La mortificación del pecado 

“Oísteis que fue dicho: No cometerás adulterio. Pero yo os digo que cualquiera que mira a una mujer para codiciarla, ya adulteró con ella en su corazón. Por tanto, si tu ojo derecho te es ocasión de caer, sácalo, y échalo de ti; pues mejor te es que se pierda uno de tus miembros, y no que todo tu cuerpo sea echado al infierno. Y si tu mano derecha te es ocasión de caer, córtala, y échala de ti; pues mejor te es que se pierda uno de tus miembros, y no que todo tu cuerpo sea echado al infierno” (Mt.5.27-30).

La misericordia de Dios nos ha alcanzado a nosotros, habitantes gentiles de un lugar tan remoto como éste país, para llegar a conocer las preciosas palabras del Buen Pastor. Las palabras que acabamos de leer se encuentran dentro de un gran sermón, que de acuerdo con la tradición cristiana se le conoce como el “sermón del monte” o “sermón de la montaña”, y esto porque en su inicio se nos dice que Jesús subió a un monte y desde la cima predicó estas palabras a sus discípulos.

Este sermón no trata únicamente de lo que hemos leído, sino más bien abarca los capítulos 5, 6 y 7 del Evangelio según San Mateo. En él podemos encontrar una serie de exhortaciones y llamados a los discípulos de Cristo, entre los cuales por fe nos contamos entre ellos.

En este sermón nuestro Señor, declara una serie de bienaventuranzas para aquellos que serán perseguidos por causa de su nombre. Les dice a sus discípulos que son la sal de la tierra y la luz del mundo. Él mismo se muestra como el Hacedor Perfecto de la Ley, la cual no vino a abrogar sino a darle completo cumplimiento. Nos dice que debemos entender la ley de Dios no sólo en los aspectos externos, sino también darle cumplimiento en el corazón. Llama a sus discípulos a amar y orar por sus enemigos. A no ejercitarse en obras piadosas sólo para ser vistos por los demás, como acostumbraban algunos hipócritas. Les enseña a orar y a perdonar, a no atesorar bienes en esta tierra, sino justicia en el cielo. A no estar preocupados, porque cada día tiene su problema y Dios sabe todo lo que necesitamos. A no juzgar según las apariencias, a pedir con la esperanza de que recibiremos respuesta, a entrar por la puerta estrecha, a reconocer a los falsos profetas, a construir vidas sobre la roca y no sobre la arena. Les dice que estén atentos a sus vidas, porque no todos los que clamen en el día final al nombre del Señor serán escuchados, más bien Dios los desechará porque nunca los conoció. Todos estas profundas y santas exhortaciones el Señor Jesucristo predicó en este famoso sermón del monte.

El capítulo quinto nos revela que Jesús vio a la multitud y subió al monte donde se encontraban, y en una actitud de cercanía con sus discípulos se sentó y les enseñó todas estas cosas. Él, apiadándose de su manada pequeña, les reveló la voluntad de Dios de forma maravillosa, a tal punto que hacia el final del capítulo 7 se nos dice que este sermón produjo que la gente se admirara de su doctrina, porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas.

Teniendo claro el contexto inmediato en donde se desarrollan las palabras que leímos, recordemos el texto. Vemos allí a nuestro Jesús recordando a sus discípulos el séptimo mandamiento dado por Dios al pueblo de Israel en el Sinaí: “No cometerás adulterio” (Éx.20.14). Esto no era algo nuevo para sus discípulos, la cultura religiosa de ellos les había sido enseñados a memorizar estos mandatos desde niños. No obstante, las siguientes palabras del Señor previenen a sus discípulos que no vayan a entender por adulterio solo el acto físico de entablar una relación íntima, afectiva o sexual con una persona que no es el cónyuge. En las palabras de Jesucristo, el adulterio también se puede practicar al nivel de los pensamientos, en los más recóndito de nuestro ser, en nuestro corazón.

Es un comentario acostumbrado en el mundo decir que “en mirar no hay engaño”. Que mientras no se engañe al esposo o pareja de forma física la falta no se ha cometido, que es normal tener fantasías sexuales o pensamientos impuros en donde participan terceros. No obstante, en las palabras del Hijo de Dios, no podrían estar más equivocados, la lujuria interna y privada, aún sin dar espacio a la menor de las sospechas, es considerada adulterio delante de Dios, y los adúlteros no entrarán en el reino de los cielos.

Debemos tener cuidado al interpretar este pasaje. No debemos pensar que Jesús nos trae una ley nueva con nuevos mandamientos. Tampoco debemos pensar que Él viene a hacer reparos o enmiendas a la ley que Dios ya había dado. No vino a abrogar la ley, sino a darle pleno cumplimiento. No vino a hacerle un agregado, ya la Ley de Dios decía: “No codiciarás la mujer de tu prójimo” (Éx.20.17). Tampoco vino a mejorarla, porque la Escritura nos dice que la ley de Jehová es perfecta (Salmo 19.7), y al ser perfecta no tiene falencias que deban ser reparadas o aspectos débiles que deban ser fortalecidos. Tampoco quería darle otro sentido o una explicación alternativa. El Señor enseña más bien que el que quiera obedecer a Dios honestamente tendrá que someter todo su ser a su ley, y no solamente los actos que represente con su cuerpo. Dios ha mandado en su principal mandamiento que debemos amarlo con todo el corazón, con toda la mente, con toda el alma y con todas las fuerzas. “Si me amáis guardad mis mandamientos” (Jn.14.15). El amor a Dios y la correspondiente obediencia a su ley, requieren una entrega completa de la persona, lo cual comprende también nuestros afectos, voluntad e intelecto.

Toda nuestra alma, todo nuestro corazón, toda nuestra mente, deben volcarse por completo a amar a nuestro Dios y por consiguiente a obedecer sus mandatos. Por ello, no podemos decir que obedecemos los mandatos de Dios por amor si sólo nuestro cuerpo muestra fidelidad. Si bien es cierto, la abstinencia de cometer adulterio puede ser testificada por los hombres, la abstinencia de cometerlo en el corazón es testificada sólo por Dios, quien es el único que conoce nuestros pensamientos (Jn.2.25). Aunque frente a los hombres, que sólo ven lo que tienen delante, puedas mostrarte perfecto en todos tus caminos, si albergas pensamientos lujuriosos en la habitación más escondida de tu mente, delante de Dios, que ve el corazón, eres un pecador.

Jesús dice: “el que mira a una mujer para codiciarla”. Vemos que este pecado si bien permanece oculto a los hombres y se origina y práctica en el corazón, utiliza un sentido específico de nuestro cuerpo, la vista, para alimentar una imaginación perversa. Al mirar a una mujer o a un hombre con ojos lascivos, los pensamientos resultantes son leña directa para el infierno. No nos dejemos engañar, los pecados que se albergan en el corazón no necesariamente permanecerán ocultos en esta vida siempre. Los ojos adúlteros puede incluso llevarte a un adulterio físico, tan sólo recuerda como el rey David deseó el cuerpo de Betsabé, y fue ese adulterio, que había engendrado ya en su corazón, lo que le llevó al adulterio material.

Como si fuese poco, la vista no es sólo vehículo para el pecado sexual. Vemos que Satanás tentó a Eva mostrándole el fruto prohibido como “agradable a los ojos” (Gn.3.6). La vista fue el canal más efectivo para gestar el primero de los pecados. Por ello el Señor nos dice: “La lámpara del cuerpo es el ojo; así que, si tu ojo es bueno, todo tu cuerpo estará lleno de luz; pero si tu ojo es maligno, todo tu cuerpo estará en tinieblas” (Mt.6.22-23). La dirección adonde se dirijan nuestra mirada dará cuenta de quiénes somos en verdad. Donde está vuestro tesoro allí estará también vuestro corazón (Mt.6.21).

De la misma manera como por la vista se pueden producir toda clase de pecados, no corresponde tampoco pensar que sólo el adulterio de corazón es el único pecado que Dios detecta en los sitios ocultos de nuestra mente. Desde el principio la Biblia nos dice que Dios vio que la maldad en los hombres era mucha en la tierra y que todo deseo de los pensamientos del corazón de ellos era de continuo solamente el mal (Gn.6.5). Los salmos nos dicen que el hombre malo maquina males en su corazón (Sal.140.2). En otro lugar dice: “Ay de los que planean iniquidad, de los que traman el mal en sus camas” (Mi.2.1). Entre las seis cosas que Dios aborrece se encuentra el corazón que maquina pensamientos inicuos (Pr.6.18). Nuestro Señor también nos dijo que de dentro del hombre, del corazón, provenían los malos pensamientos, los adulterios, las fornicaciones, los homicidios, los hurtos, las avaricias, las maldades, el engaño, la lascivia, la envidia, la maledicencia, la soberbia, la insensatez, maldades que de dentro salen, y contaminan al hombre (Mr.7.21-23).

Todo esto nos demuestra que nadie nos ha dado un cuadro más real de nuestra condición pecadora que el Cordero de Dios que ha quitado el pecado del mundo. Sin embargo, su gracia es tan grande que, junto con no dejarnos en la ignorancia de nuestro mal, nos revela el tratamiento adecuado para luchar con éxito la batalla diaria que tenemos contra este mal. Notemos que luego de decir que si alguien mira a una mujer codiciándola ya adulteró con ella en su corazón, dice “Por tanto”. Ese “por tanto”, une el diagnóstico del problema con su solución. “Por tanto, si tu ojo derecho te es ocasión de caer, sácalo, y échalo de ti; pues mejor te es que se pierda uno de tus miembros, y no que todo tu cuerpo sea echado al infierno. Y si tu mano derecha te es ocasión de caer, córtala, y échala de ti; pues mejor te es que se pierda uno de tus miembros, y no que todo tu cuerpo sea echado en el infierno”. Hermanos, Jesús no miente, si no tomas estas medidas seriamente tu destino seguro es el infierno. El peligro al que te expones si persistes en el pecado es tan real, como que ahora me estés escuchando. No subestimes las advertencias del único que nos ha hablado la verdad.

Sacar tu ojo, cortar tu mano. La duda natural que surge es a qué se referirá el Señor cuando dice que debemos sacar el ojo o cortar la mano que se desvía hacia el pecado. Si somos responsables con la Palabra de Dios en su totalidad, por lo menos tenemos tres razones para suponer que Jesús estaba utilizando un lenguaje figurado:

  • Primero, porque si nos estuviera sugiriendo que efectivamente amputásemos nuestros brazos y nos sacásemos los ojos con algún tipo de cirugía, estaría contradiciendo otros puntos de la Escritura en donde se nos dice que el cuerpo es del Señor (1 Co.6.13), que somos templo del Espíritu Santo (1 Co.3.16-17), que no debemos infringirnos heridas (Lv.19.28) ni mutilar nuestros miembros (Deut.23.1).
  • Segundo, Él dice “si tu ojo derecho te es ocasión de caer”, como diciendo que el ojo izquierdo ha permanecido fiel. Usualmente los ojos se mueven de forma simultánea hacia una misma dirección, y ambos dirigen su vista hacia un mismo punto.
  • Tercero, la historia de algunas sectas religiosas nos ha mostrado que aquellos que han asociado su cuerpo como el origen de su pecado y lo han maltratado por medio de autoflagelaciones y todo tipo de castigos, no han podido efectivamente acabar con su pecado.

Es evidente que el Señor está hablando en términos espirituales.

Para entender un poco más a qué se refiere el Señor con el ojo y la mano que debemos quitar, podemos recordar la penosa postal que nos han dejado algunas guerras, en las que algunos soldados que se les gangrenó una de sus extremidades debieron ser amputados, porque si se les dejaba tal como estaban, la infección se les podía esparcir por todo el cuerpo.

Ese miembro que se corta, no permanece con vida, sino que muere. Una mujer una vez contaba que como resultado de un accidente de tránsito le tocó la horrible situación de ver una de sus extremidades, su brazo, tirado en el suelo a metros de donde ella estaba. Ese brazo, al no estar unido al cuerpo, pierde su vitalidad, deja de vivir. Jesús, por tanto, al decir que frente al adulterio de corazón debemos sacar nuestro ojo, estaba diciendo que debemos hacer morir aquella porción de nuestra vida que aún está presente luego de conocer al Señor. Se trata de nuestra carne.

Estas medidas de mutilar nuestra carne para que no produzca sus nefastos efectos en nuestra vida, no sólo se limitan al adulterio de corazón. Jesús dijo en Mateo 18.7-9: “¡Ay del mundo por los tropiezos! porque es necesario que vengan tropiezos, pero ¡ay de aquel hombre por quien viene el tropiezo! Por tanto, si tu mano o tu pie te es ocasión de caer, córtalo y échalo de ti; mejor te es entrar en la vida cojo o manco, que teniendo dos manos o dos pies ser echado en el fuego eterno. Y si tu ojo te es ocasión de caer, sácalo y échalo de ti; mejor te es entrar con un solo ojo en la vida, que teniendo dos ojos ser echado en el infierno de fuego”. Como podemos ver, las mismas medidas contra el adulterio de corazón, el Señor ahora las indica para los tropiezos en general. Hacer morir toda ocasión que nuestra carne aproveche para el pecado, no es un asunto sólo del campo del adulterio de corazón, sino un tratamiento para todo pecado en general. Esto nos dice el apóstol Pablo en su carta a los Colosenses: “Haced morir, pues, lo terrenal en vosotros: fornicación, impureza, pasiones desordenadas, malos deseos y avaricia, que es idolatría” (Col.3.5). No se avoca sólo al pecado sexual, sino a todo tipo de pecado.

Nuestra carne que se opone a la Ley de Dios, utiliza los canales de nuestros sentidos, la vista, el tacto, el gusto, el oir, para manifestar los pecados que provienen del corazón. El pecado que se cocina en la caldera de un corazón engañoso, se sirve en los platos de los sentidos del cuerpo. Nuestros sentidos físicos, son los tubos por los cuales los pecados de nuestro corazón son alimentados y salen para ser cometidos. Las obras de la carne utilizan nuestro cuerpo para manifestar el pecado.

El apóstol Pablo dijo en su carta a los Romanos 8 vers.13:

“porque si vivís conforme a la carne, moriréis; mas si por el Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis”.

Jesús nos dijo, respecto del adulterio de corazón y de los tropiezos, que debemos hacer morir las manifestaciones de nuestra carne en favor de alcanzar la vida, porque de otro modo, si no hacíamos morir aquellas porciones de nuestro ser, seríamos abrazados de forma íntegra por el infierno de fuego. El apóstol Pablo, siguiendo la enseñanza de Cristo, nos dice que si vivimos de acuerdo a la carne nuestro fin es la muerte, mientras que si por el Espíritu hacemos morir las obras de la carne, nuestro fin es la vida. Quiero detenerme un poco en este versículo.

Primero nos dice: Si viven de acuerdo a la carne, morirán. El apóstol dice: “Porque los que son de la carne piensan en las cosas de la carne (…) el ocuparse de la carne es muerte (…)” (Ro.8.5-6). Dios siempre advirtió que la muerte sería el pago del pecado. A Adán y Eva les dijo que si comían del fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal, morirían (Gn.2.17). La muerte es finalmente el resultado del pecado (Stgo.1.13-14), donde hay pecado hay muerte. Ahora, el vivir de acuerdo a la carne no es una forma de vida que amerite muchos esfuerzos. La Biblia dice que todo hombre vive en los deseos de su carne, haciendo la voluntad de la carne y de los pensamientos (Ef.2.3). No tenemos que enseñar a nadie a pecar, sencillamente ello se nos da por naturaleza. Sólo deje vivir a un incrédulo según sus genuinos instintos y vivirá de acuerdo a la carne como un profesional. No obstante, el apóstol advierte que si nos entregamos a nuestra naturaleza, nuestro camino es un resbaladero directo a la muerte. Como dijo el Señor: “ancha es la puerta, y espacioso el camino que lleva a la perdición, y muchos son los que entran por ella” (Mt.7.13).

Si es seguro que los impíos que vivan de acuerdo a la carne, morirán, también es seguro que aquellos que hagan morir las obras de la carne vivirán. No obstante, para ejercer esta labor es necesario que Dios produzca en nosotros una nueva vida, ya que sólo los hijos de Dios pueden hacer morir las obras de la carne. El apóstol Pablo nos dice que todos los que son guiados por el Espíritu, estos son hijos de Dios (Ro.8.14). Y ser hijo de Dios implica que hemos sido engendrados, no de voluntad de sangre, ni de voluntad de varón, sino de Dios mismo (Jn.1.12). Sólo los hijos de Dios, los salvados, los redimidos, los justificados, los llamados, los perdonados, los regenerados, sólo estos pueden sentirse aludidos a este llamado de mortificar el pecado. No podemos exigirle a un impío que haga morir las obras de su carne, sería como pedirle que empuje una muralla y detenga con sus fuerzas la rotación de la tierra. Es imposible para él, porque precisamente no tiene el Espíritu de Dios convenciéndole y capacitándole para esta labor. El llamado del Señor es, más bien, a sus hijos. El Señor Jesucristo mandó a quitar el ojo maligno a sus discípulos. El sermón del monte no estaba dirigido al mundo en general, sino a sus discípulos.

Notemos que el apóstol dice: “Si por el Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis”, revelándonos que no hay otra forma de vivir la vida en el Espíritu Santo que dar muerte a las obras de la carne. No podemos, por tanto, decir que alguien está caminando en novedad de vida con Dios si no está haciendo morir las obras de su carne. Muchas personas podrán decirnos que tienen al Espíritu Santo, que están llenos del Espíritu, que en sus iglesias se siente el Espíritu Santo, pero si en sus vidas el pecado no está siendo mortificado, ellos están mintiendo.

Las obras de la carne que tienen que ser destruidas, son explayadas en la carta a los Gálatas, cuando dice: “Y manifiestas son las obras de la carne, que son: adulterio, fornicación, inmundicia, lascivia, idolatría, hechicerías, enemistades, pleitos, celos, iras, contiendas, disensiones, herejías, envidias, homicidios, borracheras, orgías, y cosas semejantes a estas; acerca de las cuales os amonesto, como ya os lo he dicho antes, que los que practican tales cosas no heredarán el reino de Dios” (Gá.5.19-21). Jesús nos dijo que todo este listado tiene su origen en el corazón. Por lo tanto, quien se quiera enfrentar a las obras de su carne, debe ser advertido que le declarará la guerra nada más ni nada menos que a su propia persona y a sus más bajos instintos. Cada día que despierte será una batalla más que deba pelear.

Esta batalla incesante requiere de una completa dependencia al Espíritu de Dios.  El mismo apóstol nos dice en otro lugar que Dios nos ha escogido desde el principio para salvación mediante la santificación por el Espíritu (2 Tes.2.13). El apóstol Pedro nos dijo que el Espíritu Santo tiene la obra santificadora de Dios (1 Pe.1.2). Es imposible, por tanto, que alguien diga que está mortificando su pecado independiente del Espíritu de Dios. Si no te aferras al Espíritu de Dios ni obedeces su Santo Consejo revelado en la Escritura, puedo decir, sin lugar a dudas, que tu intento por hacer morir tu pecado terminará en un rotundo fracaso. La experiencia cristiana nos ha enseñado que Dios ocasionalmente permite que sus hijos fracasen en su lucha contra la carne, para darse cuenta que sin Él sólo hay falsas esperanzas de victoria: “Fuera de mí, nada podéis hacer” (Jn.15.5). Si la carne no puede sujetarse a la ley de Dios, cualquier intento que en tus fuerzas te propongas para abandonar el pecado sólo te llevará a la frustración, y aún si pudieras efectivamente extirpar una parte de ti que está cayendo y en verdad nunca más volvieses a caer en dicho pecado, si lo has hecho sólo y fuera de Dios, seguirás preso de tu orgullo y tu supuesta libertad sólo será el cambio de un calabozo a otro.

El sacar tu ojo que te es ocasión de caer, el cortar tu mano o tu pie que te hace caer, es una labor en la que requieres depender cien por ciento del Señor. Muchas personas podrán decir que tienen al Espíritu de Dios, pero la respuesta a sólo dos preguntas te pueden dar una idea más o menos acabada de si están diciendo la verdad o no. ¿Oras cada día? ¿Lees y meditas la Palabra de Dios cada día? Orad sin cesar. El justo medita en la ley de Jehová de día y de noche. En tu devoción diaria es donde podemos ver si dependes al 100% del Señor.

Porque si en verdad quieres cortar toda raíz que te une al pecado, necesitas de una verdadera arma para erradicarlo. Si intentas cortarlo con tus propias fuerzas, te llevarás la sorpresa que tu carne es más gruesa y fuerte de lo que pensabas, y por otro lado, tus intentos serían inútiles, es como si tratases de cortar los pilares de un edificio con un cuchillo de plástico. Es ridículo. Necesitas una verdadera espada, de doble filo, capaz de penetrar todas las cosas y de discernir los pensamientos y las intenciones de tu corazón. Necesitas la Palabra de Dios, esta es la herramienta eficaz para cortar la mano que te es ocasión de caer.

Nadie que seriamente tome la labor de mortificar su carne, podrá conseguir algo sin los medios de gracia vitales, la oración y la meditación bíblica. Son tus armas, porque es una guerra. Y al ser una guerra, cada batalla debe planificarse, ¿o dejarás a la improvisación una misión tan importante? Si te dijesen que debes hacer una presentación para una importante empresa, la cual de contratarte te pagarán una gran suma de dinero, ¿te pararías simplemente ante el directorio a ver si en el momento algo se te viene a la mente? Si te dijesen que un importante chef viene a tu casa a evaluar tu comida, ¿esperarías que llegara a tu casa para recién comprar los ingredientes de tu comida? Y si fueses un caballero armado que debe ir a la guerra, ¿esperarías que esta comience para recién vestir tu armadura? Si no inviertes tiempo preparándote para los asaltos contra tu espíritu, tu derrota es sólo un asunto de tiempo. El Señor dijo: “¿qué rey, al marchar a la guerra contra otro rey, no se sienta primero y considera si puede hacer frente con diez mil al que viene contra él con veinte mil?” (Lc.14.31). La única manera de prepararte para esta lucha diaria es tomando fuerte la espada del Espíritu e ir en oración y súplica constante ante el Dios que te sostiene.

Debes sacar provecho de todo medio de gracia que el Espíritu te presenta en la Escritura. Si un pecado aún persiste levantándose, declara ayuno para erradicarlo. Sumérgete en el amor fraternal, confiesa tus pecados a tus hermanos, quienes siendo la imagen del Hijo de Dios, podrán ayudarte con santas exhortaciones. Predica el evangelio al mundo, ponte los zapatos del apresto del evangelio de la paz, involúcrate en los negocios del Señor y verás que indirectamente el pecado irá muriendo, porque al pensar en Dios no le prestarás atención a tu carne. El apóstol Pablo dice: “Andad en el Espíritu, y no satisfagáis los deseos de la carne” (Gá.5.16) y en otro lugar nos dice: “vestíos del Señor Jesucristo, y no proveáis para los deseos de la carne” (Ro.13.14). Mientras más camines con Dios, en el Espíritu Santo, menor serán las provisiones que llegarán a tu carne, más débil se volverá en su continua agonía, y mayores y más efectivos serán los golpes mortíferos que le puedas entregar.

Si volvemos a las palabras de nuestro Señor, es mejor entrar a la vida manco, cojo y tuerto, y no ser echado al infierno con el cuerpo intacto. Las palabras del apóstol Pablo también enseñan que el resultado de la mortificación del pecado es la vida: “Pero si por el Espíritu hacemos morir las obras de la carne, viviremos”. Y nuevamente debemos decir que nuestro Dios no miente, que tanto la amenaza de la muerte por vivir en la carne, como la promesa de la vida por mortificar el pecado, son declaraciones reales.

Ahora, debemos tener cuidado también con convertir la mortificación del pecado en una salvación por obras disfrazada. El Señor Jesús dijo: “El que oye mi palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación; mas ha pasado de muerte a vida” (Jn.5.24). Entonces, ¿cómo interpretamos que quienes mortifican las obras de la carne vivirán? Esta dificultad parte por pensar que la vida eterna es el resultado de mortificar el pecado, siendo que la vida eterna es la condición necesaria e indispensable para que se produzca precisamente la mortificación del pecado. Sólo los hijos de Dios, es decir, aquellos que han sido resucitados por Cristo, vueltos a una nueva vida, nuevas criaturas, nacidos de nuevo, solamente estos pueden mortificar sus pecados. No puedo mortificar el pecado sólo, tengo que hacerlo en el Espíritu Santo, y no puedo tener al Espíritu Santo sin haber pasado de muerte a vida.

También tenemos que estar al tanto que la mortificación del pecado es algo que sólo acabara cuando seas llamado por Dios. Esta lucha es hasta la muerte. La mortificación del pecado es una lucha continua e incesante, si bajas las armas un segundo, el pecado te asaltará: “Porque el deseo de la carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu es contra la carne; y éstos se oponen entre sí, para que no hagáis lo que quisiereis” (Gá.5.17). Al luchar contra nuestra propia carne debemos tener siempre en cuenta que sus primeros asaltos son muy modestos. Esto no es porque sea debilucha, sino que es su estrategia para que nos confiemos y seamos debilitados. El pecado aparenta estar muerto, cuando no lo está. Es más, cuando más creas tenerlo controlado, mayor será la emboscada que te tenderá. Si bajas la guardia un solo momento, avanzará todo espacio que le cedas. Es como una araña que se hace la muerta para que sus depredadores no quieran cazarla, pero luego que se ha ido, despierta e inyecta su veneno mortal. Hermanos, cuando la Escritura nos dice que debemos hacer morir las obras de la carne, debes imaginarte a un enemigo vivo, que está pendiente de tus movimientos, como un león asechándote detrás de un matorral. El apóstol Pedro nos dijo: “Os ruego como a extranjeros y peregrinos, que os abstengáis de los deseos carnales que batallan contra el alma” (1 Pe.2.11). Deseos carnales que batallan contra el alma. Cómo podríamos imaginarnos esto sino como un monstruo con brazos y piernas al acecho de nuestros descuidos.

Un error recurrente es pensar que mientras más vaya desapareciendo el viejo hombre, menos será la diligencia que debamos poner en mortificarlo. Pensamos que el Apóstol Pablo, al alcanzar tal revelación y cercanía con el mismo Dios, no tenía necesidad de estar sometiéndose a la diaria disciplina de dar muerte a pasiones y deseos perversos, pensamos que ello ya se daba por muerto y desaparecido. No obstante, él mismo dijo “golpeo mi cuerpo, y lo pongo en servidumbre, no sea que habiendo sido heraldo para otros, yo mismo venga a ser eliminado” (1 Co.9.27). El apóstol también dijo: “No que lo haya alcanzado ya, ni que ya sea perfecto; sino que prosigo, por ver si logro asir aquello para lo cual fui también asido por Cristo Jesús. Hermanos, yo mismo no pretendo haberlo ya alcanzado; pero una cosa hago: olvidando ciertamente lo que queda atrás, y extendiéndome a lo que está delante, prosigo a la meta, al premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús” (Fil.3.12-14).

Estos santos hombres llegaron a ese nivel de madurez y santidad, no porque estén exentos de luchas, sino porque ponían más diligencia en hacer morir lo terrenal en ellos. El profeta Elías, profeta celoso del Dios vivo, que oró y cesó la lluvia, que fue arrebatado al cielo y que se apareció en la transfiguración, este hombre dice Santiago estaba sujeto a pasiones semejantes a las nuestras (Stgo.5.17). Por lo tanto, no caigas en la falsa ilusión que más santidad es menos lucha. Mientras más cerca de Dios estés, mayor será tu convicción de pecado, más profundo será tu arrepentimiento y extremarás aún más tus cuidados en la fe. Así como el peregrino en el libro de John Bunyan gritaba “¡vida eterna!” tapándose los oídos mientras corría de la ciudad de destrucción, asimismo necesitamos extremar nuestros recursos, gastar el último peso, arriesgar la última fila, ¡sé violento en las cosas santas!.

No sólo debemos mortificar el pecado personal, como si este no afectase a nadie más. Jesús dijo: “Y cualquiera que haga tropezar a alguno de estos pequeños que creen en mí, mejor le fuera que se le colgase al cuello una piedra de molino de asno, y que se le hundiese en lo profundo del mar” (Mt.18.6). El Señor dijo que es preferible morir antes que hacer caer a uno de sus hijos. Por lo que debemos hacer morir no sólo pecados personales, sino también pecados que puedan afectar a nuestra familia y a nuestra iglesia. El apóstol Pablo dijo: “¡Ojalá se mutilasen los que os perturban!” (Gá.5.12). De la misma forma como debemos quitar el miembro que tiende al pecado, en el cuerpo de Cristo también debemos desechar, mediante santa disciplina, al que se declaró miembro pero que gangrena a la iglesia con pecado impenitente.

Por último hermanos, la Escritura nos dice: “sabiendo esto, que nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con él, para que el cuerpo del pecado sea destruido, a fin de que no sirvamos más al pecado” (Ro. 6.6). En otro lugar nos dice: “En él también fuisteis circuncidados con circuncisión no hecha a mano, al echar de vosotros el cuerpo pecaminoso carnal, en la circuncisión de Cristo; sepultados con él en el bautismo, en el cual fuisteis también resucitados con él, mediante la fe en el poder de Dios que le levantó de los muertos” (Col. 2:11-12). El mismo que te manda a sacar tu ojo que te es ocasión de caer, fue el mismo que murió por ti, y fue el mismo que resucitó para hacer posible tu novedad de vida. No es posible que puedas hacer morir las obras de tu carne, si Jesucristo no le ha dado el golpe mortífero de la cruz. Si esto es algo en lo que te sientes ajeno, si no has podido ver resultados positivos, si te ha costado llevar adelante esta labor, no hay otro camino ni solución posible, sólo venir a Cristo, suplicando ayuda. Ruégale su Espíritu Santo, el que no negará al que se lo pida (Lc.11.13), sin el cual intentar acabar con las obras de la carne es sólo una fantasía. Si piensas que tu carne es indestructible, si te cuesta mortificarla, debes confiar en lo que dice la Palabra, esa carne yace ahí crucificada, agonizando, dando espasmos de su maldad, pero ya subyugada y condenada, por lo que hizo tu Salvador en la cruz.

Ga.5.24: “Pero los que son de Cristo han crucificado la carne con sus pasiones y deseos”