Texto base: Juan 17:1-5.

En las predicaciones anteriores, estuvimos profundizando en el discurso de despedida de Jesús a sus discípulos, que se extendió desde el capítulo 13 hasta el 16, y tuvo el propósito de anunciar su partida de este mundo al Padre y afirmar los corazones de sus discípulos en confianza y paz, sabiendo que los hechos que estaban por ocurrir no eran la frustración del plan de Dios, sino su cumplimiento: Cristo debía pasar de este mundo al Padre a través de la cruz, y esto obraría en favor de sus discípulos y de quienes  creyeran por la palabra de ellos, ya que ahora podrían orar al Padre en nombre de Cristo y ver sus súplicas respondidas, y recibirían al Espíritu Santo para ser guiados a toda verdad y poder entender la obra y la enseñanza de Cristo.

Hoy comenzaremos con el capítulo 17, en el que encontramos la preciosa oración de Jesús, previa a su enjuiciamiento y el calvario. En la culminación de su ministerio terrenal, el Señor Jesús ora al Padre encomendándose a sí mismo, a sus discípulos y a quienes creerían por la Palabra de ellos. Se trata de la oración perfecta del Hijo de Dios, el mayor registro de una oración de Jesús, en el que podemos ver la gloria de su obediencia y de su ministerio como Mediador y Sumo Sacerdote.

La oración de las oraciones

La oración que fue registrada en este capítulo está íntimamente ligada a toda la enseñanza anterior, del discurso en que el Señor se despide de sus discípulos en el contexto de la cena pascual (“Estas cosas habló Jesús”). En relación con esto, alguien dijo que “el mejor y más completo sermón jamás predicado, fue seguido de la mejor de las oraciones” (citado por J.C. Ryle).

La oración puede verse como la consumación de los discursos.  Muestra que la base firme y sólida para todas las razones de consuelo, exhortación y predicciones está en el cielo. Vincula todas las promesas con el trono de Dios” (William Hendriksen).

A pesar de que en los Evangelios hay varios registros de Jesús orando, no hay ningún otro testimonio tan profundo y tan rico como éste sobre la oración de Jesús. Este pasaje ha sido llamado por algunos el más santo de los santos entre los pasajes de la Biblia, ya que nos da un verdadero vistazo al cielo, nos da una muestra del amor eterno y el diálogo de comunión entre el Padre y el Hijo.

Nos encontramos ante la oración de las oraciones, la oración perfecta, la oración que Cristo hace como Sumo Sacerdote de su pueblo, como el único Mediador entre Dios y los hombres; es la oración donde se plasma con mayor claridad el propósito perfecto de Dios, de salvar a su pueblo mediante la obediencia de Cristo, y de guardarlos en esa salvación hasta el final.

Entonces, el Señor, sin tener porque hacerlo, nos permite entrar a este lugar santísimo, así que debemos sacarnos las sandalias espiritualmente hablando, ya que estamos ante un pasaje verdaderamente celestial. El Hijo ya está a medio camino entre la tierra y el Cielo, preparando su entrada de vuelta a esa gloria eterna que le pertenece como el Hijo Unigénito de Dios.

Y de esta oración podemos destacar cosas importantes:

     I.        El vínculo perfecto (Hijo)

Lo primero que debe llamar nuestra atención es quién eleva esta oración sublime: Él mismo se identifica al llamar “Padre” a Dios (v. 1), con toda familiaridad. Se trata de Aquel que es llamado en este Evangelio “el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre” (Jn. 1:18).

También al comienzo del Evangelio, se nos dice que Cristo estaba (era) con Dios (1:1), es decir, estaba delante de Dios, cara a cara con Dios. Esto quiere decir que hay una comunión perfecta entre el Padre y su Hijo, es la comunión más estrecha que puede haber entre dos personas, no hay ninguna comunión como esta entre los seres creados, sólo puede encontrarse una comunión así en el Dios Uno y Trino.

Sabemos que esta comunión era gloriosa, ya que Cristo, cuando ora en este cap. 17, dice: “Ahora pues, Padre, glorifícame tú al lado tuyo, con aquella gloria que tuve contigo antes que el mundo fuese” (v. 5). Es decir, Cristo mientras estuvo en la tierra anhelaba fervientemente volver a esa comunión gloriosa que tenía cuando “el verbo era con Dios”, una gloria que no se puede comparar a nada y que es descrita como “luz inaccesible” (1 Ti. 6:16).

También sabemos que esa comunión estaba llena de amor, ya que, en esta misma oración, Cristo dice al Padre: “me has amado desde antes de la fundación del mundo” (v. 24), y también la Escritura nos dice “el Padre ama al Hijo…” (Jn. 5:20). El amor que hay entre el Padre y el Hijo, en el Espíritu, es anterior a todas las cosas creadas, y ese amor en el seno de la Divina Trinidad es precisamente lo que motiva la declaración “Dios es amor” (1 Jn. 4:8).

Hablando de Cristo, el Padre dijo: “Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia” (Mt. 3:17), y aun cuando Cristo dejó esa gloria eterna y esa comunión en la presencia directa del Padre, ese vínculo permaneció, de tal manera que Jesús dijo: “… el que me envió, conmigo está; no me ha dejado solo el Padre, porque yo hago siempre lo que le agrada” (Jn. 8:29).

Es en este vínculo perfecto que Cristo se acerca al Padre, como su Hijo, y este Evangelio nos abre una ventana gloriosa para que podamos maravillarnos con su comunión.

Ahora, ¿Cómo se relaciona esto con nosotros? Debemos pensar en la gran misericordia y el amor sacrificial que hubo en Cristo, quien quiso despojarse temporalmente de esa gloria y esa comunión directa, perfecta y estrecha con el Padre, vistiéndose de siervo para salvarnos de nuestros pecados. Dejó esa luz inaccesible, esa presencia gloriosa, para humillarse hasta morir en la cruz, como morían los criminales más rebeldes y peligrosos, siendo Él perfecto en justicia y bondad.

Además, debemos considerar que, de acuerdo con la Escritura, éramos enemigos de Dios (Col. 1:21), llamados “hijos de ira” (Ef. 2:3), “ajenos a los pactos de la promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo” (Ef. 2:12). Sin embargo, el Señor en su gran misericordia nos permite ser llamados sus hijos si creemos de corazón en Cristo: “Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios” (Jn. 1:12). Sólo por gracia, la Escritura nos dice que el Señor nos predestinó en amor “para ser adoptados hijos suyos por medio de Jesucristo, según el puro afecto de su voluntad” (Ef. 1:5).

Por eso la Escritura dice: “Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios” (1 Jn. 3:1). En esa confianza, y sólo por la fe en Cristo, podemos acercarnos también al Señor como nuestro Padre, para alabarlo, entregarle nuestra gratitud y también nuestras súplicas.

Y todo esto fue posible únicamente porque ese Hijo amado soportó la cruz, y a través de ella nos abrió un camino hacia el Padre (Jn. 14:6; He. 10:19-22), para que aquellos que éramos enemigos, pudiéramos ser llamados hijos. El que nosotros podamos orar hoy como hijos de Dios, dependió de esta oración que el Unigénito Hijo de Dios elevó al Padre. Como hemos visto, Él nos invita a orar, y nos promete que nuestras oraciones en nombre de Cristo serán escuchadas y respondidas: “… todo cuanto pidiereis al Padre en mi nombre, os lo dará… pedid, y recibiréis” (Jn. 16:23-24).

  1. El Hombre perfecto

Y siendo el Hijo Unigénito de Dios y Dios mismo, debemos recordar que el Señor Jesucristo fue hombre, fue humano en el más pleno sentido del término. No sólo pareció humano, no sólo tomó una forma humana como si fuera una máscara, sino que fue un hombre, y por eso podemos identificarnos con Él, varón de dolores, experimentado en quebranto, y por esa razón fue capaz de sustituirnos muriendo en nuestro lugar: Porque hay un solo Dios, y un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre” 1 Ti. 2:5.

La oración conocida como “Padre nuestro”, si bien es cierto fue enseñada por Jesús, no es realmente la oración que Él elevaría personalmente, sino la forma en que Él dijo que deben orar sus discípulos. Esto porque la oración dice: “perdona nuestras ofensas”, algo que Jesús nunca podría realmente confesar como algo que Él haya hecho.

El piadoso Esdras se lamentó en oración: “Dios mío, confuso y avergonzado estoy para levantar, oh Dios mío, mi rostro a ti, porque nuestras iniquidades se han multiplicado sobre nuestra cabeza, y nuestros delitos han crecido hasta el cielo” (Esd. 9:6); el ejemplar Nehemías dijo también en oración: “yo y la casa de mi padre hemos pecado” (Neh. 1:6) y el profeta Daniel confesó al Señor: “hemos pecado, hemos cometido iniquidad, hemos hecho impíamente, y hemos sido rebeldes” (Dn. 9:5); pero Cristo en su oración afirmó: “Yo te he glorificado en la tierra; he acabado la obra que me diste que hiciese” (Jn. 17:4).

Esta oración, como ninguna otra, fue elevada por quien no sólo es Dios hecho hombre, sino el hombre perfecto en todo sentido. Cristo elevó este ruego consciente de su obediencia perfecta, y sabiendo que es el Justo, quien jamás cometió maldad alguna, sino que obró el bien en todo. Nadie ha sido humano en un sentido más perfecto que Cristo, y lo más glorioso es que por creer en Él, somos mirados en ese varón perfecto, y nuestra oración hecha en nombre de Cristo es recibida por el Padre como la oración de su propio Hijo perfecto.

Para que nosotros, los hombres pecadores e imperfectos pudiésemos acercarnos a Dios en oración, fue necesario que Cristo, el hombre perfecto, hiciera esta oración y luego fuera a la cruz para gloria del Padre: “Porque también Cristo padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios” (1 P. 3:18). Acerquémonos, entonces, confiadamente al Trono de la Gracia (He. 4:16), porque no acudimos al Padre en nuestro propio nombre y en nuestros méritos, sino en el nombre y en los méritos de “El Justo”, Jesucristo hombre, quien pagó con su propia sangre para llevarnos a Dios.

   III.        Dependencia perfecta

El Señor Jesús dijo: “Yo y el Padre uno somos” (Jn. 10:30), y afirmó también: “¿No crees que yo soy en el Padre, y el Padre en mí? Las palabras que yo os hablo, no las hablo por mi propia cuenta, sino que el Padre que mora en mí, él hace las obras” (Jn. 14:10). Jesús hace las mismas obras que el Padre y habla según las Palabras que Él le entregó, tienen el mismo poder, la misma autoridad, son uno en propósito y en voluntad, Jesús es Dios hecho hombre, es la revelación del Padre ante el mundo, es la imagen del Dios invisible, el resplandor de su gloria (He. 1:3).

Sin embargo, Cristo no sólo se encomendó al Padre para realizar obras milagrosas, sino para entregar su Palabra a los hombres, y que esa Palabra pudiera llevar fruto en ellos. Él oraba con frecuencia, se mantenía siempre en dependencia de su Padre, aunque Él mismo tenía poder para hacer todas las cosas, y siempre se encomendó a Él en los momentos clave de su ministerio.

El Señor se apartaba al monte a orar, oró toda la noche antes de escoger a los doce, oró en el instante previo a la transfiguración, oró antes de los milagros y los hitos más importantes de su ministerio terrenal, y oró mientras estaba colgando del madero, llevando nuestros pecados.

Si el Señor Jesús, siendo Uno con el Padre y teniendo todo el poder en sí mismo para obrar, se mantuvo en dependencia del Padre a través de la oración, ¿Cómo no hacerlo nosotros, que somos pecadores y nada podemos hacer por nosotros mismos? ¿Qué excusa válida podríamos encontrar para no depender del Señor en oración? ¿Estamos más ocupados que Cristo? ¿Tenemos mayor poder que Él, de tal forma que no necesitamos del Señor para hacer lo que tenemos que hacer?

Muchas veces nos preguntamos, ¿Cómo podría orar si tengo tantas cosas que hacer?, cuando deberíamos preguntarnos ¿Cómo podría hacer todas estas cosas, si no he orado?

En Cristo vemos la sujeción y la dependencia perfectas. Con mayor razón, entonces, debemos hacerlo nosotros. La única forma en que podemos obedecer, ser santificados, andar en la luz y vivir como sacrificios vivos que sean gratos al Señor, es dependiendo de su Espíritu, permaneciendo en Él como las ramas están unidas a la vid, porque Cristo dijo: “separados de mí nada podéis hacer” (Jn. 15:4).

  IV.        La actitud perfecta

Cristo oró con la convicción de estar siendo escuchado por el Padre, con familiaridad y con confianza reverente. Así también debemos orar nosotros, porque “sin fe es imposible agradar a Dios; porque es necesario que el que se acerca a Dios crea que le hay, y que es galardonador de los que le buscan” (He. 11:6); y la Escritura dice: “pida con fe, no dudando nada; porque el que duda es semejante a la onda del mar, que es arrastrada por el viento y echada de una parte a otra. 7 No piense, pues, quien tal haga, que recibirá cosa alguna del Señor” (Stg. 1:6-7).

Alguien puede preguntar, pero ¿cómo podría acercarme yo a Dios de esa manera, si no soy perfecto como Cristo ni soy Hijo del Padre Celestial de la manera en que Él lo es? Cuando nos preguntemos esto, debemos recordar que no nos acercamos al Señor en nuestros propios méritos ni en nuestro nombre, sino en los méritos y en el nombre de Cristo. Si nos acercamos con nuestra justicia y nuestro nombre a Dios, lo que debe ocurrir es que seamos fulminados. Si puedes elevar siquiera una Palabra al Cielo, es porque Cristo es el Justo, y Cristo es el Hijo, y Él te concede ir en su nombre al Padre.

Además, dice que al orar levantó sus ojos hacia el Cielo. Por esta actitud, Cristo testificó que su mente deseaba más el Cielo que la tierra, y, dejando a los hombres atrás de sí, entró en una familiaridad con Dios (Juan Calvino). Miró hacia el Cielo no porque la presencia de Dios esté limitada a ese lugar, ya que ella llena toda la tierra, sino porque allí su Majestad es desplegada más intensamente. “… al mirar al cielo se nos Recuerda que la Majestad de Dios está exaltada muy por sobre todas las criaturas” (ibid.).

La parábola del fariseo y el publicano es otro pasaje en el que se nos muestra la relación entre la postura del cuerpo y la oración, esta vez en una actitud de verdadero arrepentimiento y quebrantamiento de espíritu: “Mas el publicano, estando lejos, no quería ni aun alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: Dios, sé propicio a mí, pecador” (Lc. 18:13).

Entonces, que no da lo mismo nuestra actitud corporal mientras oramos. El cuerpo de Cristo estaba reflejando aquello que pasaba en su alma, el anhelo de su corazón de estar nuevamente con el Padre, en aquella gloria que tuvo con él antes de que el mundo fuese. Nuestro cuerpo al orar también debe reflejar el anhelo de nuestra alma de rendirse y postrarse ante el Señor y de estar ante su presencia.

En otras palabras, siguiendo el ejemplo de nuestro Salvador, todo nuestro ser debe estar involucrado en la oración. No es sólo algo que hacemos con la boca, sino con todo lo que somos, y por eso el Señor cuando enseña a orar a sus discípulos, dice: “no uséis repeticiones sin sentido” (Mt. 6:7 BLA), ya que al simplemente repetir cosas vamos perdiendo el sentido de lo que decimos, y nuestra lengua se desconecta de nuestro entendimiento.

Nuestro cuerpo, entonces, debe acompañar a nuestra alma en el clamor a Dios. Así lo hizo Jesús, Él oró en cuerpo y alma, ¿Cómo no hacerlo nosotros también?

La puerta de la misericordia no se abre con cualquier toque… El que vaya a prevalecer con Dios debe ocuparse de que toda su fuerza caiga sobre sus oraciones” (Charles Spurgeon).

    V.        Momento perfecto

Habiendo dicho todo lo que tenía que decir, sin hablar de más ni de menos, sin haber pronunciado la más mínima palabra ociosa, el Señor elevó su oración al Padre en el momento preciso en que debía hacerlo, y con esto marcó el paso al momento definitivo en que iba a consumar su obra en la tierra.

La Escritura dice: “Orad sin cesar” (1 Tes. 5:17), lo que nos revela que la oración debe ser una disposición constante de nuestro espíritu, más que un hecho puntual y accidental en nuestro día. Nuestros pensamientos, nuestras meditaciones, deben ser una constante oración, un continuo de comunión con Dios.

Pero siendo eso cierto, también es verdad que requerimos un tiempo especial y apartado en el día para tener esa comunión con Dios y derramar nuestra alma delante de Él, y además necesitaremos presentarnos ante el Señor de manera especial en aquellos momentos importantes y definitivos de nuestra vida.

El Señor dijo a Moisés: “¿Por qué clamas a mí? ¡Ordena a los israelitas que se pongan en marcha!” (Éx. 14:15 NVI). Esto nos dice que hay tiempos para orar y tiempos para actuar según lo que se rogó a Dios en dependencia de Él. Cristo nunca actuó por actuar, sin moverse en dependencia del Señor en oración. Pero tampoco ocupó la oración como una excusa para no poner las manos a la obra o para no obedecer cuando debía hacerlo.

Así también nosotros, debemos estar atentos y pedir al Señor sabiduría, para no dejar de encomendarnos a Él en el momento en que debemos hacerlo, y para no dejar ningún aspecto de nuestra vida fuera de la oración a Dios, y luego de haber orado, poner nuestras manos a la obra en servicio a Él.

  VI.        Alineación perfecta con la voluntad del Padre

El Apóstol Pedro, en su predicación a los judíos en Pentecostés, dijo: “a éste, entregado por el determinado consejo y anticipado conocimiento de Dios, prendisteis y matasteis por manos de inicuos, crucificándole” (Hch. 2:23). Esto nos dice que la crucifixión de Cristo ya estaba decretada de antemano, pero si esto era así, ¿Por qué Jesús debía orar antes de ir al Calvario? ¿Por qué simplemente no fue y ya?

Nos hacemos estas preguntas porque no entendemos la naturaleza de la oración: la oración verdadera es parte de la ejecución del plan de Dios. Cristo estaba perfectamente alineado con la voluntad del Padre, pero como ya vimos, eso no implica que actúe solo, sino que siempre actúa en comunión y en dependencia del Padre. Si Cristo obró de esta manera, ¿Nos lanzaremos nosotros a hacer y hacer simplemente, sin saber si actuaremos conforme a la voluntad de Dios?

El hecho de que el Señor gobierne todo y decrete todas las cosas, no es un desincentivo a la oración, sino todo lo contrario, y quien se desmotive a orar por el hecho de que Dios es soberano y de todas formas hará lo que quiere, no ha entendido nada. La oración no es para cambiar o alterar la voluntad de Dios, sino para alinearnos con ella, que ella se haga vida en nosotros, y para que sea deseada por nuestro corazón y pedida con nuestra boca. La oración misma es parte de la ejecución del propósito de Dios, y eso es lo que aprendemos también del ejemplo de Cristo.

 “Cuando Dios guía a Sus hijos a orar, ya ha puesto en movimiento una rueda que tiene que producir el resultado solicitado, y las oraciones ofrecidas se están moviendo y son parte de esa rueda” (Charles Spurgeon, sermón “Las Condiciones del Poder en la Oración”).

 “… Tú, un hombre insignificante puedes estar aquí y hablar con Dios, y a través de Dios puedes mover todos los mundos. Sin embargo, cuando tu oración es escuchada, la creación no es alterada; aunque las mayores peticiones sean contestadas, la providencia no será desordenada ni un solo instante. Ninguna hoja caerá más pronto del árbol, ninguna estrella detendrá su curso, ninguna gota de agua caerá más lentamente de su fuente, todo continuará siendo igual, y sin embargo, tu oración lo habrá afectado todo... Las oraciones del pueblo de Dios no son sino promesas de Dios musitadas por corazones vivos, y esas promesas son los decretos, sólo que puestos en otra forma y figura” (Charles Spurgeon).

Esto no significa que entonces debemos arrodillarnos y decir: “Padre nuestro, hágase tu voluntad, amén” y dar por terminada la oración. Debemos plantear ante el Señor los deseos de nuestro corazón y presentarle nuestras necesidades, lo que ocurre es que, al ir creciendo en el conocimiento de su Palabra, esos deseos y esas necesidades van a ser moldeados por la Escritura. Así, veremos hecho realidad lo que dice el Apóstol Juan: “Y esta es la confianza que tenemos en él, que si pedimos alguna cosa conforme a su voluntad, él nos oye. 15 Y si sabemos que él nos oye en cualquiera cosa que pidamos, sabemos que tenemos las peticiones que le hayamos hecho” (1 Jn. 5:14-15).

Conclusión

Aunque esta oración de Cristo es única, cada aspecto de ella nos invita a ir al Señor en confianza, porque esta oración es tan sublime y perfecta, que nuestras débiles y torpes súplicas se pueden refugiar en ella, y ser presentadas ante el Padre como incienso fragante.

Así podemos entender lo que dice la Escritura: “el Espíritu nos ayuda en nuestra debilidad; pues qué hemos de pedir como conviene, no lo sabemos, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos indecibles. 27 Mas el que escudriña los corazones sabe cuál es la intención del Espíritu, porque conforme a la voluntad de Dios intercede por los santos” (Ro. 8:26-27).

Aun cuando el creyente pueda articular torpemente algunas palabras, si ora de corazón y lo hace en nombre de Cristo, el Espíritu mismo hará llegar esa oración hasta el Cielo, y su oración desafinada sonará como una armoniosa sinfonía en la presencia del Padre.

Y esto sólo es posible hoy porque Cristo oró en ese preciso instante, antes del Calvario. Esta oración es parte de la obra redentora de Cristo. No es porque sí: no podríamos haber sido salvos si Cristo no la hubiese elevado; en respuesta a esta oración el Padre da vida a la enseñanza que Él entregó a sus discípulos, por ella fue que Cristo encomendó al Padre su obra en la cruz, su resurrección y su ascensión, para que tuvieran fruto de salvación y dieran gloria a su nombre. En respuesta a esta oración es que el Padre guarda el alma de quienes creen en Cristo, y es por las súplicas de Cristo que el Padre mantiene a los suyos amándose unos a otros y unidos en su verdad.

El Señor no dijo ninguna palabra porque sí. Todo lo que Él dijo tuvo una finalidad y un efecto. Esta oración, entonces, no fue una serie de palabras al viento, sino parte de su obra en obediencia al plan de redención de Dios, y tuvo como fruto y como respuesta, entre otras cosas, que hoy estemos aquí unidos en torno a este glorioso Evangelio, dando gloria a Dios por su gran misericordia.

Pero la respuesta del Padre a esta oración de Cristo no incluye sólo el que hoy seamos salvos, y que hoy podamos acercarnos a Dios orando en nombre de Cristo, sino también el que mañana estemos con Él en la gloria. Entonces, hoy estamos viendo cómo el Señor todavía sigue respondiendo esta oración del Hijo, pero nos queda por ver aun el cumplimiento final a lo que Cristo pidió: “Padre, aquellos que me has dado, quiero que donde yo estoy, también ellos estén conmigo, para que vean mi gloria que me has dado; porque me has amado desde antes de la fundación del mundo” (v. 24).

Y el hecho de que Cristo haya elevado esta oración en ese entonces, hizo que el Padre le respondiera recibiéndolo en la gloria, y es allí donde sigue orando por nosotros y sosteniéndonos en súplicas ante el Padre, por lo que esta oración es una muestra de la obra que Cristo realiza actualmente por su pueblo en la gloria: “… puede también salvar perpetuamente a los que por él se acercan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos” (He. 7:25).

Bendita sea esta oración perfecta, la oración de las oraciones. Que nuestras súplicas sean un eco, un reflejo de esta gloriosa y sublime oración de Cristo.