Domingo 9 de abril de 2017

Texto base: Nehemías 4:14-23.

En el mensaje anterior, pudimos ver cómo nuevamente los enemigos de Dios intentaron obstaculizar su obra. Se presentaron delante del pueblo de Dios, y se burlaron de su debilidad y su miseria, les hicieron ver que su trabajo era inútil y que el muro que habían levantado no servía para nada.

Vimos en primer lugar que, sepámoslo o no, todos nos encontramos en medio de una guerra espiritual con consecuencias eternas, y que no podemos evaluar las situaciones que vivimos simplemente de acuerdo a criterios humanos y terrenales. Además, pudimos apreciar en la Escritura que o estamos bajo la potestad de las tinieblas, o estamos en el reino de Cristo, pero no podemos permanecer neutrales, ni podemos pertenecer a ambas realidades, o estamos bajo una o bajo la otra.

Los enemigos del pueblo de Dios (quienes no han creído en Cristo), se oponen a la obra de Dios en el mundo. Para ello usan distintos métodos, como la violencia, la intimidación, las mentiras, los sobornos, el destierro, el aislamiento económico y social, entre muchos otros. Esta vez usaron el desánimo y las amenazas para causar estragos entre los judíos que volvieron del exilio.

El desánimo, como las termitas, va socavando los cimientos de nuestra fe, y si lo dejamos hacer su trabajo, terminará derrumbando nuestra casa espiritual, afectando a todos a nuestro alrededor. En este sentido, todos luchamos en mayor o menor medida contra el desánimo, pero si no lo combatimos, sino que perseveramos en él, no debemos considerarnos como víctimas, ya que estamos pecando contra Dios y contra su Iglesia.

Cuando nos dejamos vencer por el desánimo, es porque ya hemos creído a sus mentiras. Una de las más comunes es, hacernos pensar que nuestra obediencia a Dios depende de que tengamos ganas. Se nos dice «si no tienes ganas, no lo hagas. De otra manera serías un hipócrita si lo haces». Pero como cristianos no estamos llamados a vivir de entusiasmos pasajeros, ni de las sensaciones que sintamos en nuestro estómago. Dios es digno de que rindamos todo nuestro ser. Esa es la verdad, Él merece todos nuestros esfuerzos, cada uno de nuestros pensamientos y cada segundo de nuestra vida, tengamos ganas o no. Nunca será mejor dejar de servir a Dios que servirlo. Nunca será mejor estar fuera de la Iglesia que en medio de ella. No vivas por ganas ni por entusiasmos, vive por fe, por la esperanza inquebrantable que tienes en Cristo.

Hoy ahondaremos en la reacción que debemos tener ante la oposición, y la actitud con la que debemos enfrentar este conflicto espiritual en el que nos encontramos inmersos. Veremos que es esencial e imprescindible i) depender en todas las cosas de nuestro Señor, y ii) mantenernos unidos y unánimes trabajando en su obra.

     I.        La oración y la acción

Ante esta fuerte oposición de parte de sus enemigos, y este conflicto espiritual innegable, la reacción de Nehemías como líder de su pueblo es ejemplar (vv. 4-5):

«Por eso oramos: ‘¡Escucha, Dios nuestro, cómo se burlan de nosotros! Haz que sus ofensas recaigan sobre ellos mismos: entrégalos a sus enemigos; ¡que los lleven en cautiverio! No   pases por alto su maldad ni olvides sus pecados, porque insultan a los que reconstruyen’».

Nehemías no tomó todo esto como una ofensa personal, y esto es una actitud que debemos imitar, ya que una gran tentación cuando sufrimos oposición, es creer que nosotros somos los principales ofendidos. Cuando los enemigos de Dios se oponen a la obra del pueblo de Dios, no es una ofensa contra nosotros, sino contra Dios. Ellos nos odian a nosotros porque odian a Dios realmente. Esto lo afirma claramente Jesús: «Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero porque no sois del mundo, antes yo os elegí del mundo, por eso el mundo os aborrece» (Jn. 15:19).

Entonces, al enfrentar la oposición, debemos llevar el asunto primeramente al Señor, porque es Él quien se encargará de responder a sus enemigos. Podemos rogarle que haga justicia, que responda con firmeza, que les deje en claro que Él gobierna y que sus enemigos deben ser destruidos, pero finalmente Él es quien se encarga. Esto podemos verlo en las Escrituras:

«No paguen a nadie mal por mal. Procuren hacer lo bueno delante de todos. 18 Si es posible, y en cuanto dependa de ustedes, vivan en paz con todos. 19 No tomen venganza, hermanos míos, sino dejen el castigo en las manos de Dios, porque está escrito: «Mía es la venganza; yo pagaré», dice el Señor»

(Ro. 12:17-19)

El comentarista Matthew Henry afirma certeramente:

«Si nuestros enemigos no pueden asustarnos para apartarnos de nuestro deber, ni engañarnos para que pequemos, no nos pueden dañar. Nehemías se puso bajo la protección divina él mismo y su causa. Fue el método de este buen hombre y debiera ser el nuestro. Todas sus preocupaciones, todas sus penas, todos sus temores puso delante de Dios. Antes de usar un medio, él lo presentaba en oración a Dios».

Efectivamente, Nehemías entregó todo el asunto al Señor en oración y confió en su protección. Sus adversarios eran numerosos, de hecho, Jerusalén estaba rodeada de pueblos enemigos, que según nos relata la misma Biblia, se habían burlado del pueblo de Dios cuando la Ciudad Santa fue sitiada y saqueada por los babilonios, y sus habitantes fueron exiliados.

Luego de la oración de Nehemías, el pueblo continuó con la reconstrucción, como nos relata el v. 6. Sin embargo, este entusiasmo en la obra fue respondido con más amenazas de parte de los enemigos, lo que provocó temor entre el pueblo de Dios, y algunos de ellos comenzaron a desanimarse.

La reacción de Nehemías ante esto no fue quedarse en el desánimo, sino volver a la oración: «Oramos entonces a nuestro Dios y decidimos montar guardia día y noche para defendernos de ellos» (v. 9). Esto se llevó a cabo en medio del desánimo del propio pueblo, en momentos que algunos daban señales de querer desistir.

De esto aprendemos que la oración no es simplemente el punto inicial de nuestra lucha, sino que es una disposición permanente del espíritu que debe acompañarnos a lo largo de toda la batalla. Por algo Pablo mandó a los Tesalonicenses: «orad sin cesar» (I Tes. 5:17). La mente del cristiano debe estar constantemente orando, rogando a Dios por auxilio, por gracia, por misericordia, para llevar todo pensamiento cautivo a la obediencia de Cristo.

Ciertamente existen tiempos apartados de oración, en la soledad de nuestro cuarto o algún otro lugar donde tengamos comodidad para hacerlo. Pero también está este clamor constante en medio de las actividades y las luchas del día, y que es fundamental para mantenernos en comunión con el Señor. Nuestra mente debe ser un altar que ofrece continuamente sacrificios agradables a Dios, y por ello es fundamental que entendamos que el Señor está en cada aspecto de nuestra vida cotidiana.

Por algo el Apóstol Pablo, luego de describir la armadura de Dios, habla de la oración, que podríamos decir que es lo que suelda esta armadura y le da brillo: «Oren en el Espíritu en todo momento, con peticiones y ruegos. Manténganse alerta y perseveren en oración por todos los santos» (Ef. 6:18).

Por otro lado, aprendemos que luego de la oración debe seguir la acción. Matthew Henry comenta:

«Habiendo orado, puso una guardia contra el enemigo. Si pensamos asegurarnos por medio de la oración, sin velar y estar alertas, somos perezosos y tentamos a Dios; pero velar alertas sin orar, es ser orgullosos e insolentes con Dios: de cualquier manera abandonamos su protección. El cuidado que Dios tiene de nuestra seguridad debiera comprometernos y estimularnos a seguir adelante con vigor cumpliendo nuestro deber».

La oración que ha sido elevada correctamente, entonces, es un combustible que debe propulsar la acción, la obediencia a Dios. Es inconsistente rogar a Dios que nos ayude en la obra si no estamos dispuestos a trabajar. Es una falta de respeto al Señor rogar que nos libre de la tentación, si acto seguido corremos felices hacia ella, y luego nos lamentamos y lo culpamos a Él por no habernos librado.

Luego de orar, entonces, debemos tomar las medidas que sean necesarias para obedecer la voluntad de Dios, rogando que en su gracia nos guíe para tomar las decisiones correctas. Nehemías oró al Señor, y luego montó una guardia día y noche para defenderse de sus enemigos. Oró y actuó. Rogó y trabajó.

Muchos caemos en el engaño del Dios «control remoto». Este engaño consiste en que la oración opera como un control remoto que mueve la voluntad de Dios según lo que yo quiero. Al apretar el botón de la oración, nos sentamos a esperar que Dios haga según lo que pedimos. Si no funciona el control remoto, nos desanimamos, nuestra fe en Dios flaquea, y dudamos de que sea realmente tan poderoso como dice ser. Nos apartamos de él y preferimos nuestros propios métodos, que son más rápidos y efectivos.

No es ese el ejemplo que nos dejó el Señor con Nehemías. Él oró no para sentarse a esperar que la solución surgiera por arte de magia, sino que tomó las medidas necesarias para cumplir con su responsabilidad y su deber, sabiendo que dependía de Dios para su obra. En otras palabras, él entendió que su responsabilidad era obedecer al Señor, pero con la certeza de que es Dios quien le daba la fortaleza para realizar ese trabajo, y es Dios quien se encargaría también de los frutos y consecuencias de ese trabajo.

Acá hay que ser cuidadosos, ya que hay ocasiones en las que la Palabra nos llama a esperar en el Señor. Por ejemplo, el Salmo 37:7 dice «Guarda silencio ante Jehová, y espera en él». Es cierto, hay muchos casos en donde deberemos orar para aguardar la respuesta del Señor, y no actuar mientras no sepamos que es su voluntad lo que vamos a hacer. Pero incluso en esos casos hay ciertas decisiones y medidas que debemos adoptar. Sin embargo, acá nos referimos a aquellos que oran sin estar dispuestos a obedecer ni a trabajar, lo que es algo completamente distinto a esperar en Dios.

Aprendemos, entonces, que no se trata de actuar por actuar. Primero debemos orar, y luego actuar, y mientras actuamos, seguir en una actitud permanente de oración en nuestros pensamientos.

(v. 13) Vemos también que las medidas que tomó Nehemías fueron ordenadas y lógicas. Cada uno debía ocupar su lugar, atendiendo especialmente las áreas más desprotegidas y vulnerables. Esto debemos aplicarlo también a nuestra vida, ya que cada uno tiene áreas más vulnerables que otras, y esto varía de persona a persona. Alguno luchará mayormente con el alcohol, mientras que para otro el problema es el ocio, y aun otro tiene dificultades para dominar su codicia. Lo cierto es que luchamos con más de un área, y es en esos puntos débiles donde se debe poner especial atención, tomando medidas concretas y trazando un plan ordenado.

   II.        El trabajo arduo en medio de la lucha

Mientras nos preparamos para la batalla y a lo largo del combate, la fe es el escudo que nos librará de los dardos de fuego del enemigo. Podrán incluso matarnos, pero nunca quitarnos la esperanza que se selló eternamente al quedar esa tumba vacía.

La fe es un regalo de Dios, y cuando la ejercemos en comunidad permite que podamos animarnos los unos a los otros. En medio de la oposición, Nehemías exhortó a sus hermanos: «Después miré, y me levanté y dije a los nobles y a los oficiales, y al resto del pueblo: No temáis delante de ellos; acordaos del Señor, grande y temible, y pelead por vuestros hermanos, por vuestros hijos y por vuestras hijas, por vuestras mujeres y por vuestras casas» (v. 14).

Los creyentes en tiempos de Nehemías no alcanzaron a saber de la tumba vacía. Es decir, ellos solo pudieron ver la sombra de las cosas que estaban por venir. Con mayor razón nosotros debemos animarnos, sabiendo ya de la tumba vacía, y de la obra del Espíritu a través de su iglesia, que ha permitido que el Evangelio se expanda por todo el mundo hasta llegar aquí.

A lo largo de toda la lucha, la fe será nuestros ojos. Si el apóstol Pablo nos dice «Vivimos por fe, no por vista» (II Co. 5:7), es porque debemos ver la realidad no por nuestros sentidos, no por lo que observamos, no según criterios humanos ni terrenales, sino por fe. Aunque todas las circunstancias parezcan adversas e intenten hacernos desistir de seguir a Cristo, es la fe en Él y en lo que hizo en nuestro favor lo que nos mantiene perseverando.

Por algo las Escrituras afirman «sin fe es imposible agradar a Dios» (He. 11:6). Sólo podremos salir victoriosos, entonces, si nos mantenemos mirando a Cristo en nuestra batalla cotidiana. Sólo Él puede llevarnos a la victoria, porque en Él somos más que vencedores, y si Él nos ha hecho justos, nada ni nadie puede condenarnos. Así lo creyó también Nehemías, quien exhortó a sus hermanos en el v. 20: «Por eso, al oír el toque de alarma, cerremos filas. ¡Nuestro Dios peleará por nosotros!».

La Escritura nos entrega distintas metáforas para referirse al pueblo de Dios. Se le describe, por ejemplo, como una novia, como una casa, o como un rebaño. También se le compara con un ejército, y aun otra metáfora, describe a los hijos de Dios como siervos de su Señor, como trabajadores. Estas dos últimas metáforas las encontramos en este pasaje: el pueblo de Dios es un ejército que debe luchar unido en medio del conflicto espiritual, y a la vez son trabajadores en la obra de Dios, que deben unir sus esfuerzos en obediencia al Señor, unánimes. Vemos, entonces, que luchar juntos y trabajar juntos son cosas que van de la mano. Trabajamos en medio de la lucha, y luchamos en medio de la obra.

Ya vimos que, en la construcción del muro, cada miembro del pueblo de Dios tenía un trabajo que hacer, y que, si alguno dejaba abandonada su parte, no es que esa labor dejara de existir, sino que el trabajo debe ser asumido por los demás. Es responsabilidad de cada creyente, entonces, el cumplir con su labor y no abandonar su responsabilidad, ya que de otra manera sus hermanos deberán soportar su trabajo.

(vv. 13, 16-23). Una vez más vemos que es imposible vivir la fe en solitario. La Biblia siempre habla del creyente como inmerso en un pueblo, en un cuerpo. Aquí desde el siervo hasta el noble tuvo asignado un trabajo y una función. Cada función es importante, y debe ser cumplida por alguien. Cuando unos construían, otros protegían, y luego se intercambiaban las labores. Así servían al Señor, y se servían unos a otros; y todos a su vez estaban alertas y velando.

Esto nos recuerda lo dicho en I Co. 12:4-5 (NVI): «Ahora bien, hay diversos dones, pero un mismo Espíritu. Hay diversas maneras de servir, pero un mismo Señor». Mientras unos montaban la guardia, otros trabajaban en el muro. Aun otros, no mencionados aquí, debían cuidar a ancianos, niños y enfermos, y otros debían estar preocupados de los alimentos y bienes básicos para cubrir las necesidades de quienes trabajaban y vigilaban. Eso nos muestra que habrá muchas labores y funciones que son invisibles, que generalmente no se mencionan como las más destacadas, pero que debían ser realizadas. Cada función era vital para que toda la obra se realizara. Cada labor era necesaria para que el resto de las funciones pudiera desarrollarse.

¿Qué pasaría si algunos hubieran pensado que la única manera de hacer algo relevante, era estar en la guardia o en el muro? Habrían quedado muchas labores esenciales desatendidas, y finalmente toda la obra se hubiese visto afectada. A veces ocurre esto en las iglesias, cuando muchos entienden que la única forma de servir a Dios es predicando, enseñando, o siendo músico, por ejemplo. Claro, son labores visibles, pero están lejos de ser las únicas. Hay muchas labores cotidianas, y que quizá tienen menos visibilidad, pero que son esenciales para que una iglesia finalmente pueda estar saludable y en armonía. La iglesia se parece a una orquesta, donde todos deben tocar el instrumento que han recibido, y deben unirse a los otros músicos para tocar una sola melodía, y donde el matiz aportado por cada instrumento enriquece el sonido general.

Aquí todos dependían de que los demás hicieran su parte en la obra. Si alguien dejaba abandonada su parte, otro debía tomarla, trabajando el doble, y así es también en la iglesia. Como ya dijimos antes, Dios no necesita de tu obediencia, pero tu hermano sí.

Ahora, muchos dicen que quieren servir, pero no saben cuál es su don, por lo que finalmente no hacen nada. Pero el don que hemos recibido, no lo descubriremos estando inactivos: lo descubriremos trabajando junto con nuestros hermanos. Es más, el don que hemos recibido, va a hacer que veamos ciertas necesidades y carencias donde otros no ven nada. Si no sabes cuál es tu don, ora al Señor para que te muestre dónde te ha llamado a servir, y fíjate en las necesidades que ves. ¿Consideras que hay algo que falta, que no se está haciendo, algo que nadie está atendiendo? Toma la pala y la espada, y hazlo. No esperes que la iglesia cree un programa para eso. No esperes que alguien abra un ministerio para eso. No importa si es algo pequeño. No importa si nadie estará allí dándote las gracias o reconociéndote. No importa si nadie recordará tu servicio. Si viste esa necesidad, si Dios te la ha mostrado, hazte parte de la congregación y ocúpate de atenderla, y el Señor, quien todo lo ve, habrá visto también tu trabajo.

Apreciamos en el texto que, en ocasiones, las circunstancias son tan duras que deberemos redoblar los esfuerzos como en el v. 17, teniendo en una mano la espada y con la otra seguir construyendo. ¿Cuánta gente hay que asiste a la iglesia porque quieren satisfacer una necesidad espiritual, pero son totalmente indiferentes a la obra de Dios? Hay quienes ni siquiera se plantean servir en la iglesia, dejando la tarea completamente a otros. Hay otros que asumen algunas tareas, pero como si fueran fierros al rojo vivo, pretenden deshacerse de ellas cuanto antes. ¡Que Dios nos conceda tener la disposición de estos hombres, con sus dos manos ocupadas plenamente en la obra!

El v. 20 nos enseña además que al venir la dificultad, la reacción no debe ser huir cada uno por su lado, sino el cerrar filas. Las adversidades no se enfrentan en solitario, sino en comunidad. En la compañía de los hermanos, la gracia de Dios obrará y su poder peleará por nosotros para darnos la victoria. El soldado cristiano, quien lleva la armadura y lucha bajo la bandera del pueblo de Dios, enfrenta el rigor de la batalla junto a sus hermanos, y no disperso peleando solo y según su propia estrategia.

Esto nos recuerda lo que nos dice la Escritura: “Solamente compórtense de una manera digna del evangelio de Cristo, de modo que ya sea que vaya a verlos, o que permanezca ausente, pueda oír que ustedes están firmes en un mismo espíritu, luchando unánimes por la fe del evangelio. 28 De ninguna manera estén atemorizados por sus adversarios, lo cual es señal de perdición para ellos, pero de salvación para ustedes, y esto, de Dios. 29 Porque a ustedes se les ha concedido por amor de Cristo, no sólo creer en El, sino también sufrir por El” (Fil. 1:27-29, NBLH).

Cada uno portaba siempre su espada en el trabajo, listos para enfrentar un combate en cualquier momento. La batalla no los sorprendería desprevenidos ni los tomaría por sorpresa. Ellos estaban listos, con un plan trazado y las medidas concretas ya adoptadas. Esto nos deja una valiosa enseñanza, ya que cada mañana en oración debemos prepararnos para enfrentar el día, y mientras realizamos nuestras labores cotidianas, perseverar con la espada en nuestra cintura, listos para enfrentar cualquier clase de oposición, “sabiendo que [nuestros] hermanos en todo el mundo están soportando la misma clase de sufrimientos” (1 P. 5:9, NVI).

Recordemos, además, que según Efesios cap. 6, la espada del Espíritu es la Palabra de Dios. No podremos estar adecuadamente preparados para la batalla si no conocemos las Escrituras. A ninguno de esos hombres se les habría ocurrido ir a la batalla sin su espada. Sin la verdad de las Escrituras no podemos conocer la voluntad de Dios, ni servir como a Él le agrada. Tampoco podremos vencer en la batalla espiritual que debemos librar.

(vv. 22-23). Vemos, por último, que estos hermanos estaban volcados a la obra con todo su ser, y en todo tiempo. Su día y su noche, todo momento estaban consagrados y entregados por completo al servicio a Dios en medio de la lucha. La obra de Dios es incesante, constantemente debemos estar ocupados en ella con todas nuestras fuerzas, trabajando codo a codo junto a nuestros hermanos. Además, en ningún momento debemos relajarnos espiritualmente, ni dejar de estar «vestidos», es decir, listos para el trabajo y el combate.

La batalla espiritual del cristiano es constante y como decíamos, sin vacaciones ni treguas. En todo momento exige estar en guardia, lo que implica una constante comunión con el Señor. ¿Describe esto tu realidad? ¿Describe tu situación actual? ¿Estás consciente de que todo tu día, e incluso tu dormir debe estar entregado al servicio y la obra del Señor?

Si hay algo que ha hecho daño en la Iglesia, es la creencia de que sólo algunos son llamados a vivir consagrados, que la obra de Dios es algo que hacen algunas personas, que han decidido entregar sus vidas al Señor de manera especial. ¡Mentira! Cada uno ha recibido un llamado, un don para cumplir ese llamado, un espíritu de poder, amor y dominio propio para ejecutarlo, y un campo donde cultivarlo. No tenemos excusa. Por el contrario, tenemos el gran privilegio de haber sido considerados para servir al Dios Altísimo, pese a ser completamente indignos.

  III.        Una gran motivación para una gran obra

Puede ocurrir que veas todo esto, y no sepas por dónde empezar. Puede ser que ya estés acostumbrado a no servir en una congregación, que no te sientas preparado, o quizá sientes que debes hacerlo, pero que aún no es el momento. O quizá dices amén a todo lo que se ha expuesto, y te animas a servir, pero llega el lunes, y los afanes de la vida te absorben y terminan por desanimarte y desenfocarte, y ya para las 10:00 AM has olvidado todo lo que escuchaste hoy.

¿Estamos viendo la grandeza de la obra a la que hemos sido llamados? ¿Nos damos cuenta del privilegio que significa que Dios nos haya rescatado de nuestra vida de oscuridad y maldad, que nos haya limpiado, y que además nos haya dado una misión que cumplir, y que nos haya capacitado para hacerlo?

Quizá ves a la iglesia ya como una rutina. O puede ser que veas que somos simplemente personas que se reúnen, hacen algunas actividades y vuelven a casa. Aquí sirve recordar una anécdota compartida por William Hendriksen: un hombre estaba pasando por una obra en construcción, y se topó con un obrero, quien se veía disconforme, pegando ladrillos. El caminante le preguntó al obrero: “¿Qué estás haciendo?” Éste le respondió con enojo: “estoy pegando ladrillos”. El hombre siguió caminando, y más adelante se encontró con otro obrero de la misma faena, que se veía contento haciendo su trabajo. El caminante le preguntó: “¿Qué estás haciendo?” El obrero contestó con orgullo: “estoy construyendo una catedral”.

A veces perdemos de vista la maravillosa obra de la que somos parte. Debemos recordar que estamos sirviendo al Dios de todo el universo, al Señor de todo lo que hay. Pero ¿De dónde sacamos la motivación? Este texto nos da dos claves: i) Recordar quién es el Dios a quien servimos: “acordaos del Señor, grande y temible” (v. 14); y ii) Recordar sus promesas, que de Él es la victoria, y Él nos llevará a vencer: “nuestro Dios peleará por nosotros” (v. 20).

Y Cristo, antes de volver al Padre, entregó la gran comisión a su iglesia, y nos dejó una hermosa promesa: «… he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt. 28:20). ¡Qué hermosa promesa! Todos los días, lo que incluye precisamente este día, y mañana, y pasado mañana, y todos los que le sigan hasta el fin del mundo, Cristo está con su iglesia, Cristo acompaña y fortalece a su pueblo, lo que nos incluye a nosotros esta mañana. Y «Si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros?» (Ro. 8:31).

Sólo pensemos, razonemos con Pablo en Romanos 8. Si Dios nos entregó a su Hijo, ¿Cómo no nos dará con Él todas las cosas? Si Dios ya entregó a su Hijo para pagar nuestra deuda, ¿Quién nos podría condenar? ¿Quién podría anular la obra de Dios? ¿Quién podría separarnos del amor de Cristo, que ya fue derramado en nosotros por el Espíritu Santo? Podemos confesar seguros junto al Apóstol Pablo que «… ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, 39 ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro» (Ro. 8:38-39).

Cristo ha venido, habitó entre nosotros, murió en nuestro lugar para que nosotros pudiéramos tener vida en Él, se hizo criminal por nosotros, los criminales, para que nosotros pudiéramos ser justos en Él. Ha llenado su Casa de gloria, la Iglesia es el templo que Él está edificando con nosotros, las piedras vivas. Tú y yo somos ladrillos de este hermoso templo espiritual que es la Iglesia. ¿Cómo no disponernos a ser útiles en sus manos? ¿Cómo no entregarnos completamente a servirle y serle fieles?

Cuando pierdas de vista lo grandioso de esta obra, recuerda lo grandioso que es el Señor, considera la gloria de Cristo, y ten en cuenta que Él es digno de toda nuestra vida: nuestro servicio y nuestro trabajo son una respuesta agradecida al amor eterno que el Señor nos demostró en Cristo. Que Él nos conceda servir unidos y unánimes en esta hermosa obra, por amor a su nombre.