Por Álex Figueroa 

 

«29 Acuérdate de ellos, Dios mío, contra los que contaminan el sacerdocio, y el pacto del sacerdocio y de los levitas. 30 Los limpié, pues, de todo extranjero, y puse a los sacerdotes y levitas por sus grupos, a cada uno en su servicio; 31 y para la ofrenda de la leña en los tiempos señalados, y para las primicias. Acuérdate de mí, Dios mío, para bien» (Neh. 13:31)

  Texto base: Nehemías cap. 13.

Los domingos anteriores, nuestro hermano Pablo predicó sobre las reformas que Nehemías debió adoptar luego de que el pueblo nuevamente cayera en pecado, desobedeciendo los mandatos claros y expresos de su Dios. Hoy, hablaremos sobre la última parte de este cap. 13, terminando así la serie “Esdras y Nehemías: reconstruyendo sobre la Palabra de Dios”.

Diagnóstico de la Caída

Efectivamente, el pueblo cayó una vez más en rebeldía delante de Dios. Lo que impacta es que a pesar de haberse expuesto la ley delante de ellos en numerosas ocasiones, y de haber visto las nefastas consecuencias que produjo el pecado de sus antepasados, volvieron a caer en los mismos pecados, se rebelaron de la misma forma que ellos.

Por lo mismo, esta vez su rebelión parece todavía más torpe, el v. 1 da a entender como si ellos recién se hubiesen dado cuenta de que existía ese mandato de parte del Señor, siendo que se encontraba claramente establecido en la ley, que había producido ya una caída en Esdras, que el tema ya había sido enfrentado decididamente por Nehemías, y que el pueblo incluso había hecho un pacto de no caer en este pecado (Neh. 10:28-30).

Entonces, resulta incomprensible, indignante, de una necedad sin precedentes lo que el pueblo ha hecho. Sin embargo, ¿No hacemos también lo mismo? Caemos en las mismas cosas, y no hablamos de detalles, sino en las verdades centrales, tendemos a olvidar los aspectos más básicos y elementales, solemos fallar allí donde es inexplicable que lo hagamos. Es tan así, que frecuentemente nos encontramos pecando un domingo en la tarde contra una verdad que se predicó ese mismo domingo por la mañana.

Y es así que el pueblo volvió a su vómito, una vez más se encontraba revolcándose en el mismo barro y en el mismo estiércol. Y podemos ver que cuando se deja de obedecer la Palabra del Señor en un área, no demorará mucho en venir una caída general que involucre los demás ámbitos de nuestra vida.

Esto porque los judíos comenzaron a unirse en matrimonio con los pueblos de las tierras, pero no sólo eso. También hubo corrupción en el liderazgo, ya que el sumo sacerdote Eliasib había emparentado con Tobías (v. 4). ¿Quién era Tobías? Uno de los enemigos más acérrimos del pueblo de Dios, que había intentado detener la obra de reconstrucción en numerosas oportunidades, amenazando incluso con atentar contra la vida de los judíos (Neh. 4:7-8). Tantas veces intentó entrar en Jerusalén para invadirla, pero ahora era el mismo sumo sacerdote Eliasib, el encargado de velar espiritualmente por el pueblo y de interceder por él ante el Señor, el que abría las puertas al enemigo, y no sólo de la ciudad, sino que también del mismo templo, un lugar sagrado, dándole ilícitamente una habitación para que viviera allí.

Todo esto se obró en ausencia del Gobernador Nehemías, quien al volver de su viaje a Babilonia se enteró de todo el mal que habían hecho en medio del pueblo de Dios. Por otra parte, el pueblo se había vuelto ingrato, y no se estaba preocupando de ofrendar a sus levitas, lo que había provocado que estos dejaran el servicio que debían desempeñar y volvieran a sus campos (v. 10). El pueblo había dejado de reconocer que Dios es soberano sobre sus finanzas, y no estaba administrando sus recursos para la gloria de Dios. Su menosprecio por el Señor se manifestó en que les daba lo mismo si su Templo podía funcionar o no. El resultado fue evidente: debido a que el pueblo dejó de ofrendar, los levitas, quienes estaban consagrados completamente al servicio en el templo, debieron dejar esas labores para poder sustentarse y alimentar a sus familias.

Por eso es fundamental que entendamos que nuestra ofrenda es el medio que Dios ha establecido para que su Casa pueda sostenerse y funcionar. Cada cristiano tiene parte en este deber de sostener su congregación local, debiendo ofrendar sus talentos, su tiempo, su esfuerzo, y desde luego, su dinero para que la iglesia pueda seguir desarrollando su función. Como ya hemos dicho en otras oportunidades, esto no se trata de una carga, sino de un privilegio del que el Señor nos ha permitido ser parte. El v. 11 resume muy bien lo que había ocurrido: el pueblo había abandonado la Casa de Dios. Ellos se habían dejado de interesar por su Señor, para ellos ya no era importante. Ellos simplemente dejaron de escuchar a Dios, dejaron de servirlo, dejaron de adorarlo, dejaron de habitar en su casa.

En sus corazones no ardía la misma pasión que inundaba al salmista:

«¡Cuán hermosas son tus moradas, Señor Todopoderoso! 2 Anhelo con el alma los atrios del Señor; casi agonizo por estar en ellos. Con el corazón, con todo el cuerpo, canto alegre al Dios de la vida. 3 Señor Todopoderoso, rey mío y Dios mío, aun el gorrión halla casa cerca de tus altares; también la golondrina hace allí su nido, para poner sus polluelos. 4 Dichoso el que habita en tu templo, pues siempre te está alabando.*Selah […] 10 Vale más pasar un día en tus atrios que mil fuera de ellos; prefiero cuidar la entrada de la casa de mi Dios que habitar entre los impíos. 11 El Señor es sol y escudo; Dios nos concede honor y gloria. El Señor brinda generosamente su bondad a los que se conducen sin tacha. 12 Señor Todopoderoso, ¡dichosos los que en ti confían!» (Sal. 84:1-4, 10-12, NVI).

Habían dejado su amor por el Señor, no lo amaban sobre todas las cosas. Siendo este el principal mandamiento, era solo cosa de tiempo para que todas sus vidas sucumbieran al pecado.

Lo anterior se manifestó también en que dejaron de respetar el día del Señor (vv. 15-18). Desobedecieron a Dios y profanaron su día especial, que Él estableció para que, dejando las labores cotidianas y nuestros intereses personales, nos dediquemos todo el día a su adoración y servicio, a hacer el bien, a glorificarlo y meditar en sus maravillas. Estaban muy lejos de la exhortación del profeta Isaías: «13 Si por causa del día de reposo apartas tu pie para no hacer lo que te plazca en mi día santo, y llamas al día de reposo delicia, al día santo del Señor, honorable, y lo honras, no siguiendo tus caminos, ni buscando tu placer, ni hablando de tus propios asuntos, 14 entonces te deleitarás en el Señor, y yo te haré cabalgar sobre las alturas de la tierra, y te alimentaré con la heredad de tu padre Jacob; porque la boca del Señor ha hablado» (Is. 58:13-14, BLA).

De eso se trata el día del Señor: de deleitarse en Él, de encontrar en Él nuestra delicia, nuestra plenitud. ¿Qué cristiano podría molestarse por la existencia del día del Señor? ¡Si estar con el Señor es todo lo que queremos! ¡Lo que anhelamos es tener todo el tiempo para estar en comunión con Él en medio de su pueblo, poder destinar todo el día a su servicio y su adoración! El día del Señor solo molesta y estorba a quienes viven para sí mismos, a quienes no aman a Dios, a quienes no encuentran su delicia en Él.

Pero recordemos aquí que el día del Señor es un anticipo del Cielo. En el infierno no hay domingos. El Cielo es un eterno domingo. Así que si para ti es “fomingo”, el Cielo también sería aburrido, tedioso.

El pueblo de Dios, entonces, se había empeñado en perder ese título. Se había convertido en un pueblo como todos los demás, sin llevar en sí mismo la marca gloriosa de la santidad, de la consagración al Señor. En su necedad, preferían la oscuridad antes que la luz. Dieron vuelta la espalda a su Señor y se determinaron a seguir sus propios caminos.

En resumen, dejaron de reconocer la soberanía de Dios sobre su dinero, sobre su tiempo, sobre sus relaciones personales, en resumen, sobre sus vidas. En otras palabras, ellos no estaban sometiéndose al gobierno de Dios, sino que estaban gobernados por su rebelión, por el caos. Calzaban con la descripción que hace Pablo de quienes no han sido convertidos, de quienes no tienen vida: «En otro tiempo ustedes estaban muertos en sus transgresiones y pecados, 2 en los cuales andaban conforme a los poderes de este mundo. Se conducían según el que gobierna las tinieblas, según el espíritu que ahora ejerce su poder en los que viven en la desobediencia. 3 En ese tiempo también todos nosotros vivíamos como ellos, impulsados por nuestros deseos pecaminosos, siguiendo nuestra propia voluntad y nuestros propósitos. Como los demás, éramos por naturaleza objeto de la ira de Dios» (Ef. 2:1-4, NVI).

Ahora, en la última parte del cap. 13, se vuelve a hacer referencia a la unión de los judíos con los pueblos extranjeros que habitaban Canaán, pecado que como ya dijimos, ocurrió frecuentemente en Israel, y que ellos mismos habían debido enfrentar varias veces en un corto período de tiempo. Se trataba de un pecado persistente, un patrón de rebelión que se repetía y que estaba prácticamente incrustado en su forma de ser.

Tendencia a caer en los mismos pecados

Cuán fácil es repetir los mismos patrones de pecado, aun cuando ya hemos visto que en el pasado el rebelarnos contra el Señor y el desoír su Palabra nos han traído ruina y pesares. Pablo exhorta a los corintios a hacer la misma reflexión (I Co. 10:1-12):

«Porque no quiero, hermanos, que ignoréis que nuestros padres todos estuvieron bajo la nube, y todos pasaron el mar; 2 y todos en Moisés fueron bautizados en la nube y en el mar, 3 y todos comieron el mismo alimento espiritual, 4 y todos bebieron la misma bebida espiritual; porque bebían de la roca espiritual que los seguía, y la roca era Cristo. 5 Pero de los más de ellos no se agradó Dios; por lo cual quedaron postrados en el desierto. 6 Mas estas cosas sucedieron como ejemplos para nosotros, para que no codiciemos cosas malas, como ellos codiciaron. 7 Ni seáis idólatras, como algunos de ellos, según está escrito: Se sentó el pueblo a comer y a beber, y se levantó a jugar. 8 Ni forniquemos, como algunos de ellos fornicaron, y cayeron en un día veintitrés mil. 9 Ni tentemos al Señor, como también algunos de ellos le tentaron, y perecieron por las serpientes. 10 Ni murmuréis, como algunos de ellos murmuraron, y perecieron por el destructor. 11 Y estas cosas les acontecieron como ejemplo, y están escritas para amonestarnos a nosotros, a quienes han alcanzado los fines de los siglos. 12 Así que, el que piensa estar firme, mire que no caiga».

Es nuestra obligación reflexionar sobre nuestra vida, y sacar conclusiones espirituales de todo lo que nos ha ocurrido. ¿Qué es lo que me aparta de Dios comúnmente? ¿Dónde estoy tropezando una y otra vez, que me lleva a decaer en la fe? ¿Cómo puedo evitar seguir cometiendo los mismos pecados? ¿Qué cosas, situaciones o personas son las que me hacen caer, y que por tanto debo dejar? ¿Qué resoluciones debo tomar para volverme al Señor definitivamente? No hay excepción, todos debemos hacernos estas preguntas y otras similares para perseverar en la fe y seguir al Señor hasta el final.

También es nuestro deber analizar la historia del pueblo de Dios que está registrada en la Biblia, y asimismo considerar lo que ha ocurrido en la historia de la iglesia. ¿Qué hizo que el pueblo de Dios dejara a su Señor? ¿Qué los llevó a abandonar la verdad? ¿Qué hizo que perdieran su foco y se apartaran de la Palabra de Cristo? ¿Qué los hizo extraviarse de la fe?

No podemos confiarnos. Tal como los creyentes del Antiguo Testamento fueron infieles y se apartaron de la verdad, así también puede hacerlo la iglesia, y podemos hacerlo nosotros como individuos. Es necesario velar y estar alertas, porque la misma disciplina que ejerció Dios sobre su pueblo antes, puede ejercerla ahora con nosotros.

Pablo está diciendo a los corintios: 'fíjense, eran iguales a uds.'. Estuvieron bajo la nube y pasaron el mar, es decir, salieron de alguna forma del mundo queriendo seguir a Dios. Además, fueron bautizados, y comieron de la misma comida y bebieron de la misma bebida, simbolizando todo esto al cuerpo y la sangre de Cristo. Está apuntando a quienes se han congregado junto con los hermanos, siendo así de alguna manera partícipes del Espíritu y alimentados con la Palabra, pareciendo servir a Dios como todo el resto de los hermanos. Pero, ¿A qué nos quiere llevar Pablo? Nos está diciendo que podemos caer igual que ellos lo hicieron, porque participamos de las mismas cosas de las que ellos participaron, y aun así cayeron. Podemos deslizarnos por barrancos resbalosos, si no atendemos a las señales del camino.

Pero ¿Cuáles son esas señales del camino? Aquello que ya se escribió, que ahora sirve como ejemplo, y están escritas para amonestación de los creyentes de los últimos siglos. Estas señales del camino nos indican que hay muerte y destrucción en la idolatría, fornicación, murmuración y en tentar al Señor. Dios las sigue aborreciendo y abominando tanto como antes lo hizo, aunque ahora no veamos a personas arder por este hecho.

Es preciso estar atentos a estas señales, escudriñando las Escrituras para descubrirlas. La Palabra nos dice: «¿Qué es lo que fue? Lo mismo que será. ¿Qué es lo que ha sido hecho? Lo mismo que se hará; y nada hay nuevo debajo del sol» (Ec. 1:9). Muchos fueron puestos por escarmiento por Dios, para advertir a sus hijos sobre los peligros del pecado. La gran mayoría de quienes fueron destruidos, eran contados dentro del pueblo de Dios, y disfrutaron de las mismas bendiciones de todo el resto del pueblo.

Por ello afirma después: «Y estas cosas les acontecieron como ejemplo, y están escritas para amonestarnos a nosotros, a quienes han alcanzado los fines de los siglos. Así que, el que piensa estar firme, mire que no caiga» (I Co. 10:11-12).

El pecado de unión con los incrédulos (vv. 23-31)

En las Escrituras podemos ver que desde el tiempo de los jueces, los varones israelitas se habían casado con mujeres paganas, adoptando sus prácticas religiosas: «Los israelitas vivían entre cananeos, hititas, amorreos, ferezeos, heveos y jebuseos. 6 Se casaron con las hijas de esos pueblos, y a sus propias hijas las casaron con ellos y adoraron a sus dioses. 7 Los israelitas hicieron lo que ofende al Señor; se olvidaron del Señor su Dios, y adoraron a las imágenes de Baal y de Aserá» (Jue. 3:5-7).

Como dice el v. 26, aun Salomón, el gran rey de Israel, cayó en este pecado:

«Ahora bien, además de casarse con la hija del faraón, el rey Salomón tuvo amoríos con muchas mujeres moabitas, amonitas, edomitas, sidonias e hititas, todas ellas mujeres extranjeras, 2 que procedían de naciones de las cuales el Señor había dicho a los israelitas: «No se unan a ellas, ni ellas a ustedes, porque de seguro les desviarán el corazón para que sigan a otros dioses.» Con tales mujeres se unió Salomón y tuvo amoríos. 3 Tuvo setecientas esposas que eran princesas, y trescientas concubinas; todas estas mujeres hicieron que se pervirtiera su corazón. 4 En efecto, cuando Salomón llegó a viejo, sus mujeres le pervirtieron el corazón de modo que él siguió a otros dioses, y no siempre fue fiel al Señor su Dios como lo había sido su padre David. 5 Por el contrario, Salomón siguió a Astarté, diosa de los sidonios, y a Moloc, el detestable dios de los amonitas. 6 Así que Salomón hizo lo que ofende al Señor y no permaneció fiel a él como su padre David.7 Fue en esa época cuando, en una montaña al este de Jerusalén, Salomón edificó un altar pagano para Quemós, el detestable dios de Moab, y otro para Moloc, el despreciable dios de los amonitas. 8 Lo mismo hizo en favor de sus mujeres extranjeras, para que éstas pudieran quemar incienso y ofrecer sacrificios a sus dioses» (1 Re. 11:1-8).

Aparte de la prohibición general impuesta por Dios de unirse con los pueblos de las tierras (Dt. 7:3-4), había una instrucción específica tratándose de los amonitas y moabitas, quienes eran enemigos ancestrales del pueblo de Israel: «3No podrán entrar en la asamblea del Señor los amonitas ni los moabitas, ni ninguno de sus descendientes, hasta la décima generación. 4 Porque no te ofrecieron pan y agua cuando cruzaste por su territorio, después de haber salido de Egipto. Además, emplearon a Balán hijo de Beor, originario de Petor en Aram Najarayin, para que te maldijera. 5 Sin embargo, por el amor que el Señor tu Dios siente por ti, no quiso el Señor escuchar a Balán, y cambió la maldición en bendición» (Dt. 23:3-5).

Ahora bien, muchos pueden estar preocupados pensando que la Biblia es racista. Sin embargo, el asunto tenía que ver con que el pueblo de Israel era un pueblo santo para Dios, y el mezclarse con los pueblos de la región haría que comenzaran a adoptar su idolatría, sus ritos y costumbres que contradecían las Escrituras y que habían provocado a ira al Señor. En otras palabras, la oposición a los matrimonios mixtos no era un prejuicio racial, ya que los judíos y los no judíos de esta área compartían el mismo trasfondo racial, ya que todos pertenecían al grupo semita.

En suma, las razones eran estrictamente espirituales. Si se fijan, en los ejemplos bíblicos anteriores en los que ocurrió lo mismo, el casarse con extranjeros siempre estuvo ligado a la decadencia espiritual y la idolatría. El que se casara con un pagano se veía inclinado a adoptar las creencias y prácticas paganas de esa persona. Si los israelitas fueron tan insensibles para desobedecer a Dios en algo tan importante como el matrimonio, no podían ser lo suficientemente fuertes para permanecer firmes ante la idolatría de sus cónyuges.

En otras palabras, el que llega a unirse en yugo desigual, el que llega a sellar un vínculo matrimonial con una persona no creyente, demuestra con ello que no está consagrado a Dios y que muy probablemente él mismo está perdido. Es una persona que está configurando toda su vida fuera de la voluntad de Dios, que se está uniendo en una sola carne, un solo cuerpo con alguien a quien Dios le ha prohibido unirse. Es una persona que le ha cerrado las puertas de su casa a Dios, alguien que ha decidido apartarse permanentemente de su voluntad.

Ese es el problema de fondo aquí. La rebelión profunda, enraizada en lo más profundo del corazón de este pueblo. Es una bofetada a la santidad de Dios, un escupitajo a esa mano bondadosa que los alimentó y los sostuvo en todo momento, un desprecio profundo a su Palabra, a su soberanía, a su reinado universal.

El resultado de su rebelión es que sus hijos no eran instruidos en la ley del Señor, como lo ordena su Palabra, sino que ni siquiera sabían el lenguaje de su pueblo. Hablaban el lenguaje de los pueblos de las tierras y no entendían el judaico, lo que tenía como consecuencia que no entenderían tampoco cuando se expusiera la ley.

Por lo mismo, en el Nuevo Testamento la instrucción no cambió, sino que se reafirmó. Pablo dice a los creyentes «… no os unáis en yugo desigual con los incrédulos» (II Co 6:14). Tales matrimonios no pueden tener unidad en el asunto más importante de la vida: el compromiso y la obediencia a Dios. Debido a que el matrimonio consiste en la unión de dos personas en una sola, y dado que la fe es un asunto crucial, el cónyuge creyente deberá comprometer sus creencias para el bienestar de la unidad. Mucha gente no presta atención a este problema, sólo para lamentarse después. Por eso no debes permitir que la emoción o la pasión te cieguen ante la máxima importancia de casarse con alguien con quien no puedas estar unido espiritualmente.

Necesidad de limpiar la Casa de Dios

Este pecado recurrente del pueblo, una vez más hacía necesario un arrepentimiento profundo, una reforma radical. Esta necesidad fue entendida por Nehemías, quien recordó el mandato del Señor a su pueblo: «Conságrense a mí, y sean santos, porque yo soy el Señor su Dios» (Lv. 20:7).

(vv. 25-27) Con celo y determinación, Nehemías confrontó a quienes habían desobedecido al Señor. Quizá sus métodos nos parezcan poco convencionales, no imaginamos a alguien ahora arrancando los pelos a sus hermanos por haber desobedecido al Señor. Pero hay algo claro: el Señor nos dejó un ejemplo de carácter y determinación en Nehemías. Él no se preocupó de lo que fueran a pensar de él, de que lo fueran a excluir o que lo dejaran de considerar como un hombre sensato y amable. Él confrontó todos y cada uno de los pecados que observó en el pueblo, y adoptó medidas para limpiar la Casa de Dios del pecado con que se estaba contaminando y profanando.

Por lo mismo adoptó medidas también contra la corrupción del sacerdocio (vv. 30-31). Entendió que limpiar y ordenar el liderazgo era fundamental para la santidad y el bienestar espiritual del pueblo.

Es preciso imitar esta actitud en Nehemías. Él se determinó a agradar a Dios antes que a los hombres, tal como decía Pablo: «Pues, ¿busco ahora el favor de los hombres, o el de Dios? ¿O trato de agradar a los hombres? Pues si todavía gradara a los hombres, no sería siervo de Cristo» (Gá. 1:10).

Con el mismo celo y la misma determinación, hoy debemos procurar la santidad en la Casa de Dios, porque Dios es Santo. Debemos enmendar las sendas torcidas, y encomendarnos a su gracia para combatir el pecado en medio nuestro. El Señor nos ayude.

Conclusiones

• Tanto a nivel individual como congregacional, tendemos a equivocarnos en los aspectos fundamentales. • Ceder ante el pecado en un área terminará más temprano que tarde afectando todos los aspectos de nuestra vida. • Debemos cuidarnos de nuestra tendencia natural de repetir los pecados, tal como el perro vuelve a su vómito. • Es necesario sacar conclusiones espirituales de aquello que nos ocurre y considerar lo que ha ocurrido con el pueblo de Dios en la historia, para no caer en los mismos pecados una y otra vez. • El problema del matrimonio mixto es la configuración de la propia vida aparte de la voluntad de Dios. • Debemos imitar el celo de Nehemías por la santidad del pueblo, adoptando determinaciones para erradicar el mal de nuestro medio, y amando a Dios antes que a los hombres.

Reflexión Final

El libro de Nehemías termina con la esperanza que deja esta reforma, ya que ante el pecado en el pueblo hubo una reacción que buscó la restitución y un regreso a la Palabra. Sin embargo, resulta frustrante ver el pecado persistente del pueblo, que se resiste a ser erradicado.

El reino de Israel había tenido su época de esplendor, de tal manera que parecía ser el reino de Dios realizado en la tierra. Sin embargo, sus reyes estuvieron lejos de ser perfectos, y hasta David, cuyo corazón agradaba a Dios, estaba lleno de pecado. Tal fue la decadencia espiritual de este pueblo, que el Señor los castigó con la invasión y el exilio. Pero tuvo misericordia de ellos y se acordó de su pacto, por lo que los rescató de adonde habían sido esparcidos, y los hizo volver a su tierra.

Se creyó que esta vez sí se realizaría el reino de Dios en la tierra. Una vez de regreso y luego de todo lo sufrido, era evidente que el pueblo debía aprender la lección y enmendar su camino definitivamente. Sin embargo, el pecado del pueblo volvió a aflorar, se apartaron del Señor y abandonaron nuevamente su Palabra cuando volvieron a establecerse en Judea.

¿Cuándo llegaría el Rey prometido, que reinaría eternamente en el Trono de David? ¿Cuándo llegaría el esplendor de Israel, que terminaría dominando toda la tierra? ¿Cuándo sería aquel día en que el reino de Dios por fin se manifestara?

Entonces, este final del libro de Nehemías apunta hacia adelante con ansiedad y desesperación, anhelando ese reino de Dios ya establecido en el que el pecado ya no reinaría más, y sobre todo a la venida del Rey que traería la restauración de todas las cosas.

Ese Rey prometido vino al mundo, como Dios mismo hecho hombre, y habitó entre nosotros. Su reino vino con Él, de tal manera que ordenó a su pueblo arrepentirse y creer, porque el reino de Dios se había acercado. Con él venía la restauración de todas las cosas. Los ciegos veían, los sordos oían, los cojos caminaban, y los muertos recibían la vida. La redención había llegado, el Rey vino al mundo, pero los suyos no le recibieron, sino que lo rechazaron y lo mataron.

Por eso el Rey quitó el reino de este pueblo rebelde, y lo entregó a un pueblo que produjera frutos de él (Mt. 21:43). Este pueblo no nacería de un linaje sanguíneo, ni sería de una región determinada, sino que sería un pueblo nacido del Espíritu, de la Palabra, un pueblo al cual se pertenece por la fe, y cuya ciudadanía está en los Cielos. No es un reino de este mundo, pero destruirá a todos los reinos de la tierra y se establecerá sobre ella dominando sobre todo.

El Rey ascendió a los Cielos, esperando a que sus enemigos sean puestos por estrado de sus pies, pero no ha dejado huérfano a su pueblo, sino que habiendo recibido toda potestad en los Cielos y en la tierra, ha prometido estar con ellos todos los días, hasta el fin del mundo.

La iglesia es un anticipo de este reino, es un “ya” pero “todavía no”, un reino que todavía no se perfecciona, no se manifiesta completamente; pero del que ya participamos y anticipamos su manifestación y consumación final.

Esperamos el retorno de nuestro Rey, a Cristo, quien volverá a juzgar a los vivos y a los muertos, y regalará su victoria total a aquellos que han creído en Él y han reconocido su reinado universal, llevándolos consigo al lugar que Él preparó para que ellos habiten para siempre. Sus enemigos, por el contrario, serán destruidos, y deberán pagar eternamente el precio de haberse rebelado contra el Rey del Universo.

Y tú, ¿Estás en el Reino? ¿Cuál es tu ciudadanía, dónde está tu patria? ¿Es Cristo tu Rey? Él ha manifestado sus términos de paz, es un asunto de vida o muerte. El que tiene al Hijo tiene la vida, el que no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida. Cree en Cristo y serás salvo, únete a los que esperamos su venida y anhelamos la redención de todas las cosas en Él.