Texto base: Juan 17.1-5.

Luego de terminar su enseñanza íntima a los discípulos en el contexto de la cena pascual, que se extendió desde el capítulo 13 hasta el 16, y en la culminación de su ministerio terrenal, el Señor Jesús ora al Padre encomendándose a sí mismo, a sus discípulos y a quienes creerían en Él por la Palabra de ellos.

Se trata de la oración perfecta del Hijo de Dios, el mayor registro de una oración de Jesús, en el que podemos ver la gloria de su obediencia y de su ministerio como Mediador y Sumo Sacerdote.

Esta oración fue hecha por quien tenía un vínculo perfecto con el Padre, el de Unigénito Hijo de Dios, quien además es el Hombre Perfecto, y fue elevada en dependencia perfecta, en el momento perfecto, con la actitud perfecta, y en alineación perfecta con la voluntad de Dios. Es decir, se trata de una oración única, la oración de las oraciones, y aunque en ella hay peticiones que sólo puede hacer Cristo, es un glorioso modelo de cómo debemos elevar nuestras propias oraciones, como hijos de Dios adoptados en Jesús.

El sumo sacerdote del antiguo testamento, habiendo hecho los sacrificios requeridos en el día de la propiciación, entraba al lugar santísimo con sus manos llenas de incienso de un dulce olor, el cual ponía en el fuego delante del Señor. Así, el gran sumo sacerdote de la Iglesia, nuestro Señor Jesucristo, habiéndose ofrecido por nuestros pecados, entró en el cielo con el dulce aroma de sus oraciones a favor de su pueblo” (John Owen).

Hoy continuaremos en este capítulo 17, adentrándonos en la primera parte de la oración de Jesús, donde se encomienda al Padre Celestial, porque ha llegado la hora de que sea glorificado a través de su obediencia perfecta. Parte esencial de esa obediencia, es dar vida eterna a quienes el Padre le dio para que los salve.

       I.            La hora ha llegado (vv. 1b, 4-5)

(v. 1) Lo primero que vemos, es que el Señor afirma “Padre, la hora ha llegado…”. En otros pasajes de este mismo Evangelio, había señalado que la hora de Cristo aún no había llegado: “Entonces procuraban prenderle; pero ninguno le echó mano, porque aún no había llegado su hora” (7:30; vid. 8:20). Sin embargo, para este punto esa hora llegó.

Esto nos muestra que cada instante, cada circunstancia y evento tiene un lugar determinado en el plan redentor del Señor. Esa que llamamos “la historia de la humanidad”, es en realidad la historia de Dios, el escenario donde se desarrolla su voluntad, y todo ocurre precisamente cuando debe ocurrir.

Esto se puede observar con especial claridad en el ministerio terrenal de Jesús, que es perfecto aun si se mide con un cronómetro. No hizo nada ni antes ni después de lo que debía hacerlo, nunca se adelantó ni se atrasó, y en este instante supo reconocer con precisión que la hora había llegado. Tú y yo también estamos en esa historia, en la que el reloj del Señor va marcando minuto a minuto, y donde no dejará de cumplirse su plan en el preciso momento en que debe cumplirse.

Dios predeterminó soberanamente la historia, no sólo en grandes movimientos, sino en momentos particulares” (John MacArthur).

Pero ¿A qué hora se refiere? La hora ha llegado, en la que el Hijo del Hombre, el Hijo de Dios, terminará su ministerio de humillación, y haría esto transformándose en el sacrificio por el pecado. Los efectos de ese sacrificio se extenderían en la historia hacia el pasado, a toda persona que alguna vez creyó, y hacia el futuro, a toda persona que alguna vez creerá. En ese momento, se transformaría en pecado por nosotros, para que nosotros pudiéramos ser justicia de Dios en Él.

Era la hora en que se cumpliría el propósito divino, ese que fue dispuesto desde la eternidad, antes de la fundación del mundo, cuando Dios decretó que Cristo fuera crucificado para salvar a aquellos pecadores que Él escogió también desde antes de la creación para que fueran su pueblo. Por eso la Escritura dice que Cristo fue “entregado por el determinado consejo y anticipado conocimiento de Dios” (Hch. 2:23).

Era también el momento en que las profecías sobre el Mesías, los tipos y los símbolos se realizarían. Era la hora de la victoria sobre el príncipe de este mundo y sobre el pecado, la hora de desechar lo viejo y recibir lo nuevo, la hora de dejar las sombras y los velos, y poder apreciar ahora la luz, la gracia y la verdad plenamente manifestadas en Jesús.

Era la hora de redención, donde lo que Dios prometió sobre salvación, sería ahora hecho real, y no sólo posible. La hora de ese sacrificio eficaz de Cristo, que con una sola ofrenda hace santos a todos aquellos que realmente han creído en la historia, antes y después del Calvario. Es la hora de la cruz… Es el todo, la consumación, el clímax, la hora de la gloria, donde se elimina el poder de la maldición, donde Dios se reconcilia con los hombres, donde brilla la luz eterna en medio de las tinieblas, donde se producirá la muerte que dará vida a muchos, el sacrificio que podrá borrar la mancha de la rebelión de una multitud incontable.

Una hora que fue decretada desde la eternidad pasada, y que fue planificada en detalle (Salmo 22, Is. 53). Es la hora de la crucifixión, y luego de la resurrección, y luego de la ascensión, y luego de la coronación. No es un período de 60 minutos, sino un hito magnífico: aquel en que la eternidad se refleja en el tiempo y el tiempo tiene un eco en la eternidad, la hora de la redención, en la que la fuente de la vida eterna sería abierta, ese río de la vida que mana desde la cruz para dar vida a todo aquel que lave sus ropas en Él.

Una hora en que la tierra se oscureció, en que la tierra tembló, en que muertos salieron de sus tumbas, en que el velo del templo se rasgó (Mt. 27:51-53). No hubo ni habrá jamás una hora como esta, tan terrible y tan gloriosa a la vez. Esta hora tan anhelada y anunciada, es la que había llegado[1].

Por todo lo dicho, esta hora tiene un apellido: es la hora de la gloria. En el cap. 12, que marca el paso a los últimos días de su ministerio terrenal, el Señor Jesús dijo: “Ha llegado la hora para que el Hijo del Hombre sea glorificado” (v. 23). Sin embargo, no sería glorificado como un rey terrenal, no iba a ser coronado como un gobernante más de tantos que han existido y que seguirán existiendo, ni sería tampoco reconocido como un general militar victorioso como Julio César o Napoleón. Su gloria sería muy distinta, e infinitamente superior a la de todos los reyes y generales de este mundo: la gloria del Unigénito Hijo de Dios y Redentor de los pecadores.

Y como Salvador de su pueblo, el camino a esa gloria incluía la cruz. Por eso, más adelante en el cap. 12 dice “Ahora está turbada mi alma; ¿y qué diré? ¿Padre, sálvame de esta hora? Mas para esto he llegado a esta hora” (v. 27); y esa angustia de su alma no se debía principalmente a los clavos, los azotes, la corona de espinas y el madero que le esperaba, sino ante todo la copa de la ira de su Padre Celestial, esa que debía ser derramada sobre ti y sobre mí por nuestros pecados, pero que fue soportada por el Justo Hijo de Dios en nuestro lugar.

Cristo debía vivir esta hora con todo lo que ella implicaba, y no debía intentar evitarla, pese a toda la aflicción que significaría para Él, ya que según Él mismo dijo, para esa hora fue que vino al mundo. Pero esa aflicción no era la meta, sino la forma en que el Señor determinó que iba a glorificar su nombre y el de Cristo.

     II.            La Gloria de Cristo

La gloria de Cristo es un hilo dorado que atraviesa toda esta oración (vv. 1, 5, 10, 22, 24), es el eje en torno al cual giran las peticiones que el Señor Jesús dirige a su Padre, de tal manera que la oración que hace luego por sus discípulos no tendría sentido si no fuera por esa petición que hace al Padre para que Éste lo glorifique.

Cristo tiene esa precisa motivación en mente, sabe que ha llegado su hora para ser glorificado, pero Él sabe que su gloria va de la mano con la gloria del Padre. En el cap. 12, Él rogó a su Padre: “Padre, glorifica tu nombre…” (v. 28), y aquí en el cap. 17 ruega diciendo: “Padre… glorifica a tu Hijo, para que también tu Hijo te glorifique a ti” (v. 1).

Entonces, hay una conexión mutua entre la gloria del Padre y la del Hijo. El hecho de que el Hijo reciba gloria no le resta gloria al Padre, ya que el Hijo apareció para mostrarnos al Padre y es uno con Él en poder y gloria. Esto es muy revelador, ya que el Señor ha declarado: “Yo Jehová; este es mi nombre; y a otro no daré mi gloria” (Is. 42:8). Es decir, la única forma de que Jesús declara esto, es que Él sea también Dios tanto como lo es el Padre.

Y lo que sucederá en esta hora de la crucifixión, es lo que sucede desde la eternidad y hasta la eternidad: El Padre da gloria al Hijo, y el Hijo glorifica al Padre, y el Espíritu Santo los glorifica a ambos y revela esa gloria a la creación.

Esta es la gloria eterna que en la Escritura se describe como “luz inaccesible” en la que el Señor habita (1 Ti. 6:16). Pensemos que sólo una muestra muy velada de esa gloria hizo que el rostro de Moisés resplandeciera (Ex. 34:29), lo que causaba terror ante el pueblo. Y sólo un resplandor de esa gloria hizo que Isaías exclamara con pavor “¡Ay de mí! que soy muerto” (Is. 6:5), y de no ser por la misericordia de Dios, así habría sido. Esto porque, debido a nuestro pecado, nuestros cuerpos mortales no pueden soportar esa gloria plenamente manifestada, y si nos expusiéramos a ella en la condición actual, caeríamos fulminados en el acto. Así de imponente, pura y maravillosa es la gloria de Dios, tan grandiosa que ni siquiera podemos imaginarla ni dimensionarla en su pleno esplendor.

Por eso dice: “Jesús, el autor y consumador de la fe, el cual por el gozo puesto delante de él sufrió la cruz, menospreciando el oprobio, y se sentó a la diestra del trono de Dios” (He. 12:2). Nuestro Señor en ningún momento vio la cruz como separada de la gloria, de hecho, lo que más resalta ante sus ojos en este instante y que brilla por sobre los tormentos y la oscuridad de la cruz, es esa gloria que le espera, y esa fue su motivación suprema para ser obediente hasta el Calvario.

La cruz, la ascensión y la exaltación de Jesús son inseparables… Dios se viste de esplendor al llevar a cabo la muerte y exaltación de su Hijo” (Donald Carson).

Si tuviésemos que hablar en profundidad sobre la gloria de Cristo, daría para una biblioteca completa. Pero en el marco de este pasaje, esa gloria se manifiesta:

  1. En su posición como Hijo Unigénito de Dios.
  2. En la autoridad que recibió sobre toda la humanidad para dar vida
  3. En su obediencia perfecta y hasta el fin

1.      En su posición como Hijo Unigénito de Dios

Es en esa calidad que ruega diciendo “Padre, … glorifica a tu Hijo” (v. 1). Se trata de Aquel que es llamado en este Evangelio “el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre” (Jn. 1:18).

También al comienzo del Evangelio, se nos dice que Cristo estaba (era) con Dios (1:1), es decir, estaba delante de Dios, cara a cara con Dios. Esto quiere decir que hay una comunión perfecta entre el Padre y su Hijo, es la comunión más estrecha que puede haber entre dos personas, no hay ninguna comunión como esta entre los seres creados, sólo puede encontrarse una comunión así en el Dios Uno y Trino.

Hablando de Cristo, el Padre dijo: “Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia” (Mt. 3:17), y aun cuando Cristo dejó esa gloria eterna y esa comunión en la presencia directa del Padre, ese vínculo permaneció, de tal manera que Jesús dijo: “… el que me envió, conmigo está; no me ha dejado solo el Padre, porque yo hago siempre lo que le agrada” (Jn. 8:29).

Cristo, entonces, tiene una gloria que le es propia, por el hecho de ser quien es: el Unigénito Hijo de Dios, que está en el seno del Padre, y en esa posición, está exaltado por sobre todo lo creado y es digno de adoración, ya que es Uno con el Padre, y aun más allá, es quien revela al Padre ante la creación. Quien lo ha visto a Él, ha visto al Padre, y quien no lo ha visto a Él con ojos espirituales, no conoce ni puede conocer nada del Padre (Jn. 14:9).

Hablando de Cristo, la Escritura dice: “Él es la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda creación. 16 Porque en él fueron creadas todas las cosas, las que hay en los cielos y las que hay en la tierra, visibles e invisibles; sean tronos, sean dominios, sean principados, sean potestades; todo fue creado por medio de él y para él. 17 Y él es antes de todas las cosas, y todas las cosas en él subsisten” (Col. 1:15-17).

2.      En la autoridad que recibió sobre toda la humanidad para dar vida

Al comienzo de este Evangelio, se nos dice de Cristo: “En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres” (1:4). Esta es una verdad central y fundamental de la fe cristiana, que la distingue de toda otra religión: Nosotros afirmamos que en Cristo está la vida, y no sólo eso, que Él ‘es’ la vida (Jn. 14:6), y esto impacta todo lo que somos.

Cristo es la vida por el hecho de ser Dios, Señor y Creador de todas las cosas, pero además, en su condición de Salvador de su pueblo y en sujeción a su Padre Celestial, recibió la autoridad sobre toda la humanidad, para dar vida eterna a aquellos pecadores que el Padre le entregó para que los salvara (v. 2). Por eso la Escritura dice: “Porque como el Padre levanta a los muertos, y les da vida, así también el Hijo a los que quiere da vida” (Jn. 5:21), y el Señor Jesús dijo a sus discípulos antes de subir a los cielos: “Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra” (Mt. 28:18).

Entonces, debemos saber que Cristo encuentra gloria en ser el Salvador de su pueblo. El Padre le da gloria al Hijo como Redentor, y el Hijo le da gloria al Padre sometiéndose a su voluntad, salvando y dando vida a los que el Padre escogió de antemano para que la recibieran de Cristo: “Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos bendijo con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo, 4 según nos escogió en él antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos y sin mancha delante de él” (Ef. 1:3-4).

3.      En su obediencia perfecta y hasta el fin

(v. 4-5) Como Hijo Unigénito de Dios, la gloria le pertenece por derecho propio, y se trata de esa gloria que disfrutaba junto al Padre antes que el mundo fuese. Pero además, como Dios hecho hombre y siervo sufriente, Él también mereció la gloria, como hombre perfecto en justicia.

Y aquí es imposible no referirse al pasaje de Filipenses 2 en el que se habla de la obediencia en humillación, y la posterior exaltación de Cristo:

Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús, 6 el cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, 7 sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; 8 y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. 9 Por lo cual Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre, 10 para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra; 11 y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre” (Fil. 2:5-11).

Siendo el Hijo Unigénito de Dios, con toda potestad y autoridad, con toda dignidad y gloria, Él se despojó a sí mismo, no de su forma de Dios, pero sí de su gloria visible como Señor de todo, y dejó esa gloria escondida temporalmente bajo el velo de su humanidad, para poder identificarse con nosotros, y así, sin perder su divinidad ni su señorío, venció también como hombre al pecado, a la muerte y al diablo, para poder llevarnos al Padre.

No podemos imaginar lo que significó para Cristo despojarse de esa gloria celestial, aunque sea de manera temporal. No podemos dimensionar lo que significó someterse al hambre, a la sed, al frío, al calor, al cansancio y al sueño, y además tener que soportar a una generación incrédula y rebelde, que lo rechazó perversamente, y que puso sus inmundas y pecadoras manos sobre Él para juzgarlo injustamente y luego ejecutarlo en la cruz.

Él no ganaba nada tomando forma de siervo, pero quiso hacerlo, únicamente para glorificar a su Padre obedeciéndolo, y ser glorificado Él mismo por su obediencia perfecta. Y en esto quiso amarnos y bendecirnos, no por algo que vio en nosotros, sino por su pura gracia.

Cristo cumplió toda la obra que el Padre le dio para que hiciera. Por esa obediencia perfecta y hasta la muerte es que mereció esa gloria, se ganó el ser exaltado hasta lo sumo, que su nombre sea puesto sobre todo nombre, para que toda rodilla se doble ante Él y toda lengua confiese que Él es Señor, para gloria de Dios Padre.

 “A diferencia del primer Adán, quien falló en hacer la voluntad de Dios y trajo el pecado al mundo, el segundo Adán hizo todo, y no dejo incompleto nada de lo que vino a hacer” (J.C. Ryle).

Tal como Cristo cumplió toda la obra que el Padre le entregó, el Padre también respondió a la oración de Cristo, y por su obra y su sacrificio perfectos, lo exaltó hasta lo sumo:

Y miré, y oí la voz de muchos ángeles alrededor del trono, y de los seres vivientes, y de los ancianos; y su número era millones de millones, 12 que decían a gran voz: El Cordero que fue inmolado es digno de tomar el poder, las riquezas, la sabiduría, la fortaleza, la honra, la gloria y la alabanza. 13 Y a todo lo creado que está en el cielo, y sobre la tierra, y debajo de la tierra, y en el mar, y a todas las cosas que en ellos hay, oí decir: Al que está sentado en el trono, y al Cordero, sea la alabanza, la honra, la gloria y el poder, por los siglos de los siglos” Ap. 5:8-10.

   III.            Nuestra visión de la gloria de Cristo

Si hasta este punto tu corazón se ha mantenido inconmovible ante lo que he dicho sobre la gloria de Cristo, si te parece demasiado lejano, demasiado abstracto o tan aburrido e irrelevante como si hubiera estado leyendo un manual sobre cómo instalar un ventilador, debes examinar con urgencia tu corazón, ya que no hay tarea más alta ni más noble a la que podamos entregarnos que esta: meditar y maravillarnos en la gloria de Cristo.

Habiendo conocido su amor, el corazón del creyente siempre estará inquieto hasta que vea la gloria de Cristo… el ver la gloria de Cristo es una de las experiencias y uno de los más grandes privilegios posibles en este mundo y en el venidero… En la vida venidera, ningún hombre verá la gloria de Cristo, a menos que la haya visto por la fe en esta vida” (John Owen).

Este Evangelio dice que el Espíritu Santo vino para glorificar a Cristo (Jn. 16:14); vemos que el Hijo le pide al Padre que lo glorifique, y vemos que el Padre está empeñado en dar gloria al Hijo y que respondió esa petición exaltándolo hasta lo sumo. Entonces, toda la Santísima Trinidad da gloria a Cristo, y este es el tema principal de la Escritura. De hecho, si fuimos salvos, no fue porque Dios estaba enfocado en nosotros, sino que lo hizo “para alabanza de su gloriosa gracia” (Ef. 1:6 NVI).

Entonces ¿Cómo nosotros podríamos permanecer indiferentes a este asunto? ¿Cómo podría parecernos algo lejano y ajeno, algo irrelevante y que no atrae nuestro interés? ¿Qué cosas de este mundo atrapan tu atención y entretienen tu alma, de tal manera que podrías estar días enteros escuchando de ellas? ¿Pueden esas cosas siquiera compararse a la gloria de Cristo como Señor y Redentor de su pueblo?

Si bien es cierto la plena gloria de Cristo es inaccesible para nosotros mientras nos encontremos en este cuerpo mortal, el anhelo de nuestro corazón debe ser contemplar esa gloria cara a cara en la eternidad, y mientras estemos aquí, debemos contemplarla por medio del ojo de la fe, y eso se hace únicamente meditando profundamente en las Escrituras.

De hecho, si esta predicación te ha parecido incomprensible, debes considerar que no usé complicados términos reservados para los teólogos académicos, sino los términos que la misma Escritura usa para referirse a la gloria de Cristo. Por tanto, si lo dicho te resulta ajeno o extraño, debes entregarte con mucha mayor diligencia a conocer, estudiar y meditar en la Escritura. Sólo en ese ejercicio la gloria de Cristo nos irá pareciendo cada vez más maravillosa y nuestra vida espiritual se hará más rica y plena, nuestro amor más grande y nuestra fe más viva.

¿Estás pasando por un período de decaimiento espiritual? ¿Sientes que tu corazón está seco, tu fe está marchita y tu devoción está apagada? Necesitas meditar en la gloria de Cristo. Si estás gozoso y pleno, debes también meditar en la gloria de Cristo, para asegurarte de que la fuente de tu alegría sea la única verdadera: el mismo Cristo, y para que no estés buscando tu felicidad en las cosas corruptas de esta tierra.

Pensemos en Moisés, en el profeta Isaías y en el Apóstol Pablo cuando vieron la gloria de Cristo. ¿Se habrán acordado de sus afanes terrenales en ese momento? ¿Habrán estado pensando en los placeres de este mundo, aún los que parecen más atractivos y deliciosos? ¿Qué les habrá parecido en ese momento sus problemas, sus dolencias físicas, las aflicciones de esta vida? Considerando lo que ocurrió con ellos, está claro que fueron completamente envueltos por esa visión de la gloria de Cristo, sus almas fueron como aquella zarza, ardiendo completamente por la gloria de Dios, pero sin llegar a consumirse.

Mientras más nos entreguemos a sumergirnos en la meditación de esta gloria de Cristo, y a medida que ponemos toda nuestra vida al servicio de esta gloria, menos aprecio tendremos por el mundo corrupto, sus afanes, sus metas torcidas y sus placeres desordenados, y más amor tendremos por Cristo, más ferviente será nuestro anhelo de contemplar esa gloria en la eternidad. Al ver esa gloria en esta tierra a través de la fe, nos preparamos para ver esa gloria en el cielo, ya sin velo, cara a cara.

Tengamos en cuenta que el gran objetivo de satanás, es que no veamos la gloria de Cristo: “… el dios de este siglo cegó el entendimiento de los incrédulos, para que no les resplandezca la luz del evangelio de la gloria de Cristo” (2 Co. 4:4). Por el contrario, el anhelo del verdadero discípulo de Cristo debe ser el mismo que hubo en Moisés cuando rogó: “Te ruego que me muestres tu gloria” (Éx. 33:18).

Es contemplar la gloria de Cristo por la fe lo que tiene el poder de transformarnos más y más, y hacernos aptos para el cielo: “Pero todos nosotros, con el rostro descubierto, contemplando como en un espejo la gloria del Señor, estamos siendo transformados en la misma imagen de gloria en gloria, como por el Señor, el Espíritu” (2 Co. 3:18 NBLH).

Por tanto, tal como el Dios Trino está entregado a dar gloria a Cristo, también nosotros debemos poner en esto la meta de nuestra vida, y esto debe impactar todo lo que hacemos, aun lo más cotidiano: “Si, pues, coméis o bebéis, o hacéis otra cosa, hacedlo todo para la gloria de Dios” (1 Co. 10:31).

Le aseguro que a ninguno de los incrédulos allá afuera le correrá una sola lágrima por su mejilla al considerar la gloria de Cristo en este pasaje. Sólo los discípulos de Cristo pueden conmoverse y ser impactados en lo profundo de su ser por considerar a Cristo en su gloria. Nadie allá afuera está viviendo para la gloria de Cristo. Sólo los discípulos pueden hacer de esto la meta de su vida. ¿Qué ocurre contigo? ¿Eres conmovido por la gloria de Dios? ¿Estás viviendo para Él?

No deberíamos esperar tener una experiencia distinta en el cielo de lo que hemos estado buscando en este mundo; es decir, no podemos esperar ver la gloria de Cristo en el cielo si no ha sido nuestro afán en la tierra… el cielo no daría ningún placer a las personas que no fueron preparadas para él en esta vida, por el Espíritu” (John Owen).

Entonces, preparémonos para el cielo, entregándonos cada día a conocer a Cristo y a maravillarnos de su gloria por medio de la fe, y que esto impacte por completo nuestra vida, de tal manera que hagamos todas las cosas para la gloria de Dios.

[1] Últimos 6 párrafos basados en predicación de John MacArthur sobre Juan cap. 17