Por Álex Figueroa F.

En el mensaje anterior vimos cómo el Señor se presenta a la congregación de Laodicea, refiriéndose a sí mismo como “el Amén”, “el testigo fiel y verdadero” y “el principio de la creación”, títulos que hablan de Cristo como Señor, como un Dios de certezas cuyos palabras son veraces y fieles, cuyas promesas siempre se cumplen, cuyos propósitos siempre se ejecutan y nunca se ven frustrados.

Al hablar de sí mismo como el Principio de la Creación, veíamos que Cristo se encuentra en una posición de autoridad inigualable, y que es antes de todas las cosas, ya que Él fue quien creó todo, y sin Él nada de lo que ha sido hecho fue hecho. Tiene, entonces, una autoridad suprema, absoluta e incomparable, ya que es antes de todo y domina sobre todo, sabiendo que todas las cosas fueron hechas por Él y para Él.

Este Dios de certezas, fiel y veraz, contrasta con la palidez de la congregación de Laodicea, la que es descrita como una iglesia tibia. Vimos que una iglesia tibia es repulsiva para el Señor, es una congregación que Él vomita de su boca, es una congregación que Él no puede tragar y que sólo sirve para ser escupida. Él vomitará de su boca a quienes quieren tener un pie en el camino angosto y otro en el camino ancho, a quienes quieren lo mejor de Dios y lo mejor del mundo, a quienes dicen seguir a Cristo pero quieren mantener los altares levantados a sus ídolos, a quienes afirman vivir por Cristo pero no están dispuestos a pagar el precio de seguirlo. Él no tolera la ambigüedad ni la indefinición, le resultan vomitivas y no las tragará.

Decíamos que esta tibieza es repulsiva, su sabor es imposible de mantener en la boca, porque es el sabor de la hipocresía, de la cobardía, de la rebelión disfrazada de obediencia, que dice “sí” con la boca, pero con los hechos dice “no”, que dice “te sigo, maestro”, pero que a la primera oportunidad huye a escondidas, que se presenta como fe, pero detrás de la máscara esconde incredulidad y dudas; es la cobardía imitando a la valentía, la hipocresía imitando a la devoción, la profanación imitando a la consagración, el “no quiero” que quiere sonar como “amén”.

La tibieza pretende mezclar los manjares del banquete con los desperdicios del basural, el agua del manantial con los desechos de la alcantarilla, la fragancia del perfume con el apestoso olor de una cloaca. Quiere tomar con una mano a Cristo y en la otra sostener lo que ama del mundo, pensando que podrá tener ambas cosas a la vez. Quiere entrar por la puerta angosta cargado de equipajes del mundo, que solo cabrían por la puerta ancha, pero que no pasan por el estrecho marco de la angosta.

La iglesia de Laodicea, como dicen Rudwick y Green, “… se había vuelto ineficaz porque, al creer que estaban bien dotados espiritualmente, sus miembros habían cerrado la puerta dejando fuera a su verdadero proveedor”.

Concluíamos que la tibieza espiritual está evidenciando un corazón que no ha sido impactado por el Evangelio. Es un corazón que está siendo indiferente ante la realidad más gloriosa y maravillosa que existe. El Apóstol Pablo indicó cuál debe ser nuestra actitud, diciendo que el amor de Cristo nos constriñe (2 Co. 5:14-15), es decir, nos mueve poderosamente a actuar; el amor de Cristo es el motor de la vida cristiana. Una persona conmovida por el amor de Cristo no puede permanecer en tibieza.

I. El Engaño

El v. 17 nos explica el porqué de esta tibieza: comienza diciendo “Porque tú dices…”. La palabra “porque” nos indica que lo que vamos a leer, es la explicación de lo anterior. Está por darnos información aclaratoria sobre lo que acaba de decir.

Dice entonces: “Porque tú dices: Yo soy rico, y me he enriquecido, y de ninguna cosa tengo necesidad; y no sabes que tú eres un desventurado, miserable, pobre, ciego y desnudo”.

Vemos que hay en primer lugar un engaño que los laodicenses habían creído. Consistía en pensar que eran ricos y que no tenían necesidad de ninguna cosa. En el mensaje anterior explicamos que la ciudad de Laodicea era próspera y rica, que tenía un comercio activo producto de que los romanos habían construido carreteras, y la ciudad se situaba justo en una encrucijada, lo que había incrementado su población y atraído muchos comerciantes.

De acuerdo a lo que dice el Señor Jesús, podemos concluir que los hermanos de Laodicea eran también prósperos y ricos, y que ese bienestar material los había engañado, pensando que riqueza material es equivalente a riqueza espiritual. Ellos decían “no tenemos necesidad de nada”, se habían convencido de que lo que importaba era satisfacer sus necesidades económicas, y que con eso ya estaban saciados y no necesitaban nada más.

El brillo del oro los había encandilado, el perfume de las riquezas los había adormecido, ellos estaban viviendo para este mundo, para sí mismos, estaban cambiando la gloria de Dios por el bienestar financiero, estaban confundiendo plenitud espiritual con bolsillos llenos, con bienes en abundancia, con manjares en sus mesas; estaban poniendo sus esperanzas y sus fuerzas en lo que perece, en lo que se corrompe, en lo que no tiene el valor más mínimo en la eternidad.

Habían olvidado las palabras de Cristo, quien afirmó: “Mirad, y guardaos de toda avaricia; porque la vida del hombre no consiste en la abundancia de los bienes que posee” (Lc. 12:15). El Señor Jesús no advirtió esto porque sí. Lo hizo porque la avaricia es un pecado en el que caemos fácilmente y sin darnos cuenta, y que como hemos dicho en otras oportunidades, actualmente es justificado e incluso promovido en nuestra cultura.

¿Qué es el consumismo sino avaricia? El afán de tener lo que no necesitamos pero que es altamente valorado por la sociedad, el no estar contentos con lo que tenemos sino que ansiar más y más cosas, lo que termina ahogándonos en deudas y problemas financieros. Las ganas de acumular por acumular, de pensar en nosotros antes que en el resto, de vivir para nosotros mismos y para agradarnos en todo, porque la avaricia no es otra cosa que idolatría, como afirmó el Apóstol Pablo (Col. 3:5).

Los laodicenses habían caído en el mismo engaño que el rico insensato:

16 También les refirió una parábola, diciendo: La heredad de un hombre rico había producido mucho. 17 Y él pensaba dentro de sí, diciendo: ¿Qué haré, porque no tengo dónde guardar mis frutos? 18 Y dijo: Esto haré: derribaré mis graneros, y los edificaré mayores, y allí guardaré todos mis frutos y mis bienes; 19 y diré a mi alma: Alma, muchos bienes tienes guardados para muchos años; repósate, come, bebe, regocíjate. 20 Pero Dios le dijo: Necio, esta noche vienen a pedirte tu alma; y lo que has provisto, ¿de quién será? 21 Así es el que hace para sí tesoro, y no es rico para con Dios” (Lc. 12:16-21).

Este hombre pensó que había llegado a la plenitud de su vida, se había dedicado a acumular bienes, había puesto todas sus esperanzas en las cosas que se pudren y se corrompen; y al acumular suficiente, pensó que ahora podía descansar como si hubiera cumplido su tarea, el propósito de su existencia.

Sin embargo, el Señor Jesús lo llama “necio”, una persona derechamente tonta, sin entendimiento, que se equivocó absolutamente, y lo triste es que su gran equivocación tendría consecuencias eternas. Él creyó que la vida consistía en la abundancia de bienes que poseía, pero no podía estar más lejos de la verdad. El Señor Jesús dijo: “Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti [el Padre], el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado” (Jn. 17:3).

Debemos establecer prioridades en nuestra vida, pero vemos que no se trata de escoger cualquier prioridad. Si la vida eterna es conocer al Padre y al Hijo que Éste envió para salvarnos, entonces debemos fijar esto como lo primero y principal, y todo lo demás debe quedar subordinado a ese objetivo.

En cuanto a elegir prioridades, el mundo nos ofrece muchas alternativas, entre ellas: Ser exitosos profesionalmente, formar una familia, ser ricos, comprar propiedades, ser felices, ser reconocidos o famosos, disfrutar de los placeres de la vida, y un largo etcétera. Muchas de estas cosas no son malas ni pecaminosas en sí mismas, pero si las buscamos como prioridad terminaremos perdiendo nuestra alma, y caeremos en idolatrar esas cosas que buscamos. Estas cosas mencionadas sólo tendrán un sentido correcto si vienen como consecuencia de nuestra sumisión a Dios y a su Palabra, y si son puestas a los pies de Cristo.

El Señor Jesús es claro: «Mas buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas» (Mt. 6:33). Cuando dijo esto, el Señor estaba hablando de lo que buscan las personas sin Dios y aquello por lo que se afanan: la comida, la bebida, la vestimenta. Estas cosas no deben ser la prioridad ni motivo de preocupación para el pueblo de Dios. Cristo nos llama a asumir que somos parte de un Reino con prioridades distintas, y que por tanto debemos pensar a la altura de ese Reino, y comportarnos a la altura de ese Reino. El comentarista William Hendriksen nos dice que el verbo ‘buscar’ en este pasaje «implica el ser absorbido en la búsqueda, un esfuerzo perseverante y agotador por obtener». El pasaje nos dice también que debemos buscar primeramente el Reino de Dios, lo que implica dar a Dios la prioridad debida.

Mientras nos preocupamos de buscar y perseguir este Reino, Él promete que añadirá todas las cosas que necesitamos, y que para quienes no conocen a Dios son la prioridad y el centro de sus vidas.

¿Pero qué implica buscar el Reino de Dios? Es perseguir incesantemente y reconocer su soberanía sobre todas las cosas y todas las áreas de nuestra vida, de la iglesia y de la sociedad; su gobierno sobre su creación y sobre los corazones redimidos, es decir, sobre su pueblo, y la restauración final de todas las cosas. ¿Habrá un fin más alto para el alma humana que el buscar estas cosas?

« ¿Qué aprovechará al hombre, si ganare todo el mundo, y perdiere su alma?» (Mt. 16:26). Nadie podría ganar el mundo entero. Muchos hombres lo han intentado a lo largo de los siglos y han logrado grandes conquistas y notables imperios, pero jamás se han acercado siquiera a ganar el mundo entero. Sin embargo, aun cuando lo hubieran hecho, eso no los habría salvado si su alma seguía perdida. El más pobre de los mendigos que haya visto salvada su alma, ha sacado más provecho de su paso por esta tierra que el más glorioso y exitoso de los conquistadores que haya muerto sin rendirse a Cristo.

Estas palabras de Jesús son, entonces, una hipérbole, que es una figura del lenguaje que usa una exageración para ejemplificar algo. Lo que ilustra es que aun quien logre todos los objetivos terrenales y llegue a la cima total y absoluta de la existencia en el mundo, conquistando todo el conocimiento, todos los reinos, todos los mares, todos los pueblos, naciones y lenguas; ha hecho algo completamente inútil e inservible si su alma sigue perdida. ¿Estás cerca de lograr algo así? Aun quien conquistara todo el mundo, sería completamente incomparable al más pequeño y humilde en el Reino de Dios.

En este engaño habían caído, entonces, los laodicenses. Ellos habían olvidado el objetivo de la vida, habían escogido sus prioridades pésimamente, estaban poniendo sus esperanzas en aquello que no puede saciar ni salvar. ¿Puede haber una situación más miserable?

II. La Realidad

Si este era el engaño, ¿Cuál era, entonces, la realidad de los laodicenses? El mismo texto lo aclara: “y no sabes que tú eres un desventurado, miserable, pobre, ciego y desnudo”.

Ellos estaban viviendo para un dios falso, el dios de las riquezas. Sus joyas, sus lujos, sus banquetes, sus extravagancias, su abundancia, eran solo adornos patéticos y repugnantes que encubrían una espiritualidad muerta, la putrefacción de su alma, la inmundicia de su corazón.

Vemos que las palabras que ocupa el Señor Jesús para referirse a su realidad son muy fuertes. La palabra griega para “desventurado” es ταλαίπωρος (talaípöros), y la encontramos en Romanos 7:24, cuando el Apóstol Pablo exclama: “¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?”.

La palabra para miserable es ἐλεεινὸς (eleeinós), y la podemos ver en otra parte de la Biblia cuando el Apóstol Pablo afirma “Si hemos esperado en Cristo para esta vida solamente, somos, de todos los hombres, los más dignos de lástima” (1 Co. 15:19).

Como si fuera poco, añade que en realidad son pobres, ciegos y desnudos. Estas tres condiciones los habrían colocado en lo más bajo de la escala social, en lo más vil y despreciado por los hombres. Los ciegos fueron atendidos por Cristo, pero en la sociedad de la época eran completamente menospreciados. No podían trabajar ni ir a la guerra, como hombres eran considerados inservibles. Ceguera era, en prácticamente todos los casos, sinónimo de la miseria más profunda.

Por otra parte, la desnudez se relaciona con la vergüenza de la miseria, la pérdida de la dignidad y el honor. De hecho, en el Antiguo Testamento se usa la expresión hebrea “descubrir la desnudez del padre” (p. ej. en Lv. 18:7), que quiere decir “deshonrar al padre”. Para esta cultura, la desnudez es sinónimo de vergüenza pública, muy distinto a lo que ocurre en nuestros días.

Pero aquí podríamos caer en otro engaño. Alguien podría decir: “Bueno, es una insensatez confiar en las riquezas como lo hacían los laodicenses, gracias a Dios yo no tengo ese problema, ya que no codicio bienes ni dinero, ni soy avaro con lo que tengo, me acostumbré a vivir con poco y eso basta”.

¿Cuál es el engaño? Pensar que este problema se refiere solo al dinero. Pero la verdad es que cualquier cosa creada en la que yo me sienta satisfecho de esta manera, me hace caer en la misma situación de los laodicenses.

Olvídate del dinero. Puedes dedicar tu vida a formar una familia sólida, con valores, en donde el respeto reine en el hogar, en donde el padre y la madre sean cariñosos entre sí, donde los hijos sean obedientes y reverentes hacia sus padres, y donde los padres se desvivan por sus hijos, por darles lo mejor y por asegurarles el mayor bienestar posible. Si vives para esto, si este es el objetivo de tu vida, si este es el propósito de tu existencia, tú podrás pensar que eres verdaderamente rico, que estás saciado de bien, piensas que no te falta nada, pero al igual que los laodicenses eres un desventurado, miserable, pobre, ciego y desnudo.

Olvídate del dinero. Puedes dedicar tu vida al conocimiento, al desarrollo del saber, a las ciencias, las letras, a ser el mejor en diversas disciplinas, a las artes, a lo más sublime y selecto del saber humano. Puedes ser el académico más lúcido, el ciudadano más refinado, educado e instruido, puedes haber pulido completamente tu mente o tu cuerpo, haber desarrollado al máximo tus capacidades. Si vives para esto, si este es el objetivo de tu vida, si este es el propósito de tu existencia, tú podrás pensar que eres verdaderamente rico, que estás saciado de bien, piensas que no te falta nada, pero al igual que los laodicenses eres un desventurado, miserable, pobre, ciego y desnudo.

Permíteme ir más lejos. Podrías decir “no me importa el dinero”, y dedicar tu vida a servir a otros. Te interesa la gente, sus necesidades, sus problemas. Podrías entregar todos tus bienes a los pobres, consagrar todas tus horas al trabajo por el prójimo, a buscar su bien, a perseguir justicia para los desposeídos, libertad, igualdad para el hombre, dedicar tu vida entera a construir una sociedad y un mundo mejor para todos. Si vives para esto, si este es el objetivo de tu vida, si este es el propósito de tu existencia, tú podrás pensar que eres verdaderamente rico, que estás saciado de bien, piensas que no te falta nada, pero al igual que los laodicenses eres un desventurado, miserable, pobre, ciego y desnudo.

Por duro que suene, es así. El Señor, su gloria, amarlo, conocerlo, vivir para Él y morir en Él, es el supremo objetivo al cual debemos consagrarnos. Es el supremo llamado a nuestra vida, la más alta vocación, la única carrera digna de ser corrida, el único fin noble, el más alto al cual puede dedicarse el ser humano. Cualquier otro fin que nos fijemos, por más sublime que parezca a nuestros ojos y a los de otros hombres, es un insulto inaceptable en contra de Dios, quien es Supremo Soberano sobre todas las cosas. Dice la Escritura, “»Yo soy el Señor; ¡ése es mi nombre! No entrego a otros mi gloria, ni mi alabanza a los ídolos” (Is. 42:8, NVI).

Inexplicablemente, los laodicenses, siendo iglesia, habían sacado a Cristo de mapa. Ellos estaban contentos con lo que tenían, y pensaban no tener necesidad de nada. ¡Qué insulto más terrible! Ellos decían a Dios “no te necesitamos, con lo que tenemos estamos bien”. ¡Y lo que ellos tenían era una simple cosa creada, riquezas materiales que no los acompañarían nunca más allá de la tumba y que no tienen valor alguno en la eternidad!

III. La única salida

Por eso el señor les dice: “Por tanto, yo te aconsejo que de mí compres oro refinado en fuego, para que seas rico, y vestiduras blancas para vestirte, y que no se descubra la vergüenza de tu desnudez; y unge tus ojos con colirio, para que veas” (v. 18).

El Señor pone a los laodicenses en su lugar. Es Él quien provee de todos los bienes. Como dice el libro de Santiago, Él es el Padre de las Luces, de quien viene toda buena dádiva y todo don perfecto (Stg. 1:17). No hay cosa buena fuera de Dios, toda cosa aparentemente buena que encontremos fuera de Dios, es en realidad un ídolo, un dios falso, algo que nos llevará a la perdición.

La disposición de nuestro corazón debe ser la que encontramos en estos salmos:

Oh alma mía, dijiste a Jehová: Tú eres mi Señor; No hay para mí bien fuera de ti” Sal. 16:2 “¿A quién tengo yo en los cielos sino a ti? Y fuera de ti nada deseo en la tierra” Sal. 73:25.

Volviendo al texto, recordemos que el Señor habló a las iglesias del Apocalipsis teniendo en cuenta características de su ciudad. Como ya dijimos en el mensaje anterior, los productos principales de la ciudad de Laodicea eran el préstamo de dinero (oro), el comercio de lana de excelente calidad y el colirio para los ojos, conocido como “polvo frigio”. Justamente el Señor usa estas tres áreas para exhortar a la iglesia al arrepentimiento.

En las Escrituras repetidamente se compara la fe genuina y los frutos de obediencia con el oro, como por ejemplo: “El oro, aunque perecedero, se acrisola al fuego. Así también la fe de ustedes, que vale mucho más que el oro, al ser acrisolada por las pruebas demostrará que es digna de aprobación, gloria y honor cuando Jesucristo se revele” (1 P. 1:7). Esto no lo podemos lograr por nosotros mismos, sólo el poder de Cristo obrando en nosotros puede hacer que creamos en Él de corazón y podamos obedecerlo con gratitud y amor.

En cuanto a las vestimentas, recordemos que la desnudez refleja la vergüenza, el deshonor y la pérdida de dignidad ligada a la desobediencia, como ocurrió en Edén luego de la caída de Adán y Eva. Única y exclusivamente de Jesucristo podemos obtener la justicia que cubre nuestra desnudez, como un manto blanco y sin mancha. Jesucristo obedeció perfectamente a Dios, cosa que nosotros nunca podríamos hacer, y si vamos a Él por fe reconociendo nuestra absoluta miseria espiritual, Él nos regala su justicia y nos arropa con ella. Sólo Él puede cubrir esa desnudez de nuestra raza caída, esa desnudez que nos acompaña desde la desobediencia en Edén, y la cubre no con pieles u hojas, sino con la perfecta obediencia de Cristo.

Asimismo, sólo Él puede hacernos ver nuestra real condición, y sólo en Él podemos ver la verdad que nos hace libres. Como hizo con los caminantes de Emaús al abrirles los ojos del entendimiento para que comprendieran las Escrituras (Lc. 24:31), Él es ese colirio milagroso que cura nuestra ceguera y nos permite ver la verdad.

Toda congregación que, como los laodicenses, saque a Cristo del lugar que sólo a Él le corresponde, está destinada a la destrucción y de persistir en esa condición, ya no puede ser llamada iglesia.

Pero el Señor, lleno de misericordia, llama al arrepentimiento a los laodicenses y les ofrece la redención de su miseria, como veremos el próximo domingo.

Reflexión Final

El Señor llamó a los laodicenses a comprar de Él oro refinado, preciosas vestimentas y un colirio inigualable. ¿Cómo iban a comprar esos bienes tan preciados si eran desventurados, miserables, pobres, ciegos y desnudos? Esto nos recuerda el texto que dice: “»¡Vengan a las aguas todos los que tengan sed! ¡Vengan a comprar y a comer los que no tengan dinero! Vengan, compren vino y leche sin pago alguno. 2 ¿Por qué gastan dinero en lo que no es pan, y su salario en lo que no satisface? Escúchenme bien, y comerán lo que es bueno, y se deleitarán con manjares deliciosos” (Is. 55:1-2).

La única forma de tener ese oro refinado que Jesús les ofrece, esas vestimentas finas y ese colirio que haría ver a sus ojos, es llegando a Jesús reconociendo nuestra absoluta necesidad, admitiendo que fuera de Él somos eso: desventurados, miserables, pobres, ciegos y desnudos, llegar a Él sabiendo que tenemos las manos vacías, y que separados de Él nada podemos hacer. Cuando llegamos reconociendo nuestra verdadera condición, que es esta, la gracia de Dios se derrama sobre nuestras vidas y podemos ver la gloria de Cristo brillando en todo su esplendor.

Veamos a Cristo, quien se despojó a sí mismo tomando forma de sirviente, se hizo obediente hasta la muerte de cruz, vivió una vida de perfecta obediencia y murió sufriendo la paga de nuestros delitos, el justo por los injustos, el que nunca cometió pecado, pagó la condena de los criminales; veamos a Cristo muriendo para redimirnos de nuestra maldad, y veámosle resucitando de entre los muertos al tercer día y ascendiendo al Cielo para reinar junto a su Padre.

¿Hay acaso algo más noble que vivir para Él? ¿Qué podríamos poner en su lugar sin ser hallados culpables de la traición más baja y el crimen más terrible? Pongamos toda nuestra fe en Él, vayamos a sus pies y reconozcamos que sin Él no somos más que desventurados, miserables, pobres, ciegos y desnudos, pero en Él somos verdaderamente ricos, estamos vestidos de las ropas perfectas, y podemos ver la verdad que nos hace libres. Confesemos que Cristo es nuestro Señor, y que no encontramos bien fuera de Él. Que su gracia nos sostenga. Amén.