Texto base: Juan 17:2-3.

En la predicación anterior, vimos que Jesucristo afirma que la hora de su glorificación finalmente ha llegado. En la primera petición que hace Cristo a su Padre, se encomienda a Él y le ruega que lo glorifique, pues ha terminado la obra que Él le entregó para que hiciera en su ministerio terrenal. Esta primera petición es la que da sentido a todo el resto de la oración, hace que las demás peticiones encajen en su debido lugar.

El propósito principal de la cruz, entonces, no es nuestra salvación -aunque ciertamente por medio de ella y sólo por medio de ella somos salvos-, sino la gloria de Cristo, en la que el Padre también es glorificado, y ese es el hilo dorado que atraviesa todo este capítulo 17. Si esta gloria es el propósito principal de Cristo, debe ser también el objetivo al cual destinemos toda nuestra vida, entendiendo que debemos prepararnos para llegar a verlo en esa gloria celestial.

En la predicación de hoy, nos entregaremos a responder las siguientes interrogantes: ¿En qué consiste la vida eterna? ¿Cómo podemos obtenerla? ¿Qué engaños de nuestro tiempo nos intentan desviar a la hora de responder estas preguntas? ¿Podemos saber si tenemos vida eterna? Al lidiar con estas preguntas, nos enfocaremos en la autoridad que Cristo recibió sobre todo ser humano para dar vida a aquellos que el Padre le entregó.

     I.        La completa autoridad de Cristo (v. 2)

Como mencionamos, el Señor Jesús está rogando al Padre que lo glorifique, y en ese contexto es que declara que el Padre le ha dado potestad sobre toda la humanidad. Ahora, esta no es primera vez que Cristo se refiere a esta autoridad plena que ha recibido:

El Padre ama al Hijo, y todas las cosas ha entregado en su mano” Jn. 3:35

 “Y Jesús se acercó y les habló diciendo: Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra” Mt. 28:18.

¿A qué se refiere con esta autoridad? El Señor Jesús, por el hecho de ser Dios y Creador de todo, ya tenía autoridad plena. Pero aquí se está hablando de la autoridad especial que tiene Cristo en su rol de Mediador entre los hombres y el Padre Celestial, en su función como Hijo del Hombre, Mesías y Sumo Sacerdote de su pueblo, a quien se le dio un reino para que lo establezca sobre la creación que está bajo el pecado. A esto se refiere la Escritura cuando dice: “Él nos hizo conocer el misterio de su voluntad conforme al buen propósito que de antemano estableció en Cristo, para llevarlo a cabo cuando se cumpliera el tiempo, esto es, reunir en él todas las cosas, tanto las del cielo como las de la tierra” (Ef. 1:9-10 NVI).

Sobre esto, Donald Carson comenta: “esta concesión de autoridad universal al Hijo. es nada menos que la soberanía universal de Dios, el reino universal de Dios, del cual Cristo es exclusivo Mediador, una vez que la cruz tuvo lugar, y luego de la resurrección y la exaltación. Toda cosa y todo ser en el universo está sujeto a este reino, sea que lo reconozca o no”.

¿Cuál es el alcance de esta autoridad? Cristo ha recibido de parte del Padre “potestad sobre toda carne”, que es una expresión en la lengua hebrea que quiere decir “todo ser humano”. Así es, esa autoridad la tiene ciertamente sobre sus discípulos, pero también sobre los que hoy blasfeman en contra suya, sobre quienes viven para sí mismos y desprecian el señorío de Cristo, sobre quienes se rebelan contra su voluntad y lo desprecian. Y es que debe tener autoridad sobre todo ser humano, para que pueda salvar a un pueblo de entre toda esa humanidad.

Y nos habla del propósito de esa autoridad: dar vida eterna a los que el Padre le entregó. Y esto es algo que vemos en la Escritura:

Todos los que el Padre me da vendrán a mí; y al que a mí viene, no lo rechazoY esta es la voluntad del que me envió: que yo no pierda nada de lo que él me ha dado, sino que lo resucite en el día final” Jn. 6:37-39 NVI.

En el cap. 10, cuando se presenta como el Buen Pastor y habla de sus ovejas, es decir, su pueblo, afirma: “Mi Padre que me las dio” (v. 29). Estos pasajes nos dicen muy claramente que nosotros, la Iglesia, somos un regalo que el Padre dio al Hijo en la eternidad. Entonces, todo aquel que va a Cristo, pertenecía al Padre desde la eternidad, y el Padre los entregó a Cristo con una voluntad clara: que Cristo les diera vida y los preservara hasta el día final, sin perder a ninguno de ellos.

Es maravilloso darse cuenta de que nuestra salvación depende de ese amor infinito y perfecto que existe entre el Padre y el Hijo. El Padre, por amor regala a la Iglesia a su Hijo, y el Hijo, por amor perfecto al Padre, lo obedece en todo y cumple su voluntad completamente, así que dará vida a los que recibió, y los guardará hasta el fin. El Padre nunca dejará de amar al Hijo, ni el Hijo dejará de amar al Padre, así que nuestra salvación está firme por la eternidad. Y el Espíritu Santo es el que derrama ese amor eterno en nuestros corazones: “el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado” (Ro. 5:5).

Por último, vemos que la vida eterna es algo que el Padre nos da en Cristo. Aquí no hay lugar para la jactancia, no figuran nuestros méritos, nuestras excelencias ni nuestras buenas obras, que ante Dios son sólo trapos de inmundicia debido a nuestro pecado (Is. 64:6). Lo que resalta aquí es la voluntad del Padre de darnos vida eterna en Cristo, simplemente porque así le agradó, porque nos amó primero, y no por algo que viera en nosotros que nos hiciera merecedores de tan glorioso regalo. Y dice que Él es quien la da, porque la vida nace de Él, es Él quien la aplica a nuestro ser, es también quien la sostiene y quien la manifestará plenamente en el día final.

    II.        La vida eterna (v. 3)

La pregunta que cae de cajón luego de esto es: ¿En qué consiste esa vida de la que Cristo habla, y que Él tiene autoridad para darnos? El mismo Cristo la responde con claridad: “Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado”.

Esta es una de las declaraciones más poderosas de la Escritura. Es un verdadero rayo de luz que viene desde lo Alto, y que traspasa los corazones de los hijos de Dios, pero no para destruirlos, sino para llenarlos de vida. Ciertamente toda la Escritura es luz eterna que brilla como antorcha en las tinieblas, pero hay ciertos pasajes que resplandecen con especial fulgor, y que nos revelan de forma particular la gloria y las excelencias de Dios.

Y en un principio puede parecer que nos está hablando de dos cosas que pueden ocurrir separadas: por ejemplo, primero conocer al Padre y después conocer al Hijo, pero como comenta Donald Carson, “… el conocimiento de Dios no puede ser divorciado del conocimiento de Jesucristo. De hecho, el conocimiento de Cristo, a quien Dios ha enviado, es en definitiva conocer a Dios” (Donald Carson, negritas añadidas).

Y esto es así porque conocemos al Padre en la faz de Jesucristo, y no podríamos conocerlo de otra forma. En otras palabras, el Padre determinó darse a conocer a la humanidad únicamente a través de su Hijo, y no podemos conocerlo por otra vía. Esto lo afirma claramente la Escritura:

Jesús le dijo: Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí. Si me conocieseis, también a mi Padre conoceríais; y desde ahora le conocéis, y le habéis visto… El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” Jn. 14:6-7, 9b.

A Dios nadie le vio jamás; el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer” Jn. 1:18.

Todas las cosas me fueron entregadas por mi Padre; y nadie conoce al Hijo, sino el Padre, ni al Padre conoce alguno, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo lo quiera revelar” Mt. 11:27.

Por eso, nadie puede decir que conoce a Dios si ha rechazado a Jesucristo. Quien desprecia al Hijo, desprecia también al Padre, porque el Padre dio testimonio de sí mismo en el Hijo, y escogió darse a conocer únicamente a través de Él. Por eso también la Escritura dice que Cristo “… es la imagen del Dios invisible…” (Col. 1:15).

Por último, Cristo es categórico al decir que se trata del único Dios verdadero. Esa es la descripción que hace Cristo de su Padre. Esa es la opinión que tiene Cristo sobre la religión: hay sólo un Dios verdadero. Aquí es donde surgen las voces necias e impías de quienes alegan: “pero detente, hay más de 5.000 religiones, cómo es que va a existir sólo un dios verdadero”. En tiempos de Cristo, también se podría haber levantado esta perversa objeción, porque la corrompida imaginación del hombre ya había inventado millares de dioses falsos. Pero fijémonos que Cristo no se pone a justificar ni a defender su afirmación. Él simplemente lo dice, lleno de autoridad y de verdad, pues nada puede contra la verdad, reflejando lo dicho antes el Señor por boca de Moisés: “Oye, Israel: Jehová nuestro Dios, Jehová uno es” (Dt. 6:4)

En ese sentido, para el Señor no resultan “respetables” las demás religiones. Toda religión falsa surge de la rebelión del hombre y de su incredulidad y rechazo hacia el verdadero Dios, y tal cosa no es digna de respeto, sino que es una abominación delante de Dios. Por tanto, debemos tener cuidado cuando se nos impone un pluralismo malsano, y aun entre los mismos cristianos se puede escuchar la frase “yo respeto tu opinión y tu creencia, y te pido que respetes la mía”, como si todas las opiniones fuesen igualmente válidas, y como si la verdad estuviera en nuestras manos como una mercancía que podemos transar y negociar. Nada más lejos de la realidad. Ciertamente debemos respetar a las personas, ya que están hechas a imagen de Dios, y debemos cuidar la forma en que entregamos el Evangelio; pero las creencias y opiniones en sí, sólo son respetables si son fieles a la Palabra de Dios.

Y ese único Dios verdadero ha enviado a Jesucristo, su Hijo. Esto no significa sólo que le pidió que viniera al mundo, sino que implica algo mucho más profundo: en el original, se usa la palabra de la que viene “apóstol”. En ese sentido, Cristo es el Apóstol del Padre, que quiere decir un enviado que representa a quien lo envía de la forma más plena, de tal manera que lo que el enviado dice y hace, se cuenta como si lo hubiera hecho en persona quien lo envió. Es el representante más fiel, la imagen misma de quien lo envía. Por eso nuestro Señor dijo:

El que me ha visto a mí, ha visto al Padre; ¿cómo, pues, dices tú: Muéstranos el Padre? 10 ¿No crees que yo soy en el Padre, y el Padre en mí? Las palabras que yo os hablo, no las hablo por mi propia cuenta, sino que el Padre que mora en mí, él hace las obras” Jn. 14:9-10.

Por eso, el mismo Apóstol Juan resume esta verdad en su primera epístola, cuando dice: “El que cree en el Hijo de Dios, tiene el testimonio en sí mismo; el que no cree a Dios, le ha hecho mentiroso, porque no ha creído en el testimonio que Dios ha dado acerca de su Hijo. 11 Y este es el testimonio: que Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está en su Hijo. 12 El que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida” (1 Jn. 5:10-12).

   III.        ¿Conoces al Señor?

Después de todo lo dicho, es fundamental que consideremos qué significa conocer al Padre y al Hijo, sabiendo que en eso está la vida eterna. Con “conocer” aquí, no se refiere simplemente a saber que existe el Padre y que envió a su Hijo para que seamos salvos por Él. Saber eso claramente es necesario para tener salvación, pero no es sólo estar ‘al tanto’ de esa información.

No se trata sólo de ‘saber sobre’ Dios, sino de ‘conocer a’ Dios, y esto se refiere a una realidad espiritual, a una comunión viva, a una relación genuina con el Padre y con el Hijo a través del Espíritu. Y consideren bien que menciono aquí al Espíritu, pues hasta ahora hemos hablado del Padre y del Hijo, pero es imposible conocerlos sin la obra del Espíritu, que es quien aplica concretamente a nuestro ser la salvación que Cristo logró para nosotros. Por eso el mismo Cristo dijo:

el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, él os enseñará todas las cosas, y os recordará todo lo que yo os he dicho… él os guiará a toda la verdad; porque no hablará por su propia cuenta, sino que hablará todo lo que oyere, y os hará saber las cosas que habrán de venir. El me glorificará; porque tomará de lo mío, y os lo hará saber” Jn. 14:26; 16:13-14.

Es ese Espíritu el que en último término nos permite conocer al Padre y al Hijo, ya que viene a morar en nosotros haciéndonos su templo, y manifiesta en nuestro ser la presencia misma del Dios Trino. Por ese Espíritu es que nuestros ojos son abiertos a la verdad, no sólo para retenerla como información, sino para apropiarnos de ella espiritualmente, de tal manera que ella se hace vida en nosotros: “Conocer a Dios es ser transformado, y por tanto ser introducido a una vida que no podría ser experimentada de otra manera…” (Donald Carson).

Conocer a Dios “… es reconocerlo como lo que es, el Señor soberano que demanda la obediencia del hombre, y especialmente la de su pueblo… El criterio para este conocimiento es la obediencia, y lo opuesto no es simplemente la ignorancia sino la rebelión… no [es] una mera captación intelectual sino obediencia a su propósito revelado, aceptación de su amor revelado, y comunión con él” (Nuevo Diccionario Bíblico Certeza).

En la práctica, conocer a Dios termina siendo sinónimo de temer a Dios, servirle y amarle, y cada una de estas ideas enfatiza distintos aspectos de la misma realidad: temer a Dios enfatiza nuestra sumisión ante su majestad y poder infinitos; servir a Dios enfatiza la obra que Él nos ha entregado por hacer; amar a Dios realza la entrega total, gozosa y agradecida de nuestro ser a Él; y conocer a Dios enfatiza la relación personal con Él y la experiencia real de la comunión con en su Espíritu.

El libro de Job retrata muy bien lo que vive una persona que conoce a Dios: “De oídas te había oído; Mas ahora mis ojos te ven. Por tanto me aborrezco, Y me arrepiento en polvo y ceniza” (Job. 42:5-6). Conocer a Dios implica ver que hasta ese momento hemos vivido sin Él, que esa vida ha sido en realidad muerte, una existencia vana y en tinieblas, algo de lo que debemos arrepentirnos profundamente, pero a la vez significa que ahora nuestros ojos ven a Dios por la fe, su Palabra se vuelve viva y verdadera para nosotros, y alumbra todo nuestro interior y también lo que nos rodea, de tal manera que ahora podemos ver las cosas claramente, y sabemos que necesitamos al Señor sobre todas las cosas, y que Él es digno de que le entreguemos toda nuestra vida.

Conocer al Señor es recibir de corazón a Cristo como la Palabra de Dios hecha hombre que habitó entre nosotros, es creer verdaderamente en Él como el Mesías prometido, como el Hijo de Dios enviado al mundo para que seamos salvos por Él, es creer con todo nuestro ser que Él es el único que nos puede dar de beber agua viva, que puede saciar nuestra sed para siempre; recibirlo como el pan de vida que viene del Cielo, como la luz del mundo que alumbra en las tinieblas de nuestro pecado; es rendirnos a Él como el único que puede hacernos verdaderamente libres, y el único que puede abrir nuestros ojos curando nuestra ceguera. Conocer al Señor es creer en Cristo como el Buen Pastor, que da su vida por las ovejas, es aferrarse a Él quien es la Resurrección y la vida, es declarar que Cristo es el camino, la verdad y la vida, y que sólo por Él podemos llegar al Padre, es reconocer que Él es la vid verdadera, a la que debemos permanecer unidos para tener vida y dar fruto; y es declarar con fe que Cristo es el que ha vencido al mundo. En resumen, es recibir por la obra del Espíritu, el testimonio que el Padre ha dado en su Hijo Jesucristo.

Ahora, sabiendo que esta es la vida eterna, ¿Qué prioridad tiene conocer al Señor? La Escritura también nos habla de esto. “… cuantas cosas eran para mí ganancia, las he estimado como pérdida por amor de Cristo. Y ciertamente, aun estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo por basura, para ganar a Cristo, y ser hallado en él, no teniendo mi propia justicia, que es por la ley, sino la que es por la fe de  Cristo, la justicia que es de Dios por la fe; 10 a fin de conocerle, y el poder de su resurrección, y la participación de sus padecimientos, llegando a ser semejante a él en su muerte” (Fil. 3:7-10).

Al leer esto, debes saber que conocer a Cristo ha de ser la meta suprema de tu vida. Fíjate que el Apóstol Pablo no dejó atrás aquello que le parecía malo en su vida, sino aquello que para él era ganancia, esas cosas que le permitían jactarse delante de la gente que lo rodeaba, todo lo que lo hacía sentirse orgulloso de sí mismo, eso fue lo que él estimó como pérdida por la excelencia de conocer a Cristo Jesús, y al desecharlas no se despidió de ellas llorando, con tristeza por dejarlas atrás, no las dejó quejándose ni a regañadientes, sino que dice que las tiene “por basura”, “a fin de conocerle”.

El Apóstol Pablo no lo pensaba dos veces. Para él no había cosa más importante, no había meta más alta ni fin más noble para el cual vivir, que conocer a Cristo. En realidad, él sabía que esa no es simplemente una buena forma de vivir, sino que ‘es’ la vida eterna. Se determinó a que no hubiera obstáculo que le impidiera llegar a conocerle, y decidió quitar de sí todo lo que se interpusiera en su camino a Cristo, especialmente lo que él consideraba excelente y bueno en su vida, pero que en realidad era basura, porque le impedía llegar a Jesús, de tal manera que luego afirma: “… una cosa hago: olvidando ciertamente lo que queda atrás, y extendiéndome a lo que está delante, 14 prosigo a la meta, al premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús” (Fil. 3:13-14).

¿Refleja esto lo que ocurre en tu vida? ¿O ves a Cristo como un simple agregado a todo lo que amas de este mundo, como una simple guinda de la torta para tu vida que ya consideras buena y agradable aun sin Él? No puedes recibir a Cristo sólo hasta cierto punto, mientras quieres conservar tu vida y sigues abrazando a este mundo y su vanidad.

Fíjate lo que dice la Escritura, hay una evidencia que nos indica si le conocemos o no: “El que dice que permanece en él, debe andar como él anduvo” (1 Jn. 2:6). Este no es un estándar para los más consagrados solamente, sólo para esos que se han entregado especialmente al Señor. Lo que está diciendo es que todo cristiano se debe caracterizar por esto: andar como Cristo anduvo. No te engañes, desecha las excusas y las justificaciones que pueden venir a tu mente en este momento. Este es el verdadero cristianismo, esta es la vida eterna, la Escritura lo declara y ella no puede ser quebrantada.

¿Por qué hay tantas personas en las iglesias que no reaccionan ante la Palabra, que la escuchan domingo a domingo, pero no hay un cambio en sus vidas, no reaccionan ante la confrontación bíblica ni tienen disposición de someterse a la Escritura? Porque no conocen a Dios. ¿Por qué muchos deben ser arrastrados como peso muerto, por qué están llenos de indiferencia, apatía y frialdad hacia el reino de Dios, y no tienen una comunión con Él en su intimidad, no oran ni leen la Palabra cada día? Porque no conocen a Dios. ¿Por qué no encuentran ni un estímulo para servir, para integrarse a su congregación, para dar generosamente a fin de sostenerla, para poner su hombro dispuesto al trabajo? Porque no conocen a Dios. ¿Por qué hay tantas personas que van a la iglesia, pero que en su casa y en sus trabajos viven como impíos? ¿Por qué hay tantos creyentes que piensan de la misma forma, se trazan las mismas metas, anhelan las mismas cosas y viven para los mismos fines que los incrédulos? Es lógico: porque no conocen a Dios.

Ciertamente es una bendición poder vivir nuestra fe en paz, sin ser perseguidos con cárcel o muerte. Pero esa ausencia de persecución ha hecho que las iglesias se llenen de muchos que son simplemente simpatizantes, pero no son discípulos. Abundan en las congregaciones quienes sólo han oído a Dios de oídas, pero cuyos ojos no han visto realmente al Señor de todo, ni se han arrepentido en polvo y ceniza. Están allí, como racimos de uva hechos de plástico, mezclados con los verdaderos racimos que están unidos a la vid, que es Cristo. Realmente no creen lo que Cristo dijo: “Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado”.

Buscan la vida en otras cosas: persiguen sus propios deseos, están empeñados en construir su propio reino, en realizar sus propios sueños, en satisfacerse a sí mismos, porque se aman a sí mismos más que a todo, aman este mundo y las cosas que hay en él. Para conseguir esto, algunos se entregan a diversos placeres, viven buscando sensaciones, se entregan a distintos vicios o se fijan como la mayor meta, buscar su propia felicidad. Otros viven para destacar en sus trabajos, tener carreras brillantes, y para ello abandonan familia, amigos, lo que sea; todo con el fin de llenarse de aplausos y llegar a la cima del mundo. Otros lo único que desean es acumular y acumular más, para ellos lo más importante es tener, comprar, poseer, y llenarse de satisfacción al contemplar lo que han acumulado. O incluso hay otros que parecen más nobles, pero que están igual de desviados: su meta máxima es tener una linda familia, una linda casa, lindo matrimonio, lindos hijos, ser maridos, esposas, papás y mamás ejemplares.

Muchas de estas cosas no son malas en sí mismas, todo lo contrario, muchas son bendiciones que Dios nos permite disfrutar. Pero si vivimos para ellas, sólo cosecharemos muerte y destrucción, porque estamos confesando que esa es la vida, que ahí está el fin de todo; y si pensamos bien, lo que está detrás de vivir para todas estas cosas es un ídolo gigante de nuestro propio yo, que hemos levantado.

¿Qué dicen, entonces, tus hechos? ¿Qué dice tu día a día? ¿Conoces realmente al Señor? Esta es la pregunta más importante que puedes hacerte, de eso depende tu eternidad. ¿Qué será esta vida comparada con la eternidad? Un vapor que quedará rápidamente en el olvido. No salgas de aquí sin haber respondido esta pregunta: ¿Conoces al Señor? No dejes este asunto para después, no lo dejes para mañana. En unas horas tu consciencia ya puede estar endurecida. No hay nada más urgente ni más importante que esto. Cada día que tengas este asunto pendiente, en verdad estás tomando la licencia de rechazar a Cristo, y vives bajo la ira de Dios: “El que cree en el Hijo tiene vida eterna; pero el que rehúsa creer en el Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios está sobre él” (Jn. 3:36).

Sí, porque “esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado”.