Domingo 18 de diciembre de 2016

Texto base: Juan 8:48-59.

El pasaje del que hablaremos hoy, es la conclusión de una sección que comienza en el cap. 7, con la aparición pública de Jesús en la fiesta de los tabernáculos. Vemos en esta gran sección, que Jesús se va revelando progresivamente. No apareció desde el comienzo en la fiesta, sino que subió a la mitad de ella en secreto, y comenzó a enseñar.

Los líderes religiosos judíos tenían un odio hacia Jesús desde que sanó al paralítico, en el cap. 5. Desde ese momento lo querían matar, porque su enseñanza contradecía las tradiciones humanas que ellos tenían, y que enseñaban como si fueran mandatos de Dios. Para ellos era insoportable que Jesús cuestionara lo que sus antepasados les habían dejado como religión.

En esta porción de la Palabra, entonces, veremos una vez más la tensión que se produce entre la enseñanza de Cristo y su revelación acerca de quién es Él, y la reacción de los judíos, quienes se endurecen en incredulidad. Por último, vemos las Palabras llenas de gloria que Jesús tiene para quienes son verdaderamente sus discípulos.

     I.        La incredulidad homicida de los judíos

El pasaje comienza con la respuesta de los judíos ante lo que Jesús les acababa de decir: que su verdadero padre no era Abraham, como ellos pensaban, sino que era el diablo, ya que ellos querían hacer las obras de este padre perverso y terrible, dado que amaban la mentira y odiaban la verdad hasta el punto de querer matar a quien la predica. Y por supuesto, esto se aplica a Jesús, quien es la verdad misma hecha hombre.

En esta porción que concluye la gran sección que comenzó en el cap. 7, vemos que la incredulidad de los judíos se saca el velo y muestra su verdadero rostro: es una incredulidad rebelde y homicida. Decíamos que Cristo fue revelándose progresivamente en este pasaje. Esta progresión también podemos verla en la incredulidad de los judíos. A medida que Jesús va revelando más de sí mismo, ellos van manifestando su incredulidad tal como es. Al principio, la incredulidad los lleva a manifestar dudas, cuestionamientos y menosprecio a Cristo. Pero ante la plena revelación de Jesús, también se manifiesta completamente la incredulidad, que los lleva a querer matar a Cristo.

Cuando respondieron a Cristo, no estaban ya hablando, sino que podemos escucharlos ladrar. Lejos de meditar en sus caminos por la Palabra de Jesús, se afirmaron en su propia prudencia, en su propia sabiduría, y se dirigieron contra la persona de Jesús, llamándolo samaritano y endemoniado, que eran los peores insultos que tenían a la mano para lanzar como flechas encendidas hacia Cristo.

Recordemos que los judíos odiaban a los samaritanos, a quienes consideraban una raza corrupta e impura, hijos de fornicación entre israelitas y pueblos paganos. Los judíos sólo albergaban en su corazón los peores pensamientos contra los samaritanos. Están insinuando que Jesús también es hijo de fornicación, y que es un corrupto e impuro de espíritu. Esto junto con decirle endemoniado, que implicaba afirmar que las palabras de Cristo estaban inspiradas por el mismo satanás.

Los sobrenombres, insultos y el lenguaje violento, son las armas preferidas del diablo. Cuando otros medios fallan, él manda a sus siervos a azotar con la lengua” (J.C. Ryle).

Si nuestro maestro fue insultado de una manera tan insolente, no debemos extrañarnos si a nosotros nos pasa lo mismo cuando predicamos la verdad. El mundo odia al Señor con una furia homicida. Esa furia puede estar adormecida, o apaciguada, pero ante la verdad manifiesta su rostro insolente y rebelde. No debemos callar o moderar la verdad por temor a que ese odio pueda manifestarse. Si amamos la verdad, es decir, si amamos a Cristo, debemos asumir que esta furia homicida vendrá en algún momento, y rogar fuerzas a nuestro Señor para que nos ayude a soportar esos ataques. También debemos recordar que somos bienaventurados, dichosos cuando somos insultados por causa de Cristo.

La respuesta de Jesús ante tamaña insolencia, debe servir también de ejemplo para nosotros. Pudiendo haberlos fulminado en el acto, respondió con pleno dominio de sí mismo, lleno de mansedumbre y prudencia. Sin embargo, dejó claro que los judíos y Él estaban en veredas completamente opuestas: Los judíos atribuían las Palabras de Jesús a un demonio, pero Jesús afirma que enseña lo que enseña para honrar a su Padre.

Los judíos estaban rechazando el testimonio más puro, a Dios mismo hablando enfrente de ellos. Al deshonrar al Hijo, deshonraban también al Padre que lo había enviado. Estaban dejando a Dios como un mentiroso, ya que Cristo les hablaba la verdad de parte del Padre, pero ellos la rechazaron y menospreciaron como si fueran palabras de demonios.

Cuando Cristo afirmó que sus discípulos no verían la muerte, los judíos pensaron que lo habían atrapado, que habían logrado encontrar un punto débil y obviamente ridículo en la enseñanza de Cristo. Sin embargo, nuevamente estaban interpretando todo de manera absurdamente literal, incapaces de comprender el real significado de las Palabras de Cristo.

Ellos creyeron que Jesús hablaba de la muerte física, y confrontaron a Jesús diciendo que Abraham y los profetas murieron efectivamente. ¿Cómo, entonces, podía decir Cristo que sus discípulos no verían la muerte? ¿Acaso se creía mejor que Abraham y los profetas? Esto era intolerable, imposible para ellos.

La mujer samaritana con la que Jesús habló en el pozo, hizo una pregunta similar, pero su reacción fue completamente distinta, ya que ella creyó las Palabras de Cristo, mientras que estos judíos se endurecieron en sus corazones. Una mujer con una vida inmoral, sin educación teológica, y perteneciente a una nación despreciada por los judíos, avergonzó a todos los líderes religiosos de Jerusalén al reconocer al Mesías y creer en Él.

Su visión era miope, para ellos no había problema en venerar a los muertos y verlos como superiores, en este caso a Abraham y a los profetas, pese a que sus antepasados judíos, quienes actuaron igual que ellos en su incredulidad y rebelión, fueron los que dieron muerte a esos profetas que hablaron la Palabra de Dios. Pero pese a que no tenían problema en venerar a los muertos, les parecía una locura que Jesús pudiera ser mayor que ellos.

Esto pese a que tanto Abraham como los profetas, murieron esperando con fe la venida del Mesías. Ellos clamaban ser herederos y representantes de Abraham y los profetas, pero no fueron capaces de reconocer al Cristo, al que había de venir, que fue lo que Abraham y los profetas más anhelaron ver mientras vivieron.

Esto nos muestra que las religiones inventadas por el hombre exaltan a los seres humanos. Muchas ven a Dios como un absoluto lejano e inalcanzable, por lo que levantan referentes humanos, sean héroes o santos, quienes son venerados e idolatrados, lo que podemos observar también en el catolicismo romano.

Siempre debemos recordar que cuando el ser humano levanta una religión, ella necesariamente será mentira y corrupción. La religión verdadera viene de lo alto, de Dios, quien debe descender y revelarse a nosotros, darse a conocer, y eso es lo que hizo en Cristo, haciéndose hombre y habitando entre nosotros, hablándonos las Palabras de vida.

No debemos pensar que estamos libres del peligro de idolatrar a los hombres. Exaltar las figuras humanas es propio de la adoración corrompida. Como en el caso de Abraham, puede haber razones que sean aparentemente de peso para hacerlo. Abraham fue un ejemplo de fe, un hombre que siguió las instrucciones del Señor, y que fue honrado por el mismo Dios con un pacto y una descendencia en quien serían benditas todas las familias de la tierra.

Pero los judíos, en vez de poner sus ojos en el Señor, los pusieron en Abraham, y lo idolatraron como un referente que eclipsaba a Dios mismo. Tanta era su idolatría, que tenían al Mesías frente a ellos, y eran incapaces de reconocerlo, porque lo comparaban con una imagen exagerada de Abraham, a quien veían como insuperable y supremo.

Debemos cuidarnos, entonces, de cualquier exaltación a los hombres. Una cosa es reconocer sanamente el servicio que nuestros hermanos hacen para el Señor y para la iglesia, y otra es comenzar a poner nuestros ojos en ellos, y elevarlos olvidando que son simplemente pecadores, vasijas de barro que están siendo moldeadas por las manos del Señor, quien es el Alfarero.

Y aquí se da una cadena de absurdos:

  • Los judíos veneraban a Abraham por sobre Cristo, mientras que Abraham vio el día de Cristo y se regocijó.
  • Ellos decían que el Padre era su Dios, pero rechazaban el testimonio que Él dio a través de Cristo, su enviado, su Palabra hecha hombre, y deshonraban a quien ese mismo Padre da gloria y exalta.
  • Decían conocer a Dios, pero en realidad no le conocían, porque si le hubieran conocido, habrían recibido con gozo y con diligencia la Palabra que Cristo hablaba, porque era el testimonio puro que venía sin mancha ni desperfecto de parte del Padre. Sólo Cristo conoce al Padre de una forma tan íntima y perfecta, pues es Uno con Él.

Las palabras de estos judíos destilaban menosprecio e insolencia hacia Cristo. Esa es otra característica de las religiones humanas: menosprecian y rechazan a Cristo, no lo ven como necesario, pues están llenas de vanidad y soberbia, los seguidores de estas religiones creen poder ganarse el Cielo y el favor de Dios por ellos mismos. Pero todavía queda la manifestación plena de esta incredulidad homicida, que trataremos en el siguiente punto.

    II.        Jesús y su gloria

Decíamos que en la fiesta de los tabernáculos, Jesús se fue presentando progresivamente, y enseñando también su doctrina, pero siempre dejando en claro su unión única con el Padre, que nadie más comparte. Así, a lo largo del cap. 7 y luego en el 8, que nos hablan de esta fiesta de los tabernáculos, vemos que Cristo:

  • Enseñó presentando sus palabras como las Palabras mismas de Dios, afirmando que Él comunicó lo que oyó del Padre. Esto implica que Jesús salió del Padre, que estaba en su presencia directa, como nos dice el comienzo de este Evangelio: “En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios. Este era en el principio con Dios” (Jn. 1:1-2). Nadie puede decir lo mismo, ni el mejor maestro, ni el más preparado, nadie tiene una enseñanza tan pura como la de Cristo, porque sus Palabras son exactamente las Palabras de Dios, y esto es porque Él es la Palabra de Dios hecha hombre.
  • Se presentó como la fuente de agua viva. Esto implica afirmar que Cristo es el único que puede satisfacer verdaderamente todas las necesidades más profundas del hombre, Él es la fuente del agua que puede saciar verdaderamente la sed y dar alivio a nuestras almas. Nadie puede decir esto, ni el ángel más lleno de gloria puede decir que es la fuente de agua viva. Sólo Dios puede afirmar tal cosa de sí mismo.
  • Luego les enseñó que Él es la luz del mundo, la esperanza para un mundo que está bajo las tinieblas del pecado, la muerte, el engaño y la corrupción. Sólo Dios es luz eterna, aquella que resplandece para siempre y que no puede ser vencida por la oscuridad. Sólo Dios puede decir que es la luz del mundo, y que puede disipar las tinieblas espirituales que someten a un mundo lleno de pecado.
  • Después se presentó como aquél en quien hay que creer para poder ser salvo. Les dijo, “si no creéis que yo soy, en vuestros pecados moriréis” (v. 24), es decir, Él es quien puede salvarnos de morir en la condenación de nuestros pecados. A estas alturas, está claro que la enseñanza de Cristo lo exalta muy por sobre un maestro común, y lo presenta como el enviado de Dios para salvación del mundo.
  • Esto queda aún más manifiesto cuando se presenta como nuestro Libertador, aquél que puede hacernos verdaderamente libres, aquél que puede romper las cadenas de la más terrible de las esclavitudes: la esclavitud del pecado, de la que todos los seres humanos estamos cautivos. Él es la verdad, el conocer la verdad nos hace libres, por lo que sólo el Hijo puede hacernos verdaderamente libres.

Pero ahora, la revelación de Jesús llega a un punto máximo, lo que a la vez implica un golpe en el núcleo de la religión humana de estos judíos. Por si a alguno le quedaban dudas sobre si Jesús estaba enseñando que Él es Dios, ahora Él lo deja completamente claro.

Recordemos el propósito con el que Juan escribió este Evangelio: “Y muchas otras señales hizo también Jesús en presencia de sus discípulos, que no están escritas en este libro; 31 pero éstas se han escrito para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios; y para que al creer, tengáis vida en su nombre” (Jn. 20:30-31). Este Evangelio presenta a Cristo en su gloria, como el enviado del Padre, Dios hecho hombre que habitó entre nosotros. En cada pasaje, podemos ver cómo Jesús es manifestado ante los judíos como aquél que había de venir, el Hijo de Dios, pero a la vez vemos que los judíos rechazan este testimonio de Dios, y trágicamente aman más las tinieblas que la luz.

Jesús deja claro en este pasaje que es el Padre quien lo exalta y glorifica, y Él mismo es quien juzga y condena a quienes rechazan a Cristo. Jesús sólo perseguía la gloria que viene del Padre. No es un simple palabrero que busca ser un caudillo, ni un líder con carisma que busca el aplauso de las masas. Si Jesús se despojó a sí mismo, tomó forma de siervo y se hizo obediente hasta la muerte de cruz, fue por la gloria que le aguardaba con el Padre, esa misma gloria que compartió con Él desde antes de la fundación del mundo.

La Escritura nos habla de cómo el Padre glorifica al Hijo. Cuando Cristo fue bautizado, el Padre declaró que Él es su Hijo amado, en quien tiene complacencia (Mt. 3). Lo mismo dijo el Padre cuando Cristo fue transfigurado en el monte, apuntando a Cristo como quien debía ser oído. Luego de hablar de la obediencia ejemplar y suprema de Cristo, la Escritura dice: “Por lo cual Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le confirió el nombre que es sobre todo nombre, 10 para que al nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en el cielo, y en la tierra, y debajo de la tierra, 11 y toda lengua confiese que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre” (Fil. 2:9-11).

El Padre, entonces, expresamente glorifica al Hijo y lo exalta sobre todo. Ese Padre es quien lo envió con su Palabra, el Evangelio de salvación, a dar testimonio de su gloria a la humanidad. Y esta venida de Cristo la encontramos revelada progresivamente también en las Escrituras, desde el mismo Génesis cap. 3, cuando luego del pecado de Adán y Eva, el Señor promete que un descendiente de la mujer destruirá a la serpiente, y eso es justamente uno de los propósitos centrales de la venida de Cristo: destruir las obras del maligno.

Y ciertamente, también Abraham recibió la revelación de este Mesías que había de venir. Él esperaba la venida del Cristo, vio a la distancia la venida de un Redentor que traería gozo al mundo. El Señor prometió a Abraham que en Él serían benditas todas las naciones de la tierra (Gn. 12). El cumplimiento final de esta promesa es la venida de Cristo, y aquí dice que Abraham se gozó de ver este día, porque el Señor le demostró que cumpliría lo que anunció con el nacimiento de su hijo Isaac, quien fue el principio del cumplimiento de esta promesa espiritual. También pudo regocijarse cuando el Señor proveyó un cordero para el sacrificio, para que muriera en lugar de su hijo Isaac, con lo que el Señor estaba anunciando la venida del Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo.

Abraham, entonces, murió esperando la venida de este Cordero, este Hijo de Dios, el Mesías, quien traería la paz y la verdadera vida al mundo. Y aquí nuevamente queda en evidencia la diferencia que hay entre Abraham y los que dicen ser sus hijos. Mientras Abraham murió esperando en fe al Mesías, sus descendientes sanguíneos querían matarlo cuando lo tuvieron al frente, y rechazaron su testimonio.

Jesús es el cumplimiento de todas las esperanzas de Abraham, es quien completa su gozo, en su persona y su obra. Pero los judíos, al escuchar estas palabras de Cristo, entraron en colapso. ¿Cómo podría Abraham haber visto el día de Cristo, si había vivido casi 2.000 años antes, y Cristo ni siquiera representaba 50? Para ellos era completamente absurdo, porque no veían nada celestial en Cristo, para ellos era un simple hombre, un rabí como cualquier otro que enseñaba las Escrituras.

Pero aquí Cristo quita el velo, y revela con fuerza: “De cierto, de cierto os digo: Antes que Abraham fuese, yo soy” (v. 58). Esto tuvo el efecto de una bomba atómica en el centro de la religiosidad de estos judíos: Cristo se estaba presentando como el Dios eterno, que no sólo es mayor que Abraham, sino que es Señor de Abraham, quien existe antes que todas las cosas.

Cristo, a quien ellos menospreciaban, que a sus ojos parecía un hombre común que ni siquiera podía compararse a los profetas ni menos aún a Abraham, estaba afirmando que es el Dios eterno. Mientras que Abraham fue mortal y temporal, Jesús afirma ser eterno. No dice “yo fui”, sino “Yo soy”, lo que destaca que siempre es presente, que siempre es el mismo por todas las edades, es eterno.

Jesús se atribuye una de las expresiones más sagradas con que Dios se presenta en la Biblia:

Entonces dijo Moisés a Dios: He aquí, si voy a los hijos de Israel, y les digo: “El Dios de vuestros padres me ha enviado a vosotros,” tal vez me digan: “¿Cuál es su nombre?”, ¿qué les responderé? 14 Y dijo Dios a Moisés: YO SOY EL QUE SOY. Y añadió: Así dirás a los hijos de Israel: “YO SOY me ha enviado a vosotros” Éx. 3:13-14.

Aun desde la eternidad, yo soy, y no hay quien libre de mi mano; yo actúo, ¿y quién lo revocará?” (Is. 43:13).

Jesús, entonces, es anterior a Abraham, y no sólo eso: es Señor de Abraham, porque es el gran Yo soy, el Dios eterno. Eso es lo que nos dice también el comienzo de este Evangelio de Juan: “En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios. Este era en el principio con Dios. Todas las cosas por él fueron hechas, y sin él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho” (Jn. 1:1-3).

   III.        Creer o morir

Allí estaba Cristo, plenamente manifestado ante ellos como Hijo de Dios, y Dios mismo hecho hombre, el eterno Yo Soy. Y sus declaraciones, su revelación, su presentación de sí mismo, no dejan indiferente a nadie. Varios en nuestros días han adaptado la persona de Cristo para quitarle todo escándalo, toda posible polémica. Así, pocos en el mundo se atreverían a rechazar la figura del Cristo pacifista, al estilo Ghandi. Pocos se atreverían a rechazar al Cristo justiciero social, o al Cristo maestro de ética, o al Cristo como el predicador del amor.

Pero esas son versiones falsas y azucaradas de Cristo. Lo cierto es que al presentarse tal como es, la persona de Cristo sí o sí generará una de dos reacciones: o creemos para vida, o permanecemos en rebelión para muerte. Nadie puede quedar indiferente ante el Cristo presentado como el Señor de todo, Soberano, Rey, Salvador, único camino al Padre, única Verdad, único dador de vida, único libertador, única esperanza y salvación. Nadie puede quedar neutral ante el Cristo que se presenta como el Dios hecho hombre, el eterno Yo Soy. O lo rechazas, o lo aceptas, y ojo, que el decir “todavía no”, “más tarde”, o “puede ser”, equivale a decir que no. Toda respuesta que no sea un “sí” rotundo e incondicional, equivale a un no.

Y es que estas Palabras de Cristo tienen demasiada fuerza. Llevan a un punto en que sólo nos queda decidir si nos hacemos sus discípulos y morimos a nosotros mismos para seguirlo, o si nos rebelamos contra Él y rechazamos su testimonio. Al decir de C.S. Lewis, Cristo sólo puede ser una de 3 cosas: o un loco, o un mentiroso, o el Hijo de Dios. Si alguien dice que viene del Padre, que es el gran Yo Soy, Dios hecho hombre, eterno y Señor de todo, puede ser alguien que sufre de severos delirios de grandeza, cuya mente está completamente alterada por un trastorno, o alguien mentiroso que quiere tener seguidores y aprovecharse de ellos; o realmente está diciendo la verdad y es el Mesías esperado, Dios con nosotros.

Lamentablemente, los judíos de este pasaje, apenas Cristo terminó de decir estas palabras ya habían tomado piedras para lapidarlo. Lejos de reconocerlo como Señor y actuar como Abraham lo hubiese hecho, quisieron lincharlo. Quisieron matar a Dios, porque no soportaron su Palabra perfecta ni su señorío, y prefirieron su culto humano, que es deformado y corrupto.

En los últimos dos versículos de este capítulo llegamos al clímax, a la conclusión de esta gran sección, donde Cristo se presenta como el Yo Soy, y los judíos dejan ver todo su corazón lleno de una incredulidad homicida y deicida, porque querían matar al Dios hecho hombre.

Pero vemos también que Cristo permanece en pleno control de todo, Él sólo daría su vida cuando se cumpliera el tiempo exacto. Los judíos no podían tomarla cuando quisieran, sino que Él la da de su propia voluntad cuando el tiempo llegara a su cumplimiento.

El rechazo de estos judíos hacia Cristo, puso en evidencia que ellos amaron más las tinieblas que la luz. Sus corazones están bajo el maligno, son hijos del diablo ya que la Palabra de Cristo no encontró cabida en ellos, lo que significa que amaron más la mentira que la verdad. Este mismo Evangelio dice en el cap. 3: “El que cree en el Hijo tiene vida eterna; pero el que no obedece al Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios permanece sobre él” (Jn. 3:36).

En esto debemos ser muy claros: ninguno que rechace al Hijo de Dios verá la vida. Y ya dijimos, rechazar a Cristo es darle cualquier otra respuesta que no sea un “Sí” incondicional e inmediato. Todos quienes rechazan a Cristo evidencian estar muertos espiritualmente, y la ira de Dios está sobre ellos, porque rechazaron a su Hijo, quien dio testimonio de la verdad y de la Palabra que oyó en presencia del Padre. Ya lo dijimos, rechazar a Cristo implica decir que Dios es mentiroso, equivale a tratarlo como si fuera el diablo. Rechazar al Hijo de Dios, que vino a entregar su vida por nuestra salvación, es un crimen eterno.

Se puede morir de muchas formas, pero no hay forma más terrible de morir que morir en nuestros pecados. Allí nos entregamos a la separación eterna de la bondad de Dios, el estado de muerte y oscuridad se hace definitivo, se vuelve eterno. Los no creyentes que aún viven, a pesar de su rebelión disfrutan de bendiciones que Dios da a justos e injustos: el sol sale sobre ellos cada día, reciben provisión de agua, alimento y sustento, tienen momentos de alegría, cae lluvia sobre su tierra, disfrutan de salud, y un sinfín de otras bendiciones.

Esto debemos decirlo fuerte y claro: quien no cree en Cristo como Señor y Dios, morirá en sus pecados.

Quien muere en sus pecados, es entregado para siempre al más completo desamparo. Ya no recibirá ninguna bendición, sino solo maldición, su muerte será eterna, su oscuridad no tendrá fin, su dolor nunca será aliviado, sus necesidades nunca serán satisfechas, sus gritos no serán escuchados, su clamor nunca será atendido, buscará con desesperación que todo eso se termine, pero nunca acabará, nunca tendrá un momento de descanso, ni de paz, ni de alivio, ni de pausa a su tormento. Esto va más allá de la muerte física. Se refiere a la muerte eterna, que es llamada la muerte segunda (Apocalipsis).

Pero una realidad completamente distinta es la que viven quienes creen en Cristo: “De cierto, de cierto os digo [solemne], que el que guarda mi palabra, nunca verá muerte” (v. 51).  Fijémonos que ya antes había dicho que quienes permanecen en su Palabra, son verdaderamente sus discípulos. Sus discípulos nunca verán esta muerte segunda. Quizá su cuerpo deje de tener aliento de vida por un tiempo, pero en el día final resucitará para vida eterna, y todo su ser, alma y cuerpo será glorificado.

Quienes guarden su Palabra, es decir, quienes la acepten por fe, la obedezcan, permanezcan en ella, se aferren a ella y vivan por ella; vivirán eternamente. Quienes reciban el testimonio que el Padre da en Cristo, siendo convencidos por el Espíritu, no recibirán condenación, sino que gozarán para siempre del favor de Dios en su presencia llena de gloria y amor.

El aguijón de la muerte física ya no despedazará al cristiano. Podemos caminar a ella confiados en Cristo, y sabiendo que el sepulcro no puede retenernos, las puertas de la muerte no pueden contener a la iglesia, esas cadenas serán rotas por el poder de Cristo en el día final, y saldremos como un pueblo triunfante, que ha recibido la victoria como un regalo inmerecido de su Señor. El cuerpo del cristiano puede fallar, nuestros huesos pueden retorcerse con profundo dolor, pero el sentido amargo del pecado no perdonado no destruirá a quien ha confiado en Cristo para salvación.

Porque estoy convencido de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni lo presente, ni lo por venir, ni los poderes, 39 ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios que es en Cristo Jesús Señor nuestro” (Ro. 8:38-39).

Nuestro mayor peligro en la vida es entrar en este estado de muerte eterna que hemos descrito, pero en Cristo está la vida, y si creemos en Él no veremos esa muerte. Nuestra mayor carga aquí es la condenación del pecado, pero en Cristo hay salvación, y somos liberados de las cadenas de la esclavitud y la condenación del pecado. Nuestra ceguera espiritual nos impedía ver la verdad, pero Cristo nos ha manifestado esa verdad que nos hace libres. No podíamos volver al Padre por nosotros mismos, pues el pecado creó un abismo de muerte insuperable, pero Cristo vino a nosotros para llevarnos al Padre, es el camino, la verdad y la vida.

¿Cómo no recibir su testimonio? ¿Cómo rechazar al glorioso Hijo de Dios? ¿En qué grupo estás: En los que rechazan a Cristo para muerte, o en los que guardan su Palabra para vida? Recuerda que cualquier respuesta que no sea un sí incondicional e inmediato, es un NO. ¿Todavía estás ahí, viendo la puerta estrecha, pero quedándote en el umbral sin atreverte a entrar? ¿Todavía te engañas pensando que la otra semana te consagrarás, el próximo mes te decidirás a seguirlo con todo tu ser, el próximo año te decidirás a ser santo? El momento es HOY Y AHORA.

La obediencia que se pospone, es desobediencia. El Sí que queda para mañana, es un no hoy. No juegues con el Señor. No cometas el crimen eterno de rechazar a Cristo. Ven a Cristo hoy, y recibe su testimonio, entrégale todo tu ser, porque Él es digno: “El que tiene al Hijo tiene la vida, y el que no tiene al Hijo de Dios, no tiene la vida” (1 Jn. 5:12).