Domingo 1 de enero de 2017

Texto base: Juan 9:13-41.

El domingo anterior vimos cómo el Señor demostró compasión hacia un hombre ciego de nacimiento, quien era miserable y estaba destinado a mendigar debido a su condición. Sus discípulos se habían interesado en él, pero sólo por curiosidad, viéndolo según la cultura religiosa de la época: como un maldito debido a su propio pecado, o el pecado de sus padres.

Pero Cristo tuvo misericordia, y aclaró que este hombre era ciego para que las obras de Dios se manifestaran en él. Antes de sanarlo, Jesús aclaró que Él es la luz del mundo. Hizo lodo con su saliva, le untó los ojos, y le ordenó ir a lavarse al estanque Siloé. Este hombre actuó por fe, ya que creyó en las palabras de Cristo y obedeció su instrucción, y regresó viendo.

Con la sanidad de este ciego de nacimiento, Cristo dio un testimonio vivo de que Él es la luz del mundo, que viene de parte del Padre a alumbrar con su brillo eterno a un mundo que se encuentra bajo las tinieblas de la muerte, por el efecto y la condenación del pecado.

Este hombre, con lo poco que sabía, comenzó a dar testimonio de lo que Jesús había obrado, siendo imposible negar o esconder esta misericordia que había recibido.

     I.        La investigación

Hoy veremos lo que pasó inmediatamente después de que este hombre, ciego de nacimiento, fuera sanado del terrible mal que lo aquejaba. Como era de esperarse, esta señal obrada por Cristo causó impacto entre la gente, así que este hombre ciego fue llevado ante los fariseos, quienes eran autoridad en la sinagoga.

No debemos suponer mala intención en la gente que llevó a este hombre ante los fariseos. Era una cultura en que las autoridades religiosas eran también las autoridades civiles, y absolutamente todo se veía desde una perspectiva religiosa, así que era necesario que este gran milagro fuera conocido por las autoridades, y que ellas se pronunciaran al respecto. Los fariseos, además, entendían que debían hacer un examen formal de la situación.

Este pasaje agrega un dato nuevo: la sanidad fue hecha en día de reposo. Con esto, Jesús había violado la tradición oral de los judíos, según la cual está prohibido sanar en día de reposo, a menos que sea un caso de emergencia (y este no lo era, pues el hombre había nacido ciego).

Algunos dirán: “bueno, lo que hacían estos judíos era interpretar la ley de Moisés de manera estricta”. Pero no es así, ellos derechamente estaban interpretando mal la ley, estaban haciendo una caricatura exagerada de lo que la ley realmente decía, la habían deformado con sus tradiciones y reglamentos humanos.

Estos judíos habían perdido el espíritu de la ley, e ignoraban que como dijo Jesús, “El día de reposo fue hecho por causa del hombre, y no el hombre por causa del día de reposo” (Mr. 2:27). Es decir, el Señor estableció ese día de descanso para el bien del hombre, no para aplastarlo con reglamentos minuciosos, sino para que pudiera disfrutar de manera especial de la comunión con Él en ese día, teniendo reposo de sus labores cotidianas para dedicarse a la adoración pública y privada a Dios. Los actos de misericordia y las obras de necesidad nunca estuvieron excluidas.

Los judíos veían el día de reposo como un día para no hacer nada, pero Jesús reveló su verdadero sentido: es un día para hacer el bien. Los judíos lo veían como una carga, pero el Señor lo estableció como una bendición, un bien para descanso de nuestros cuerpos y nuestras almas.

Entonces, estos judíos basados en una mala interpretación de la Palabra de Dios, que ellos habían deformado con sus reglas humanas, estaban más preocupados de que Jesús hubiera hecho esta obra en el día de reposo, antes que estar impresionados y maravillados del Señor por su obra en la vida de este hombre. Ellos razonaban: curar en día de reposo es pecado, y Dios no permite que los pecadores notorios hagan milagro. ¿Cómo explicamos esto? Seguramente es un fraude.

Así, esta sanidad dividió a los fariseos en dos grupos: unos que se negaban a considerarla como obra de Dios, debido a que Jesús transgredió sus tradiciones humanas; y otros que se abrían a creer que pudiera ser un milagro, ya que nadie había hecho una obra como esta antes.

Comenzaron, entonces a examinar el caso de este hombre. Vemos que, a medida que avanza la examinación, el hombre que era ciego progresa en su visión de Cristo, mientras que la visión de los fariseos se va cerrando cada vez más en su incredulidad. A medida que da testimonio de lo que Cristo hizo en él, este hombre parece ir dándose cuenta cada vez más de lo ocurrido, y Dios va preparando su corazón para el encuentro definitivo con su Salvador.

Preguntaron al hombre qué pensaba él de lo ocurrido, y él respondió que le parecía que Jesús era un profeta. Pero ellos no creían que realmente hubiera sido ciego de nacimiento, ni que hubiera recibido la vista. Para seguir con su investigación, llamaron a sus padres, quienes confirmaron que ese hombre era su hijo, y que era ciego de nacimiento, pero no quisieron arriesgarse a decir que Jesús era quien le había devuelto la vista, y se lavaron las manos del asunto, ya que su hijo tenía edad suficiente para responder por sí mismo.

Actuaron así por miedo, ya que los fariseos habían acordado expulsar de la sinagoga a quien dijera que Jesús era el Mesías. Debemos ver la gravedad de este asunto: ser expulsado de la sinagoga era ser excluido de la vida en sociedad, ya que absolutamente toda la vida se involucraba con lo religioso. Ellos serían despreciados por sus vecinos, excluidos de las fiestas religiosas, de los encuentros en comunidad, probablemente de los negocios; en fin, ser expulsado era una desgracia muy grande, era transformarse en un marginado. Era como una muerte civil.

Entonces, volvieron a llamar al hombre sanado, y comienza a quedar en evidencia la desesperación y la confusión de los fariseos. Había división de opiniones, y la confirmación de los padres de que este era su hijo, que había nacido ciego y que ahora veía, había sido un mazazo en su teoría de que esto era un fraude.

Es en ese momento en que este hombre, que había sido ciego de nacimiento y que era un pordiosero que no sabía leer, les comenzó a dar una clase de teología, dejando en evidencia sus malas intenciones y también sus contradicciones.

Volvieron a repetir las mismas preguntas, con lo que este hombre se dio cuenta de que había una trampa detrás. Si se hubiera tratado de un juicio hoy, se habría levantado una objeción, porque se trataba de una pregunta repetitiva, que intenta cazar al testigo con sus dichos. Ellos trataban de buscar un punto débil de dónde tomarse y así poder desechar lo que había ocurrido.

Este hombre respondió con ironía, devolviéndoles la interrogación: ¿Por qué preguntan tanto, acaso Uds. quieren hacerse sus discípulos? Esto los enfureció, y aseguraron ser discípulos de Moisés (lo que veremos que es falso), afirmándose así más en su orgullo y profundizando su ceguera.

Ahí es cuando este hombre les da una clase, y les hace ver que no hay registro de que a un hombre ciego de nacimiento le hubiera sido dada la vista, y que el Señor no oye a los que viven en maldad, ni les da la autoridad ni el poder para hacer estas señales. Jesús debía venir de parte de Dios.

Esto terminó por irritar a los fariseos, quienes expulsaron a este hombre de la sinagoga, cumpliendo así su amenaza respecto del que confesara que Jesús es el Mesías. Con eso termina esta investigación express de la sinagoga respecto del caso de este hombre. En lugar de reconocer la magnífica obra de Dios, sin precedentes, se afirmaron en su rebelión y rechazaron, no a este hombre, sino a Cristo.

    II.        Incredulidad

Vemos, entonces, una vez más el testimonio de la incredulidad de los judíos. El Evangelio de Juan abunda en testimonios sobre cómo Jesús a lo suyo vino, pero los suyos no le recibieron, sino que amaron más las tinieblas que la luz. Al ver las características de la incredulidad que se presentan en este pasaje, podemos darnos cuenta que ella está presente no sólo en estos líderes religiosos, sino que en todos quienes rechazaron, rechazan o rechazarán a Cristo alguna vez. Por eso debemos preguntarnos a medida que revisamos estos rasgos de la incredulidad, si ellos se encuentran en nosotros o no.

  1. Demanda evidencias y rechaza las que existen: Vemos que los fariseos rechazan el testimonio de la gente que trae a este hombre para que su caso sea conocido. Rechazan también el testimonio directo del mismo hombre que había sido sanado, y luego exigen el testimonio de los padres del hombre, pero pese a que confirmó en gran parte los hechos, siguieron firmes en su incredulidad. Entonces, demanda evidencias, pero se niega a aceptar aquella que existe, y que es clara. Parecían esperar que llegara alguien que pudiera decirles exactamente aquello que ellos querían escuchar.

 

Este caso demuestra que la incredulidad no es por falta de evidencia, sino por falta de voluntad. Jesús ya les había dicho antes a los judíos: “no queréis venir a mí para que tengáis vida”. Ellos estaban determinados a no creer, ninguna evidencia les haría cambiar de opinión. Este es el peor estado en que se pueden encontrar nuestras almas, se puede esperar más fe de una piedra que de una persona en esta situación.

La incredulidad demanda señales, demanda evidencias, pero es contradictoria porque rechaza todo lo que el Señor ya ha revelado sobre sí mismo. La Escritura nos enseña que "las cosas invisibles de él, su eterno poder y deidad, se hacen claramente visibles desde la creación del mundo, siendo entendidas por medio de las cosas hechas, de modo que no tienen excusa" (Ro. 1:20). Pero los no creyentes rechazan este testimonio claro que se encuentra en la Creación. No reconocen al Señor en lo imponente del firmamento, no se maravillan de su diseño en las criaturas inmensas ni en las microscópicas, no ven su gloria en la fuerza del mar, ni en los bosques llenos de vida, ni en las grandes montañas. En lugar de eso, permanecen en su incredulidad, y la Escritura dice de ellos que"habiendo conocido a Dios, no le glorificaron como a Dios, ni le dieron gracias, sino que se envanecieron en sus razonamientos, y su necio corazón fue entenebrecido" (v. 21).

El incrédulo, al ver a Jesús, lo menosprecia. Lo mira en menos, no lo ve como digno de su confianza. Los líderes religiosos querían que otro diera respaldo sobre quién era Jesús. Al escucharlo hablar, constantemente respondían con burlas, sarcasmos y con menosprecios. El incrédulo desea que Jesús sea de otra forma a como realmente es, no se contenta con el Jesús real, le encuentra "peros" y detalles, quisiera poder moldearlo conforme a su corazón corrupto, y cambiarlo según sus gustos y sus intereses.

También rechazan el testimonio de la Escritura. Aunque estos líderes declaraban ser maestros de la Escritura, no podían ver en ella que en Jesús se cumple lo que antes fue anunciado. Aunque pensaban ser expertos y estudiosos de la Escritura, perdían por completo el tema central de ella: cómo el Señor trae redención del pecado en Cristo, siendo Cristo el cumplimiento de todas las promesas y propósitos de Dios.

  1. Es contradictoria: los incrédulos usarán el argumento que más les convenga, aquel que tengan a la mano, para seguir rechazando a Jesús, aunque las razones que escojan para hacerlo sean contradictorias entre sí. Ellos dijeron aquí, “nosotros sabemos que Dios ha hablado a Moisés; pero respecto a ése, no sabemos de dónde sea” (v. 28). Están diciendo que Jesús es un aparecido, que no saben de dónde salió.

 

Pero en este mismo Evangelio, hemos visto cómo en otros pasajes los líderes religiosos pensaban que tenían bien identificado a Jesús, afirmaban saber bien quién era, de dónde había salido, cuál era su origen: hijo de José y de María, de Nazaret.

En este mismo pasaje, en la primera parte dicen no creer que Jesús haya abierto los ojos a este ciego, piensan que es un fraude y dudan de que haya sido ciego de nacimiento. Pero al final, cuando este hombre los deja en vergüenza, ellos le gritan que nació en pecado, por el hecho de que había nacido ciego. Es decir, ellos creían que él había sido ciego, pero no querían reconocerlo.

Hoy muchos dicen que no creen en Jesús, porque creen que es un invento, que nunca existió como personaje histórico, pero también creen que se casó con María Magdalena. ¿Cómo se puede creer que alguien que nunca existió, y a la vez afirmar que contrajo matrimonio?

El incrédulo cree ver a Jesús como es, cree que lo tiene controlado. O también puede ser que no se interese realmente por él. No lo ve como relevante. En cualquier caso, confía más en su propia visión y su propia sabiduría para saber quién es Cristo, que en lo que la Escritura dice acerca de Él. Me atrevo a decir que todos podemos ver a esa típica persona que, al escuchar de Cristo, con un aire soberbio hace un gesto de desprecio con la mano y dice: "yo sé quién es, a mí no me vienes con cuentos". Pero al hablar con él te das cuenta que no sabe nada de Cristo, que ha creído cuentos ridículos sobre Él, pero nunca se ha interesado en leer directamente el testimonio del Evangelio.

  1. Juzga con criterios humanos: los incrédulos tienen la mente en tinieblas, su discernimiento está corrompido, juzgan según la carne, juzgan sin la sabiduría ni el discernimiento que viene del Señor. Los líderes religiosos evaluaron todo este caso con criterios terrenales. Fueron incapaces de ver esto como una más de las maravillosas obras hechas por Cristo, de las que ya habían tenido noticia.

 

Ninguno de esos criterios les sirvió para ver la realidad tal como es: estaban presenciando el obrar del Hijo de Dios, la luz eterna y resplandeciente de la que viene toda vida, pero no podían verlo, y esa ceguera es la más terrible de todas, aquella que nos impide ver a Cristo como la única salvación y la única esperanza.

Hoy sigue ocurriendo lo mismo, los incrédulos evalúan a Cristo según criterios humanos y no se interesan por saber realmente quién es, les basta su propia impresión. Pero la Escritura dice que "… el hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente" 1 Co. 2:14. Su mente está atrofiada para juzgar correctamente, pero ellos creen que su juicio es correcto.

  1. Es agresiva y porfiada: Los líderes religiosos habían acordado expulsar de la sinagoga a quien confesara que Jesús es el Mesías. Eso demostraba que a ellos no les interesaba realmente saber si Jesús era o no el Mesías, sino conservar el status quo, su posición de poder. Esta amenaza ejercía una presión social sobre la gente, ya que, si eran expulsados de la sinagoga, perdían toda su vida en sociedad. Respecto de este hombre, cumplieron su amenaza y no dudaron en expulsarlo. En el capítulo anterior, a Cristo habían querido lapidarlo, pero Él lo impidió.

Como hemos visto, la verdadera cara de la incredulidad es homicida. Los no creyentes pueden mantener su agresividad y su odio contra Dios bajo control, pero si se dan las circunstancias adecuadas, ellos mostrarán su odio y su violencia en su verdadera expresión, y pueden llegar a agredir o matar a quienes creen en Cristo.

Es además porfiada, ya que los judíos seguían preguntando las mismas cosas una y otra vez, demandando evidencia tras evidencia, pero no querían creer. Para ese entonces Jesús ya llevaba un buen tiempo predicando públicamente, haciendo milagros impresionantes como la multiplicación de los panes y los peces, se había presentado como el pan de vida, como el que puede calmar la sed, como la luz del mundo, pero ellos porfiada y neciamente seguían rechazando sus obras.

Esta porfía es la misma que vemos en los no creyentes hoy, quienes, a pesar de escuchar mensajes, de ser exhortados por diversos medios para seguir al Señor, y de ver en sus vidas eventos que les deberían llevar a pensar que hay un Dios, se resisten y siguen preguntándose neciamente: ¿Será cierto que hay un dios?, o disfrazan todo de una falsa humildad diciendo cosas como "admiro a la gente que tiene fe, yo simplemente no puedo".

  1. Es hipócrita: Cuando llamaron a este hombre por segunda vez, le dijeron: “da gloria a Dios, nosotros sabemos que este hombre es pecador”. Ellos hacían ver como que se preocupaban la gloria de Dios, pero eso estaba lejos de importarles. Ellos querían que el ciego dijera lo que ellos le imponían, para así terminar con este asunto y dejar de poner en riesgo su posición de poder.

Los incrédulos darán varias razones para explicar por qué rechazan a Jesús. Muchas de ellas parecerán atendibles: que están estudiando de todas las religiones para armarse una opinión propia, que a ellos les gusta respetar la libertad de la gente, por lo que rechazan un único camino a Dios, que ellos están esperando el momento adecuado para seguir a Cristo, etc.; pero todas son razones hipócritas que intentan justificar lo injustificable: que no quieren rendir sus vidas a Cristo hoy y ahora, no quieren someter sus vidas a la voluntad del Señor.

  1. Es orgullosa: Cuando este hombre, ante las preguntas insistentes de los fariseos, les responde si ellos quieren volverse discípulos de Cristo, ellos se indignan como si fuera el peor de los insultos, cuando en realidad es el mayor de los elogios. Ellos, le responden que son discípulos de Moisés, como si eso los pusiera en una escala superior. Si hubieran entendido realmente a ese profeta, habrían reconocido que Cristo era el Mesías, el enviado de Dios, ya que Moisés habló de Cristo.

 

Ellos pensaban que eran los verdaderos intérpretes de Moisés, pensaban que sabían reconocer la voz de Dios, pero a pesar de dedicar su vida a leer a Moisés, no habían entendido nada. Estaban ciegos y endurecidos ante la Palabra de Dios, y la misma ley de Moisés iba a condenarlos.

Los poderosos, los grandes y los nobles muchas veces son los últimos en aprender lecciones espirituales. Sus posesiones y su posición, a menudo ciegan los ojos de su entendimiento, y los retienen de entrar en el Reino de Dios. Pocas situaciones son peores que cuando los hombres creen saberlo todo, tener todo bajo control, y olvidan que son ciegos (o lo fueron).

Si seguimos la incredulidad hasta su raíz, podemos llegar hasta el orgullo. El incrédulo cree conocer mejor que Dios la realidad. Cree saber mejor lo que es bueno y lo que es malo. Cree poder conducir su vida con su propia prudencia, sin conocer la voluntad de Dios. Pero ese mismo orgullo lo condenará. Cuidémonos de olvidar que fuimos ciegos, que necesitamos a Dios para ver. Cuidémonos de pensar siempre que lo sabemos todo, y que tenemos todo bajo control.

  1. Es de este mundo (caído): la incredulidad sólo existe en este mundo, en este sistema humano que se encuentra bajo los efectos del pecado y que tiene la mente en tinieblas. En el infierno no hay incredulidad, y por supuesto tampoco en el Cielo. Incluso los demonios que atormentaban al gadareno, al ver a Jesús exclamaron: "¿Qué tienes con nosotros, Jesús, Hijo de Dios?" (Mt. 8:29).

Pero los líderes religiosos se encontraban aun peor que los demonios. Ellos no podían reconocer en Jesús al Hijo de Dios. Los demonios incluso reconocieron la autoridad de Cristo, pero los líderes religiosos sólo tuvieron palabras de menosprecio hacia Jesús.

La incredulidad es necedad pura, es producto de un entendimiento sumido en la oscuridad, atrofiado, deformado y corrompido por el pecado. Sólo existe en seres muertos espiritualmente, seres que no pueden ver la realidad, seres que están esclavizados a su maldad y que están capturados por la mentira. Y así éramos todos nosotros, y lo seguiríamos siendo si el Señor no hubiera alumbrado nuestros ojos con su Espíritu, mostrándonos a Cristo.

   III.        La verdadera visión

Estos hombres, quienes eran conocedores de las Escrituras, quienes tenían a su disposición la ley de Dios para conocer su voluntad y entender las señales, habían reprobado, no habían pasado la prueba. Habían endurecido sus corazones, rechazando al Hijo de Dios, a aquél que había de venir. Se dice que “no hay peor ciego que el que no quiere ver”, pero en realidad ellos no sólo no querían ver: se habían sacado los ojos.

Confiaban en sí mismos, en su propia sabiduría, en su propio entendimiento, sin darse cuenta de que estaban ciegos, de que necesitaban completamente la gracia de Dios, y de que este hombre pordiosero, que había sido ciego de nacimiento, era un vivo reflejo de la realidad espiritual de toda la humanidad, lo que los incluía a ellos. Todos necesitamos que Cristo, la luz del mundo, alumbre nuestros ojos para poder ver.

Pero mientras estos líderes religiosos se habían endurecido en su ceguera, el hombre que había sido ciego y pordiosero toda su vida, parecía ver cada vez mejor. A pesar de su poco conocimiento, y aunque sólo había tenido un encuentro momentáneo con Jesús, él ya veía todo mucho más claramente que los fariseos, para quienes todo su conocimiento era inútil. Cuando el que había sido ciego fue llamado para que su sanidad fuera investigada, no calló por miedo, sino que dio testimonio de lo que había ocurrido, dejando claro que era Jesús quien lo había sanado.

Una frase parecía tomar fuerza en su cabeza: “sólo sé que era ciego, y ahora veo”, y él sabía que era Jesús quien le había dado la vista. Pero esto iba mucho más allá de lo físico, había una obra sobrenatural en su interior cuyo poder no podía ser ahogado, ni frenado, ni destruido. Por el contrario, ese poder de Dios en Él iba manifestándose cada vez con más fuerza.

Lo llamó profeta, es decir, alguien que viene de parte de Dios y entrega su Palabra. Cuando se le presionó para que dijera que Jesús era pecador, no cayó en la trampa, más bien les explicó que si un hombre no viniera de Dios, no podría hacer obras tan maravillosas como las de Cristo, ni sería escuchado por el Padre como Cristo lo era, y dijo esto aunque le costó ser expulsado de la sinagoga.

De todas formas, ellos nunca se habían preocupado por él. Era un ciego que mendigó toda su vida, y ellos ni siquiera lo conocían. Lo habían llamado sólo para investigarlo, sin real interés en él. Era una sanción terrible, pero para él no cambiaba mayormente las cosas, aunque podía considerarse como que él había sido expulsado de la religión humana: los ciegos espirituales expulsaron a quien había sido ciego físicamente, pero que ahora veía espiritualmente.

Era una triste ironía, pero aunque él era el expulsado, en realidad era la parte favorecida. Como cristianos, sabemos que a veces en perder humanamente, hay ganancia espiritualmente. La expulsión no le quitó la vista que había recibido. No tuvo ningún efecto en su alma, lo que los fariseos habían atado en la tierra, no fue atado en el Cielo. Esta acción de matonaje de los fariseos, en realidad había hecho un favor a este hombre, quien nada tenía que hacer entre aquellos que rechazan a Cristo. No hay comunión entre la luz y las tinieblas, no hay comunión entre aquellos que, admitiendo su ceguera, han recibido la vista, y aquellos que en lugar de eso, creen ver pero se han sacado los ojos.

Luego de esto, Jesús fue quien se acercó nuevamente al ciego (vv. 35-37). Nuevamente, con un corazón compasivo, se acerca al oír que lo habían expulsado de la sinagoga, y le habla para completar su obra en él. Había curado su dolencia física, haciendo funcionar los ojos de su cuerpo. Pero había una necesidad mucho mayor que debía ser atendida: este hombre necesitaba ver a Cristo plenamente, necesitaba que su alma fuera salvada, creer personalmente en el Hijo de Dios.

Este hombre quizá reconoció la voz de Jesús. Lo último que había escuchado era “Ve a lavarte en el estanque de Siloé”. Ahora, esa voz maravillosa del que lo había sanado estaba de nuevo en sus oídos. Y en esta ocasión, Jesús se revela ante Él de una manera grandiosa, como se reveló ante pocos: se presentó como el Hijo de Dios, directamente. Imaginemos esto: reyes, gobernadores, oficiales militares, nobles y líderes religiosos despreciaron a Cristo, y Él a su vez los dejó en su ceguera. Pero Él se manifestó personal y directamente, de una manera tierna y llena de compasión a un simple mendigo, un ciego de nacimiento probablemente lleno de suciedad, harapos roñosos y hediondez. Tal es el amor, tal es la gloria de nuestro Salvador.

Cristo preguntó a este hombre: “¿Crees tú en el Hijo de Dios?”, es decir, parafraseando: “a diferencia de estos fariseos que me rechazan, ¿Crees tú?”. Él pareció razonar: “bueno, si este hombre me abrió los ojos, me podrá mostrar también al Hijo de Dios, ¿Quién es ese, Señor, para creer en Él?”. Jesús le dijo: “pues le has visto, el que habla contigo, Él es”. ¡Sólo imaginemos ese momento! ¡Ante ese mendigo, estaba revelándose la esperanza del mundo, la luz y la vida, Dios hecho hombre! Y al decir Jesús “le has visto”, está diciendo mucho más que simplemente observarlo con los ojos. Este hombre había contemplado su poder, un destello de su gloria, había recibido su misericordia, su amor, su compasión, entonces, ahora podía verlo con sus ojos físicos, lo que era en extremo maravilloso, pero además su corazón había contemplado a Cristo, había sido alumbrado con su luz, lo que era increíblemente más sublime y grandioso. ¡Este hombre podía decir: “He visto al Hijo de Dios”!

Lo que vino después fue la consecuencia inevitable, y un momento de los más gloriosos que se haya registrado: “y él dijo: creo, Señor, y le adoró” (v. 38). ¡Sabemos que hubo fiesta en el Cielo por esto!

Así también ocurre con nosotros, Jesús primero abre nuestros ojos para que podamos verlo, y una vez que lo vemos, ¡No podemos hacer otra cosa que creer en Él! Es imposible que nuestros ojos espirituales sean abiertos, y que luego nos neguemos a creer en Cristo. Nadie que vea realmente puede quedarse sin caer de rodillas ante Cristo, sin adorarlo y alabar su gloria. La consecuencia de que nuestros ojos vean, es la fe y la adoración a Cristo.

Esta es la verdadera visión: ver la gloria de Cristo, creer en Él, saber que es la única esperanza, la única salvación, el único camino para volver al Padre, que es la verdad y la vida, la luz del mundo, la fuente de agua viva, el Señor, Creador y Sustentador de todas las cosas, nuestro Libertador. Esto es VER de verdad. Quien no pueda afirmar esto, aunque afirme ver, está ciego, está en profundas tinieblas, está sumido en oscuridad de muerte.

Por eso, Cristo vino para juicio: quienes afirmen ver, pero están en su pecado y rechazan a Cristo, serán endurecidos en su ceguera, serán abandonados a sus tinieblas, permanecerán en su pecado. Pero quienes reconozcan que son ciegos de nacimiento, miserables y perdidos en la oscuridad, serán alumbrados con la luz de Cristo y recibirán la vista.

Los fariseos no podían soportar esto, y dijeron con el orgullo propio de su incredulidad: ¿Acaso nosotros también somos ciegos? Para ellos no cabía esa posibilidad en su mente, todo lo contrario, ellos pensaban ser las lumbreras del pueblo, pero en realidad estaban perdidos en tinieblas igual que los demás. Por eso Jesús es lapidario: “Si fuerais ciegos, no tendríais pecado; mas ahora, porque decís: Vemos, vuestro pecado permanece” (v. 41). Si reconocieran su ceguera, ¡Serían alumbrados! Pero como siguen en su porfía, insisten en que ellos ven, entonces seguirán en su oscuridad, ¡Serán cegados!

¿Cuál es tu situación? ¿Admites que eres ciego por naturaleza, y que sin la gracia de Dios no puedes ver? ¿Estás seguro? Porque no basta con decirlo. Tú puedes venir aquí fielmente todos los domingos, puedes decir frases como “Soli Deo Gloria, nuestra vida es para gloria de Dios, etc”, pero si cuando llega la hora de obedecer, desechas lo que dice la Palabra de Dios y te inventas tus propias interpretaciones, o simplemente ni siquiera atiendes a lo que ella dice y decides según tus propios criterios, si ni siquiera hablas con algún hermano para pedir consejo ante asuntos importantes, si lo que quieres es que simplemente Dios bendiga tu agenda, tus planes y tus decisiones; no te alejas mucho de estos fariseos.

Aquél que reconoce que sin Dios es ciego, sabe que sin la luz de la Palabra de Dios está en tinieblas, no ve nada, se aferra a ella para que ilumine su camino. No anda por allí osadamente con su linterna propia.

Pero lo decisivo es: ¿Puedes ver a Cristo, con su gloria y su soberanía, puedes ver al Hijo de Dios? ¿Has creído en Él, has caído de rodillas para adorarlo? ¿Está tu corazón arrodillado ante Cristo hoy? No salgas de aquí sin asegurarte de esto, sin examinarte sinceramente, para evaluar si tus ojos ven de verdad. ¡Que puedas ver a Cristo, el Hijo de Dios, que puedas caer a sus pies con un corazón inflamado de fe! Que esa sea la actitud de nuestra iglesia: Creemos, Señor, y te adoramos. Amén.