Para entender adecuadamente el mensaje de Hageo, como ocurre con cualquier libro de la Biblia, debemos tener en cuenta que está en un contexto, el que está dado por el libro de Esdras.

Recordemos que debido a su continua desobediencia y las abominaciones que cometieron delante del Señor, los judíos habían sido llevados cautivos a Babilonia, situación que se prolongó por 70 años. Luego de estos 70 años, el Señor tuvo misericordia de este pueblo rebelde, y despertó el corazón del rey Ciro de Persia para que les permitiera volver del cautiverio y reconstruir la ciudad de Jerusalén y su templo. Este regreso de los judíos desde la cautividad es lo que nos relata el libro de Esdras.

Sin embargo, y luego de un largo y trabajoso viaje, el pueblo de Dios enfrentó diversos obstáculos en la reconstrucción. Los pueblos que vivían en la zona no querían que se reconstruyera Jerusalén ni su templo, por lo que se les opusieron primero con engaños, y luego con violencia. Esta oposición intimidó al pueblo de Dios y retardó la obra casi dos décadas.

Ante todos estos ataques desde el frente enemigo, el pueblo de Dios se desanimó y abandonó la reconstrucción. Cada uno comenzó a preocuparse por sus propios asuntos, y al parecer muchos empezaron a excusarse diciendo: “todavía no es tiempo de reconstruir la Casa de Dios”.

En este contexto es que comienza el capítulo 5 del libro de Esdras: «Profetizaron Hageo y Zacarías hijo de Iddo, ambos profetas, a los judíos que estaban en Judá y en Jerusalén en el nombre del Dios de Israel quien estaba sobre ellos. Entonces se levantaron Zorobabel hijo de Salatiel y Jesúa hijo de Josadac, y comenzaron a reedificar la casa de Dios que estaba en Jerusalén; y con ellos los profetas de Dios que les ayudaban» (vv. 1-2)

Pero ¿Qué fue lo que profetizaron estos hombres, que animó al pueblo de Dios a seguir con la reconstrucción? Hoy analizaremos las palabras del profeta Hageo, y nos concentraremos en lo que Dios dijo a su pueblo a través de él.

     I.        La situación espiritual del pueblo

(vv. 1-5,9) Como dijimos, los diversos obstáculos puestos por sus enemigos habían hecho estragos en el ánimo y la motivación del pueblo de Dios. Nuestra carne sigue batallando en nosotros mismos, en contra del Espíritu del Señor (Gá. 5:17), y a veces todo lo que necesitamos es una buena excusa para dejar de cumplir con nuestros deberes espirituales. La misma dolencia leve que no te impediría ir a trabajar, el día domingo te parece un monte Everest, y te convences de que estás del todo impedido para congregarte. Una lluvia repentina que no te sería obstáculo para ir al cine, el día domingo luce como un peligro suficiente para ausentarte de la reunión. Por alguna razón, siempre estamos prestos a dejar nuestra posición en la obra de Dios, y cualquier excusa será útil con este objetivo.

El hecho es que el Señor les había dado una obra para que hicieran: ellos debían reconstruir el templo: “En el primer año del reinado de Ciro, rey de Persia, el Señor dispuso el corazón del rey para que éste promulgara un decreto en todo su reino y así se cumpliera la palabra del Señor por medio del profeta Jeremías. Tanto oralmente como por escrito, el rey decretó lo siguiente: 2 «Esto es lo que ordena Ciro, rey de Persia: »El Señor, Dios del cielo, que me ha dado todos los reinos de la tierra, me ha encargado que le construya un templo en la ciudad de Jerusalén, que está en Judá. 3 Por tanto, cualquiera que pertenezca a Judá, vaya a Jerusalén a construir el templo del Señor, Dios de Israel, el Dios que habita en Jerusalén; y que Dios lo acompañe” (Esd. 1:1-3).

Ellos no estaban obedeciendo esa instrucción. Para eso habían inventado una excusa: “todavía no es el momento apropiado para ir a reconstruir la casa del Señor”. Es decir, estaban desobedeciendo, pero cubrían esto con un barniz de aparente devoción, incluso con un aire de sabiduría. Parecían muy prudentes, si uno mira a la rápida, pareciera que ellos simplemente están esperando el tiempo del Señor.

Sin embargo, estaban siendo cobardes, flojos y cómodos. La instrucción del Señor era clara y en ningún momento cambió. Ellos se habían intimidado por la oposición que encontraron, y eso los hizo pensar en que era mejor no obedecer, y se inventaron la mentira de que Dios a lo mejor había cambiado de plan y debían esperar una señal que les dijera cuál era el tiempo indicado.

¿Cuánto nos parecemos a este pueblo desobediente? Decimos que queremos obedecer a Dios, con nuestros labios afirmamos que queremos servirle, pero apenas la pista se pone un poco difícil, comenzamos a condicionar la obediencia, o a dilatarla. “Voy a esperar el tiempo adecuado para obedecer”, es lo mismo que decir “voy a desobedecer hasta que me parezca que no debo seguir desobedeciendo”. Es una confesión muy necia, es una mentira que nos llevará a la ruina y la destrucción.

A veces nos convencemos de que estamos actuando piadosamente y afirmamos “yo simplemente estoy esperando para saber cuál es la voluntad de Dios”. Creemos que nos falta luz, pero no necesitamos más luz, sino más obediencia, porque el Señor ya nos ha dicho claramente lo que debemos hacer, y también ocupa a pastores y hermanos para aconsejarnos y que nos reafirmen lo que está escrito en la Palabra, pero nosotros buscamos excusas y justificaciones para no hacer lo que debemos.

La obediencia es hoy y es ahora, de lo contrario es desobediencia. La obediencia que se pospone, es desobediencia. La Escritura señala que Dios no puede ser burlado. Cuando afirmamos que estamos buscando la voluntad de Dios, siendo que la Escritura nos ordena claramente hacer algo, estamos menospreciando la Palabra de Dios, estamos diciendo al Señor que no nos basta lo que Él ha dicho y lo que ha ordenado, que queremos una señal, algo distinto de su voluntad ya revelada. Lo que buscamos secretamente es que Dios se amolde a nuestra voluntad, en vez de nosotros amoldarnos a la voluntad de Dios.

Pero la flojera que uno puede observar en este pueblo cuando se trata de obedecer al Señor, cambia cuando se trata de vivir para ellos mismos. El Señor los exhortó directamente a través de Hageo, diciendo: “«¿Acaso es el momento apropiado para que ustedes residan en casas techadas mientras que esta casa está en ruinas?»” (v. 4). Ellos habían dejado abandonada su obra en la casa de Dios, pero en cuanto a ellos, se habían dedicado a construir sus casas, incluso con arreglos especiales. La palabra ocupada aquí (“artesonadas”), nos indica que sus casas estaban muy bien construidas y adornadas.

Quizá uno de los grandes males de nuestro tiempo es la indiferencia de la iglesia a su llamado y misión. Parece que resulta más interesante a quienes dicen ser cristianos el estar entretenidos en eventos y distintas actividades recreativas, antes que cumplir su misión de columna y baluarte de la verdad en el mundo. Sus miembros están ocupados en momentos recreativos con sus familias, en su trabajo, en su entretención, en ser felices, en aquello que llaman ‘vida’ pero que en realidad es solo una triste y pálida imitación de la verdadera vida, aquella que Cristo da en abundancia y plenitud.

La situación del pueblo de Dios que recibió esta exhortación, es muy parecida a la de la Iglesia actual, en donde reina la apatía, el egoísmo, la comodidad, la flojera cuando se trata de servir al Señor, pero el entusiasmo cuando se trata de construir nuestra propia vida, tanto así que el cristianismo pareciera ser un dato más en la ficha personal, comparable a los gustos musicales o al color preferido.

Toda esta situación nos dice mucho del estado espiritual del pueblo. Si el templo estaba en ruinas, eso significaba que la adoración también estaba en ruinas, porque el templo era el lugar en el que el pueblo adoraba. Su devoción al Señor estaba por el suelo.

¿Cuánto te has preocupado de satisfacer tus propios intereses en comparación a los intereses y voluntad  de Dios? ¿Cuánto has invertido en tus propios planes, tus propias conquistas, tu propio imperio, tu propia casa; en comparación a lo que has hecho para el avance del Reino de Dios?

   II.        La reprensión del Señor

Aun sabiendo de esta actitud del pueblo, el Señor los fue a buscar enviándoles a Hageo, quien los llamó a meditar en sus caminos y les recordó lo que el Señor ya había mandado desde un comienzo: «Vayan ustedes a los montes; traigan madera y reconstruyan mi casa» (v. 8). ¿No se dan cuenta de que la casa de Dios está en ruinas? ¿No se dan cuenta que deben construir el templo del Dios vivo en el mundo? ¿Cómo se les ocurre que su propia casa es más importante que la Casa de Dios?

A eso llamó Dios a su pueblo, y es el mismo llamado que nos hace hoy. Debemos establecer prioridades en nuestra vida, determinar qué es lo primero y principal, y qué cosas quedarán subordinadas a ese objetivo.

Lo que este pueblo estaba haciendo con su actitud era decirle al Señor: “mira, en este momento no tengo tiempo para servirte en mi agenda. Déjame arreglar algunos asuntos y luego te serviré. Déjame encontrar el momento adecuado, debo hacer algunas cosas primero. Apenas encuentre el momento, tomaré el arado y trabajaré en tu obra”.

Cuando tratamos que el Señor calce en nuestra agenda, Él no calzará. No encontrarás tiempo para Él. No le servirás. Quizá te inventes una imagen reducida de Dios, un “dios” al que puedas servir en lo que te queda de tiempo, en lo que te sobra, si es que te sobra. Pero ese no es el Señor soberano del universo, el Dios todopoderoso, el Cristo glorioso. A Él debemos toda nuestra vida, todo nuestro ser, y todo lo que hagamos. Recordemos lo que nos dice el Apóstol Pablo: “ya sea que coman o beban o hagan cualquier otra cosa, háganlo todo para la gloria de Dios” (1 Co. 10:31).

Entonces, no se trata de hacer que el Señor calce en nuestra agenda, sino que nosotros debemos descubrir cuál es la agenda de Dios, y somos nosotros los que debemos amoldarnos a ella. El Señor no es nuestro genio de la lámpara, un ser con poderes que hará lo que nosotros queramos y se someterá a nuestros deseos. A veces adoptamos esa filosofía del “Dios es mi copiloto”. ¿Han escuchado una frase más soberbia que esa? Estás diciendo con ella “Dios, yo manejo, yo controlo, yo dirijo, tú me acompañas y me proteges para que yo llegue bien donde quiero llegar”. Frecuentemente vivimos de esta manera, cuando debiéramos reconocer que el Señor es nuestro piloto, y nosotros somos simplemente una herramienta en sus manos.

¿Quién, entonces, establece la agenda en tu vida, tú o el Señor? ¿Quién establece las prioridades? ¿Quién está en control?

El mundo nos ofrece muchas alternativas, entre ellas: Ser exitosos profesionalmente, formar una familia, ser ricos, comprar propiedades, ser felices, ser reconocidos o famosos, disfrutar de los placeres de la vida, y un largo etcétera. Muchas de estas cosas no son malas ni pecaminosas en sí mismas, pero si las buscamos como prioridad terminaremos perdiendo nuestra alma, y caeremos en idolatrar esas cosas que buscamos. Estas cosas mencionadas sólo tendrán un sentido correcto si vienen como consecuencia de nuestra sumisión a Dios y a su Palabra, y si son puestas a los pies de Cristo.

Como cristianos, ya sabemos lo que debemos buscar: «Mas buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas» (Mt. 6:33). Esta frase está dicha justamente en un contexto en el que Jesús está hablando de lo que los gentiles buscan y aquello por lo que se afanan: la comida, la bebida, la vestimenta. Estas cosas no deben ser la prioridad ni motivo de preocupación para el pueblo de Dios. Cristo nos llama a asumir que somos parte de un Reino con prioridades distintas, y que por tanto debemos pensar a la altura de ese Reino, y comportarnos a la altura de ese Reino.

Debemos buscar primeramente el Reino de Dios, lo que implica dar a Dios la prioridad debida, justamente a lo que nos llama Hageo.

¿Pero qué implica buscar el Reino de Dios? Es perseguir incesantemente y reconocer su soberanía sobre todas las cosas y todas las áreas de nuestra vida, de la iglesia y de la sociedad; su gobierno sobre los corazones redimidos, es decir, sobre su pueblo, y la restauración final de todas las cosas. ¿Habrá un fin más alto para el alma humana que el buscar estas cosas? Mientras nos preocupamos de buscar y perseguir este Reino, Él promete que añadirá todas las cosas que necesitamos, y que para quienes no conocen a Dios son la prioridad y el centro de sus vidas.

«¿Qué aprovechará al hombre, si ganare todo el mundo, y perdiere su alma?» (Mt. 16:26). Nadie podría ganar el mundo entero. Muchos hombres lo han intentado a lo largo de los siglos y han logrado grandes conquistas y notables imperios, pero jamás se han acercado siquiera a ganar el mundo entero. Sin embargo, aun cuando lo hubieran hecho, eso no los habría salvado si su alma seguía perdida. El más pobre de los mendigos que haya visto salvada su alma, ha sacado más provecho de su paso por esta tierra que el más glorioso y exitoso de los conquistadores que haya muerto sin rendirse a Cristo.

El Señor Jesús nos dice que aun quien logre todos los objetivos terrenales y llegue a la cima total y absoluta de la existencia en el mundo, conquistando todo el conocimiento, todos los reinos, todos los mares, todos los pueblos, naciones y lenguas; ha hecho algo completamente inútil e inservible si su alma sigue perdida. ¿Estás cerca de lograr algo así? ¿Tus objetivos personales insignificantes tienen alguna comparación a conquistar todo el mundo? Aun quien conquistara todo el mundo, sería completamente incomparable al más pequeño y humilde en el Reino de Dios.

El llamado de Dios a través de Hageo, entonces, fue a reflexionar en los propios caminos. El Señor los estaba haciendo reaccionar, ya que por años se habían volcado a sus asuntos personales, dejando de lado la obra de Dios, siendo ellos los encargados de representar a Dios en el mundo como su pueblo, su nación santa y escogida.

(vv. 6-7, 9-11) Por otra parte, el Señor confronta al pueblo con su desobediencia y su apatía. Ellos habían desatendido su llamado, y se habían volcado a su satisfacción personal. Esto había traído como consecuencia que toda su labor fuera infructuosa y estéril. Evidencia a su vez la disciplina de Dios sobre ellos, lo que es equivalente a decir el amor de Dios sobre ellos, «Porque el Señor al que ama, disciplina» (He. 12:6).

Lo peor que puede acontecer a quien está en rebeldía contra Dios, es que le vaya bien. «Porque el desvío de los ignorantes los matará, Y la prosperidad de los necios los echará a perder» (Pr. 1:32). La prosperidad de quien se aparta de Dios simplemente lo engañará, haciéndole pensar que está bien y que cuenta con el favor de Dios. Para quienes están en esta situación, y en palabras del Salmo 73, la prosperidad es un deslizadero, un terreno resbaladizo en el que se impulsan hacia su propia perdición.

En contraste, Dios muestra su misericordia disciplinando a sus hijos, quitándoles la prosperidad y el bienestar para que se vuelvan a Él, haciéndoles entender con ello que el bien y la plenitud no se encuentran en las posesiones materiales, sino en el conocer y amar al Señor. En su necesidad y desesperación, los hijos de Dios se percatan de lo vacío y sin sentido de poner la esperanza en los bienes, y claman al Señor por misericordia y fidelidad a su pacto.

¿Cómo está tu vida ahora? ¿Parece que por más que trabajas, tu esfuerzo se desvanece y no logras sino hundirte cada vez más? ¿Siembras bajo el sol inmisericorde y no cosechas más que angustias y afanes? ¿No será que Dios te está queriendo decir algo?

No predicamos el falso evangelio de la prosperidad. No creemos que si sigues a Dios serás rico, ni pensamos que si eres pobre necesariamente se debe a tu pecado. Pero el texto nos muestra que existe cierta relación entre el ser fiel a Dios y la tranquilidad financiera, y entre ser rebelde a Dios y la aflicción económica.

Haciendo eco del llamado de Dios a meditar sobre nuestros caminos, te pido que mires tu vida y reflexiones: ¿Se deberá tu falta de fruto a que estás desobedeciendo un llamado de Dios a trabajar? Es muy probable que tus preocupaciones financieras y lo vano de tus esfuerzos se deba a que escogiste mal las prioridades. Es posible que el Señor te esté apretando y afligiendo para que de una vez por todas te vuelvas a Él y le obedezcas, y dejes de trabajar para lo que no aprovecha.

Dijimos ya que no solo importa trabajar, sino para qué, y para quién trabajamos. Jesús dijo: «Trabajad, no por la comida que perece, sino por la comida que a vida eterna permanece, la cual el Hijo del Hombre os dará; porque a éste señaló Dios el Padre» (Jn. 6:27). ¿Estás trabajando solo por la comida que perece? ¿Esa comida que si la comes se va luego por la alcantarilla, y si no la comes se pudre y ya no sirve más?

La misma exhortación se repite una y otra vez: «Meditad bien sobre vuestros caminos». Si cada día que te levantas y vas a tu trabajo no tienes en mente el avance del Reino de Dios, solo estás trabajando por la comida que perece, y para el día final no habrás desarrollado ningún talento de los que el Señor te entregó para que los administraras. Lo que el Señor te dirá en aquél día será: «Siervo malo y negligenteal siervo inútil echadle en las tinieblas de afuera; allí será el lloro y el crujir de dientes» (Mt. 25:26, 30). Si tu trabajo no es para Dios, entonces no eres siervo de Dios. No sirves a Dios, sino a ti mismo y a tus propios intereses.

Lo mismo si no trabajas en tu iglesia con el don que el Señor te ha entregado, porque cada uno de sus hijos ha recibido al menos un don para beneficio de todo el cuerpo. Una vez más te pregunto, ¿Dónde está yendo tu esfuerzo? ¿Al saco roto de los intereses personales, o a la construcción, el progreso y el avance del Reino de Dios?

Si te fijas bien, no afirmé que el trabajo para el Reino de Dios era solo el que haces en la iglesia. Lo haces en cada instante de tu vida. Puedes ser un médico, un albañil, un taxista o una empleada doméstica, un Senador o una dueña de casa trabajando para el Reino de Dios. La clave es la motivación con que obras con tus manos, es para quién trabajas, a quién dedicas tu esfuerzo. Una vez más, si no es para el Reino de Dios, entonces es trabajo muerto, que puede producir dinero ahora, pero que no significa nada en la eternidad.

El Señor tiene el poder sobre el cielo, el viento, la lluvia, el sol, los mares, los ríos y la tierra, sobre todos los elementos y los tiempos, y Él hará que todos ellos actúen en tu contra si tu voluntad se resiste a trabajar para Él, o si es negligente en cumplir su mandato, porque «¡Maldito el que sea negligente para realizar el trabajo del Señor!» (Jer. 48:10), y sí, ciertamente lo que hagas estará bajo maldición si no es para el Rey de todas las cosas. ¡Reflexiona sobre tus caminos! ¡Rinde ahora mismo tu vida y no esperes más! ¿Cuánto más seguirás luchando con Dios?

 III.        Reacción del pueblo a la exhortación

(vv. 12-14) Al escuchar la exhortación de Hageo, se nos dice que «… temió el pueblo delante de Jehová» (v. 12). Tal como empezó todo, cuando el Señor despertó el corazón de Ciro rey de Persia y el corazón  de los jefes de familia, nuevamente es Dios quien actúa despertando los corazones de su pueblo y especialmente de sus líderes, para llevar la obra adelante.

Vemos también que una vez más, esta obra de despertar el corazón de su pueblo se lleva a cabo a través de la Palabra de Dios, que primero es oída y luego puesta por obra. El Señor siempre obra mediante la Palabra. La misma fe viene por el oír la Palabra de Dios (Ro. 10:17). El pueblo de Dios, entonces, debe vivir por y según la Palabra de Dios.

Notemos algo: el pueblo no se quedó en decir “amén”. No es que simplemente les pareció bonita la Palabra, o que les pareció bíblica la exhortación de Hageo. Ellos actuaron según lo que oyeron que dijo el Señor. Ellos tomaron medidas concretas. Es lo que nos dice Santiago: “No se contenten sólo con escuchar la palabra, pues así se engañan ustedes mismos. Llévenla a la práctica” (1:22). Al Señor no se le honra solo con buenas intenciones. Lo honramos con vidas transformadas, con frutos de arrepentimiento que son olor fragante delante de Él, con obediencia que adorna nuestra fe.

Sobre esto, ¿Cómo piensas servir al Señor? ¿Qué decisiones y medidas has tomado en tu vida para servirle de mejor manera? ¿Cómo piensas ocupar los dones que el Señor te ha dado para servir al Señor, a tus hermanos y a tu prójimo este año 2016? ¿Cuál es tu proyecto de servicio este año? ¿Qué harás en la congregación, en qué trabajarás? Quizá estas preguntas son demasiado pretensiosas. Preguntemos algo de menor escala: ¿Qué medidas concretas tomaste para tu vida, debido a lo que escuchaste en el sermón de la semana pasada? ¿De qué manera lo que Dios habló a tu vida en ese sermón, se reflejó en un cambio concreto?

Notemos, además, otra cosa: para construir el templo, era preciso que todos trabajaran. Unos debían cortar madera, otros debían transportarla, otros debían ubicarla en la construcción, otros dirigían la obra, otros cortaban piedra, otros trabajaban con oro y otros metales para hacer los utensilios y los adornos, otros se preocupaban de las telas, y aun otros tendrían que preocuparse de los sacrificios y de los distintos servicios. Esto no era un trabajo para unos pocos. No era un trabajo para los líderes, o para un grupito de voluntarios. Era un trabajo para todos.

¿Será distinto en nuestro caso? Está escrito: “… a cada uno se le da la manifestación del Espíritu para el bien común” (1 Co. 12:7). También dice: “Cada uno ponga al servicio de los demás el don que haya recibido, administrando fielmente la gracia de Dios en sus diversas formas” (1 P. 4:10). En otras palabras, tú, cada uno de nosotros que estamos aquí, hemos recibido un ministerio, un don para servir a los demás, todos, absolutamente todos tenemos una obra que realizar en la congregación y en la sociedad. Tal como a este pueblo que recibió la exhortación de Hageo, tú has recibido un trabajo que hacer. ¿Lo harás? ¿Obedecerás? Quien no ponga sus manos a la obra, encontrará una excusa para permanecer ocioso, y ocio es rebelión.

 IV.        El Señor anima a su pueblo a trabajar

(2:4) El Señor no solo reprende y disciplina a su pueblo, sino que también los anima a seguir adelante. Esto nos muestra una vez más que el Señor es bueno, y para siempre es su misericordia, ya que podría simplemente habernos dejado en nuestra rebelión y castigarnos por ello, pero nos corrige, nos restaura y nos anima a retomar la obra, a reasumir nuestra misión.

Anima a los líderes Zorobabel y Josué, y también a todo el pueblo para que cobren ánimo y trabajen. Les dice «esfuérzate… cobrad ánimo… trabajad». ¿Por qué? «… porque yo estoy con vosotros». ¡Qué hermoso consuelo! ¿Cuánto daríamos por escuchar a Dios diciéndonos eso hoy? ¡Pero Él ya lo ha dicho! En uno de los pasajes más conmovedores de la Biblia, Cristo nos dice «… he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt. 28:20). ¡Qué hermosa promesa! Todos los días, lo que incluye precisamente este día, y mañana, y pasado mañana, y todos los que le sigan hasta el fin del mundo, Cristo está con su iglesia, Cristo acompaña y fortalece a su pueblo, lo que nos incluye a nosotros esta mañana. Y «Si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros?» (Ro. 8:31).

Sólo pensemos, razonemos con Pablo en Romanos 8. Si Dios nos entregó a su Hijo, ¿Cómo no nos dará con Él todas las cosas? Si Dios ya entregó a su Hijo para pagar nuestra deuda, ¿Quién nos podría condenar? ¿Quién podría anular la obra de Dios? ¿Quién podría separarnos del amor de Cristo, que ya fue derramado en nosotros por el Espíritu Santo? Podemos confesar seguros junto al Apóstol Pablo que «… ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, 39 ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro» (Ro. 8:38-39).

Entonces, podemos refugiarnos y consolarnos con las mismas Palabras de Dios a través de Hageo: «yo estoy con vosotros», y mucho más que ellos, porque ellos miraban hacia adelante, y murieron esperando la venida del Mesías. ¡Nosotros ya tenemos la plena revelación de Dios en Cristo! ¿Cuánta mayor ha de ser nuestra seguridad? Ellos no supieron del amor de Dios en Cristo, ¡Nosotros sí! Por tanto, no tenemos excusa para no trabajar. Ahora solo queda poner manos a la obra.

(vv. 6-7) Cristo ha venido, habitó entre nosotros, murió en nuestro lugar para que nosotros pudiéramos tener vida en Él, se hizo criminal por nosotros, los criminales, para que nosotros pudiéramos ser justos en Él. Ha llenado su Casa de gloria, la Iglesia es el templo que Él está edificando con nosotros, las piedras vivas. Tú y yo somos ladrillos de este hermoso templo espiritual que es la Iglesia. ¿Cómo no disponernos a ser útiles en sus manos? ¿Cómo no entregarnos completamente a servirle y serle fieles?

¿Cuáles son tus prioridades? ¿En qué inviertes tu tiempo, tus pensamientos, tus anhelos y tu dinero? ¿Dónde están tus afectos? La respuesta a estas preguntas determina cuál es tu dios. El Señor te llama hoy a meditar en sus caminos, a ordenar tus prioridades, dándole a Él el lugar que le corresponde. Él es el Alfa y la Omega, el todo en todos, Él es digno de que le entregues toda tu vida, y si tuvieras diez mil vidas, todas ellas deberían ser puestas a sus pies. Él no solo debe ser importante, debe ser todo, debe ser lo primero y lo que determine todo lo demás.

Todo lo que entorpezca tu servicio al Señor, tu comunión con Él y con los hermanos, tu trabajo en la obra en la que Él te puso, todo lo que obstaculice esto, NO ES DEL SEÑOR. NO ES DEL SEÑOR.

¿Cómo está tu vida hoy? Reflexiona en tus caminos, y ve si tus aflicciones y tus ansiedades se deben a que estás siendo rebelde a la voluntad de Dios. El día para hacerlo no es mañana, porque no sabes si tendrás un mañana. Ni siquiera sabes si tendrás un “más rato”. El momento de temer al Señor y obedecer su mandato es ahora mismo. Deja de luchar con Dios y ríndete completamente ante el Rey del universo.

Todo lo dicho aquí no es para que te quedes desanimado en un rincón, ni es para que te sumerjas en una amargura sin salida. Es para que te animes, te esfuerces, cobres ánimo y trabajes, porque el Señor ha prometido estar con su pueblo todos los días, hasta el fin del mundo, y nada ni nadie puede arrebatarte de su mano. Amén.