Texto base: Jn. 12.20-30.

La predica anterior de esta serie, hablamos sobre el episodio conocido como “Entrada Triunfal” de Jesús a Jerusalén, para dar paso a su última semana de ministerio terrenal. Sin embargo, vimos que más bien se trató de la falsa coronación del verdadero Rey, como lo tituló John MacArthur. Esto porque el verdadero Rey de todo lo que hay, el Creador y Sustentador de todo, había venido al mundo, se había hecho hombre y habitó entre nosotros. Visitó a su pueblo para darle salvación y vida, pero los suyos no le recibieron.

El Hijo de David, el Mesías esperado, hacía su anhelada entrada en la ciudad de Dios, pero su pueblo no lo reconoció, y esperaban a un rey que fuera según sus propias expectativas, un rey según la lógica de este mundo caído en pecado, y no según la voluntad perfecta de Dios.

Entonces, este episodio de la entrada triunfal, a pesar de que aparentemente era una fiesta, fue en realidad muy triste, ya que nadie, ni los discípulos más cercanos de Jesús, supieron realmente de qué se trataba: era el Hijo de David, el Mesías Rey, que venía a morir por los pecados de su pueblo para darle salvación.

Pero aun con todo esto, esa aparente entrada triunfal es el pálido anuncio de una verdadera entrada triunfal, que se dará cuando Cristo venga el día final a establecer su reino junto con su ejército celestial. Por lo mismo, revisamos también Apocalipsis cap. 19:11-21, donde se habla claramente de esta entrada triunfal verdadera y definitiva, donde Cristo vendrá con sus santos a establecer su reino sobre todo, eliminando toda oposición por parte de quienes se rebelan a su dominio.

En este pasaje, volvemos al escenario que nos plantea Juan cap. 12, en el marco de la celebración de la fiesta de la Pascua, la última en la que Jesús participaría en su ministerio terrenal. Se apronta a morir, pero su muerte será única, ya que solo ella puede tener fruto y dar vida. Quienes lo sigan como discípulos deben hacer lo mismo que su maestro: morir a sí mismos, y así tendrán vida para sus almas y darán fruto. Veremos entonces que debemos morir con Él para vivir con Él.

     I.        La hora llegó: Cristo debía morir

En el contexto de la fiesta de la Pascua, que era multitudinaria, mucha gente concurría a Jerusalén para celebrar, como había sido ordenado por el Señor. Entre ellos, había algunos que no eran judíos de nacimiento, pero que se habían apartado de sus ídolos paganos para convertirse a la religión de los judíos. Esas personas eran llamadas “prosélitos”, y de ese tipo de creyentes eran los griegos que vemos aquí.

Su testimonio es importante, ya que contrasta el interés de estos griegos prosélitos con la apatía y el rechazo que demostraron los judíos en general y sus líderes religiosos. Esto es muestra clara de que el reino sería quitado de los judíos y sería dado a un pueblo que produciría frutos de él, como el mismo Jesucristo anunció: “Por tanto os digo, que el reino de Dios será quitado de vosotros, y será dado a gente que produzca los frutos de él” Mt. 21:43. Esto era un juicio de Dios ante la incredulidad de los judíos, ya que “a lo suyo vino, pero los suyos no le recibieron” (Jn. 1:11).

Eso ocurriría con la muerte de Cristo, con la que se consumaría un nuevo pacto establecido en su sangre, en el cual gente de toda tribu, pueblo, lengua y nación formarían parte de sus redimidos, a diferencia de lo que ocurría en el antiguo pacto, que fue hecho con el Israel nacional, con los descendientes sanguíneos de Abraham, mientras el nuevo pacto se establece con los descendientes espirituales de Abraham, como dice la Escritura: “Por tanto, sepan que los que son de fe, éstos son hijos de Abraham” Gá. 3:7.

Entonces, el hecho de que estos griegos prosélitos se acercaran con un interés de conocer a Jesús, marcaba un anuncio de lo que sería este nuevo pacto, y servía como recordatorio de que la hora en que Cristo pasaría de este mundo al Padre, había llegado.

En otros pasajes, este mismo Evangelio de Juan había señalado que la hora de Cristo aún no había llegado: “Entonces procuraban prenderle; pero ninguno le echó mano, porque aún no había llegado su hora” (7:30; vid. 8:20). Sin embargo, ahora nos encontramos en el momento en que expresamente señala que esa hora sí había llegado.

¿A qué hora se refiere? V. 23: “la hora para que el Hijo del Hombre sea glorificado”. Sin embargo, contrario a lo que humanamente podríamos pensar, no sería glorificado como un rey terrenal, no iba a ser coronado como un gobernante más de tantos que habían existido y que seguirán existiendo, ni sería tampoco reconocido como un general militar victorioso como Julio César o Napoleón.

Su gloria sería muy distinta, y eso fue lo que falló en reconocer la gente que lo recibió con hojas de palmas y con aclamaciones, quienes esperaban a un libertador como el mundo lo ofrece. No, su gloria sería infinitamente superior a la suma de la de todos los reyes y generales que han existido y que existirán, su gloria es la del Unigénito Hijo de Dios, la del Señor, Creador y Sustentador de todo, la gloria del Redentor de los pecadores.

Pero antes de volver a esa gloria, debía pasar por la cruz. Por lo mismo, el v. 27 nos dice que su alma estaba turbada, estaba angustiada y en aflicción; y es porque se acercaba ese momento donde sería clavado en esa cruz. Aquí podemos pensar que lo que lo atemorizaba más eran los clavos, los azotes y el tormento mismo que significaba para el cuerpo humano el hecho de ser crucificado. Sin embargo, lo más terrible era que recibiría la copa de la ira de su Padre Celestial, esa que debía ser derramada sobre ti y sobre mí por nuestros pecados, pero en lugar de nosotros, la estaba por soportar Cristo.

Antes de la gloria, entonces, Cristo debía vivir esta hora y no debía intentar evitarla, pese a toda la aflicción que significaría para Él, ya que según Él mismo dijo, para esa hora fue que vino al mundo, lo que también nos dice la Escritura en otros pasajes: “Porque no envió Dios a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él” (Jn. 3:17).

Y la forma en que el mundo es salvo por Él, es por medio de su muerte. Pero esa aflicción no era el fin, sino el medio, la forma en que el Señor determinó que iba a glorificar su nombre y el de Cristo. Cristo tiene esa precisa motivación en mente, sabe que ha llegado su hora para ser glorificado, pero Él ruega también a su Padre que glorifique su nombre (v. 28). El Padre responde con una voz que para Jesús fue comprensible, pero que para el pueblo reunido allí sonó como un trueno, o como la voz de un ángel.

Esto es muy significativo, ya que sería la tercera y última vez que el Padre habla de esta forma a su Hijo, con una voz potente que da testimonio de Él. Vemos en la Palabra que el Padre dio testimonio a los hombres de la autoridad de su Hijo mediante la misma Escritura que anunciaba su venida, mediante el testimonio de Juan el Bautista, a través de las obras milagrosas que dio a Jesús para que hiciera, y también mediante su testimonio directo, como en esta ocasión en que su voz fue escuchada por los hombres. Las otras dos ocasiones en que el Padre habló con esta voz audible fueron en el momento de su bautismo y en la transfiguración.

El Padre, entonces, dio pleno testimonio de la autoridad de Cristo, respaldó abiertamente su obra y a través de diversas señales con el fin de que nadie tuviera excusa y se supiera con claridad que Él había enviado a Jesucristo, y ahora lo anima para continuar su ministerio hasta el final en obediencia perfecta, cumpliendo plenamente la voluntad de quien lo envió.

    II.        La muerte de Cristo: poderosa y única

Entonces, la hora había llegado, esa hora en que el Señor sería glorificado por medio de la muerte de Cristo y por su resurrección, siendo todo esto necesario para que este nuevo pacto hecho para redimir a gente de toda tribu, pueblo, lengua y nación pudiera consumarse. Debía morir como el grano de trigo que es sembrado en la tierra, sólo así podría producir una cosecha abundante de almas salvadas, sólo así podía llevar fruto en la vida eterna de multitudes de redimidos.

La muerte de Cristo es la fuente de vida espiritual para el mundo. Desde esa cruz, en aparente derrota, en medio de la aflicción suprema de su alma y de su cuerpo, se estaba sembrando a sí mismo, se estaba convirtiendo en un grano de trigo que muere en la tierra para producir una cosecha poderosa para vida eterna. Esta muerte, como ninguna otra, traería fruto de vida.

Aparte de la cruz, no hay cosecha espiritual. No hay otra muerte que tenga este efecto. El único que al morir tuvo el efecto de dar vida, es Jesucristo. Y esto es porque Cristo en su condición de Hijo de Dios, tomó nuestro lugar, muriendo la muerte que nosotros merecíamos, sufriendo así lo que relata Isaías cap. 53:

Ciertamente llevó él nuestras enfermedades, y sufrió nuestros dolores; y nosotros le tuvimos por azotado, por herido de Dios y abatido. Mas él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados… Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros. Angustiado él, y afligido, no abrió su boca; como cordero fue llevado al matadero; y como oveja delante de sus trasquiladores, enmudeció, y no abrió su boca… fue cortado de la tierra de los vivientes, y por la rebelión de mi pueblo fue herido... Jehová quiso quebrantarlo, sujetándole a padecimiento… por cuanto derramó su vida hasta la muerte, y fue contado con los pecadores, habiendo él llevado el pecado de muchos, y orado por los transgresores” (Is. 53:4-12, extracto).

Por más heroico que haya sido el sacrificio de algún ser humano en favor de otros, a lo más pueden salvar algunas vidas por un tiempo, pero la muerte igual tocará la puerta de las personas que fueron salvadas por ese acto. Cristo es el único que puede salvar a multitudes incontables a través de su muerte, y es porque su vida tiene un valor infinito: es el Hijo de Dios, Dios hecho hombre para identificarse con nosotros y poder tomar nuestro lugar.

¿Y cómo podemos identificarnos con Él para que se cuente como que Él tomó nuestro lugar? Por la fe. Es por la fe que nos apropiamos del sacrificio de Cristo y lo hacemos nuestro, de tal manera que, si creemos en Él, se cuenta efectivamente como que nosotros, con nombre y apellido, morimos en esa cruz. Y al morir en esa cruz junto con Cristo, la ley ya no nos puede condenar, porque la ley sólo se aplica a quienes están vivos. De esta forma, morimos para la ley, pero vivimos para Cristo, y Cristo vive en nosotros.

Yo, por mi parte, mediante la ley he muerto a la ley, a fin de vivir para Dios. 20 He sido crucificado con Cristo, y ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí. Lo que ahora vivo en el cuerpo, lo vivo por la fe en el Hijo de Dios, quien me amó y dio su vida por mí” Gá. 2:19-20.

Esta justicia de Dios llega, mediante la fe en Jesucristo, a todos los que creen. De hecho, no hay distinción, 23 pues todos han pecado y están privados de la gloria de Dios, 24 pero por su gracia son justificados gratuitamente mediante la redención que Cristo Jesús efectuó. 25 Dios lo ofreció como un sacrificio de expiación que se recibe por la fe en su sangre, para así demostrar su justicia. Anteriormente, en su paciencia, Dios había pasado por alto los pecados; 26 pero en el tiempo presente ha ofrecido a Jesucristo para manifestar su justicia. De este modo Dios es justo y, a la vez, el que justifica a los que tienen fe en Jesús” Ro. 3:22-26.

La muerte de Cristo, entonces, es única. Ninguna otra tiene este poder, ni de lejos. Ningún otro ser puede traer bendición eterna con su muerte. Ningún otro puede abrir un camino al Padre Celestial por medio de entregar su vida. Nadie puede asegurar salvación de la condenación por medio de su propia muerte, sino Cristo. La muerte de un ser humano, aunque haya sido heroica o digna de gran admiración, siempre constituye una tragedia, siempre implica que alguien fue vencido por esa barrera inevitable del sepulcro, pero la muerte de Cristo es victoria eterna y definitiva, es la única muerte en la que hay una razón indestructible e imperecedera para la esperanza.

Sólo de Cristo se puede decir: “Cristo, habiendo ofrecido una vez para siempre un solo sacrificio por los pecados, se ha sentado a la diestra de Dios, 13 de ahí en adelante esperando hasta que sus enemigos sean puestos por estrado de sus pies; 14 porque con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados” (He. 10:12-14). Sólo Cristo puede decir que, con su muerte, hace perfectos a quienes creen en Él.

Y aquí podemos comparar a Cristo con Adán. Adán trajo la muerte a la humanidad, y en su propia muerte estaba el anuncio de que todos sus hijos iban a morir también. Pero quienes están en Cristo no morirán eternamente, sino que resucitarán el día final. Cristo es la vida para los que estaban muertos por el pecado de Adán.

Por Adán los seres humanos fueron hechos pecadores, pero por Cristo vino la justicia de Dios a quienes creen en Él, es decir, los pecadores que ponen su fe en Él, son contados como justos delante del Padre, y por la muerte de Cristo sus pecados son perdonados.

Por Adán comenzó el reino de la muerte y del pecado en los hijos de los hombres, mientras que por Cristo se establece el reino de la vida y de la justicia, llevándonos de vuelta al Padre cuando nosotros no podíamos volver: “en Cristo, Dios estaba reconciliando al mundo consigo mismo, no tomándole en cuenta sus pecados” 2 Co. 5:19.

Por tanto, como el grano de trigo debe caer a tierra y morir para que pueda haber una cosecha, así Cristo debió venir al mundo a morir en lugar de los pecadores, para que por Él nuestros pecados pudieran ser lavados y cubiertos por su sangre, y así pudiéramos ser perdonados y salvos de la condenación. Cristo murió como el grano de trigo, pero tuvo como cosecha una multitud incontable de almas redimidas, que cantarán en la eternidad: “Tú fuiste inmolado, y con Tu sangre compraste (redimiste) para Dios a gente de toda tribu, lengua, pueblo y nación. 10 Y los has hecho un reino y sacerdotes para nuestro Dios; y reinarán sobre la tierra… El Cordero que fue inmolado es digno de recibir el poder, las riquezas, la sabiduría, la fortaleza, el honor, la gloria y la alabanza” (Ap. 5:9-10, 12).

  III.        Tú debes morir

Ahora, ¿Qué debemos hacer nosotros ante esto? (vv. 25-26) Nuestro Señor explica inmediatamente cómo se aplica a nosotros lo que acaba de decir sobre su propia muerte. Quienes quieran seguirlo, deben también morir, pero en un sentido distinto: los que anhelen ser sus discípulos deben morir a sí mismos, aborrecer su vida en este mundo, “deben enterrar su amor por el mundo, con sus riquezas, honores, placeres y recompensas, con una fe plena en que, actuando de esa manera, segarán una mejor cosecha, tanto aquí como en la eternidad. Quien ame su vida actual, de tal forma que no puede negarse a ella por el bien de su alma, encontrará al final que lo ha perdido todo. En contraste, quienes están dispuestos a apartar de sí todo, aun lo más querido en esta vida pero que se esté interponiendo en el bien de su alma, y crucifican la carne con sus pasiones y deseos, encontrarán al final que no son unos perdedores. En suma, sus pérdidas no serán nada en comparación a lo que han ganado” (J.C. Ryle).

Es una verdad central para el discípulo, tanto como lo es acerca de Cristo, que no hay vida sin muerte, que no hay corona sin una cruz. A menos que estemos dispuestos a morir al pecado y a crucificar todo lo que es más querido para nuestra carne si obediencia al Señor lo demanda, no podemos esperar ningún beneficio de la muerte de Cristo.

La fe y la obediencia son las marcas distintivas de los verdaderos discípulos, y siempre serán visibles en los cristianos que creen verdaderamente” (J.C. Ryle).

Es eso justamente lo que nos ordena la Escritura: “Por tanto, también nosotros, que estamos rodeados de una multitud tan grande de testigos, despojémonos del lastre que nos estorba, en especial del pecado que nos asedia, y corramos con perseverancia la carrera que tenemos por delante. 2 Fijemos la mirada en Jesús, el iniciador y perfeccionador de nuestra fe, quien, por el gozo que le esperaba, soportó la cruz, menospreciando la vergüenza que ella significaba, y ahora está sentado a la derecha del trono de Dios” He. 12:1-2 (NVI).

Por lo tanto, hermanos, tomando en cuenta la misericordia de Dios, les ruego que cada uno de ustedes, en adoración espiritual, ofrezca su cuerpo como sacrificio vivo, santo y agradable a Dios. 2 No se amolden al mundo actual, sino sean transformados mediante la renovación de su mente. Así podrán comprobar cuál es la voluntad de Dios, buena, agradable y perfecta” Ro. 12:1-2.

Al ver estos textos, te ruego que medites: ¿A qué se parece más tu realidad? ¿Eres un sacrificio vivo, o te pareces más a una pieza de colección, intacta y sin raspaduras, aun guardada en su envase? Ten sumo cuidado, ya que puedes ser admirador de la doctrina y de la obra de Jesús, puedes creer que su Palabra da consuelo e incluso que te guía, pero aun así no haber muerto a ti mismo. No es lo mismo ser un simpatizante de Cristo que ser un sacrificio vivo en adoración a Él.

Amar tu propia vida es una rebelión ante la soberanía de Dios, es la raíz de todo pecado y toda soberbia, es creer en la doctrina de la serpiente: “seréis como dioses: quien ama su vida es alguien que quiere vivir para agradarse a sí mismo, no reconociendo el señorío de Dios, es alguien que quiere vivir a su propia manera, que quiere determinar lo que es bueno y lo que es malo, quien tiene como meta final de su vida el ser feliz, en vez de entregarse al fin supremo y más alto que puede tener el hombre, que es glorificar a Dios, y encontrar en eso su felicidad.

Hermanos, estemos alerta. Muchos han reducido la preciosa gracia de Dios a una gracia barata. Creen que como la salvación es por gracia, pueden seguir viviendo para sí mismos, pueden eximirse de morir a lo que son y de vivir para Cristo. Pero las Palabras de Cristo siguen resonando con potencia: “Si alguien quiere seguirme, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame” (Lc. 9:23 NBLH).

Hermano, amigo, responde sinceramente: ¿Has muerto al pecado? ¿Has muerto a ser tú mismo, a vivir para ti, entregándote ahora a ser transformado por el Señor en obediencia a su Palabra? ¿Has renunciado a vivir según tu propio criterio y tus propias normas, sometiéndote a la Escritura?

Muchos quizá dirán amén a todo lo que he hablado de la muerte de Cristo, y podrán incluso reconocer que deben morir a sí mismos. Pero cuando llega la hora de aplicar eso concretamente a su vida, ahí renuncian, inventan excusas, levantan razonamientos cojos y justificaciones absurdas, no son capaces de mirar a su pecado cara a cara y morir a Él, crucificar su carne con sus pasiones y deseos; y prefieren seguir viviendo para sí mismos, pero tranquilizan su consciencia estando en la iglesia de forma más o menos regular, orando por aquí o por allá, tomando su Biblia de vez en cuando, pero sin que sus corazones sean realmente transformados. Sus corazones siguen estando muertos y podridos. ¡Cuidado, hermano!

No basta con decir “sé que debo morir”, ¡DEBES MORIR! Te invito a meditar en esto:

  • ¿Dices creer en Cristo, pero te quedas en casa el día del Señor porque te sentiste cansado, porque tenías sueño, o porque te dio algo de frío, o porque hace calor? ¡Debes morir a ti mismo! ¿Qué pasaría si todos hiciéramos lo mismo que tú? ¿Habría iglesia? ¿Dónde quedó eso de ser un sacrificio vivo? ¿Qué harías si en vez del frío te esperara la espada o el fusil de quienes te persiguen por tu fe? Debes morir. No pienses que serías capaz de morir por Cristo si ni siquiera puedes vencer el sueño para levantarte y venir a adorar a Dios.
  • ¿Dices ser un discípulo de Jesús, pero te quedas en casa viendo una película o recostado en el sillón mientras tus hermanos están reunidos orando? ¡Debes morir! Si la iglesia ha convocado a orar juntos, a adorar en comunión, a ser expuestos a la predicación de la Palabra, debemos hacer todo lo que esté a nuestro alcance para estar, aunque tenga costos altos, aunque sea muy difícil, porque nuestro Dios es digno.
  • ¿Dices creer en Cristo, pero prefieres no hacer ciertas cosas que sabes que Dios te ordena, porque tu esposa o tu esposo se pueden enojar o entristecer? ¡Debes morir! No hay persona en el mundo que tenga tanto valor, que haga que desobedecer a Dios sea algo bueno o que valga la pena. Si la paz en tu hogar depende de que tú cedas y dejes de obedecer a Dios, esa paz es una maldición y está podrida y en gusanos.
  • ¿Dices seguir a Cristo, pero no puedes dejar a esa persona con la que Dios te prohíbe estar? ¡Debes morir! Si una persona, por más querida que sea para ti, se interpone en tu obediencia a Dios, de tal forma que la unión con esa persona implica desobedecer a Dios, entonces debes apartarte y esperar en el Señor, quien es tu Padre y te ordena esto por tu bien, porque es bueno y justo.
  • ¿Dices ser discípulo de Jesús, pero insistes en mantener un trabajo que te impide regularmente estar en comunión con tus hermanos? ¡Debes morir! ¿Dices ser un creyente, pero desobedeces al Señor en tu trabajo mintiendo o consintiendo en participar de mentiras, para mantener tu puesto? ¡Debes morir! El Señor es nuestro sustento, y Él nos proveerá, aun cuando pasemos por momentos de estrechez financiera. Nunca valdrá la pena desobedecer a Dios para mantener una fuente de dinero. Cuando hacemos eso, olvidamos que Dios es quien nos sostiene.
  • ¿Dices ser un cristiano, pero insistes en que tu dinero te pertenece y lo usas para cumplir tus metas personales, para invertir en tus gustos y diversiones? ¿Qué dice de ti la forma en que administras tu dinero? ¡Debes morir! Todo lo que somos y lo que tenemos le pertenece al Señor, y es Él quien nos dice cómo debemos administrarlo y cuáles deben ser nuestras prioridades.

Hermanos, estamos en la época de la comodidad y el egoísmo. ¿Cuánto ha afectado eso a la Iglesia? ¿Cuánto ha afectado tu vida? El mensaje del mundo hoy es “cumple tus sueños”, “lo único que importa es ser feliz”, y cosas por el estilo. Eso es absolutamente TODO LO CONTRARIO al mensaje de Cristo.

Somos la época que cuenta con más acceso a la Biblia, podemos tener en nuestro mismo celular un sinnúmero de versiones de la Escritura, incluso en diversos idiomas, tenemos una cantidad incontable de prédicas y enseñanzas en audio y video, disponemos de acceso a libros físicos y digitales como nunca antes en la historia de la humanidad, tenemos los medios de transporte más cómodos, rápidos y seguros que jamás se hayan tenido, disfrutamos de luz artificial, de ventilación y calefacción, caminos pavimentados, agua potable en nuestros locales de reunión, redes de alcantarillado, instrumentos de amplificación y de transmisión, distintos medios de comunicación y redes sociales; y aún con todo esto y muchas otras comodidades que los creyentes jamás tuvieron en otro tiempo, DEBEMOS SER LA GENERACIÓN MÁS FLOJA, EGOÍSTA Y AMADORA DE SÍ MISMA QUE HA EXISTIDO. ¡Cuán cómodos somos, amados hermanos! ¿Somos en realidad sacrificios vivos que arden para la gloria de Dios?

Somos una generación de cristianos llena de niños mimados que desean ser alimentados en su boca, mantenidos entre cojines, con alguien que nos cambie los pañales de vez en cuando. No hablemos de sacrificios, no hablemos de cansancio, no hablemos de privaciones, no hablemos de desgastarnos, no hablemos de esfuerzo, no hablemos de costos, no hablemos de lágrimas, ni de dolor, ni de sufrimiento. ¡Ah! Pero si se trata de lo que te gusta y te apasiona, no habrá cansancio, ni clima, ni impedimentos que se interpongan en tu camino. Hemos confundido la iglesia con una sala de cine, y la vida cristiana con una escalera mecánica en la que simplemente estamos inmóviles mirando el paisaje, esperando que algo nos impulse hacia arriba. ¡Pero la Escritura no habla de una escalera mecánica, habla de una puerta estrecha y un camino angosto!

Hermano, esto de morir a sí mismo no es algo que hagas una vez en tu vida y luego puedas dejar atrás como si fuera algo que ya cumpliste. La Escritura es clara: “toma tu cruz cada día”. Cada día nos vemos enfrentados a esta lucha de morir a nosotros mismos y vivir para el Señor. Pero si todo lo que he dicho te parece una carga insoportable, si te parece una tortura una existencia así, considera que morir a uno mismo es el anhelo más grande que tendrá un creyente. Quien verdaderamente haya entregado su vida al Señor, quien realmente se haya dispuesto a seguir a Jesús de Nazareth, querrá morir a sí mismo, querrá dejar atrás su viejo hombre y ser renovado a la imagen de su Señor, no tendrá esa actitud de estar lo más cerca del pecado que pueda, de ser lo más mundano que pueda, sino que correrá lo más lejos de esas cosas para ir a los pies de su Señor y Salvador.

Hermanos, ¡Él es digno! Él nos redimió con su sangre, nos compró para Dios cuando éramos esclavos de la maldad y estábamos muertos en nuestros delitos y pecados. Si el sacrificio de Cristo en tu lugar no es capaz de motivarte a vivir completamente para Él, nada lo hará: ni música, ni programas, ni entretención, ni actividades, NADA. Si el Evangelio no es suficiente para hacerte entender que debes morir a ti mismo, nada lo será.

Con eso ya habría sido suficiente, pero además nos da una promesa: “Si alguno me sirviere, mi Padre le honrará” (v. 26). Hermano, tú que estás entregado a vivir para el Señor, que cada día tomas tu cruz, muriendo a ti mismo para seguirle, ten fe, toma aliento, porque el Señor ha prometido que te honrará. Sí, el mismo que dio a su Hijo para que muriera por ti, te dará junto con Él todas las cosas. Si Él es contigo, nada podrá hacerte contra. Él lo ha prometido: te honrará.

Amados, no tenemos excusa. Entreguémonos completamente al Señor, y Él nos fortalecerá con su poder.

Por lo tanto, hermanos, tomando en cuenta la misericordia de Dios, les ruego que cada uno de ustedes, en adoración espiritual, ofrezca su cuerpo como sacrificio vivo, santo y agradable a Dios. 2 No se amolden al mundo actual, sino sean transformados mediante la renovación de su mente. Así podrán comprobar cuál es la voluntad de Dios, buena, agradable y perfecta” Ro. 12:1-2.