Domingo 21 de mayo de 2017

Texto base: Juan 11:17-27.

En el mensaje anterior, vimos que la enfermedad de Lázaro reflejaba una realidad mucho más profunda: como toda enfermedad, revela que estamos en un mundo bajo corrupción, que como humanidad hemos desobedecido al Señor, y que eso trajo como consecuencia la muerte y el dolor. Este mal también afecta a los hijos de Dios.

Es más, a veces es voluntad del Señor que pasemos por períodos de sufrimiento, en los que tendremos que aprender a esperar y aceptar su voluntad. Y que Cristo es Señor de la aflicción. Él no sólo usa la aflicción según su voluntad soberana, para cumplir sus propósitos perfectos, sino que además el mismo Cristo es llamado varón de dolores, experimentado en quebranto, habiendo llevado sobre sí mismo el castigo que compró nuestra paz.

Y en Cristo, hay una transformación gloriosa: las enfermedades que para los no creyentes son muestras de juicio y consecuencias de la caída; para los creyentes se vuelven un medio para que Dios sea glorificado. La muerte, que para los no creyentes es una muestra del juicio y la ira de Dios, para los creyentes se transforma en un simple sueño, del que seremos despertados para resucitar y estar para siempre con el Señor. Tenemos, entonces, un maravilloso Salvador.

     I.        La fe en la penumbra 

No había dudas de que Lázaro se encontraba muerto. En aquel entonces, había una doctrina entre los rabinos que decía que el espíritu de los muertos estaba hasta 3 días después del fallecimiento, sobre el cuerpo sin vida tratando de entrar nuevamente. Al cuarto día ya no estaba, pues la muerte era irreversible y se comenzaban a evidenciar las señales de descomposición. Para el momento en que llegó Jesús a Betania, entonces, nadie podía dudar del fallecimiento de Lázaro.

Y la muerte de Lázaro contaba con muchos testigos. La amplia concurrencia permite suponer que Lázaro o su familia debieron tener cierto renombre en la región.

Las palabras de Marta reflejan cierto tono de incomprensión, pero sobre todo de dolor. Si Jesús hubiera estado allí, no hubiesen tenido que pasar por toda esa tristeza, ni por esos momentos desagradables y tristes. Lázaro no tendría por qué haber pasado por el sudor frío de la agonía, por ese transitar oscuro y misterioso hacia el sepulcro. Ellas, sus hermanas, no habrían tenido que desgastarse en atenciones al enfermo, ni tendrían que estar ahora pendientes de la multitud que había llegado a despedir al fallecido, teniendo que atenderlos en medio del dolor que estaban sufriendo por la pérdida de su hermano.

 ¿Por qué Jesús no lo había sanado? Estaba claro que podía hacerlo si hubiese querido, pero no lo hizo. Es posible incluso imaginar la mirada de extrañeza y de pregunta en los ojos de Marta, y debió haber repetido esa frase muchas veces durante la enfermedad de su hermano, con un anhelo que rayaba en la desesperación.

Podemos identificarnos con Marta. Muchas veces nosotros no entendemos por qué Dios pareciera estar hiriéndonos, por qué Dios pareciera querer que suframos, querer hacernos pasar por momentos de dolor, por momentos de incertidumbre, momentos en que nuestros corazones se angustian y se cuestionan al ver los hechos que nos rodean. ¿Por qué Dios hace esto? ¿Por qué, si yo quiero seguirlo? ¿Por qué, si yo quiero ser su discípulo? ¿Por qué, si yo quiero hacer las cosas bien? ¿Por qué hace estas cosas, si yo creo en Él? ¿Por qué pareciera que me abandona en una situación complicada? ¿Por qué pareciera que no responde? ¿Por qué pareciera estar lejos, como si estuviera en otra ciudad y nuestros clamores no pudieran llegar a Él?

Pero finalmente el Señor nos hace pasar por todas estas cosas porque la gloria que está después de estas aflicciones para sus hijos, es muchísimo mayor que el dolor que estamos viviendo. Y al final, cuando veamos a Dios manifestado, cuando veamos su propósito revelado, su sabiduría perfecta, comprobaremos que Él siempre estuvo a nuestro cuidado, que siempre estuvo en control, y estuvo pendiente de nosotros como un Padre, como Pastor de las ovejas. Entenderemos que todo esto tuvo sentido, que es la gloria del Señor y nuestra propia santificación; y esto nos invita a seguir confiando en Él, perseverando sabiendo que Dios sabe lo que está haciendo. Tenemos que aprender a amar esa mano que nos hiere para sanarnos.

Por eso, a veces no veremos claramente el propósito del Señor en todo lo que nos está ocurriendo. Vemos que la aflicción y la angustia nos rodean, pero también sabemos que el Señor ha prometido estar con nosotros y no desampararnos. En esos momentos, tendremos que avanzar con los ojos de la fe, debemos recordar en la oscuridad aquello que aprendimos en la luz.

Aunque no entendamos claramente, deberemos decir como Marta “Mas también sé ahora que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo dará”. Esta frase fue un rayo de luz en la penumbra de su dolor. Al menos entendía, creía y confiaba en que Jesús tenía una relación especial con su Padre, que nadie más tenía.

Jesús le responde sin mayores explicaciones que su hermano va a resucitar. Lo que Cristo estaba queriendo decir, es que Lázaro, quien estaba muerto hace días, volvería a la vida en breves instantes. Y sería el mismo Cristo quien con su poder, haría lo que naturalmente es del todo imposible: que ese cuerpo que ya se estaba descomponiendo, pudiera volver a vivir. Que Lázaro, alguien de quien sólo quedaban sus “restos”, quien era ya sólo un cuerpo inerte dejado en un sepulcro para ir desintegrándose progresivamente; ahora pudiera salir y caminar entre los vivientes, siendo contado entre ellos una vez más. Algo que nadie esperaría ver ni presenciar, verdaderamente un milagro.

Podemos suponer que ella no procesó muy bien lo que Jesús le dijo. O quizá pensó que el Señor la estaba consolando con algo que ocurriría en un mañana lejano, algo así como decir: "tranquila, él un día vivirá", como debieron haberlo hecho otros judíos presentes allí.

Por eso ella se apresura a responder, como si fuera un examen de creencias: "sí, creo que él resucitará al final". Es como dijera “Sí, Jesús, eso ya lo sé, y lo creo”. El alma de Marta se debatía entre el dolor y la esperanza, y en esta ocasión ella vuelve a esa dolorosa resignación ante la muerte.

Vemos que hay ocasiones en que el Señor nos está queriendo decir algo en su Palabra o con alguna situación que está ocurriendo en nuestra vida; pero nosotros, en vez de escuchar, hablamos y pensamos que ya sabemos de qué se trata. Pero debemos aprender a esperar en el Señor, a guardar silencio ante Él. Como dice la epístola de Santiago, “todo hombre sea pronto para oír, tardo para hablar” (Stg. 1:19).

Y esto es aún más complejo en una época de constante ruido como la nuestra, donde tenemos estímulos constantes e incesantes que llaman nuestra atención poderosamente, tanto así que nos hemos acostumbrado a siempre estar viendo algo, a estar siendo entretenidos por algo, a estar pendientes y atentos para revisar la nueva notificación en las redes sociales, a llenar los momentos de espera y de silencio con nuestros celulares, con vídeos, con música, pero siempre debe haber algo transmitiendo, algo sonando, algo funcionando, algo entreteniéndonos. Hay ocasiones en que nos sentimos solos o aburridos, y llamamos a alguien, o escribimos un mensaje esperando que alguien llene ese vacío. Y así los momentos de espera, de silencio, esos que sirven para pensar, meditar y orar, van siendo llenados por una infinidad de estímulos.

¿Cuánto tiempo al día estamos dejando para meditar en la Escritura? ¿Cuántos momentos al día y en la semana estamos apartando para escuchar al Señor, para meditar en lo que Él nos habla a través de su Palabra, a través de las predicaciones y enseñanzas del día domingo, y a través de lo que vamos viviendo día a día?

Tengamos cuidado de estar hablando encima del Señor. De no estar escuchando cuidadosamente sus Palabras. De estar tomando apresuradamente lo que Él nos dice, sin preocuparnos de entenderlo bien, de realmente haber escuchado, de procesar y masticar adecuadamente aquello que Él nos está diciendo. Tengamos cuidado también de menospreciar nuestros tiempos de lectura de la Biblia, así como las enseñanzas y predicaciones en el contexto de la congregación. Si lo que se enseña es de acuerdo a la Palabra, el Señor te pedirá cuenta de lo enseñado.

Pero volviendo a la conversación, tal como suele ocurrir en estas conversaciones privadas de Cristo con una persona (Nicodemo, mujer adúltera, ciego), el Señor ha ido preparando el camino para revelarse de una manera gloriosa. Esta no será la excepción. Cristo está tratando de forma directa con el corazón de Marta, y ahora le mostrará un destello de su gloria.

    II.        La resurrección y la vida

Marta no imaginaba que estaba a punto de escuchar una de las declaraciones más gloriosas que se hayan dicho alguna vez. Cristo, manifestando una vez más su majestad y su dignidad como Señor, dice “Yo soy la resurrección y la vida…”. Jesús se atribuye una de las expresiones más sagradas con que Dios se presenta en la Biblia, un título que está reservado sólo para el Señor de todo:

Entonces dijo Moisés a Dios: He aquí, si voy a los hijos de Israel, y les digo: “El Dios de vuestros padres me ha enviado a vosotros,” tal vez me digan: “¿Cuál es su nombre?”, ¿qué les responderé? 14 Y dijo Dios a Moisés: YO SOY EL QUE SOY. Y añadió: Así dirás a los hijos de Israel: “YO SOY me ha enviado a vosotros” Éx. 3:13-14.

Aun desde la eternidad, yo soy, y no hay quien libre de mi mano; yo actúo, ¿y quién lo revocará?” (Is. 43:13).

Este corresponde al quinto de los 7 “Yo soy” de Cristo en el Evangelio de Juan: 1) Yo soy el Pan de Vida, 2) Yo soy la Luz del mundo, 3) Yo soy la Puerta de las ovejas, 4) Yo soy el Buen Pastor, 5) Yo soy la resurrección y la vida, 6) Yo soy el camino, la verdad y la vida y 7) Yo soy la vid verdadera. El mismo título “Yo soy” es divino, pero además en cada uno de estos 7 “Yo soy”, Cristo dice ser algo que sólo Dios mismo puede ser.

Todos nosotros podemos decir “yo estoy vivo”, pero ninguno puede afirmar “yo soy la vida”. Eso sólo puede hacerlo el Señor, y Cristo lo hizo. Sólo Dios tiene vida en sí mismo. Todo ser creado toma su vida del Creador, pero el Creador tiene vida en Él mismo. Y eso es lo que se dice también de Cristo: “En él estaba la vida” (1:4). Antes que todas las cosas existieran, la “vida completa y bendita de Dios ha estado presente en el Verbo desde la eternidad…” (Hendriksen).

Cristo es la causa, la fuente, el principio de toda vida. Todo el universo le debe su existencia. Tú y yo existimos porque Él nos dio vida, Él nos dio existencia y Él sostiene la vida en nosotros. Si hay aliento de vida en ti, si en este momento estás respirando y tu corazón está latiendo, es porque el Señor la sostiene. Por lo mismo, nuestras vidas deben honrarlo y glorificarlo a Él como nuestro Creador y el Dador de la vida. Cada vez que nos demos cuenta que estamos respirando, cada vez que pongamos una mano en nuestro pecho y sintamos latir nuestro corazón, recordemos que es el Señor quien nos dio la vida y la sostiene en nosotros.

Pero Él no solo “da” vida: Cristo es vida verdadera en todo sentido, Él es la vida misma, la fuente de toda vida. Cuando esa vida viene a un mundo en el que el pecado y la muerte reinan, es luz que resplandece en las tinieblas. Es luz para la humanidad perdida, muerta en sus delitos y pecados.

Y Cristo no sólo es la vida, sino que también es la resurrección. Es decir, Cristo es la vida, y como tal da existencia a todo lo creado, pero también es la resurrección, volviendo a la vida aquello que estaba muerto, estropeado, arruinado y destruido por el pecado.

Entonces, el que Cristo diga “Yo soy la resurrección…”, revela una misericordia eterna, porque implica que Él restaura, renueva y vivifica aquello que había sido cubierto por el manto de la muerte, por efecto del pecado. Como dice la Escritura: “Para esto apareció el Hijo de Dios, para deshacer las obras del diablo” (1 Jn. 3:8). La resurrección, entonces, implica que primero hubo muerte, y que esa muerte debió ser deshecha, revertida por un acto sobrenatural y lleno de poder, y que sólo el Señor, quien tiene vida en sí mismo, puede realizar.

Por eso dice la Escritura: “Porque como el Padre levanta a los muertos, y les da vida, así también el Hijo a los que quiere da vidaPorque como el Padre tiene vida en sí mismo, así también ha dado al Hijo el tener vida en sí mismo” (Jn. 5:20,26).

Pero aquí debemos tener en cuenta que Cristo no sólo resucita a los muertos, sino que Él mismo resucitó de entre los muertos, siendo el primero en volver a la vida en gloria. Aquí alguien puede decir: “pero sabemos que Elías y Eliseo hicieron que personas volvieran a la vida, y el mismo Jesús resucitó a la hija de Jairo y a Lázaro, así que Él no es el primero en resucitar”. Pero debemos recordar que todos los que fueron resucitados antes de Cristo, volvieron a morir después. En cambio, Cristo es las primicias de la nueva creación, es el primero de aquellos que resucitan en gloria para no volver a ver la muerte.

Por eso dice la Escritura: “Pero ahora Cristo ha resucitado de entre los muertos, primicias de los que durmieron” (1 Co. 15:20, NBLH). La Escritura hace una hermosa comparación con la cosecha, donde los primeros frutos son llamados “primicia”. Es decir, Cristo es el primer fruto de la resurrección gloriosa que ocurrirá el día final, cuando los que son de Cristo serán renovados en gloria, en una gran cosecha de vida en un campo que había sido arrasado por la muerte.

Así, Cristo es un nuevo Adán. Mientras que por Adán entró el pecado y la muerte a la humanidad, por Cristo podemos ser ahora vivificados, siendo vencida la muerte que reinó por la rebelión de Adán. Por eso dice la Escritura: “Porque ya que la muerte entró por un hombre, también por un hombre vino la resurrección de los muertos. 22 Porque así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos serán vivificados. 23 Pero cada uno en su debido orden: Cristo, las primicias; luego los que son de Cristo en Su venida” (1 Co. 15:21-23).

Y esta comparación debe llenarnos de fe y esperanza en el Señor. Hoy tú y yo ciertamente estamos sufriendo las consecuencias de ser hijos de Adán. Hasta el hecho de sangrar al pincharnos un dedo, nos demuestra que somos sus hijos, que cargamos con su culpa y con el resultado de su rebelión; que es la corrupción y la muerte. Pero la Escritura nos dice claramente que aquellos que están en Cristo, también de forma cierta y segura, sin ninguna duda, serán vivificados. La resurrección de Cristo ciertamente vencerá a la muerte en nosotros. Hoy el dolor, la enfermedad, la aflicción y la muerte te parecen seguras, pero un día, la resurrección y la vida que hay en Cristo ahogarán esa muerte hasta hacerla desaparecer por completo, la luz de la vida prevalecerá sobre las tinieblas del sepulcro.

El reino de la muerte que comenzó con Adán, será derrocado por el imperio de la vida, cuya cabeza está Cristo, Rey de Reyes y Señor de Señores, el Alfa y la Omega, el Principio y el Fin, el Fiel y Verdadero.

Por eso la Escritura declara con certeza triunfal: “Cuando lo corruptible se revista de lo incorruptible, y lo mortal, de inmortalidad, entonces se cumplirá lo que está escrito: «La muerte ha sido devorada por la victoria»” (1 Co. 15:54, NVI).

Pero, ¿Cómo es que podemos participar de esta gloriosa realidad? El mismo Cristo lo aclara: “el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente”. Esto es una muestra más de la misericordia del Señor. Él sabía que estábamos espiritualmente muertos, que ningún bien podíamos hacer para ganarnos su favor, ni para enmendar el crimen eterno que es el pecado. Él mismo asumió el costo de nuestra rebelión, el castigo de nuestra paz fue sobre Él. Él fue quien hizo la obra que nosotros no podíamos hacer. Si nos hubiera exigido a nosotros ganar nuestra salvación, nunca habríamos podido haberlo hecho, aunque se nos dieran 10 millones de años para intentarlo.

Entonces, el Señor mismo fue quien satisfizo su justicia, quien apaciguó su justa ira contra el pecado, derramándola sobre Cristo en la cruz. A nosotros nos pide aceptar esa obra, recibir esa obra, y eso se hace por la fe. La fe es la mano espiritual que se extiende para tomar el pan de vida, los brazos espirituales con los que nos abrazamos a esa cruz para salvación, con los que tomamos el agua de la fuente de agua viva y la llevamos a nuestra boca para saciar nuestra sed.

La fe da toda la gloria a Cristo, es el reconocimiento de su majestad sobre todo, de que su obra de salvación es nuestra única esperanza, que es todo lo que tenemos; y a su vez es el reconocimiento de nuestra propia indignidad, de nuestra incapacidad total de salvarnos a nosotros mismos. Implica admitir y confesar que el Señor todo lo puede, pero nosotros nada podemos hacer separados de Él.

Quien crea en Cristo, aunque esté muerto, vivirá; y quien crea en Cristo, aunque guste la muerte, no permanecerá en la muerte. El solo hecho de cambiar de “está muerto” a “está dormido”, nos habla de una obra sobrenatural y una muestra de lo que puede hacer un Dios Todopoderoso y lleno de amor hacia sus hijos. Aquellos que son amigos de Cristo, no están realmente muertos, el manto oscuro y frío de la muerte no puede cubrirlos para siempre, las puertas del Hades, es decir, las puertas del sepulcro, no pueden retenerlos. Esas puertas serán rotas por el poder de Dios, y sus hijos saldrán de sus sepulcros para reunirse con Cristo y reinar para siempre junto a Él.

En el mundo existe el refrán: “todo tiene remedio, menos la muerte”. Eso es mentira, la muerte tiene remedio, y es el más glorioso de los remedios: Cristo, esperanza de gloria, venció al sepulcro y ha prometido que los suyos también vencerán. Él dijo: “porque yo vivo, vosotros también viviréis” Jn. 14:19.

La muerte es la más grande de las tragedias, el más insalvable de los obstáculos, el más inapelable de los finales. Incluso es aquello que nos termina por definir: nos consideramos a nosotros mismos “los mortales”, es decir, los que mueren, los que son cubiertos por la muerte, la podredumbre, los que se desintegran en su sepulcro, los que dejan de ser. Pero Cristo hizo que esto tan terrible y que para nosotros resulta invencible, pueda ser llamado ahora “dormir”. La muerte nos tendrá un tiempo, pero no verdaderamente, y no para siempre. El breve intervalo en que la muerte nos tendrá cautivos, se disolverá como una gota en el océano comparado con la eternidad sin fin, donde reinaremos con Cristo para siempre.

Entonces, sin Cristo somos los que mueren, pero en Cristo somos los que duermen. Cerraremos nuestros ojos por algún tiempo, pero sólo para volver a abrirlos y despertar en gloria. El problema de la muerte ha sido solucionado, Cristo conquistó el sepulcro.

   III.        La confesión de fe de Marta

Pero al Señor no sólo le interesó declarar lo que Él es. Él se preocupó también de que Marta tuviera esta fe que lleva a la vida. Y ella respondió la declaración que identifica a todo cristiano: “yo he creído que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, que has venido al mundo”. Tú que estás oyendo este mensaje, ¡Cree esto y serás salvo! Quien crea esto, no morirá eternamente, sino que tendrá la vida que está en Cristo.

Lo que hizo Marta fue una poderosa confesión de fe, y nos recuerda la que también hizo el Apóstol Pedro: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente” (Mt. 16:16). Y para llegar a esa poderosa confesión, algo sobrenatural debió ocurrir en Marta y en Pedro. El Señor dijo a Pedro: “Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás, porque esto no lo conociste por medios humanos, sino porque te lo reveló mi Padre que está en el cielo” (Mt. 16:17, DHH).

Confesar esta gloriosa verdad, implica creer que Jesús es aquél que había de venir, Aquél ungido (Cristo) por el Padre para redimir a la humanidad y establecer su Reino para siempre, juzgando a sus enemigos y salvando a su pueblo de sus pecados. Implica creer que Jesús es el Mesías prometido, Dios con nosotros, el enviado de Dios que ha venido al mundo para que tengamos vida por medio de Él.

Marta hizo una confesión sobrenatural. A ella no se llega por sabiduría humana. Ni juntando a todos los sabios de este mundo, ni aun los que hayan sido más célebres en todas las edades, podría haberse llegado a esta conclusión. Tal como ocurrió con Pedro, ocurre con cada uno de los que confiesan esta verdad: no se los reveló carne ni sangre, no lo supieron por medios humanos, sino que el mismo Dios tiene que haber iluminado esa mente y dado vida a ese corazón, tiene que haber transformado ese ser por completo de manera sobrenatural, para que pudiera confesar eso con su boca.

Esas palabras, ese fruto de labios que confiesan su nombre, son equivalentes a las palabras “hágase la luz” de la creación. Son el principio de una nueva creación, por medio de ellas somos hechos nuevas criaturas, es decir, somos creados de nuevo por medio de esa fe que mira al majestuoso Salvador y confiesa su gloria. Esas palabras no son de este mundo caído, sino que pertenecen a otro mundo, al Cielo nuevo y la tierra nueva, a la creación redimida y gloriosa. Es la confesión del reino de Dios, el pasaporte a la Ciudad Celestial, donde Cristo habitará para siempre con los suyos, y será su luz perpetua.

Vemos, entonces, un lindo tránsito en Marta: pasó de la desesperanza de decir “si hubieras estado aquí”, a la certeza de su fe en Cristo para afirmar: “yo he creído que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, que has venido al mundo”. Y se trata de una confesión heroica, considerando que fue dicha en circunstancias especialmente difíciles. Marta fue bienaventurada, ya que expresó esta fe en Cristo sin haber visto aún el milagro que Él obraría en su hermano Lázaro.

Esas palabras de Cristo, “Yo soy la resurrección y la vida”, tuvieron un efecto profundo, deben haber calado tan hondo en el corazón de Marta, que la confesión que dijo como respuesta salió de forma natural. Fueron el eco obvio ante esa declaración de Cristo, que debió haber sonado como un rugido de león, como siete truenos o como el bramido del mar. Los ojos de Marta fueron abiertos, para ver por la fe a Cristo como el Mesías, el Hijo de David que reinará para siempre sobre todo reino y nación.

La pregunta que Cristo hizo a María: “¿Crees esto?” viene también ahora para ti. ¿Crees esto? Y considéralo bien, es el mismo Jesús a través de su Palabra Santa quien te lo pregunta hoy: ¿CREES ESTO? ¡Tu respuesta es de vida o muerte! Y hablo de vida eterna o muerte eterna.

Quien crea en Cristo, aunque esté muerto vivirá; pero quien no crea en Cristo, aunque hoy parezca estar vivo, en realidad está muerto: “El que cree en el Hijo tiene vida eterna; pero el que rehúsa creer en el Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios está sobre él” (Jn. 3:36). Quien ha rechazado creer en el Hijo, es alguien que tiene sobre su cabeza la terrible y pesada espada de la ira de Dios, colgando de un delgado hilo que un día se cortará. Sólo está separado del infierno eterno por el latido de su corazón.

Y acá debemos considerar que el ser “medio creyente”, o “más o menos cristiano”, no te salvará, y ni siquiera existe tal cosa como un “medio salvo”. También debemos recordar que el hecho de estar pensando en seguir a Cristo no es lo mismo que haber creído en Él y haberlo seguido efectivamente. Cualquier cosa que no sea decirle que “” de manera total e incondicional, es decirle que no. Asegúrate, entonces, de ser un creyente, y no un simple simpatizante.

La confesión de Marta y de Pedro, es la roca sobre la que se edifica la Iglesia en todos los siglos. Es la declaración que nos da entrada a la comunidad de los redimidos, uniéndonos a todos los cristianos en todas las edades. ¿Puedes, entonces, decir lo mismo que Marta? Cristo es la resurrección y la vida, lo que significa que quien no está en Él, permanece en tinieblas y en muerte. Va directo al sepulcro eterno, su pestilencia, su oscuridad, su silencio solitario y gélido serán eternos. Pero quien está en Él, vencerá de seguro sobre la muerte, porque Cristo conquistó la tumba.

Ven a Aquél que es poderoso para darte vida, aun cuando el sepulcro te haya encerrado. Cree en su glorioso nombre, y la muerte no tendrá poder sobre ti. Él ha prometido que no echará fuera a quien venga a Él. Amén.