Créditos foto: Ann Casas

Por Álex Figueroa F.

Texto base: Ap. 21:9-21.

En los mensajes anteriores hemos visto cómo el Señor, luego de juzgar y vencer a sus enemigos y eliminar toda oposición a su voluntad, establece su reino de manera definitiva, trayendo la restauración no sólo de los seres humanos, sino que de toda la creación, haciendo nuevas todas las cosas.

Vimos que esta renovación ya la estamos viviendo quienes estamos en Cristo, ya que el Señor nos ha dado vida espiritual a través de su Espíritu que ha hecho habitar en nosotros, haciéndonos nacer de nuevo, cambiando nuestro corazón para que pase a ser un corazón de piedra a un corazón de carne, en otras palabras, haciendo de nosotros una nueva creación, donde las cosas viejas pasaron y todas son hechas nuevas.

Nuestra renovación personal es garantía de la restauración final de todo, lo que nos llevaba a maravillarnos de la misericordia del Señor, que pone en nosotros la semilla de la nueva creación, y nos permite ser una glorificación en proceso, sabiendo que Él, quien comenzó la buena obra en nosotros, la perfeccionará hasta el día de Jesucristo.

Sin embargo, la Escritura es clara en que esto no es un don que disfrutarán todos, sino quienes hayan venido sedientos a la fuente de agua viva, quienes hayan vencido en la batalla espiritual en la que estamos inmersos, contra las potestades de las tinieblas, contra el mundo y contra nosotros mismos.

Quienes persisten en su rebelión, incluyendo a quienes nunca tuvieron el valor para seguir a Cristo, negándose a sí mismos y tomando su cruz, no tienen otro destino que el lago de fuego, las tinieblas de afuera.

Por eso la invitación es clara y está abierta: “Al que tuviere sed, yo le daré gratuitamente de la fuente del agua de la vida. 7 El que venciere heredará todas las cosas, y yo seré su Dios, y él será mi hijo” (vv. 6-7).

Hoy nos concentraremos en la visión que se revela al Apóstol Juan sobre el pueblo del Señor en la gloria final, llena de belleza, pureza y santidad.

     I.        La Ciudad Santa

Antes de comenzar con la descripción que nos da este pasaje, los invito a que consideremos lo que dice Ap. 17:1-3: “Vino entonces uno de los siete ángeles que tenían las siete copas, y habló conmigo diciéndome: Ven acá, y te mostraré la sentencia contra la gran ramera, la que está sentada sobre muchas aguas; 2 con la cual han fornicado los reyes de la tierra, y los moradores de la tierra se han embriagado con el vino de su fornicación. 3 Y me llevó en el Espíritu al desierto; y vi a una mujer sentada sobre una bestia escarlata llena de nombres de blasfemia, que tenía siete cabezas y diez cuernos”.

Ahora podemos leer Ap. 21:9-11a. Vemos claramente que el Señor está haciendo un contraste en las visiones que mostró al Apóstol Juan. Otra cosa que podemos apreciar es cómo el Apocalipsis nos muestra los mismos acontecimientos pero desde distintas perspectivas, y con distintos énfasis. El mismo ángel que llevó a Juan a ver a Babilonia, es ahora el que le muestra esta hermosa ciudad, la Nueva Jerusalén.

En un pasaje habla de la gran prostituta, mientras que en el otro habla de la novia, la esposa del cordero. La gran ramera estaba en el desierto, mientras que la esposa del Cordero estaba en un monte alto y elevado. La gran ramera estaba sentada en una bestia, llena de nombres de blasfemia, con una copa en la mano que contenía el vino del furor de su fornicación, mientras que la esposa del Cordero desciende del Cielo, tiene la gloria de Dios y está adornada con una belleza que supera toda descripción.

Recordemos que Babilonia, la gran ramera, representa la ciudadanía espiritual de todos quienes están en rebelión contra el Señor. Babilonia es un sistema de maldad, una estructura de corrupción en el sentido moral y espiritual. El comentarista Simón Kistemaker nos dice que es el “símbolo de todo mal dirigido contra Dios”. Tengamos en cuenta que se le define como “la madre de las rameras y de las abominaciones de la tierra”. “Es la madre superiora de todos los que cometen prostitución espiritual al rendir culto a la bestia… Es la fuente de todo lo malo que se dirige contra Dios: difamación, homicidio, inmoralidad, corrupción, vulgaridad, lenguaje obsceno y codicia… los enemigos de Dios pertenecen a la madre de las abominaciones y sufren las consecuencias”.

Su imagen es grotesca, como lo es una ramera. Una ramera resulta atractiva, pero es un atractivo perverso, que apela no a la nobleza, sino al pecado que hay en nosotros. Quienes se dejan engatusar por sus encantos obscenos no son los justos, sino los malvados. Todo en ella es grotesco, incluyendo sus riquezas y su poder, que están contaminados con la maldad. Y su vino no es de aquel que alegra el corazón, como diría el libro de Proverbios, sino aquel que embriaga e intoxica, aquel que lleva a la destrucción.

Toda esta imagen abominable contrasta con la belleza, pureza y santidad de la Nueva Jerusalén. Babilonia está llena de tinieblas, mientras que la Nueva Jerusalén es radiante de luz. Babilonia tiene este atractivo grotesco y perverso de ramera, mientras que la Nueva Jerusalén tiene una belleza deslumbrante, que viene de reflejar la gloria de Dios, y es la belleza pura de una novia que va al encuentro de su esposo. Mientras Babilonia atrae a los impíos y es habitación de demonios, la Nueva Jerusalén es la patria de los justos, los redimidos por Cristo y glorificados por su poder. Mientras las riquezas de Babilonia están contaminadas de pecado y bañadas de sangre de los santos, las riquezas que adornan a la Nueva Jerusalén son una manifestación del poder y la gracia de Dios en su pueblo.

Babilonia es la ciudad que construye el hombre, el hombre corrompido por el pecado y lleno de rebelión. La Nueva Jerusalén es la ciudad que desciende de Dios, es el Señor quien la establece, quien echa los cimientos, es el Señor quien la edificó, el Señor quien la llenó de su gloria y esplendor.

Desde su deseo de usurpar el lugar del Señor, el hombre ha querido establecer su propio reino. Esto lo podemos ver en el mismo pecado de Adán y Eva. Un reino es inseparable de su ley, y lo que hicieron ellos al desobedecer a Dios fue desconocer la ley que Él estableció y tratar de imponer su propia ley, su propia voluntad. Lo que ellos dijeron con el acto de comer el fruto fue: “Señor, tú no mandas, nosotros mandamos”. Y desde ese momento, esa marca de rebelión ha acompañado a la humanidad a lo largo de toda la historia. Pero lo sucedido con la torre de babel nos enseña que todo intento que nace del hombre para construir su propio reino, de edificar su propia ciudad y fortaleza hasta llegar al cielo, terminará en desolación, ruina y confusión.

La ciudad de Dios, en contraste, desciende de Él. En este mundo caído, es decir, corrompido por el pecado, lo único bueno es lo que desciende del Señor. Como dice la Escritura: “Toda buena dádiva y todo don perfecto viene de lo alto, desciende del Padre de las luces, con el cual no hay cambio ni sombra de variación” (Stg. 1:17). La ley del Señor descendió de Él. La Palabra hecha hombre, Cristo, también descendió de lo alto, y en su 2ª venida también vendrá desde lo alto. La Nueva Jerusalén también sigue la misma lógica, desciende de Dios hacia su Creación.

Se nos habla de un muro alto y grande que la rodea. Es claro que esta ciudad ya no necesita muros, porque no hay enemigos que la puedan atacar o saquear. Pero con esto se quiere representar la seguridad eterna de esta ciudad. Quien la sostiene es el Señor, por tanto los que habitan en ella pueden vivir en paz perpetua, resguardados por el poder y la presencia gloriosa del Señor.

Ahora, debemos decir que este pasaje está lleno de términos simbólicos, como cuando habla de muros, medidas, números y piedras preciosas. Sin embargo, no por eso debemos pensar que la ciudad misma es simbólica. El Apóstol Pablo dice: “Pero la Jerusalén de arriba es libre; ésta es nuestra madre” Gá. 4:26. No olvidemos que en Edén había un huerto, y este huerto debía ser trabajado por Adán. Es maravilloso pensar que a medida que avanzó la historia de la salvación, ahora hablamos de un pueblo santo que habita no ya en un huerto, sino en una Ciudad. El Cielo no es un lugar en el que estaremos flotando en las nubes, no olvidemos que habitaremos la nueva creación, el Cielo y la tierra redimidos de todo pecado, y que seguiremos trabajando y viviendo como pueblo, sólo que ahora libres de toda maldad y llenos de gloria.

Es decir, la Nueva Jerusalén no debe ser entendida sólo como sinónimo de Iglesia, sino que es la Iglesia ya redimida por completo, glorificada, libre de todo pecado, habitando en el lugar que el Señor dispuso para tener plena comunión con ella. Es el pueblo de Dios, bajo el gobierno de Dios, en el lugar que el Señor estableció para manifestarse de forma directa, para estar en plena comunión, para tener un compañerismo eterno con su pueblo, un lugar en el que Él puede llamarse nuestro Dios, y nosotros podemos llamarnos su pueblo.

Nuestra imagen de ciudad es una comunidad de personas que habitan juntas de una forma permanente. No diríamos, por ejemplo, que un grupo de personas que monta unas carpas en medio del bosque mientras disfrutan de sus vacaciones, están armando una ciudad. No, una ciudad se construye para permanecer ahí, y sus habitantes se unen y conviven aportando cada uno con sus talentos para que esta comunidad funcione.

La Nueva Jerusalén también es un grupo de personas, pero vienen de toda tribu, pueblo, lengua y nación. No se unieron por tener un interés común de construir una comunidad, sino que están unidas por el sacrificio de Cristo, y el Espíritu Santo que ha hecho de ellos un solo cuerpo. Entonces, su unidad no es humana, sino que viene del Señor. Y la sobrevivencia de esta ciudad no depende de la habilidad de sus habitantes para mantenerla en pie, sino que es el Señor quien la sostendrá eternamente con su poder, porque es SU ciudad, su Santa Ciudad.

Y aquí debemos meditar en algo, hermanos. La única unidad verdadera entre las personas es aquella que viene del Señor. La Iglesia es la única unidad verdadera que puede alcanzar un grupo de personas. Un partido político, un club social, un grupo de activismo estudiantil o sindical, o incluso un grupo de amigos, por unido que sea y por fuerte que sea su afecto, nunca, NUNCA se comparará a la unidad que hay en la Iglesia, porque la unidad de la Iglesia viene de lo alto, es obrada por el Espíritu Santo, es el Señor quien la produce, y su fundamento es el sacrificio y la resurrección de Jesucristo. Y esta unidad, que ya podemos disfrutar hoy aquí en la tierra, incluso a pesar de las divisiones y los problemas que pueden producirse, es una unidad que va a trascender a la eternidad. Ningún grupo humano puede decir lo mismo. Entonces, debemos aprender a amar, apreciar y valorar a la Iglesia como algo único y sobrenatural, un lazo que nos unirá eternamente.

Además, mientras Babilonia se describe como una ciudad grande y antigua, la Nueva Jerusalén se describe como “Santa” y “Nueva”. Es santa porque ha sido apartada del mundo por el Señor para ser su posesión, para reflejar su gloria, su carácter santo y su pureza. Es nueva porque ha sido renovada por Dios del pecado y la corrupción, que forma parte del viejo hombre, de modo que puede decirse que las cosas viejas pasaron y todas son hechas nuevas.

Todo esto debe llevarnos a recordar que la Iglesia no nos pertenece, sino que es del Señor. Son sus instrucciones las que debemos seguir, no las nuestras. Es su ley la que debe prevalecer, y no nuestra opinión personal o nuestro criterio. Es su Palabra la que debe predicarse, y no nuestras ocurrencias. Es a Él a quien debemos fidelidad, y no a los hombres, y es a Él a quien debemos agradar, no a nosotros mismos ni a la sociedad. Es SU iglesia, Él determina quiénes son suyos y quiénes no, y es a Él a quien debemos honrar con todo lo que hagamos aquí.

   II.        Una esposa grandiosa y bellísima

El Señor describe a la Nueva Jerusalén no sólo como una ciudad, sino también como “la esposa del Cordero”. Vemos que la santa ciudad y la esposa son lo mismo, y esto nos confirma que en este pasaje se refiere a su Iglesia en la gloria eterna. Esto porque es claro en las Escrituras que el pueblo de Dios es descrito como una mujer, y específicamente como la esposa del Señor.

Ya en el Antiguo Testamento el Señor se dirige a su pueblo como su esposa, de tal manera que cuando se entregaban a la rebelión y la idolatría, se refería a ellos como una mujer adúltera. Luego, en Apocalipsis, en el cap. 12 el Señor muestra a su pueblo como una mujer a la que Él cuida, protege y sustenta, y luego en el cap. 19 se refiere a las bodas del cordero, donde la esposa aparece vestida de “lino fino, limpio y resplandeciente” (v. 8).

La Escritura dice: “25 Esposos, amen a sus esposas, así como Cristo amó a la iglesia y se entregó por ella 26 para hacerla santa. Él la purificó, lavándola con agua mediante la palabra, 27 para presentársela a sí mismo como una iglesia radiante, sin mancha ni arruga ni ninguna otra imperfección, sino santa e intachable” (Ef. 5: 25-27).

Y el pasaje nos dice que esta esposa tiene la gloria de Dios. Es maravilloso pensar en esto, ya que en otro tiempo fuimos enemigos del Señor, llevando sobre nosotros la corrupción y las marcas horribles del pecado, estando muertos en nuestras rebeliones, pero ahora se puede decir que llevamos la gloria de Dios, y algún día el pecado dejará de estar presente en nosotros, quedando sólo la gloria de Dios que llenará todo nuestro ser.

Creo que todos los maridos acá podemos recordar ese momento en que nuestra esposa entró vestida de novia por las puertas de la iglesia; preciosa, resplandeciente, con su cara llena de luz, con una hermosura que llenaba todo el lugar, y mientras avanzaba por el pasillo no podíamos más que conmovernos hasta las lágrimas con tanta gloria, y había una fiesta en nuestros ojos y nuestro corazón. Si ese momento aquí en la tierra, con todo nuestro pecado y corrupción, fue lleno de toda esa gloria, imaginemos cómo será este instante glorioso cuando la esposa del Cordero descienda del Cielo, siendo adornada y arreglada por el mismo Dios, vestida con su justicia y santidad, y llena de su gloria.

Y esto sólo pudo ser posible por la obra de Cristo. Fue Él quien nos amó y se entregó por nosotros para hacernos santos. Fue Él quien nos purificó y nos lavó, quien nos hizo radiantes con su luz admirable, quien quitó de nosotros toda mancha y arruga para hacernos santos e intachables. Él tomó sobre sí nuestros trapos de inmundicia, y nos vistió con sus ropas de gala, su lino fino y resplandeciente. Es Él quien tomó sobre sí la fealdad abominable de nuestro pecado, y nos concedió la belleza deslumbrante de su justicia.

Se nos dice que su fulgor era semejante al de una piedra preciosísima, como el jaspe, que es transparente como el cristal, y luego el v. 18 en adelante nos dice que es de oro puro, y en sus cimientos está llena de las piedras más preciosas que podemos encontrar en la creación. Todo esto nos habla de una belleza, una ciudad hermosa como ninguna que se haya visto jamás, y toda esta hermosura viene del Señor. Sus mismas riquezas no son como las de Babilonia, grotescas y manchadas por la codicia. Es una ciudad inmensamente rica, pero porque quien la sostiene es la fuente de toda riqueza y de todo bien, y es Él mismo quien adorna a esta ciudad con hermosura y armonía.

Lo que está haciendo Juan aquí es intentar describirnos las cosas gloriosas que él vio, con imágenes de su tiempo y de su cultura que nos pueden dar una idea de lo que está diciendo. Por eso si creemos que él está hablando en términos exactos y literales de esta ciudad, perderemos el rumbo. Esto más aún si los símbolos que él ocupa aquí ya han sido usados antes en el libro, como las piedras preciosas, los números y las medidas.

Y aquí debemos tener en cuenta que las piedras preciosas mencionadas, eran parte de la indumentaria del sacerdocio. En el Antiguo Pacto, sólo el sacerdote podía entrar al lugar del templo en el que se podía tener una comunión más íntima con el Señor. Sin embargo, como hemos visto ya a lo largo de este libro, el Señor nos ha hecho un reino de sacerdotes, lo que significa que cada uno de nosotros puede presentar sacrificios agradables de olor fragante delante del Señor. Podemos entrar a su presencia y disfrutar de la comunión con Él.

Además, si nos fijamos en las medidas que toma el ángel, nos daremos cuenta que la ciudad es un cubo perfecto. Esto nos recuerda al lugar santísimo, que también era un cubo perfecto (1 R. 6:20). El lugar santísimo era la parte en el templo donde se manifestaba la presencia gloriosa de Dios. Esto nos da a entender que la Nueva Jerusalén será un gran lugar santísimo, en el que nosotros como su pueblo estaremos siempre ante su presencia gloriosa, eternamente y para siempre.

Esto se relaciona también con la idea de la esposa. El Señor nos está diciendo que disfrutaremos de un compañerismo directo con Él por toda la eternidad, que estaremos unidos a Él, que recibiremos su cuidado, su atención, su protección, que Él nos llenará de bienes y favores, que Él nos manifestará su amor por toda la eternidad.

Y aquí una vez más debemos maravillarnos, porque gracias a Cristo el Señor ya nos ve así. Aunque te cueste creerlo, aunque te mires a ti mismo y no veas por dónde todo esto puede aplicarse a tu vida, aunque mires tu vida y te frustres por ver tanta maldad y tanto pecado; debes saber que gracias al Señor Jesucristo, ante el Padre ya somos esta novia hermosa, llena de belleza, pureza, justicia y santidad, ya estamos adornados de todas estas piedras preciosas, de toda esta gloria. Llegará un día en que nuestra maldad será quitada de en medio, y llegaremos a ser plenamente lo que ya somos ante Dios.

  III.        Una sola novia

Otra razón para maravillarnos es la unidad de esta Santa Ciudad. Ya dijimos que su unidad viene del Señor, del Espíritu Santo, y sólo es posible porque la obra de salvación que realizó Jesucristo.

Hoy muchos interpretan este pasaje de manera tan literal, que piensan que la Nueva Jerusalén será una ciudad en forma de cubo flotando en el Cielo, mientras abajo se encuentra el cielo nuevo y la tierra nueva. Ellos dicen que habrá una separación entre judíos y no judíos, unos estarán en la Nueva Jerusalén y otros abajo, en la tierra nueva.

Pero una interpretación así va totalmente en contra de lo que nos quiere decir el Señor en este pasaje, donde nos dice que en las puertas de la ciudad están escritos los nombres de las 12 tribus de Israel, y en los cimientos estaban escritos los nombres de los 12 Apóstoles del Cordero. Esto nos habla de que en esta ciudad están representados el pueblo de Dios tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento.

Esto va de la mano con lo que señala la Escritura: “11 Por tanto, recuerden que en otro tiempo, ustedes los Gentiles en la carne, que son llamados “Incircuncisión” por la tal llamada “Circuncisión,” hecha en la carne por manos humanas, 12 recuerden que en ese tiempo ustedes estaban separados de Cristo, excluidos de la ciudadanía (comunidad) de Israel, extraños a los pactos de la promesa, sin tener esperanza y sin Dios en el mundo. 13 Pero ahora en Cristo Jesús, ustedes, que en otro tiempo estaban lejos, han sido acercados por la sangre de Cristo. 14 Porque El mismo es nuestra paz, y de ambos pueblos hizo uno, derribando la pared intermedia de separación” Ef. 2:11-14.

El Señor es claro, ya no hay separación entre judíos y no judíos, Él ha hecho un solo pueblo de los redimidos, y los ha escogido de toda tribu, lengua y nación. Si el Señor por la obra de Cristo ha derribado la pared que nos separaba, no podemos volver a levantar esa pared basándonos en una mala interpretación de su Palabra.

Ya lo dijimos, el factor de unidad en esta Santa Ciudad es Cristo y su obra de salvación. Ningún hombre se ha salvado de otra manera que no sea por la fe en Jesucristo. En el Antiguo Testamento esto se manifestaba por la fe en la Palabra de Dios y el Mesías prometido, y desde la venida de Cristo, esta fe se debe depositar en el Evangelio, la buena noticia de salvación, por el que creemos que Cristo se hizo hombre y habitó entre nosotros, fue crucificado muriendo por nuestro pecado en nuestro lugar, y al tercer día fue levantado de entre los muertos y ascendió al Cielo, donde está sentado a la diestra del Padre y reina hasta que todos sus enemigos sean puestos bajo sus pies.

Debemos meditar también en esto, ya que en la Iglesia somos un solo cuerpo, y miembros los unos de los otros. Como dijimos arriba, ningún lazo humano puede igualar esta unidad, la única verdadera porque viene del Señor. No somos uno sólo con quienes nos caen mejor, o con quienes tenemos mayor afinidad. Nosotros no somos los que escogemos quiénes serán parte de este cuerpo, no tenemos voz ni voto en cuanto a cuáles serán sus miembros y cómo están distribuidos. Es el Señor quien formó este cuerpo, quien edificó esta ciudad. Somos uno con todo aquél que confiese el nombre de Jesucristo, con todo aquél que haya creído en el Evangelio, sea cual sea su nacionalidad, sexo o condición social.

  IV.        Conclusión

Hoy una vez más hemos visto cómo el Señor muestra su inmensa misericordia, salvando a un pueblo de entre los que éramos sus enemigos, amadores de nosotros mismos y rebeldes a su voluntad. La Escritura hace un contraste muy marcado entre Babilonia y la Nueva Jerusalén, como ya dijimos. Pero ¿Te das cuenta que tú pertenecías a Babilonia? Tú naciste babilonio, naciste con la rebelión y la desobediencia marcada en tu ser, naciste bajo la corrupción y el aguijón del pecado, y merecías seguir siendo babilonio.

Pero el Señor tuvo compasión de ti, y aun estando muerto en delitos y pecados, te dio vida juntamente con Cristo, derramando su Santo Espíritu en ti. Si hoy eres ciudadano de la Nueva Jerusalén, la madre de todos los creyentes, es porque Él te amó primero, fue porque Cristo se entregó por ti para hacerte santo, para purificarte y lavarte por medio de su Palabra, para quitar de ti toda mancha y arruga y presentarte delante de Él como una novia hermosa y resplandeciente.

Ya lo dijimos en otra ocasión: la única manera de ser ciudadano de la Nueva Jerusalén es la ciudadanía por gracia. Fue Él quien quiso rescatarte y redimirte, y adornarte con la hermosura de su santidad, llenarte de su gloria.

¿Cuán agradecido estás del Señor? ¿Te das cuenta de lo que significa ser parte de su Iglesia? ¿Valoras siquiera ser parte de una congregación de redimidos por Cristo? ¿Cuán a menudo das gracias al Señor por formar parte de un cuerpo de creyentes? La diferencia entre ser parte de Babilonia y la Nueva Jerusalén, sólo la hace Jesucristo. No eres tú, no son tus capacidades ni tus talentos ni tus virtudes, sino Cristo y su obra.

Ahora medita sobre lo que significa ser parte de la Iglesia de Cristo, el único grupo de personas que no terminará con la muerte, sino que permanecerá por la eternidad. El único grupo de personas que Dios mismo formó desde la eternidad. El único grupo de personas por los que Cristo murió para salvarlos. El único grupo de personas en las que vive el Espíritu Santo, y que serán glorificadas el día final.

Mírate a ti mismo aquí sentado, y reconoce que sólo por la gracia de Dios estás aquí. Mira a tus hermanos que están a tu lado, y reconoce que sólo por el Espíritu Santo pueden estar unidos. Mira a tu congregación aquí reunida, y reconoce que sólo podemos estar aquí porque Cristo murió y resucitó con nosotros. Gracias al Señor por su misericordia. Amén.