Texto base: Juan cap. 10:19-42.

En los mensajes anteriores, vimos la obra de Cristo en un hombre que había sido ciego de nacimiento, en quien se veía reflejada en realidad toda la humanidad, que es ciega de nacimiento por efecto del pecado. Jesús, al dar vista a este ciego, estaba anunciando a través de un ejemplo vivo, que Él es la luz del mundo, que alumbra a una humanidad que se encuentra en tinieblas de muerte.

Los líderes religiosos permanecieron en terca incredulidad, e incluso expulsaron a este hombre de la sinagoga por no callar lo que Jesús hizo en Él. Por ello, en el siguiente pasaje, Jesús califica a los fariseos como los falsos pastores, que han expulsado a una oveja que supo reconocer la voz del verdadero Pastor: Jesucristo. Él, como buen pastor, a diferencia de los fariseos, buscó y encontró a esta oveja que fue expulsada y dañada.

Lo que vimos en el mensaje pasado es una alegoría, una figura del lenguaje que describe una situación usando imágenes o símbolos. Aquí, Jesús usa la imagen del pastor, el redil y las ovejas. Él es la puerta de las ovejas, quien no someta su vida y su ministerio a Cristo, no puede guiar a su pueblo.

Los que tratan de acceder a las ovejas, pero no lo hacen a través de Cristo, son ladrones (intentan robar las ovejas a Cristo), extraños (no conocen a las ovejas) y asalariados (no dan su vida por las ovejas).

En cambio, Cristo es el buen pastor, que da su vida por las ovejas, que vino al mundo para que tengamos vida, y la tengamos en abundancia. Con esto, cumplió la profecía de Ez. 34, donde Dios prometió que daría un pastor a su pueblo, que los pastoreará con justicia.

     I.        Las ovejas de Cristo y los cabritos

Una vez más, las palabras de Cristo causan división. Sin darse cuenta, los judíos estaban siendo una parábola viviente de lo que Jesús había dicho. Sus ovejas, al oír su voz, lo seguirían. Los cabritos rechazarían su Palabra, para su propia condenación.

Sin embargo, sea que rechazaran o aceptaran sus palabras, no podían considerarlas simplemente como palabras comunes, algo había en sus dichos que era muy distinto a lo que un maestro ordinario y corriente enseñaría. Algunos, de forma blasfema, atribuían estas palabras a demonios, lo que nos habla de la dureza de sus corazones y de su profunda incapacidad para discernir las cosas espirituales, ya que tenían ante ellos al Hijo de Dios hablando palabras de vida, pero ellos las atribuían erróneamente a satanás, para su propia condenación.

Pero otros consideraban que esta enseñanza no podía provenir de satanás, ya que las señales que acompañaban al mensaje eran tan maravillosas, que sólo podían venir de Dios. No había noticia de que alguien alguna vez hubiera abierto los ojos a los ciegos, y quien lo hiciera debía ser porque Dios lo había enviado.

Increíblemente, los judíos tienen el descaro de rodear a Cristo y pedirle una explicación. Presentan la situación como si Cristo hubiese sido intrigante, o como si hubiera escondido sus intenciones reales; y hacen ver como si ellos hubieran estado dispuestos a escucharlo con un ánimo imparcial, pero Cristo hubiese sido confuso con ellos a propósito.

Nada más lejos de la realidad. Recordamos acá lo que hemos dicho en ocasiones anteriores: la incredulidad es porfiada. Los judíos seguían preguntando a Jesús quién era Él, siendo que Jesús les había dicho una y otra vez quién era, se presentó delante de ellos de distintas formas y mostrando sus credenciales, sus mismas obras testificaban claramente que como Él no había ningún otro, y sus palabras eran como las de ningún hombre, nadie había hablado así jamás.

Para ese entonces Jesús ya llevaba un buen tiempo predicando públicamente, haciendo milagros impresionantes como la multiplicación de los panes y los peces, la curación de un paralítico y la sanidad de un ciego de nacimiento; se había presentado además como el pan de vida, como el que puede calmar la sed, como la luz del mundo, pero ellos porfiada y neciamente, y a pesar de toda la evidencia que existía hasta el momento, seguían preguntándole quién era Él.

Para quien tuviera un mínimo conocimiento de la Escritura con la que ellos contaban, que hoy conocemos como Antiguo Testamento, resultaba claro a partir de todas las señales que acompañaban la enseñanza y el ministerio de Jesús, que Él era el Cristo, el ungido de Dios que había de venir, el Mesías prometido. Sobre todo quienes hubieran estado presente en las distintas fiestas religiosas a las que Jesús había asistido, y que hubieran escuchado sus enseñanzas públicas y visto sus milagros, no podían concluir otra cosa sino que Jesús es el Cristo.

Sin embargo, ellos seguían chocando contra la pared, seguían dando coces contra el aguijón, seguían estrellándose contra el muro de su incredulidad, ciegos en las tinieblas de su pecado, tanto así que la luz del mundo estaba ante sus ojos y no podían reconocerla. Seguían demandando evidencias, credenciales, testimonios y señales, cuando Cristo ya les había dado todo eso en abundancia.

Esta porfía es la misma que vemos en los no creyentes hoy, quienes, a pesar de escuchar mensajes, de ser exhortados por diversos medios para seguir al Señor, y de ver en sus vidas eventos que les deberían llevar a pensar que hay un Dios, se resisten y siguen preguntándose neciamente: ¿Será cierto que hay un dios?, o disfrazan todo de una falsa humildad diciendo cosas como "admiro a la gente que tiene fe, yo simplemente no puedo".

Sin embargo, en realidad se trata de lo que Cristo dice aquí: “pero ustedes no creen, porque no son de Mis ovejas” (v. 26). Esto nos recuerda cuando les dijo anteriormente: “pero ustedes no quieren venir a mí, para que tengan vida” (5:40).

Como ya hemos dicho, la incredulidad no se debe a falta de evidencias, sino a falta de voluntad para ir a Cristo, pues toda la creación da cuenta de la gloria de Dios, y la Escritura nos presenta con claridad sus virtudes y su majestad.

Su rechazo a Cristo evidenciaba en realidad el estado de su alma, y no solo eso, manifestaba su naturaleza, lo que ellos SON en realidad. Ellos no eran ovejas, no eran parte del rebaño de Dios, sino que eran cabritos, o como dijo Cristo unos capítulos antes, ellos eran hijos del diablo, porque no se puede ser neutral: o se recibe la verdad, que es el testimonio de Dios en Cristo, o se le rechaza, y rechazarlo implica optar la mentira: creer en la mentira, vivir en la mentira, ser destruidos en la mentira.

Lo que ocurría con ellos, es que con su rechazo a Cristo estaban demostrando su nacionalidad. Ellos pertenecían a este mundo, eran de este mundo caído, bajo los efectos de la corrupción y del pecado. Sus sentidos, su mente, su entendimiento, su corazón, todo lo que ellos eran estaba en tinieblas. Ellos rechazaban a Cristo, porque no eran de las ovejas de Dios.

Entonces, si queremos saber si alguien pertenece al pueblo de Dios, si es una oveja de su rebaño, debemos ver cómo reacciona ante la verdad. Ninguno que rechace a Cristo puede decir que es parte del pueblo de Dios. Ninguno que permanezca incrédulo ante Jesús, puede sostener que Él está en paz con Dios. Ya lo dice la Escritura: “El que cree en el Hijo tiene vida eterna; pero el que rehúsa creer en el Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios está sobre él” (Jn. 3:36).

Las ovejas, en cambio, reconocen y obedecen la voz del Buen Pastor, y actúan según Él les manda. El pastor conoce tiernamente a sus ovejas, las llama por su propio nombre, y las guía fuera del redil.

Hay un instinto espiritual en los verdaderos creyentes, que generalmente los capacita para distinguir entre la verdadera y la falsa enseñanza” J.C. Ryle. Si alguien que no sea su pastor intenta guiarlas y sacarlas, no lo siguen, sino que lo identifican como un peligro, porque no conocen su voz. Las verdaderas ovejas no escuchan a otro que no sea el pastor. A Él conocen, y reconocen su voz. No puede ser suplantado exitosamente. Aun cuando los ladrones y salteadores las amenacen e intimiden, no los seguirán ni permanecerán bajo la dirección de ellos, sino que vendrán al Cristo, el Buen Pastor, para ser sanadas, guiadas y sustentadas.

Tal es el conocimiento que Cristo tiene de sus ovejas, que Él afirma tener otras ovejas que también debe ir a buscar, pero aun así ya las llama ovejas. Eso significa que Él ya sabe quiénes son esas ovejas, y las ve como ovejas, aunque ellas todavía no se hayan unido al rebaño. Y hay algo que esas ovejas harán sí o sí: cuando el pastor las llame, ellas oirán su voz, y se unirán al rebaño, y serán pastoreadas por el mismo Pastor.

Entonces, hay distintivos de las ovejas de Cristo: las ovejas oyen su Palabra, reconocen la voz de su Pastor, no oirán a otro ni lo seguirán, sino que reconocen la voz de Cristo y lo siguen.  Y esto significa que el cristiano irá allí donde Cristo lo lleve, se someterá a su guía y su dirección, se alimentará con lo que Cristo le dé para comer, y todo esto lo hará en compañía de las demás ovejas de Cristo.

Como ovejas somos débiles y frágiles, pero lo decisivo de la imagen que Cristo usa para describirnos, es la dependencia total que tenemos hacia Él como Buen Pastor, y la confianza absoluta hacia Él como nuestro guía, que nos lleva a seguirlo donde Él nos lleve, y a decir como el Apóstol Pedro: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna” (Jn. 6:68).

Sí, porque Cristo no tiene rebaños de una sola oveja, ni tiene varios rebaños. Si es realmente oveja, el cristiano se unirá al único y gran rebaño de este Pastor, y en la comunión de las demás ovejas del Señor, será guiada, alimentada, cuidada y sustentada. Aquél que busque sus propios pastos, que se aparte del rebaño para seguir sus propios caminos, o que sólo siga al pastor cuando le conviene, o cuando le gusta el lugar al que el Pastor lo está guiando, no es en realidad una oveja, sino un cabrito salvaje. No pertenece al rebaño, al pueblo del Señor, sino que está junto con aquellos que permanecen en su rebelión y en las tinieblas de su corazón.

La oveja se deja pastorear por el pastor, se dejará guiar, e irá junto con todo el rebaño allí donde el pastor las lleve. De nada nos servirá en el último día que Jesús haya sido el Buen Pastor, si durante nuestra vida nunca escuchamos su voz ni lo seguimos. Si amamos la vida verdaderamente, debemos unirnos a este rebaño de los redimidos sin retraso (Donald Carson).

Son las ovejas de Cristo, y nadie más, quienes recibirán vida eterna. Sólo quienes entregan su vida confiando plenamente en el Buen Pastor para tener vida y salvación. Sólo quienes entren por la bendita puerta del redil, poniendo toda su esperanza en Cristo. Él dará vida eterna a sus ovejas, y nadie puede arrebatarlas de su mano.

Tal es el poder y la majestad del Buen Pastor, que guarda a sus ovejas en su mano. Y la mano de Cristo es también la mano del Padre. Nadie es mayor que el Señor, como para que pudiera forzar su mano y abrirla, para quitarle sus ovejas. Una pulga no podría abrir tu puño para quitarte algo. La diferencia entre Dios y nosotros es infinitamente mayor a la que existe entre un hombre y una pulga, por tanto, con mucha mayor razón, nadie puede arrebatar a las ovejas de la mano del Señor, ni aun todo el ejército de sus enemigos reunido, ni aun diez mil de esos ejércitos congregados con todo su poderío, podrían despojar a Dios de sus ovejas.

Esto debe ser motivo de gran consuelo y descanso para nosotros. Estamos en las manos del Señor. Él está a cargo de cuidarnos y guardarnos. ¿Qué nos podría suceder? Aun aquello que nos preocupa más, está en nuestra vida bajo el control del Buen Pastor de nuestras almas. Nada que nos ocurra, ni aun lo peor que podamos imaginar, podrá sacarnos de la mano del Señor, en la que estamos protegidos de la condenación y la destrucción.

    II.        Jesús y el Padre

Jesús afirma claramente que Él es uno con el Padre. Obran como uno solo, son uno en conocimiento, en corazón, en voluntad; el Padre y el Hijo son dos Personas, pero un solo Ser Uno y Trino. La comunión entre ellos es íntima, estrecha y directa. Es una comunión perfecta, ellos tienen sólo un propósito. Cristo es la revelación del Padre ante la humanidad. Quien lo vea a Él, ve al Padre (Jn. 14:9). Nadie conoce mejor a Dios que Él mismo, lo que Cristo dice y hace es aquello que ve hacer al Padre, así como nadie lo ha visto nunca.

Cristo, como Hijo, se somete al Padre. La Escritura dice que “Dios [es] la cabeza de Cristo” (1 Co. 11:3), su rol dentro de la Trinidad es ese, tal como fue el rol de Cristo morir en la cruz, y esto no lo hizo el Padre. A pesar de tener estas tareas distintas, son un solo Ser y la voluntad del Hijo está perfectamente alineada a la del Padre.

Todo lo que Cristo enseña y sus obras, entonces, se explican porque Jesús es uno con el Padre, Jesús hace las mismas obras del Padre, tienen el mismo poder, la misma autoridad, son uno en propósito y en voluntad, Jesús es Dios hecho hombre, es la revelación de Dios ante el mundo, es la imagen del Dios invisible, el resplandor de su gloria. Lo que Jesús dice en este pasaje, no son palabras que podría decir un hombre. Son Palabras llenas de autoridad y poder, son Palabras divinas, son Palabras de Dios, y las Palabras de Dios se acatan, no se cuestionan.

Recordemos una vez más el propósito de este libro, el Evangelio de Juan: revelar la gloria de Cristo como Señor y Dios: “éstas se han escrito para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo, tengáis vida en su nombre” (Jn. 20:31).  Y tanta es la misericordia de Dios, que quiso revelar su gloria y su poder en Cristo.

El Evangelio está directamente relacionado con la relación de amor y comunión perfecta que hay entre el Padre y el Hijo, y el Espíritu revelando a ambos. Nuestra salvación fue posible por esta unidad entre el Padre y el Hijo, porque el Padre ama al Hijo, y el Hijo ama al Padre con amor perfecto y eterno, y porque Dios nos amó primero con ese mismo amor perfecto y eterno. ¿Puedes creerlo? Por eso nada puede separarnos de su amor, porque su amor no cambia, y Él nos amó primero, nos amó desde la eternidad, y nos amó hasta el fin (Jn. 13:1).

Este texto, además, nos revela una hermosa verdad: Los creyentes son un regalo del Padre para el Hijo. Somos las ovejas que el Padre entregó a su Hijo para que las pastoree. Esto queda más claro cuando leemos la oración que Jesús hace rogando por sus discípulos cuando su hora había llegado, poco antes de ser crucificado: “He manifestado tu nombre a los hombres que del mundo me diste; tuyos eran, y me los diste, y han guardado tu palabra” (Jn. 17:6).

Entonces, todo aquel que va a Cristo, pertenecía al Padre desde la eternidad, y el Padre los entregó como regalo a Cristo, y lo hizo con una voluntad clara: que Cristo les diera vida y los preservara hasta el día final, sin perder a ninguno de ellos: “Y ésta es la voluntad del que Me envió: que de todo lo que Él Me ha dado Yo no pierda nada, sino que lo resucite en el día final” (Jn. 6:39).

En otras palabras, la Iglesia es un regalo del Padre a su Hijo. Lo increíble de esto, es que el Padre, por el hecho de haber dado a estas personas a su Hijo, no se hizo mejor ni más grande de lo que era, pues Él es lleno de gracia y bondad en el grado más grande, y es así desde la eternidad. El Hijo no se hizo más rico, ni más poderoso por recibir este regalo, pues es Dios desde el principio. Es decir, ni el Padre ni el Hijo ganan algo con este hermoso acto en que el Padre entrega a la Iglesia a Cristo. Los únicos beneficiados con este regalo, somos nosotros, los salvados.

Y somos beneficiados porque la voluntad del Padre es que Cristo no pierda nada, que no pierda a ninguno por el camino, sino que salve a todos los que le fueron entregados por el Padre. Cristo no echará fuera a quien haya sido traído por su Padre, todo lo contrario, lo recibirá con un amor perfecto, eterno, inalterable. Nadie podrá decir alguna vez que vino a Cristo y no fue recibido. Nadie podrá decir que acudió a Cristo, y fue rechazado. Todo aquel que ha venido verdaderamente a Cristo, es recibido con el mismo amor que llevó al Salvador a morir en una cruz por nuestros pecados.

Cristo descendió del Cielo con el fin de hacer la voluntad del Padre de manera perfecta. Y su voluntad es que Cristo reciba a quienes le sean entregados, que los preserve, y los resucite el día final. Es decir, Cristo es quien se asegura de guardarnos desde el primer momento de la vida cristiana, hasta el día final en que todos los muertos resucitarán.

Todo esto debe llenarnos de una confianza dulce y esperanzadora. ¿Podrá Cristo fallar en su tarea? Un rotundo NO es la única respuesta posible. Por medio de Cristo fueron creadas todas las cosas, Él es la imagen del Dios invisible, el resplandor de la gloria de Dios. No hay nadie que pueda arrebatarnos de su mano, nadie puede impedir que se cumpla la voluntad del Señor, nadie podrá frustrar la tarea que fue encomendada a Cristo.

Este es uno de los consuelos más maravillosos que puede tener un creyente. Cristo está a cargo de nuestra salvación, de principio a fin, desde la etapa más temprana hasta el día en que todo sea consumado. Cuando te sientas angustiado, inseguro en tu caminar en Cristo, cuando comiences a flaquear y sientas que no puedes sostener tu salvación, recuerda que esa no es tu función: Cristo se encuentra actualmente al cuidado de ti, y es Él quien hará su trabajo y no fallará: “el que comenzó en vosotros la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Jesucristo”. A esto se dedica Cristo, este es su trabajo, y Él lo perfeccionará tal como hace todas sus obras.

Es maravilloso darse cuenta de que nuestra salvación depende de ese amor infinito y perfecto que existe entre el Padre y el Hijo. El Padre, por amor regala a la Iglesia a su Hijo. Era suya desde la eternidad, pero se la dio a su Hijo unigénito. Y el Hijo, por amor perfecto al Padre, lo obedece en todo y cumple su voluntad completamente, así que dará vida a los que recibió, y los guardará hasta el fin.

El Padre nunca dejará de amar al Hijo, ni el Hijo dejará de amar al Padre, así que nuestra salvación está firme por la eternidad. Y el Espíritu Santo es el que derrama ese amor eterno en nuestros corazones: “el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado” (Ro. 5:5).

  III.        El testimonio de Dios y la incredulidad homicida

Vemos que la incredulidad de los judíos se saca el velo y muestra su verdadero rostro: es una incredulidad rebelde y homicida. Cristo, como solía hacerlo, fue revelándose progresivamente en este pasaje.

El punto máximo de su revelación, es cuando llega a decir que es uno con el Padre. El presentarse a sí mismo como el Buen Pastor, el Pastor supremo de su pueblo, implica también identificarse como Dios, ya que sólo el Señor de todo puede ser también el Pastor supremo de su pueblo. Dios no comparte su gloria ni su sitial con nadie. Ninguna criatura, nadie que no sea Dios mismo, puede usar la vara y el callado con el que el Señor guía a su pueblo.

Esta progresión también podemos verla en la incredulidad de los judíos. A medida que Jesús va revelando más de sí mismo, ellos van manifestando su incredulidad tal como es. Al principio, la incredulidad los lleva a manifestar dudas, cuestionamientos y menosprecio a Cristo. Pero ante la plena revelación de Jesús, también se manifiesta completamente la incredulidad, que los lleva a querer matar a Cristo.

Ante las palabras de Cristo, que eran una manifestación de verdad pura ante ellos, lejos de meditar en sus caminos y agradecer a Dios de que se revelara de forma tan clara ante ellos, se afirmaron en su propia prudencia, en su propia sabiduría, y se dirigieron contra la persona de Jesús, queriendo tomar su vida en sus manos, deseando que las piedras destruyeran su cuerpo, anhelando lincharlo, ejecutarlo como a un criminal.

Muchos dicen hoy que Jesús nunca afirmó ser Dios. Afirmar eso revela una profunda ignorancia de la Biblia, ya que en numerosas ocasiones, Cristo se presentó como Señor de todo, y esta es una de esas ocasiones. En esto los judíos no se equivocaron, entendieron bien a Jesús cuando interpretaron que Él se estaba presentando como Dios. Sin embargo, a pesar de haber entendido eso, no creyeron en Cristo, rechazándolo para su propia condenación; y más aún, quisieron matarlo, cuando deberían haber caído postrados a sus pies.

Si nuestro maestro fue atacado de una manera tan insolente, no debemos extrañarnos si a nosotros nos pasa lo mismo cuando predicamos la verdad. El mundo odia al Señor con una furia homicida. Esa furia puede estar adormecida, o apaciguada, pero ante la verdad manifiesta su rostro insolente y rebelde. No debemos callar o moderar la verdad por temor a que ese odio pueda manifestarse. Si amamos la verdad, es decir, si amamos a Cristo, debemos asumir que esta furia homicida vendrá en algún momento, y rogar fuerzas a nuestro Señor para que nos ayude a soportar esos ataques. También debemos recordar que somos bienaventurados, dichosos cuando somos insultados por causa de Cristo.

La respuesta de Jesús ante tamaña insolencia, debe servir también de ejemplo para nosotros. Pudiendo haberlos fulminado en el acto, respondió con pleno dominio de sí mismo, lleno de mansedumbre y prudencia. Sin embargo, dejó claro que los judíos y Él estaban en veredas completamente opuestas: Los judíos atribuían las Palabras de Jesús a un demonio, pero Jesús afirma que enseña lo que enseña para honrar a su Padre.

Los judíos estaban rechazando el testimonio más puro, a Dios mismo hablando enfrente de ellos. Al deshonrar al Hijo, deshonraban también al Padre que lo había enviado. Estaban dejando a Dios como un mentiroso, ya que Cristo les hablaba la verdad de parte del Padre, pero ellos la rechazaron y menospreciaron como si fueran palabras de demonios.

Y su rechazo y su indignación eran hipócritas, ya que ellos nunca cuestionaron que el Señor llamara hijos de Dios y “dioses” a los jueces (Sal. 82:6), debido a que recibieron la ley de Dios para impartir justicia en su nombre. Con mucha mayor razón, entonces, deberían haber recibido el testimonio de Cristo, el enviado de Dios, la misma Palabra hecha hombre, y haber aceptado que Él tiene el derecho supremo de llamarse Hijo de Dios, por lo que, en vez de querer matarlo, deberían caer a sus pies en adoración.

Además de este argumento escritural, Jesús ya había dicho en el cap. 5 que es otro el que da testimonio acerca de Él, y que ese testimonio es verdadero (v. 32). Se refiere al Padre, quien testifica directamente de Cristo, pero también a través de Juan el Bautista, de las señales y prodigios que dio a Cristo, y de la Escritura que apunta a Cristo desde el comienzo.

El Padre testificó de Cristo en su bautismo, cuando dijo a Cristo: “Tú eres mi Hijo amado; en ti tengo complacencia” (Mr. 1:11), y luego en la transfiguración de Cristo, dijo también desde el cielo: “Este es mi Hijo amado; a él oíd” (Lc. 9:35).

Todo el resto de los testigos de Cristo que se han mencionado en este Evangelio de Juan, son testigos que el Padre puso allí. Y Cristo tenía un testimonio muy poderoso que respaldaba sus Palabras, y son las obras que el Padre le dio para que cumpliese. Una vez más vemos que Cristo no hace nada por sí solo, sino que obra en todo momento alineado a la voluntad de su Padre.

Nadie hizo nunca obras tan prodigiosas, y esto es así porque la autoridad de Cristo es única, es Dios hecho hombre habitando entre nosotros, es el Hijo del Hombre. Y vemos que las señales y milagros tienen una función clara, como hemos dicho en los mensajes anteriores. No se trata simplemente de una demostración de poder sensacionalista o para hacer espectáculo. Las señales y milagros tienen un propósito claro, y es dar testimonio de su autoridad.

Estas obras son un sello de aprobación del Padre, una especie de certificado que el Padre da, que públicamente demuestran que Cristo es su Hijo amado en quien tiene complacencia, que Él ama a su Hijo y ha entregado todo en su mano, que tiene plena autoridad y potestad, que está lleno de gloria, que Él tiene el poder para restaurar todas las cosas y deshacer la obra del pecado y del maligno.

Fijémonos que Nicodemo supo reconocer esto, y según lo que dijo a Jesús, otros fariseos también pensaban lo mismo: “Rabí, sabemos que has venido de Dios como maestro; porque nadie puede hacer estas señales que tú haces, si no está Dios con él” (Jn. 3:2).

Pero debemos ser claros, las señales milagrosas no se comparan a las Palabras de Cristo. Las Palabras de Cristo son eternas, cielo y tierra pasarán, pero ellas no pasarán. Las obras sirven para fortalecer la fe, pero sólo las Palabras de Cristo pueden dar vida.

Los judíos, sin embargo, aunque decían creer en Dios, no recibían el testimonio que Él estaba dando por distintos medios acerca de Cristo. Ellos decían ser temerosos de Dios y estudiosos de su Palabra, pero esto era abiertamente falso, ya que rechazaban a Cristo el enviado del Padre, dejando a Dios como mentiroso al rechazar su testimonio. Rechazar a Cristo, quien cuenta con tal nivel de confirmación de su ministerio, no puede ser llamado de otra forma que necedad.

Quien diga tener a Dios, debe recibir a Cristo tal como Él se presenta y se muestra. Tal como Él dice que es. Quien rechaza a Cristo como Él mismo se presenta, rechaza a Dios y deja al Padre como mentiroso.

Aunque los judíos hicieron todo lo que estuvo a su alcance para dar rienda suelta a su incredulidad homicida, queriendo eliminar a Jesús de la faz de la tierra, Él demostró una vez más su poder y su soberanía, dejando claro que Él daría su vida, pero sería cuando Él lo dispusiera, cuando llegara el momento dispuesto para eso. Tal como Él dijo, “Nadie Me la quita, sino que Yo la doy de Mi propia voluntad. Tengo autoridad para darla, y tengo autoridad para tomarla de nuevo” (v. 18).

 

Conclusión

Una vez más vemos la lógica que constantemente se da en este Evangelio: Cristo se revela ante los judíos, y la mayoría de ellos, especialmente los líderes religiosos, lo rechazan, amando más las tinieblas que la luz, mientras que sus verdaderas ovejas oyen su voz y lo siguen.

Lo que vimos hoy, se relaciona directamente con la figura de Cristo como el Buen Pastor, y su pueblo como el rebaño. Pero nuevamente, como también es una constante en este Evangelio, todo nos lleva a ver la suprema autoridad de Cristo: Él es el Buen Pastor no simplemente porque sea un buen líder, o porque su doctrina suene razonable, o porque haya sido una persona muy buena. Él es el Buen Pastor porque es uno con Dios el Padre, porque Él es Señor y Dios sobre todas las cosas, y aquellos que creen en Él forman parte de un regalo que el Padre hizo en la eternidad a su Hijo amado.

Una vez más vemos que la salvación no tiene que ver primeramente con nosotros, sino con la gloria de Dios. Nosotros somos simples instrumentos para la alabanza de la gloria de su gracia (Ef. 1).

Y a la vez, vemos que la Escritura nos tiene por responsables de lo que hagamos en relación con Jesús. No hay terreno neutral, no hay posibilidad de irse a una sala de espera, o de dejar suspendido el estado de nuestra alma mientras decidimos: toda respuesta que no sea un ‘sí’ incondicional a Cristo, es un ‘no’ que nos lleva a una condenación segura.

Las ovejas que reconocen la voz de Cristo y lo siguen, reciben liberación de la culpa, la miseria y el castigo del pecado. Reciben el amor de Dios derramado en su corazón, la paz de Dios que supera todo entendimiento, reciben a Cristo mismo viviendo en sus corazones por el Espíritu Santo que les es dado, tienen ahora consuelo en la aflicción, gracia abundante para cada día, perdón ante el corazón contrito por el pecado, fortaleza para la lucha y la tentación, dones para servir, una misión hermosa para cumplir, un Cuerpo de creyentes para disfrutar la comunión, y todos los tesoros del conocimiento y la sabiduría, todo lo que pertenece a la vida y la piedad; todo esto por medio del Buen Pastor que las cuida y las ama, y las guarda en su mano para seguridad eterna.

¿Cómo rechazar a un Salvador tan glorioso? ¿Cómo despreciar el único camino que el Señor estableció para que volviéramos a Él? ¿Cómo hacer a un lado la mano de Dios extendiéndose hacia nosotros para que nos reconciliemos con Él? Rechazar a Cristo sólo puede surgir de un corazón en tinieblas.

Si no has entregado tu vida a la guía y cuidado del Buen Pastor, el momento de hacerlo es hoy, y ahora. No en 5 minutos, ahora mismo. Ven a este maravilloso Salvador, el Príncipe de los pastores, Dios mismo hecho hombre que habitó entre nosotros, el Buen Pastor que dio su vida por las ovejas, y la volvió a tomar con poder y autoridad. No seas como los líderes religiosos, que lo rechazaron llenos de necedad. Escucha la voz de Cristo, y síguelo a los delicados pastos donde Él te hará descansar, y junto a las aguas de reposo donde te pastoreará. Amén.