milagro en el ciego. ¡Nunca había visto, y ahora veía! Recordemos cuando el Señor nos llamó, su salvación implica realmente recibir vista espiritual. Por primera vez, vemos la creación y apreciamos en ella la mano y la gloria de Dios. Leemos su Palabra y podemos escuchar verdaderamente la voz de Dios hablando directo a nuestro corazón. Nuestros ojos fueron abiertos, luego de haber sido ciegos de nacimiento.

Con lo poco que este hombre sabía, dio testimonio. ¡No podía negarlo, no podía esconderlo! Sólo podía decir que antes era ciego, pero que ahora veía. No sabía bien cómo ocurrió todo eso, sólo sabe que ahora ve, y que eso fue gracias a Jesús. Él creyó en la Palabra de Cristo, le obedeció, y ahora era un hombre nuevo, había sido sanado. Recordemos que lo mismo ocurrió con la mujer samaritana, el mismo día que se convirtió, se transformó en una evangelista entusiasta, y dio testimonio de Cristo con lo poco que sabía.

Como ya dijimos, el Señor obra de manera distinta en personas diferentes, pero en todas ellas, cuando la gracia de Dios se manifiesta, es un poder que transforma y que no se puede negar ni se puede deshacer, que nos lleva a querer seguir a Cristo, confesar su nombre, ser sus discípulos y no volver atrás. Queremos anunciar a este Cristo, aunque tengamos poco conocimiento, si sabemos que en Él está la salvación y que su Palabra es la verdad, sabemos suficiente para darlo a conocer e invitar a otros a venir a Él.

Y tú que estás aquí, ¿Te ves como un ciego de nacimiento que fue sanado? ¿Puedes identificarte con la miseria de ese ciego y su total impotencia? Lo que ocurrió con este paralítico es también nuestra realidad. Cuando estábamos muertos en nuestros delitos y pecados (Ef. 2:1), alguien nos predicó el Evangelio, y nos ordenó arrepentirnos y creer en Jesucristo. Pero para nosotros era imposible ver la verdad, ver a Cristo, pues estábamos ciegos. Fue Él quien nos dio la vida y la vista espiritual, fue Él quien nos hizo nacer del Espíritu, quien obra como quiere y cuando quiere, fue Él quien nos reveló a Cristo, quien hizo alumbrar su gloria en nuestros corazones; cuando nosotros estábamos llenos de muerte y tinieblas y nada podíamos ver con claridad.

Al ver la sanidad de este ciego, tenemos que ver también nuestro propio caso, es tan milagroso lo que ocurrió con este hombre miserable como lo que ocurrió con nosotros, quienes también estábamos perdidos en nuestra ceguera. El ciego de nada podía jactarse, ya que nada podía hacer para ser curado, y así también nosotros, de nada podemos jactarnos ya que toda la gloria y la honra son para el Señor por habernos dado vida en Cristo, y por haber alumbrado nuestros ojos con su luz eterna.

Sin Cristo estamos ciegos, vemos todo distorsionado, nuestros ojos están cubiertos de gruesas capas de engaños y mentiras, ¡Pero en Cristo podemos ver todo tal como es! Miremos a este Salvador maravilloso, ¿Qué puede ser imposible para Él? El que dio vista a un ciego de nacimiento, ¿No podrá abrir nuestros ojos para ver su gloria? ¿Qué mal no puede curar? ¿Qué necesidad no puede satisfacer?

Esta señal hecha por Cristo debe llevarnos a la humildad, sabiendo que éramos ciegos perdidos en nuestra miseria, ignorancia y tinieblas, y a la vez debe llevarnos a glorificar a Cristo, ya que Él es poderoso para darnos vida, abrir nuestros ojos y sostenernos caminando en su senda de justicia. Él es un Salvador lleno de amor y misericordia, que se compadece de los necesitados y miserables, se compadece de los ciegos de nacimiento y abre sus ojos para que puedan ver. Que nosotros también podamos andar en esta compasión y este amor, tal como Cristo nos amó y nos mostró su compasión. Amén.