Por Álex Figueroa F.

Texto base: Apocalipsis cap. 3 vv. 14-22.

En el primer mensaje vimos cómo el Señor Jesucristo se presentaba a esta congregación de Laodicea, exhibiendo títulos que sólo pueden mencionarse hablando de Dios. Estos títulos eran El Amén, El Testigo Fiel y Verdadero y El Principio de la Creación. A través de ellos, el Señor se presenta a sí mismo como un Dios veraz, fiel, cierto, digno de confianza, de propósito firme y de voluntad determinada.

Todos estos atributos del Señor contrastaban con la tibieza de la congregación de Laodicea. Eran personas que profesaban ser cristianas, pero se habían dejado moldear por el mundo. Eran creyentes que demostraban un corazón que no había sido impactado por el Evangelio, que no estaba siendo movido ni motivado por el amor de Cristo.

En el segundo mensaje, vimos que esta tibieza se relacionaba con un engaño que los Laodicenses habían creído: ellos pensaron que eran ricos, que se habían enriquecido y que no tenían necesidad de nada. Sin embargo, el Señor les muestra de forma cruda su realidad: eran desventurados, miserables, pobres, ciegos y desnudos.

Dijimos que en su engaño, los Laodicenses habían sacado a Dios de su lugar, ese sitial que le corresponde de manera exclusiva a Él por ser el Señor de todas las cosas. En ese lugar, como un ídolo o dios falso, se puede poner a las riquezas, pero no debemos ver este problema como limitado al dinero: cualquier cosa con la que nos creamos ricos y saciados, que pongamos como la plenitud de nuestra vida y nuestro objetivo supremo; cualquiera de estas cosas que sean distintas a Dios y su reino, aunque sea aparentemente buena, nos pone en el mismo problema. Nos engañaremos creyendo que somos ricos, pero en realidad somos miserables, estamos ciegos y desnudos.

Pero el Señor Jesús no los dejó en esta situación de miseria, ceguera y desnudez. Él los exhortó a comprar de Él oro refinado, vestimentas para cubrirse y colirio para untar en sus ojos y así ver. ¿Cómo comprarían de Él cosas de valor infinito, siendo ellos miserables? Nos maravillábamos de que el Señor por pura gracia, cuando íbamos a Él en humildad y reconociendo nuestra miseria, ceguera y desnudez, Él nos hacía ricos con su riqueza, cubría nuestra desnudez y abría nuestros ojos para comprender.

Hoy nos concentraremos en cómo el Señor, siendo el ofendido, va en busca de su pueblo pecador y lo llama a volver a la comunión con Él en arrepentimiento.

I. Un amor que disciplina

(v. 19) El concepto de amor según el ser humano ha variado mucho a lo largo de la historia. Hoy, tendemos a ver el amor como una condescendencia hacia el otro, cuyo lema es “debes permitir que el ser amado haga lo que lo hace feliz”. Una persona que ama a otra, es alguien que lo deja ser, que lo deja hacer, que lo deja buscar su camino a la felicidad y está dispuesto a acompañarlo en ese proceso.

Así, por ejemplo, se nos dice que si amamos a nuestros hijos, debemos permitirles que forjen su camino como deseen y escojan el camino que les plazca, sin reprimir sus deseos, sin corregir sus desaciertos, sin poner obstáculo a su pecado, ya que eso podría causarles frustración. Ni hablar de disciplinarlos. El ejemplo por excelencia de esto se da a propósito de la homosexualidad. Muchos preguntan, como pensando que con este razonamiento nos dejarán en silencio, “¿Qué harías si tu hijo es homosexual?”. Con esto sugieren que, como amar significa apoyar a mi hijo en lo que Él decida, entonces si yo amo a mi hijo, deberé apoyarlo en su homosexualidad. Pero ¿Qué ocurre si le gusta mentir?, ¿Si le gusta robar?, ¿Si le gusta adulterar o fornicar? Estoy seguro de que las personas que hacen esa pregunta no llegarían tan lejos en su propio razonamiento torcido.

El Señor no es como nosotros, su amor es puro, santo y conforme a la verdad. Él no es como el sumo sacerdote Elí, que no ponía freno al pecado de sus hijos. Podríamos decir que Elí era un padre que actuaba según la lógica del amor actual, era un padre que dejaba hacer a sus hijos, que no se interponía en su camino de maldad.

Si vemos 1 Samuel cap. 2, vemos que los hijos de Elí “… eran hombres impíos, y no tenían conocimiento de Jehová” (v. 12). Ellos eran sacerdotes, pero profanaban la ofrenda que el pueblo hacía al Señor por su pecado, y se acostaban con las mujeres que servían en el templo. El pecado lo habían cometido sus hijos, pero el Señor responsabilizó al sumo sacerdote Elí por no disciplinarlos.

Fijémonos bien en cómo el Señor consideró a Elí: “¿Por qué les das más honor a tus hijos que a mí?” (v. 29). Por esta actitud que hoy, en nuestra comprensión torcida, nos podría parecer un acto de amor de padre de parte de Elí hacia sus hijos, el Señor lo maldijo cortando a su descendencia, y quitándola del oficio sacerdotal, anunciando que levantaría un nuevo sumo sacerdote.

El Señor dijo a Elí: “honraré a los que me honran y despreciaré a los que me menosprecian” (v. 30). Insisto, lo que hoy veríamos como amor paternal, el Señor lo consideró un desprecio hacia su santo Ser, y un desprecio tal, que debía ser castigado ejemplarmente. El Señor hizo de Elí un escarmiento para advertirnos de las consecuencias de no darle la honra debida, en este caso por no disciplinar a sus hijos ni obstaculizar su pecado.

Lejos de eso, el Señor afirma a los Laodicenses: “Yo reprendo y castigo a todos los que amo; sé, pues, celoso, y arrepiéntete”.

Notemos que de acuerdo al concepto de Dios, el único verdadero y el único que importa, el amor al pecador no se manifiesta en tranquilizar su consciencia, ni en respaldarlo en su pecado. No consiste en aceptar su pecado y dejarlo vivir en Él. Tampoco consiste en evitar confrontar ese pecado para no hacerlo sentir incómodo.

El amor del Señor busca nuestra santidad, porque es claro en las Escrituras que no hay verdadera alegría si no es en la voluntad de Dios. La alegría del mundo es una grosera imitación de la alegría que se encuentra en el seno de la santidad.

El Señor ocupa términos bastante duros: dice “Yo reprendo y castigo”. La palabra griega para “reprendo” (ἐλέγχω), significa entre otras cosas censurar, inculpar, acusar, refutar, convencer de un error o falta, poner en evidencia, con una connotación de vergüenza en el que es reprendido. Se ocupa en pasajes como:

Por tanto, si tu hermano peca contra ti, ve y repréndele estando tú y él solos; si te oyere, has ganado a tu hermano” Mt. 18:15.

A los que persisten en pecar, repréndelos delante de todos, para que los demás también teman” 1 Ti. 5:20.

La palabra para “castigo” (gr. παιδεύω), curiosamente significa entrenar a un niño (su raíz es paidos, niño, de donde sacamos paidobautismo, pedagogía, pediatría), enseñar, instruir, y también castigar. La encontramos en pasajes como:

Le soltaré, pues, después de castigarle” (Lc. 23:16, Pilato diciendo a los judíos que soltaría a Jesús después de azotarlo duramente).

Y fue enseñado Moisés en toda la sabiduría de los egipcios” Hch. 7:22.

En estos pasajes, entonces, vemos la doble connotación de enseñar y castigar; que se ve muy bien resumida en la disciplina bíblica, por la cual el Señor nos corrige, castiga y enseña a hacer su voluntad.

La misma palabra que se usa en este pasaje para “castigo”, es la que utiliza el autor de la carta a los Hebreos en el cap. 12:

“5«Hijo mío, no tomes a la ligera la disciplina del Señor y no te des por vencido cuando te corrige. 6 Pues el Señor disciplina a los que ama y castiga a todo el que recibe como hijo». 7 Al soportar esta disciplina divina, recuerden que Dios los trata como a sus propios hijos. ¿Acaso alguien oyó hablar de un hijo que nunca fue disciplinado por su padre? 8 Si Dios no los disciplina a ustedes como lo hace con todos sus hijos, quiere decir que ustedes no son verdaderamente sus hijos, sino ilegítimos. 9 Ya que respetábamos a nuestros padres terrenales que nos disciplinaban, entonces, ¿acaso no deberíamos someternos aún más a la disciplina del Padre de nuestro espíritu, y así vivir para siempre? 10 Pues nuestros padres terrenales nos disciplinaron durante algunos años e hicieron lo mejor que pudieron, pero la disciplina de Dios siempre es buena para nosotros, a fin de que participemos de su santidad. 11 Ninguna disciplina resulta agradable a la hora de recibirla. Al contrario, ¡es dolorosa! Pero después, produce la apacible cosecha de una vida recta para los que han sido entrenados por ella”.

Notemos que para este pasaje es inconcebible que un padre que ama a sus hijos, no los discipline (v. 7). El padre que no disciplina a sus hijos los está tratando como bastardos, es decir, como hijos ilegítimos, que en otros tiempos eran tratados con desprecio e indiferencia por sus padres (quienes sentían vergüenza de ellos), y que no tenían la misma jerarquía que los hijos legítimos, esto es, los nacidos producto de un matrimonio.

El castigo, entonces, es una muestra de amor del Señor hacia nosotros, con lo que nos está diciendo que nos considera hijos legítimos, no bastardos. Con su castigo, el Señor nos está diciendo algo hermoso: nos ha adoptado como sus verdaderos hijos, y Él forjará su carácter en nosotros, quitando de nuestro ser aquello que nos impide servirle.

Por lo mismo, se nos llama a recibir la disciplina con alegría, asumiendo que es algo desagradable en el momento, pero que es para nuestro bien (v. 10), y que resultará en una vida recta para los que han sido ejercitados en ella.

El Señor está diciendo a los laodicenses que Él los reprenderá y castigará porque los ama. Es una declaración muy conmovedora, teniendo en cuenta que los laodicenses habían insultado al Señor con su tibieza repulsiva, y sacándolo del lugar que sólo a Él corresponde. Estaban viviendo como paganos, siendo cristianos.

Más aun teniendo en cuenta que la misma palabra que ocupa para decir que los ama (gr. φιλέω), es la que vemos en Juan 5:20: “Porque el Padre ama al Hijo”. Es decir, la misma palabra que se ocupa para describir la relación entre el Padre y su hijo Jesucristo, es aquella con la que Jesús está diciendo a esta iglesia que los ama. ¿No es impresionante?

Afirmando que los ama, los exhorta diciendo: “sé, pues, celoso, y arrepiéntete”. Aquí el Señor hace un juego de palabras, ya que la palabra que ocupó para “caliente” más arriba (gr. ζεστός) tiene la misma raíz que la palabra para “celoso” (gr. ζήλευε). Está exhortándolos a que procuren con fervor hacer su voluntad y enmendar sus malos caminos.

II. Un amor que va en busca de la iglesia pecadora

(v. 20). Vemos que este pasaje se ha sacado mucho de contexto, y se ocupa frecuentemente para evangelizar a los no creyentes, pero su contexto y su significado es otro: el Señor está hablando a una iglesia rebelde que estaba deshonrando su nombre con su tibieza y su idolatría hacia las cosas del mundo.

El hecho de que el Señor Jesús esté a la puerta llamando, significa que había sido dejado fuera. ¿Podría haber un insulto mayor, una insolencia más inaceptable, una osadía más incomprensible que dejar al Señor Jesucristo fuera de una iglesia? Eso habían hecho los laodicenses.

Pero en este punto, cuando la misericordia del Señor ya se había mostrado maravillosamente increíble, el Señor nos presenta un escenario que no cabe en la lógica humana, pareciendo una locura que va más allá de lo imaginable:

El Dios Santo, Puro, Perfecto, Absoluto sobre todas las cosas, que habita en lo alto y lo sublime, el Dios a quien esta iglesia había dejado fuera y había ofendido con su pecado y rebelión, es Él quien, siendo el ofendido, ¡Está a la puerta de la iglesia ofensora y llama!

No es primera vez que vemos esto en la Biblia. Los profetas enviados a predicar al pueblo rebelde son un testimonio claro de un Dios que va en busca de sus hijos, exhortándolos a volver a Él y a serle fieles.

En la parábola de la oveja perdida (Mt. 18:12-14), vemos al Pastor yendo en busca de la oveja que se ah descarriado, encontrando gran gozo cuando da con ella y la trae de vuelta.

También vemos al Señor en esta actitud cuando, luego de que el Apóstol Pedro lo había negado tres veces, es Él quien habiendo resucitado va a buscarlo al mar, donde el Apóstol había vuelto a la pesca, pero no podía pescar nada (Mt. 21:1-14). Pedro lo había negado, había desconocido a su Maestro con quien compartió durante tres años, viendo su autoridad absoluta, su poder, sus milagros, su dominio sobre la tormenta y el mar, su misericordia y bondad infinita, a quien había llamado el Cristo, el Hijo del Dios viviente. Es a este Jesús a quien había negado, pero el Señor lo fue a buscar, preparó una cena en la playa y comió con él, junto a los otros discípulos. No solo eso, lo restauró y le encargó apacentar a sus ovejas.

Otro ejemplo de esta inmensa misericordia del Señor la encontramos en la gran comisión, ya que en ese pasaje (Mt. 28:16-20), dice que algunos discípulos al ver a Jesús “le adoraron; mas algunos dudaron” (v. 17).

Increíblemente, después de todo el ministerio de Cristo en la tierra, de sus milagros, su conmovedora misericordia y su poder, después de su muerte en la cruz e incluso después de que resucitó de entre los muertos, algunos de sus discípulos, ni siquiera del pueblo, de sus discípulos, aún dudaban de Cristo.

¿Qué hizo Cristo ante esta actitud tan ofensiva de parte de los discípulos? ¿Los fulminó? ¿Los consumió en su ira por tamaña falta de respeto? No, dice: “acercándose Jesús, les habló…”. El Señor afirmó su autoridad delante de ellos, y les dio la misión de hacer discípulos de todas las naciones. Una vez más, la misericordia del Señor es deslumbrante y nos deja atónitos.

Ejemplos encontraremos muchos, pero el más excelso de ellos y que da sentido a todos los demás, es justamente la venida de Cristo, que el Verbo que era con Dios y era Dios, se haya hecho hombre y haya habitado entre nosotros (Jn. cap. 1), viniendo a lo suyo pero sin ser recibido por su pueblo. El Señor, siendo el ofendido, se despojó a sí mismo y tomó forma de siervo, haciéndose obediente hasta el punto de morir en la cruz (Fil. cap. 2), el Pastor dando su vida por las ovejas (Jn. cap. 10), el justo por los injustos (1 P. 3:18), el que nunca cometió pecado viniendo a morir por los pecadores (Ro. cap. 5).

6 A la verdad, como éramos incapaces de salvarnos, en el tiempo señalado Cristo murió por los malvados. 7 Difícilmente habrá quien muera por un justo, aunque tal vez haya quien se atreva a morir por una persona buena. 8 Pero Dios demuestra su amor por nosotros en esto: en que cuando todavía éramos pecadores, Cristo murió por nosotros” (Ro. 5).

Una vez más repetimos un pasaje que ha cruzado la exposición de esta carta: “El amor de Cristo nos obliga, porque estamos convencidos de que uno murió por todos, y por consiguiente todos murieron. 15 Y él murió por todos, para que los que viven ya no vivan para sí, sino para el que murió por ellos y fue resucitado” (2 Co. 5:14-15).

La palabra que el Señor usa aquí para “cenar” (gr. δειπνέω), se relaciona con la usada para la última cena (Lc. 22:7-20). ¿Por qué traer a colación algo que parece tan obvio? Porque la imagen que evoca esa palabra, la intimidad y familiaridad de ese momento de cenar, nos dice que el Señor estaba prometiendo a los creyentes de Laodicea que oyeran su voz, que tendría con ellos un momento de esas características.

El Señor estaba prometiendo restaurar la comunión con estos creyentes en desobediencia, esa comunión íntima, deseable, preciosa que sólo puede tenerse con el Señor.

El comentarista Simon Kistemaker, comentando este pasaje, dice: “En la mentalidad oriental, la hospitalidad a la hora de comer demuestra la confianza del anfitrión en el invitado y su respeto por él (Sal. 41:9, porque el anfitrión ha abierto su casa al invitado y parte el pan con él. Pero aquí es Jesús quien asume el papel de anfitrión, porque dice que entrará y compartirá con el invitado la comida principal del día. Esta comida se tomaba hacia el final del día, después de haber concluido el trabajo cotidiano, en un ambiente de ocio y estrecha comunión. Era el tiempo para conversar, durante el cual se hablaba de temas buenos, se oían risas, y se daban consejos para resolver problemas”.

Hablamos, entonces, de una promesa de comunión y compañerismo íntimo que el Señor está haciendo a una iglesia que lo ha sacado fuera de su vida cotidiana.

III. Un amor que regala la victoria al pecador

(v. 21) Increíblemente, esta iglesia que no recibió ningún elogio de parte del Señor (a diferencia de las demás excepto la de Sardis), recibe la misma promesa que las otras, dirigida a aquél que venza.

Esta es una muestra más de la misericordia del Señor, quien nos muestra su favor únicamente por gracia, pagando a nuestra rebelión con su perdón. Tanto es así que a estos laodicenses que lo habían dejado fuera de su iglesia, Él les promete que si oyen su voz Él los sentará con Él en su Trono, ¡Tal como Él se ha sentado con su Padre en su Trono! ¡Está compartiendo con ellos su posición, está regalándoles la victoria que Él conquistó!

Aquél que reconociera que sin Cristo es desventurado, miserable, pobre, ciego y desnudo; y que oyera la voz de Cristo abriéndole la puerta, recibiría como regalo el sentarse en el Trono con el Hijo de Dios, el Cordero que fue inmolado y que venció a la muerte resucitando de entre los muertos, a Aquél que recibió un nombre que es sobre todo nombre y ante el cual toda rodilla se doblará y toda lengua confesará que Él es Señor.

¿En qué cabeza puede caber esto? ¿Quién puede entender el significado de este privilegio? ¿Quién puede dimensionar algo tan magnífico?

El Señor está diciendo que los creyentes reinaremos con Él. Más adelante, casi al terminar el libro, la Escritura dice: “Ya no habrá noche; no necesitarán luz de lámpara ni de sol, porque el Señor Dios los alumbrará. Y reinarán por los siglos de los siglos” (Ap. 22:5).

Esto había sido anunciado con anterioridad, en el libro del profeta Daniel: “Entonces se dará a los santos, que son el pueblo del Altísimo, la majestad y el poder y la grandeza de los reinos. Su reino será un reino eterno, y lo adorarán y obedecerán todos los gobernantes de la tierra” (7:27).

Los discípulos Jacobo y Juan habían ambicionado reinar con Jesús: “37 —Concédenos que en tu glorioso reino uno de nosotros se siente a tu derecha y el otro a tu izquierda. 38 —No saben lo que están pidiendo —les replicó Jesús—. ¿Pueden acaso beber el trago amargo de la copa que yo bebo, o pasar por la prueba del bautismo con el que voy a ser probado?” (Mr. 10:37-38).

Ellos querían la posición pero sin el costo que implicaba, querían los laureles sin la corona de espinas, el trono sin la cruz. Pero Jesús bebió ese trago amargo por nosotros, bebió la copa de la ira de Dios que debía ser derramada sobre nuestras cabezas, él recorrió esa vía dolorosa en nuestro lugar, concediéndonos la victoria como si nosotros también hubiésemos hecho lo mismo.

Reflexión Final

(v. 22) Por último, llama a todo el que tenga oído a retener lo que Cristo ha dicho a esta congregación. Aquí nos incluye a nosotros. ¿Qué haremos después de oír esto?

Para ti, que dudas de la misericordia de Dios, que piensas que quizá Dios no puede perdonarte, que ves tu vida y tu pecado y crees que sólo puede haber condenación para ti; ¿Qué más pruebas necesitas de la misericordia de Dios? ¿Cómo podrías dudar de la infinita gracia de este Salvador tan grande? Tu pecado es grande, pero ¿Será más grande que la gracia de Dios? ¿Será tu maldad tan poderosa que te ponga fuera del alcance del Dios que va en busca del pecador? ¿Te llevará a una cumbre donde Él no pueda subir, a un abismo donde Él no pueda descender, o a una cueva tan profunda que Él no te pueda encontrar?

El grave pecado de esta iglesia, su atrevimiento, su osadía insultante, su tibieza repulsiva; son el telón negro sobre el cual brilló el hermoso diamante de la gracia de Dios.

Si estás viviendo en tibieza, o si tu corazón está frío hacia el Señor, si has puesto otra cosa en el lugar del Señor, el camino es uno solo y el mismo: sé celoso, arrepiéntete, abre la puerta a este Señor que llama, a este Salvador que ha venido a tocar tu puerta, ¿Cómo habrías de dejarlo fuera? ¡Él cenará contigo, te permitirá sentarte junto a Él en su Trono! ¿No quieres cenar con este amoroso Señor y Creador de todas las cosas? ¿No quieres reinar junto a Él?

Él se despojó de su gloria celestial para vestirse de siervo, vivir en tu lugar y morir en tu lugar, sufriendo la pena de muerte por tus crímenes, y hoy vive y te llama a reinar junto a Él. Sé, pues, celoso y arrepiéntete. Amén.