Perfectos en unidad

Texto base: Juan 17:20-23.

En las predicaciones anteriores, nos hemos adentrado en la oración perfecta de Jesús al Padre, donde ya vimos la súplica que hace por su propia gloria, y ahora seguimos abordando su oración por sus discípulos.

En el mensaje anterior, vimos que Cristo ruega para que sus discípulos sean santificados en la Palabra, es decir, que estando en medio del mundo rebelde a Dios, no vivan como el mundo, sino que se consagren para Él como un pueblo especial, y el medio que Él mismo dispuso para eso es su Palabra Santa. Esto nos confronta fuertemente para entregarnos con diligencia a ser santos para nuestro Dios en toda nuestra manera de vivir, tal como Él es Santo.

El pasaje al que nos exponemos hoy, aborda un tema de mucho interés en nuestros días, que es la unidad entre los creyentes. Muchos, desviándose de la guía infalible de la Palabra, han caído en el extremo de desatender la verdad para lograr la unidad, sin darse cuenta que la unidad sin la verdad es la unidad del infierno. Otros, pretendiendo ser celosos de la verdad, terminan cayendo en el sectarismo, despreciando a quienes son sus verdaderos hermanos sólo porque no opinan exactamente como ellos en cada detalle.

¿Cómo, entonces, debe ser la unidad entre los creyentes? El Señor Jesús nos da un parámetro claro en este pasaje, de modo que para responder esa pregunta, primero debemos considerar cómo es la unidad entre el Padre y el Hijo, y cómo es la unidad que cada uno de los creyentes tiene con Cristo.

     I.        ¿Cuál es el fundamento y modelo de nuestra unidad?

En este pasaje, Cristo enfatiza en que es Uno con el Padre. No es primera vez que se refiere a esta unidad:

Yo y el Padre uno somos” Jn. 10:30.

El que me ha visto a mí, ha visto al Padre… 11 Creedme que yo soy en el Padre, y el Padre en mí” Jn. 14:9,11.

El Padre y el Hijo son uno en esencia, es decir, subsisten en un mismo Ser desde la eternidad. Todo bien, toda virtud y excelencia que hay en el Padre, está también en el Hijo, en el mismo grado, con la misma perfección, y desde la eternidad, porque son Uno. “En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios. Este era en el principio con Dios” (Jn. 1:1-2). Es decir, aunque podemos distinguir al Padre y al Hijo como dos personas, son un solo Ser, junto con el Espíritu Santo.

De esta unión eterna resulta que son uno en conocimiento, en amor y en voluntad. La comunión entre ellos es íntima, estrecha y directa una comunión perfecta y única. Sólo Dios es como es, únicamente Él es Uno y Trino, tres personas que subsisten en un mismo Ser, por lo mismo no vamos a encontrar nada creado que pueda servir para reflejar la Trinidad, ni para compararse a ella, en otras palabras, en ninguna parte vamos a encontrar esta unidad, sino en Dios.

Pero entre el Padre y el Hijo no sólo existe esta unidad que es eterna y que se refiere a su Ser. Cristo es también Uno con el Padre en cuanto a la obra que Él desarrolló en la tierra como Salvador y Mediador de su pueblo. En ese sentido, lo que Cristo dijo e hizo es aquello que vio hacer al Padre, así como nadie lo ha visto nunca: hace las mismas obras del Padre, tiene el mismo poder, la misma autoridad, y toda su obra la hizo en unión perfecta con su Padre. Así, quien ha visto al Hijo ha visto al Padre, y también podemos decir que quien no ha visto al Hijo, no ha visto ni podrá ver al Padre, porque Dios no se manifiesta a la humanidad por otro camino que no sea a través de Cristo.

Y es en ese sentido que Jesús habla de “su Padre”. Y los líderes religiosos lo entendieron bien, por eso dice que “los judíos aun más procuraban matarle, porque… decía que Dios era su propio Padre, haciéndose igual a Dios” Jn. 5:18.

Ahora, siendo cierto que la unidad que Jesús disfruta con su Padre es única, también es algo de lo que se nos invita a participar: La súplica de Cristo es que esa unidad eterna se vea reflejada en quienes formamos parte de su pueblo. ¿En qué sentido, entonces, esa unidad podría verse reflejada en nosotros? En que nos une un vínculo espiritual, en que debemos ser uno en amor, y uno en propósito:

Vemos que la Escritura dice que “…nosotros, siendo muchos, somos un cuerpo en Cristo, y todos miembros los unos de los otros” (Ro. 12:5). También vemos que, tal como el Padre y el Hijo son de una sola voluntad y un solo propósito, la Palabra nos ordena: “Os ruego, pues, hermanos, por el nombre de nuestro Señor Jesucristo, que habléis todos una misma cosa, y que no haya entre vosotros divisiones, sino que estéis perfectamente unidos en una misma mente y en un mismo parecer” (1 Co. 1:10). Y tal como la Palabra dice que "el Padre ama al Hijo" (Jn. 3:35), nos ordena “Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros; como yo os he amado, que también os améis unos a otros” (Jn. 3:34).

De esto concluimos que la unidad entre el Padre y el Hijo no sólo es un ejemplo y un modelo para la unidad que debe haber entre quienes somos cristianos, sino que esa unidad es el fundamento mismo de nuestro vínculo como creyentes. Es decir, sólo podemos ser uno porque el Padre es uno con Cristo, y la manera en que debemos estar unidos, es reflejando la forma en que el Padre y el Hijo son uno.

    II.        ¿Qué es lo que hizo posible nuestra unidad?

Pero Cristo además nos habla de otra unidad que también debemos entender: nuestra unión con Él, “Yo en ellos, y tú en mí” (v. 23). Otros lugares de la Escritura también dan testimonio de esto:

Fiel es Dios, por el cual fuisteis llamados a la comunión con su Hijo Jesucristo nuestro Señor” 1 Co. 1:9.

 “He sido crucificado con Cristo, y ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí. Lo que ahora vivo en el cuerpo, lo vivo por la fe en el Hijo de Dios, quien me amó y dio su vida por mí” Gá. 2:20 NVI.

Es esta unión con Cristo la que nos salva. Cuando creemos en Él, ante Dios ya estamos inseparablemente enlazados a Cristo, de tal manera que su vida en obediencia perfecta se cuenta como si fuese nuestra, fuimos unidos a Él en su muerte de cruz, de modo que Dios considera que morimos junto con Cristo en el Calvario, y debía ser así para que nuestros pecados puedan ser perdonados, porque la paga del pecado es muerte. Pero no sólo eso, también cuando Cristo resucitó, venciendo la muerte, nosotros espiritualmente resucitamos también con Él, y por eso podemos tener la firme esperanza de que nuestros cuerpos también se levantarán de la tumba en el día final.

Sabemos que nuestra vieja naturaleza fue crucificada con él para que nuestro cuerpo pecaminoso perdiera su poder, de modo que ya no siguiéramos siendo esclavos del pecado; porque el que muere queda liberado del pecado. Ahora bien, si hemos muerto con Cristo, confiamos que también viviremos con él” Ro. 6:6-8 NVI.

Los sumos sacerdotes del antiguo pacto, llevaban durante su servicio un pectoral con 12 piedras, que representaban a las 12 tribus de Israel (Éx. 28:21). Cristo, como el gran y definitivo Sumo Sacerdote, llevó al pueblo de Dios espiritualmente sobre sí mismo, mientras se ofreció como sacrificio por el pecado en la cruz, y al vencer sobre la muerte en su resurrección.

Desde el momento en que creemos verdaderamente en Cristo, participamos de su naturaleza, como nos dice la Escritura:

… nos ha concedido Sus preciosas y maravillosas promesas, a fin de que ustedes lleguen a ser partícipes de la naturaleza divina, habiendo escapado de la corrupción que hay en el mundo por causa de los malos deseos”2 P. 1:4 NBLH.

Y participar de su naturaleza quiere decir que hemos sido hechos hijos de Dios, adoptados en Cristo, el Padre nos considera unidos a su Hijo amado, es Él quien nos lleva en sí mismo ante el Padre para unirnos a Él, ya que el Padre y el Hijo son Uno. Nos cubre con su justicia y su perfección, y nos ha comprado por su sangre, somos suyos.

Nuestra unión espiritual con Cristo no es simplemente un simbolismo; todo lo contrario, es una unión real: Cristo mismo acababa de enseñar esto a sus discípulos antes de elevar esta oración por ellos al Padre; en el cap. 15 Él usó la alegoría de la vid para explicar su relación con sus discípulos, y allí vemos que sólo en unión con Cristo, la vid verdadera, es que podemos recibir vida, llevar fruto y ser receptores de cualquier bendición y bien. Tanto así, que quien no está unido a la vid verdadera, será cortado por el Padre y echado al fuego. ¿Qué puede ser más real que esto?

Cuando Dios mora en el Hijo, y éste (por medio del Espíritu) mora en aquellos que han confiado en él, entonces, naturalmente, estos creyentes pasan a participar de todas las riquezas que hay en Cristo; perdón, justicia, amor, gozo, conocimiento, sabiduría, etc. Y cuando todos los miembros de la iglesia universal se hayan convertido en partícipes de estas bendiciones, la iglesia, desde luego, será una, como el Padre y el Hijo son uno” William Hendriksen.

Por eso es que Cristo dice: “… los has amado a ellos como también a mí me has amado” (v. 23). Todos aquellos que aceptan al Hijo, quienes le reciben a Él y al Padre, experimentarán ese amor supremo, sobrenatural, incomparable, ese que existe únicamente entre el Padre y el Hijo. Repitámoslo, por si no ha quedado claro: ¡Dios nos ama con el amor que tiene por su Hijo! Y nuestras vidas son transformadas por la vida de Jesús, que ahora viene a vivir dentro de nosotros. Por lo mismo, nuestra unión con el Padre en Cristo es imposible de romper:

“… ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, 39 ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro” Ro. 8:38-39.

¿Y cómo es que esto se hace real en nosotros? Hasta este punto, probablemente varios se estén preguntando por qué Jesús no menciona al Espíritu en su oración. Sin embargo, es precisamente el Espíritu (mencionado entre los capítulos 14–16) quien hace posible esta unión vital, personal e íntima con Jesús.

 “el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado” Ro. 5:5.

Porque por un solo Espíritu fuimos todos bautizados en un cuerpo, sean judíos o griegos, sean esclavos o libres; y a todos se nos dio a beber de un mismo Espíritu” 1 Co. 12:13.

Nuestra unidad como cristianos, entonces, viene de que estamos primero unidos a Cristo, por medio de un mismo Espíritu. Pero no se piense que esta unidad es simplemente individual, de cada persona por separado con Jesús. Ciertamente incluye a cada uno, pero insertos en un pueblo que Cristo ha formado, un pueblo del que Él es la única Cabeza, y que ha sido formado de quienes el Padre escogió entre los judíos y los gentiles; siendo el Espíritu el que hace morar a Cristo en todos los hijos de Dios:

Porque El mismo es nuestra paz, y de ambos pueblos hizo uno, derribando la pared intermedia de separación, 15 poniendo fin a la enemistad en Su carne, la Ley de los mandamientos expresados en ordenanzas, para crear en El mismo de los dos un nuevo hombre, estableciendo así la paz, 16 y para reconciliar con Dios a los dos en un cuerpo por medio de la cruz, habiendo dado muerte en ella a la enemistad... 18 Porque por medio de Cristo los unos y los otros tenemos nuestra entrada al Padre en un mismo Espíritu. 19 Así pues, ustedes ya no son extraños ni extranjeros, sino que son conciudadanos de los santos y son de la familia de Dios” Ef. 4:14-16, 18-19 NBLH.

Nuestra unión con Cristo, entonces, no es humana, no nació de nosotros, sino que nació en el propósito eterno de Dios, y es una unidad sobrenatural, hecha posible sólo por el sacrificio de Cristo en la cruz, y la obra del Espíritu que nos hace un solo pueblo. Fue el Señor quien nos unió, Él creó la unidad de la Iglesia, pero nos entrega la responsabilidad de mantener esa unidad: “Esfuércense por mantener la unidad del Espíritu mediante el vínculo de la paz” Ef. 4:3 NVI.

   III.        La forma en que debe expresarse nuestra unidad - Aplicación

Por tanto, la unidad de la Iglesia de Cristo, es única. No es como un sindicato, o un club social, una sociedad, una corporación, un partido político o un grupo de interés. No es terrenal, sino que viene de lo alto, y es la única unidad entre seres humanos que perdurará después de la muerte: En la gloria seguiremos siendo hermanos, hijos del Padre Celestial, adoptados en Cristo para vida eterna.

Y esto no es algo que debemos dar por hecho: el Señor nos creó para disfrutar de esta comunión con Él y con su pueblo, pero con la entrada del pecado en la humanidad, ninguna unidad verdadera podía ser posible: entre pecadores, sólo reina el silencio de la muerte y la soledad que viene del egoísmo, las pasiones desordenadas, de los celos, las peleas y las guerras de unos con otros, tanto así que la Escritura dice que sin Cristo vivimos “… en malicia y envidia, aborrecibles, y aborreciéndonos unos a otros” (Tit. 3:3). Aunque estén rodeados de personas, en realidad están profundamente solos.

“… la ruina de la raza humana es que, habiendo sido separada de Dios, está también rota y dispersa en sí misma. Por tanto y en contraste, la restauración de la raza humana consiste en que sea propiamente unida en un cuerpo… el comienzo de una vida bendecida es que todos seamos gobernados, y que todos vivamos solamente por el Espíritu de Cristo” (Juan Calvino).

Cristo nos ha unido como pueblo por su sacrificio, y nos une también en su oración (vv. 20-21). Él lleva ante la presencia de su Padre, a todo el pueblo que recibió de Él para darles vida eterna. Cristo eleva su oración teniendo en mente a todos sus discípulos, de todo tiempo y lugar.

Pero esa unión además tiene un marco: nos une como pueblo en torno a su Palabra, “los que han de creer en mí por la palabra de ellos” (v. 20). Nos une el recibir el testimonio que dieron los Apóstoles del Hijo de Dios que vino al mundo. Estamos unidos a la misma fe de los Apóstoles, somos salvos junto con ellos. Recordemos que antes rogó “santifícalos en tu verdad, tu palabra es verdad”.

Les anunciamos lo que hemos visto y oído, para que también ustedes tengan comunión con nosotros. Y nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo” 1 Jn. 1:3 NVI.

Como la verdadera unidad viene de Dios, siempre irá de la mano de la Palabra, y nunca podrá basarse en el desprecio de la verdad: “Los creyentes, por tanto, deberían siempre anhelar la paz, pero nunca la paz a expensas de la verdad, porque la ‘unidad’ que se ha conseguido por medio de tal sacrificio no merece llamarse así” William Hendriksen.

El Señor Jesús no sólo quiere que te relaciones con tus hermanos, sino que seas uno con ellos. Es una unidad íntima, personal, profunda, espiritual, permanente; es una unidad que debe poder observarse, que es vital para que demos fruto como cristianos (vid), y una unidad que debe perfeccionarse (v. 23). Su oración es que seamos perfectos en unidad, que vayamos creciendo y madurando en esa unidad que Él nos entregó, por tanto esa debe ser también nuestra meta como su Iglesia. Compartimos el haber sido salvados por la sangre de Cristo, compartimos la verdad, compartimos la presencia de Dios en nosotros, juntos somos el templo del Espíritu. ¿Cómo no guardar diligentes esta unidad que se nos ha entregado?

¿Cómo podemos perfeccionar esa unidad? No alcanzaremos la unidad a través de estrategias humanas, sino entregándonos a conocer quién es Dios (Uno y Trino), considerando la salvación que hemos recibido en Cristo y en nuestra unión con Él por medio del Espíritu Santo, y siendo diligentes en conocer la Palabra que el Señor nos dejó por medio de sus testigos, los Apóstoles. Esa Palabra nos da también mandatos, que debemos obedecer para perfeccionar esa unidad.

“… los creyentes, deben ser uno en propósito, en amor, en obras realizadas con y por los demás, y unidos en sumisión a la revelación que han recibido” Donald Carson.

Aquí es importante el hecho de que Cristo unió a personas de toda tribu, pueblo, lengua y nación, de toda edad y contexto social, de distintas épocas y lugares, hombres y mujeres, doctos e iletrados, pobres y ricos; en fin, un mosaico multicolor de pecadores rescatados por gracia y misericordia. Por tanto, no confundamos unidad con uniformidad. La comunión en el Espíritu, no significa que seamos todos idénticos. Si Cristo derribó las paredes levantadas por el hombre, nosotros no podemos volverlas a levantar. Por eso, se equivocan esas congregaciones que intentan levantar iglesias urbanas, iglesias de profesionales, iglesias de migrantes, iglesias para ricos, iglesias para sectores populares, iglesias para jóvenes, etc.; y por eso no estamos de acuerdo con segregar a la congregación por edades, ya que todas estas son divisiones levantadas por el hombre, donde debería haber sólo un pueblo: ese que Cristo rescató, por tanto lo que debemos hacer es ser diligentes en guardar la unidad en el vínculo de la paz, y no comenzar a separarnos por categorías.

En este sentido, no confundas la unidad carnal con la unidad espiritual. Recuerda que todos tenemos necesidades sociales, incluso los no creyentes. Puedes pensar que estás unido con tu hermano sólo porque tienes una amistad con él, o porque te cae bien, o porque pasan buenos momentos juntos, pero quizá esa amistad también la podrían tener personas no creyentes. Por eso debemos ser diligentes en examinarnos.

La unidad espiritual se caracteriza porque es en el marco de la Palabra, porque te lleva más a Cristo, porque te estimula a la obediencia y las buenas obras, y viene de entender que entre mi hermano y yo está Cristo, que ambos pertenecemos a un mismo Señor, que mora en nosotros a través de su mismo Espíritu. Por eso, ¿Qué viene a tu mente cuando te hablo de “un momento de comunión”? ¿Comida, asados, paseos, salidas? ¿Por qué no pensar en visitar a los enfermos juntos, en ir a ver a un hermano en necesidad, en ayudar a un hermano que tiene un problema en su casa y que nada puede darte a cambio de tu servicio, o en juntarte con otros para ir a evangelizar, o para orar juntos y compartir la Escritura? Meditemos en estas cosas.

En todo esto, debes recordar algo: en ti y en mí, la tendencia natural es a la división, no a la unidad. No debemos hacer ningún esfuerzo para que surjan ánimos divisivos en nosotros, en mayor o menor grado. No es necesario que tengamos que disciplinarnos para eso. Todo lo contrario, lo que requiere esfuerzo y disciplina es el guardar la unidad (Ef. 4:3).

Y en esto somos inventores de males, ya que hay muchas maneras y grados en que podemos atentar contra la unidad del Espíritu:

  • Cuando murmuras de tu hermano, aunque sean comentarios a la pasada, de esos simplemente para descargar alguna queja que tienes contra Él, estás hablando mal de quien ha sido rescatado por Cristo y comprado por su sangre. Basta un ligero comentario para sembrar la duda en otro, que luego estorbará la comunión. Con mayor razón, cuando esto ya se vuelve una costumbre, trabajas para que esta oración de Cristo no sea cumplida en la realidad, y más bien pactas una alianza con el diablo para destruir la unidad que Cristo logró, y que en realidad deberías mantener. El suelto de lengua, amigo del chisme y la murmuración, no puede ser al mismo tiempo amigo de Cristo.
  • Cuando no perdonas, negándote a mantener la paz con tu hermano a quien Cristo mismo perdonó. Espiritualmente, te permites seguir cobrando esos $10 a tu hermano, cuando Cristo te perdonó $10 mil millones a ti. Con ese orgullo putrefacto, no sólo dejas de reflejar por completo el carácter de Cristo, sino que rompes la unidad espiritual de la iglesia, y si perseveras en ese pecado, demuestras que aún estás en tinieblas, porque quien ha recibido el perdón de Cristo, no puede retener permanentemente el perdón a su hermano.
  • Cuando formas grupos aparte, donde se juntan siempre entre los mismos, estás erosionando la unidad del Cuerpo de Cristo. Una cosa es que resulta inevitable tener más cercanía con algunos hermanos que con otros, sobre todo si hablamos de una amistad íntima, y otra es formar un grupo aparte, una iglesia dentro de la iglesia, donde disminuyes al máximo el compartir con otros hermanos que no sean los de ese grupo, y terminas anhelando casi exclusivamente la comunión con los de ese clan. Esto no es muy distinto de las amistades terrenales, y puede resultar en el surgimiento de una facción dentro de la iglesia.
  • Cuando prefieres escuchar a hermanos particulares de la congregación, que gustan de enseñar la Escritura por su lado, sin estar en armonía con los pastores de la iglesia, llamados por la Escritura a estar a cargo de la predicación y la enseñanza. Esta es típicamente la forma en que surgen facciones y partidos dentro de las iglesias.
  • Cuando dejas de servir y de dar. Una forma muy sutil, pero muy efectiva de destruir la unidad, es siendo apático e indiferente. Sé irregular, llega tarde, no participes mucho, mantente aparte de las instancias de la congregación, ni siquiera avises cuando no estarás, simplemente limítate a asistir y a dar de tus sobras o con intermitencia (si es que llegas a das algo), y estarás remando en la dirección completamente opuesta a lo que ruega Cristo en su oración, pero estarás colaborando mucho para la causa de satanás y los enemigos de Cristo. Al mundo no le molestan los “cristianos” así. A satanás le resultan de gran utilidad para desanimar a los discípulos y para tentarlos a abandonar la fe cuando se sienten exhaustos y sobrecargados de trabajo, porque deben cubrir el lugar de quienes no están.
  • Otra forma sutil, es enojarte cuando la iglesia no anda exactamente como quieres. Cual experto francotirador, comienzas a disparar con precisión contra pastores, diáconos, miembros, músicos, en fin; contra quien sea que atente contra el ideal de iglesia que tienes en tu mente, ese modelo perfecto que si todos siguiéramos, lograríamos adelantar la gloria y bajar la nueva Jerusalén a la tierra. Cuando eres sabio en tu propia opinión, eres candidato directo a dividir tu congregación.

¿No sabéis que sois templo de Dios, y que el Espíritu de Dios mora en vosotros? 17 Si alguno destruyere el templo de Dios, Dios le destruirá a él; porque el templo de Dios, el cual sois vosotros, santo es” 1 Co. 3:16-17.

Tú y yo somos responsables de guardar diligentes la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz. Cuando somos obedientes al mandato de estar unidos en Cristo por medio del Espíritu, es cuando logramos impactar al mundo, es allí cuando ellos, aun en sus pecados, pueden reconocer que hay un Salvador que transforma vidas, pueden ver que hay un pueblo amado y favorecido por Dios, que refleja su carácter, que anda en amor, que desconoce las diferencias humanas y están unidos por algo que no es de este mundo bajo el pecado, por algo realmente sobrenatural.

No nos confundamos, no impactaremos al mundo por nuestra elocuencia, ni por nuestra inteligencia, ni por nuestra riqueza, ni por nuestros edificios o nuestras multitudes, sino “En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros” (Jn. 3:35). Dios nos ama con el mismo amor que ama a Cristo. Si esto no te motiva a amar a tus hermanos en la comunión del Espíritu, nada lo hará.

Por eso yo, que estoy preso por la causa del Señor, les ruego que vivan de una manera digna del llamamiento que han recibido, siempre humildes y amables, pacientes, tolerantes unos con otros en amor. Esfuércense por mantener la unidad del Espíritu mediante el vínculo de la paz. Hay un solo cuerpo y un solo Espíritu, así como también fueron llamados a una sola esperanza; un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo; un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos y por medio de todos y en todos” Ef. 1:4-6.