Por Álex Figueroa F.

Texto base: Apocalipsis 2:12-17

El domingo pasado vimos que la iglesia de Pérgamo, pese a haberse mantenido firme en la fe durante la persecución, había dejado de lado su deber de ser fiel a la verdad, y había permitido en su seno a falsos maestros y falsos hermanos, que predicaban y vivían según el error.

Vimos que el Señor Jesucristo se dirigió a la iglesia, y le pidió cuentas por haber permitido a estos obreros fraudulentos en medio de ella, con lo que aprendimos que es la iglesia, la asamblea de hermanos en su conjunto, la responsable última preservar la integridad doctrinal y moral, y que es a ella a quien se le demanda el cumplimiento de este deber.

Hablamos también de la responsabilidad de identificar a los falsos hermanos y apartarse de ellos, no admitiéndolos en la comunión en tanto no haya arrepentimiento de su falsa doctrina y de su conducta impía.

Por último, nos referimos al castigo de la infidelidad, enfatizando que abandonar la verdad es abandonar al Señor mismo, porque Él es la verdad. El Señor prometió visitar con juicio a quienes no se arrepintieran de su falsedad, y anunció que pelearía Él mismo con ellos con la espada de su boca. Con esto podemos apreciar que para el Señor la verdad no es un tema transable, no es algo de poca importancia o algo que podemos obviar. Renunciar a la verdad es ofenderlo directamente, y no se tolerará que la iglesia tenga comunión con el error y la maldad.

Concluimos, entonces, que aquel sentimentalismo que se hace llamar amor, y que tolera el pecado y el error no es sino una emoción hipócrita y perversa que ofende al verdadero amor, el amor de Dios, que va de la mano con la verdad y no sella alianzas con la mentira ni con el pecado.

I. Ojos para ver y oídos para oír

El v. 17 comienza diciendo: “El que tiene oído, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias”. Esta frase nos resulta familiar, nos recuerda a una que Jesús solía decir en sus enseñanzas públicas. Por ejemplo, en Mt. 11:15 dice “El que tiene oídos para oír, oiga”.

Esta frase es muy reveladora. Realizando una paráfrasis, podríamos decir “al que le hayan sido dado oídos espirituales para oír y entender este mensaje, que retenga lo que escuchó”. Es que “los oídos para oír” los da Dios, y no provienen del hombre. Lo anterior queda muy claro en Deuteronomio 29:4, “Pero hasta hoy Jehová no os ha dado corazón para entender, ni ojos para ver, ni oídos para oír”.

En nuestro estado de muerte espiritual en nuestros delitos y pecados, nuestros sentidos, nuestra razón, nuestra mente, nuestro corazón está incapacitado para percibir las cosas que son espirituales, y con esto nos referimos a las cosas que vienen del Señor para salvación, porque claro que podemos entregarnos a mucha farsa espiritista y esotérica, pero eso no tiene su fuente en Dios sino que en el reino de las tinieblas.

A lo que nos referimos es que no podemos escuchar la voz de Dios para salvación, ni ver su reino, a menos que Él nos dé ojos para ver y oídos para oír realmente, así como leímos de texto.

Recordemos lo que afirma el Apóstol Pablo: “Pero el hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente” (1 Co. 2:14). Es muy interesante el paralelo entre este texto y el de Deuteronomio 29. Aquí habla de que el hombre natural, el hombre sin el Espíritu Santo, “no percibe las cosas que son el Espíritu de Dios”, y la palabra “percibir” nos evoca algo sensorial, algo a lo que se accede por los sentidos. Y justamente el texto de Deuteronomio habla de “ojos para ver” y “oídos para oír”, es decir, percepción por los sentidos. Pero luego habla de que no han recibido “corazón para entender”, y el Apóstol Pablo va en esta misma línea al decir que el hombre natural no puede entender las cosas del Espíritu, porque se han de discernir espiritualmente. Es decir, los textos calzan perfectamente.

En el libro del profeta Ezequiel dice: “Hijo de hombre, tú habitas en medio de casa rebelde, los cuales tienen ojos para ver y no ven, tienen oídos para oír y no oyen, porque son casa rebelde” (12:2). Aquí nuevamente queda claro el contraste entre el entendimiento físico y el espiritual. Ellos tenían ojos, ¿Qué ojos? Los físicos. Pero no veían. Lo mismo con sus oídos. ¿Cuál era la razón de esto? Dice “porque son casa rebelde”. Su rebelión, su pecado, su maldad es lo que les impedía ver y oír al Señor.

En resumen, necesitamos de una obra sobrenatural del Señor que nos conceda vida espiritual, que nos transforme mediante su Espíritu Santo, para que podamos ver, oír y entender verdaderamente.

Vemos que esta frase “el que tenga oídos para oír, que oiga”, era comúnmente dicha por Cristo en las parábolas. En relación con esto, el Señor dijo:

“[…] Por eso les hablo a ellos en parábolas: »Aunque miran, no ven; aunque oyen, no escuchan ni entienden. En ellos se cumple la profecía de Isaías: »"Por mucho que oigan, no entenderán; por mucho que vean, no percibirán. Porque el corazón de este pueblo se ha vuelto insensible; se les han embotado los oídos, y se les han cerrado los ojos. De lo contrario, verían con los ojos, oirían con los oídos, entenderían con el corazón y se convertirían, y yo los sanaría." Pero dichosos los ojos de ustedes porque ven, y sus oídos porque oyen” (Mt. 13:10-11, 13-16 NVI, cursivas añadidas).

Contrariamente a la creencia popular, Jesús no hablaba en parábolas para hacer el mensaje más entendible al hombre común, sino todo lo contrario: para que los audiencia no entendiera, y así cumplir la profecía citada de Isaías 6:9,10. Es decir, Él determina cuándo dar entendimiento sobre los “secretos del reino de los cielos”, y cuándo privar de ese entendimiento al hombre. Así, se dice en el v. 34b que “Sin emplear parábolas no les decía nada”. Esto se comprueba fácilmente notando que los discípulos le rogaban a Jesús que les interpretara las parábolas, porque ni ellos las entendían.

Un ejemplo práctico de lo que hemos dicho, lo encontramos en el caso de Lidia de Tiatira. Se nos dice que “Entonces una mujer llamada Lidia, vendedora de púrpura, de la ciudad de Tiatira, que adoraba a Dios, estaba oyendo; y el Señor abrió el corazón de ella para que estuviese atenta a lo que Pablo decía” (Hch. 16:14).

Fue esa obra sobrenatural del Señor en Lidia la que la llevó a escuchar a Pablo con esos oídos espirituales que solo Dios puede conceder. Esto nos lleva a maravillarnos. El no entender las Palabra de Dios, el no poder escucharlas ni ver su voluntad eterna y perfecta manifestada en ella, no tiene que ver con un problema de cociente intelectual. Tampoco tiene que ver con estar ciego físicamente, o sordo físicamente. Tiene que ver con que estamos muertos, y necesitamos recibir vida de lo alto para poder comprender y percibir.

Es interesante también que al principio de la carta, el autor se identifica como Jesucristo. Esto lo vemos en el capítulo 1 del libro, y en cada carta se presenta nuevamente mediante atributos que lo identifican. Sin embargo, al final de la carta llama a oír “lo que el Espíritu dice a las iglesias”. Esto nos muestra maravillosamente la unidad de propósito y acción en el Señor, de manera que Cristo escribió esa carta, y el Espíritu escribió esa carta. Fijémonos también en que se está hablando del Espíritu como una persona, es el Espíritu quien escribe a las iglesias. No se habla de Él como una simple fuerza, como afirman falsamente los mal llamados Testigos de Jehová. No es simplemente una energía o una emanación, sino que es el Señor mismo escribiendo personalmente a las iglesias.

Notemos además que esta es una carta dirigida a la iglesia en Pérgamo, y cuando comienza la carta se dirige a ella de manera singular. Sin embargo, ahora habla de lo que se escribe a las iglesias, de manera general. Como decíamos en los mensajes introductorios, las cartas a las iglesias de Apocalipsis fueron cartas con un destinatario específico, en un determinado tiempo, lugar y contexto, pero a la vez son cartas dirigidas a todas las iglesias en todo tiempo, lugar y contexto. Son particulares, pero a la vez universales. El Señor nos bendijo grandemente, porque habló a esta iglesia, pero a través de ella nos habló a todas.

Recordemos otra cosa dicha en los mensajes introductorios. El Señor hace un llamado general. No dice sólo “creyentes de Pérgamo, oigan lo que les estoy diciendo y arrepiéntanse”, sino que dice “el que tiene oído, oiga”. Ese es un llamado genérico, universal, para todo aquél que escuche. Esto confirma lo dicho, el Señor habló a Éfeso, a Esmirna, a Pérgamo y a las demás iglesias, pero en ellas se dirigió a todas las congregaciones en todo tiempo y lugar.

II. Cristo, el maná escondido

Luego prosigue, diciendo “Al que venciere, daré a comer del maná escondido”. Esto es, al que persevere hasta el fin, a quien se mantenga firme en su fe y fiel a Jesucristo, quien no pretenda preservar su vida, sino quien la entregue completamente al Hijo de Dios como sacrificio vivo, santo y agradable al Señor.

A este dará el maná escondido. ¿A qué se refiere con esto? Recordemos lo dicho en los mensajes introductorios. El libro de Apocalipsis está lleno de símbolos e imágenes que grafican realidades espirituales.

Tengamos en cuenta que el Señor alimentó al pueblo de Israel con maná, durante su peregrinaje de 40 años en el desierto, hasta que el pueblo cruzó el Jordán y entró en Canaán. Luego, Moisés dio la instrucción de guardarlo en el arca del pacto, como vemos a continuación:

32 —Esto es lo que ha ordenado el Señor —dijo Moisés—: “Tomen unos dos litros de maná, y guárdenlos para que las generaciones futuras puedan ver el pan que yo les di a comer en el desierto, cuando los saqué de Egipto.” 33 Luego Moisés le dijo a Aarón: —Toma una vasija y pon en ella unos dos litros de maná. Colócala después en la presencia del Señor, a fin de conservarla para las generaciones futuras” (Éx. 16:32-34).

El libro de Hebreos dice “Dentro del arca había una urna de oro que contenía el maná” (He. 9:4). Es decir, el maná estaba oculto, escondido, guardado dentro del Arca del Pacto, que simboliza entre otras cosas, la comunión de Dios con su pueblo, la expiación por los pecados y la santificación del pueblo, y el lugar donde Dios se revelaba con su presencia deslumbrante.

De acuerdo a lo dicho por el comentarista Simón Kistemaker, los judíos esperaban la era mesiánica cuando comerían el maná oculto. Los cristianos, sin embargo, sabían que Jesús es el Mesías y que ya había venido, esa era ya se había inaugurado.

En el hermoso cap. 6 del Evangelio según San Juan, el Señor realizó el magnífico milagro de la multiplicación de los panes y los peces. Con eso daba una potente señal. Moisés sólo había podido rogar para que el Señor alimentara a su pueblo. En contraste, Jesús era quien hacía el milagro de alimentar sobrenaturalmente al pueblo necesitado, Él mismo obró ese milagro. El Señor Jesús era mayor que Moisés. Sólo Dios podía alimentar de esa manera, con un prodigio tan fantástico e imposible de negar, todos podían ver lo que el Señor Jesús había hecho multiplicando los panes y los peces.

El pueblo, como era de esperarse, vio en Jesús una esperanza de comida abundante y gratuita. Por eso lo siguió con ansiedad y expectación luego de que éste dejó esa ribera del lago. Por lo mismo, Jesús los corrigió diciendo: “Trabajen, pero no por la comida que es perecedera, sino por la que permanece para vida eterna, la cual les dará el Hijo del hombre” (v. 27). Nada sacaban con alimentar sus estómagos mortales, si su alma estaba raquítica y sería arrojada junto con su cuerpo al lago de fuego. Jesús les estaba enseñando que Él podía darles otra comida, una que no perecería, que no tenía fecha de vencimiento, que no se podía marchitar ni podrir.

Los del pueblo, neciamente, le pidieron una señal para poder creerle. ¡Recién los había alimentado sobrenaturalmente a ellos mismos! ¡Había alimentado a 5 mil delante de sus ojos! Veamos:

30 —¿Y qué señal harás para que la veamos y te creamos? ¿Qué puedes hacer? —insistieron ellos—. 31 Nuestros antepasados comieron el maná en el desierto, como está escrito: “Pan del cielo les dio a comer.” 32 —Ciertamente les aseguro que no fue Moisés el que les dio a ustedes el pan del cielo —afirmó Jesús—. El que da el verdadero pan del cielo es mi Padre. 33 El pan de Dios es el que baja del cielo y da vida al mundo. 34 —Señor —le pidieron—, danos siempre ese pan. 35 —Yo soy el pan de vida —declaró Jesús—. El que a mí viene nunca pasará hambre, y el que en mí cree nunca más volverá a tener sed […]49 Los antepasados de ustedes comieron el maná en el desierto, y sin embargo murieron. 50 Pero éste es el pan que baja del cielo; el que come de él, no muere. 51 Yo soy el pan vivo que bajó del cielo. Si alguno come de este pan, vivirá para siempre. Este pan es mi carne, que daré para que el mundo viva”.

La revelación de Jesucristo fue impactante. Él estaba diciendo que había bajado del Cielo, que era el Pan de Dios que da vida al mundo. Él es el alimento que debemos comer para poder tener vida, vida eterna, a través de ese alimento que no perece, que no se vence, y que sacia para desterrar para siempre el hambre y la sed.

Todo cristiano, entonces, disfruta ya de este maná escondido de alguna manera. Hemos recibido la vida eterna que hay en Cristo, nos hemos comido este pan, que es su cuerpo que Él entregó para que el mundo pudiera vivir por Él. Este comer su cuerpo y su sangre, que tanto espantó a los judíos quienes lo interpretaron literalmente, implica apropiarse de ese sacrificio, participar de Él. Comer este pan es empaparse de Cristo, incorporarlo y recibirlo de una manera tan íntima y profunda que transforma todo nuestro ser desde lo más hondo, desde dentro, hasta que, como dice el Apóstol Pablo, llegamos a participar de sus padecimientos, para participar también de su gloria y de su victoria.

Pero el que venciere, el que persevere hasta el fin, ese podrá disfrutar de este maná oculto de una manera que no es posible hacerlo en este cuerpo mortal. Recordemos que fuimos salvados, estamos siendo salvados, y seremos salvos. Nuestra salvación se despliega en estas 3 facetas. Por eso, aunque ahora podemos disfrutar de la comunión con Cristo y de la vida que hay en Él, no lo estamos haciendo de manera completa, perfecta, consumada, en su manifestación final.

El que venciere, en cambio, se refiere a quien ha llegado al fin, que ha corrido la carrera y ha peleado la buena batalla, a quien disfrutará ya de la presencia de nuestro Señor. Él podrá gozar del pan de vida directamente, estará en la gloria de Cristo, estará ya saciado eternamente con este maná escondido, guardado para la manifestación final.

Por ahora, este maná está escondido del mundo, pero nuestra vida está escondida en Él, y será manifestada cuando todo se consume: “… ustedes han muerto y su vida está escondida con Cristo en Dios. 4 Cuando Cristo, que es la vida de ustedes, se manifieste, entonces también ustedes serán manifestados con él en gloria” (Col. 3:3-4).

Esto contrastaba con el alimento podrido e inmundo de los seguidores de Balaam, que comían comida sacrificada a los ídolos.

III. Nueva identidad en Cristo

Luego el Señor Jesús promete al que venciere: “… le daré una piedrecita blanca, y en la piedrecita escrito un nombre nuevo, el cual ninguno conoce sino aquel que lo recibe”.

¿A qué se referirá con la piedrecita blanca? Se han brindado diversas explicaciones e interpretaciones, muchas de ellas bastante rebuscadas. Algunos dicen que en el pectoral del sumo sacerdote había 12 piedras, cada una de las cuales tenía escrito el nombre de una de las tribus (Éx. 28:21). Así, este pasaje querría decir que delante de Dios siempre habrá una piedra blanca con el nombre de cada creyente escrito en ella. Otros dicen que se trata de una piedra en la cual está escrito el nombre de Cristo, ya que este nombre está escrito en la frente de todo creyente:

Luego miré, y apareció el Cordero. Estaba de pie sobre el monte Sión, en compañía de ciento cuarenta y cuatro mil personas que llevaban escrito en la frente el nombre del Cordero y de su Padre” Ap. 14:1

El trono de Dios y del Cordero estará en la ciudad. Sus siervos lo adorarán; 4 lo verán cara a cara, y llevarán su nombre en la frente” (Ap. 22:3-4).

En cualquier caso, hay cierto consenso en los comentaristas en que esta piedrecita otorgaría el acceso a un banquete triunfal en honor de los vencedores. En esa época, se usaban pequeñas piedras blancas como una especie de boleto de entrada, lo que en este caso se referiría al banquete celestial, a las bodas del Cordero.

Recordemos también que en épocas antiguas, cuando un rey nombraba algo o a alguien, él estaba de ese modo proclamando dominio o propiedad sobre esa posesión o individuo. En esta piedrecita, el Señor nos está dando un nuevo nombre, declarando que somos suyos, que hemos recibido una nueva identidad en Él, quien renueva todas las cosas. Esto nos recuerda lo dicho por el Apóstol Pablo: “De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas” (2 Co. 5:17).

En la Biblia, entonces, se atribuye una importancia especial a los nombres y su significado, y frecuentemente Dios renombraba a personas marcando con ese acto que desde ese momento eran sus servidores y le pertenecían; y en muchos casos el Señor ordenó poner un nombre a ciertos hijos, como es el caso de Isaac y del mismo Jesús.

Ahora llevamos el nombre de Cristo, nuestro Señor, escrito en la frente, está sellado para siempre en nuestras vidas. Pero el que persevere hasta el fin, aquél que ya haya llegado a la consumación de su carrera, recibirá ese nombre de manera perfecta, manifiesta, consumada.

Reflexión Final

En un mundo donde hay tantas voces que intentan seducirnos para que las sigamos, debemos estar muy atentos a lo que el Espíritu dice a las iglesias. De esta carta hemos aprendido que el Señor estima el sufrimiento fiel de sus santos, que se mantienen firmes en la verdad y que lo siguen a pesar de la persecución, pero que no tolera el error, la falsedad ni la mentira en medio de su iglesia.

Esto es de particular importancia en momentos en que la verdad es pisoteada, y donde muchos llaman a una unidad que se basa en dejar de atender lo que las Escrituras dicen, sellando alianzas que implican sacrificar elementos esenciales de nuestra fe. Eso no es amor, sino rebelión contra Dios y su Palabra.

Por otra parte, debemos asegurarnos de haber comido este Pan de Vida que descendió del Cielo. ¿Estás saciado en Él o sigues ansioso, insatisfecho buscando el alimento chatarra de este mundo? ¿Es Él tu satisfacción y plenitud, o buscas tu comida en el basural de los placeres de este mundo? ¿Has recibido verdaderamente a Cristo en tu vida, ese pan que lo transforma todo desde lo más profundo de tu ser?

Cristo, el Pan de Dios, vino al mundo para que pudiéramos tener vida en Él. Come este pan, y no tendrás hambre y sed nunca más. Sáciate de su gracia y de su amor inagotable, recibe de Él el poder para perseverar hasta el fin y vencer, benefíciate de su obra redentora, del precio que pagó, del sacrificio que consumó para que tuviéramos vida.

Por último, ¿Dónde está tu identidad? ¿Tu identidad es “chileno”, “santiaguino”, “chilote”? ¿Tu identidad es la del ciudadano promedio, con sus mismas aspiraciones, gustos, metas a cumplir en la vida, codicia de bienes, de fama, prestigio, reputación, reconocimiento; todo ello propio de personas muertas y en tinieblas? ¿Tu identidad está en un género musical, en una universidad, en un partido político? ¿La sacaste de una teleserie, de una novela, de una película? ¿Has sido renovado en Cristo, de tal manera que puede decirse que tu vida está escondida con Cristo en Dios, y que estás juntamente crucificado con Él?

Recordemos aquí el testimonio de un joven diácono de Viena, mártir en tiempos del imperio romano, en el s. II poco después de la carta a Pérgamo.

«Soy cristiano». El joven no dijo nada más mientras se mantenía de pie ante el gobernador romano. Su vida pendía de un hilo. Sus acusadores lo apresaron nuevamente con la esperanza de hacerlo errar o forzarlo a retractarse. Sin embargo, una vez más respondió con la misma frase de apenas dos palabras: «Soy cristiano»… Al joven se le decía repetidamente que renunciara a la fe que profesaba. No obstante, su resolución era impertérrita: «Soy cristiano». Sin importar qué le preguntaran, siempre dio la misma respuesta. De acuerdo con Eusebio, el historiador de la iglesia, Sanctus «se ciñó a sí mismo [contra sus acusadores] con tal firmeza que ni siquiera habría dicho su nombre, la nación o ciudad a la que pertenecía, si tenía vínculos o era libre, sino que en lengua romana respondió a todas sus preguntas: “Soy cristiano”». Cuando finalmente llegó a ser obvio que no diría nada más, fue condenado a tortura y a la muerte pública en el anfiteatro. El día de su ejecución, se le obligó a sufrir el acoso, a ser sometido a las bestias salvajes y a sujetarse a una silla de hierro ardiente. Durante todo esto, sus acusadores continuaron tratando de quebrantarlo convencidos de que su resistencia se fracturaría bajo el dolor del tormento pero, como narra Eusebio: «Sin embargo, ellos no escucharon una palabra de Sanctus excepto la confesión que había pronunciado desde el principio». Sus palabras mortales hablaron de un compromiso inmortal. Su grito concentrado fue constante durante todo su sufrimiento. «Soy cristiano». Para Sanctus, toda su identidad, incluido su nombre, ciudadanía y status social, se encontraba en Jesucristo. Por ello, no pudo dar mejor respuesta a la pregunta que se le hizo. Era cristiano y esa designación definía todo sobre él” (Esclavo - John Macarthur, pag 7 – 8). El Señor nos ayude.