Por Álex Figueroa F.

Texto base: 22:6-21.

El mensaje anterior terminamos de revisar la última visión de Juan en el libro de Apocalipsis, y con ello, la última visión en toda la Biblia. En ella se nos hablaba del glorioso Cristo quien es Señor de la Iglesia, y la también gloriosa realidad del pueblo redimido una vez que se encuentre en la eternidad con Cristo.

Nos encontramos en la última parte del libro, donde hemos visto la victoria final de Cristo sobre sus enemigos, y la restauración de todas las cosas con la venida del cielo nuevo y la tierra nueva, luego de su segunda venida. En los últimos mensajes nos concentramos en la revelación de la Nueva Jerusalén, el lugar donde habitará el pueblo glorificado de Cristo junto a su Señor para siempre.

Dijimos que la Iglesia es única, es el único grupo de personas que vivirá después de la muerte, y es el único grupo de personas que está unido verdaderamente, porque su unidad viene de Dios mismo, y es obrada por el Espíritu Santo. Es el único grupo de personas que tiene vida verdadera, porque el autor de la vida vive en ella.

Cristo es la fuente de todo bien para su pueblo, es su Dios, su luz, su fuente de vida y de sanidad, su redención, su victoria y su Rey.

El pueblo glorificado, será libre ya de la condenación y la presencia del pecado, y será libre de toda maldición. Así podrá tener comunión perfecta con el Señor, podrá servirlo de manera perfecta para siempre, le rendirá honor y gloria por siempre, será su posesión y reinará con Él para siempre.

Todo esto nos llevaba a maravillarnos de la gracia del Señor, quien nos rescató mientras nosotros éramos sus enemigos y lo aborrecíamos en nuestra mente, y nos dio vida cuando estábamos muertos en delitos y pecados. Pero el mensaje también nos exhortó a estar alertas, ya que lo que viviremos en la eternidad lo estamos anticipando hoy. El Señor nos permite desde hoy ser nueva creación, llevando en nosotros la semilla de este futuro glorioso. Pero no podemos pensar que si aquí no amamos ni servimos al Señor, mágicamente la muerte nos hará pasar a una eternidad en que sí lo amamos y lo servimos. La eternidad ya la estamos anticipando hoy.

Hoy nos concentraremos en la conclusión del libro, y podríamos decir de toda la Biblia. En este texto el mismo Señor Jesús nos dará palabras de advertencia y de aliento, y nos llamará a esperarlo con una certeza firme en nuestros corazones.

     I.        El Dador del mensaje

Ya finalizando el libro, luego de todas las visiones maravillosas y todos los símbolos e imágenes que nos estremecieron, después de todos los juicios revelados, y las visiones de cuando todas las cosas sean renovadas, donde ya no habrá más llanto, ni dolor, ni muerte ni oscuridad, el Señor mismo interviene para darnos confianza sobre este mensaje, recordándonos que Él es su Autor, que fue Él quien lo entregó.

Aunque las visiones ya terminaron, el Apóstol Juan sigue en presencia del ángel, y si revisamos el resto del pasaje, nos daremos cuenta que está ante muchos testigos: él mismo, el ángel, Jesús, el Espíritu Santo y la Iglesia.

También podemos apreciar que el final del libro repite muchas cosas que se dijeron en el capítulo 1: vv. 1-3, 8, 17b. El que sean puestas al principio y al final del libro, nos dice que son palabras a las que debemos estar muy atentos, ya que el Señor mismo quiere enfatizarlas.

Las palabras de este libro son fieles y verdaderas. Esto quiere decir que son absolutamente confiables, y de esto testifican también el ángel y el mismo Apóstol Juan. A pesar de que en esa época circularon varios libros de apocalipsis, es este el verdadero, el mensaje de Cristo a las iglesias. No es una ocurrencia humana, no es la genialidad de un gran escritor, no es la creatividad de un autor para impresionar a la audiencia de su época, no es tampoco lo que un espiritista vio en un trance, sino que es el mensaje eterno que el Señor entrega a su pueblo para mostrarle las cosas que han de suceder pronto, para que estén alertas y enderecen sus caminos.

El mismo Señor que inspiró el resto de la Escritura, es el que declara también haber entregado este mensaje para su pueblo, y en ese pueblo también nos contamos nosotros. Y el Señor entregó este mensaje por medio de un ángel, quien se lo comunicó al Apóstol Juan. El mismo Señor nos declara esto: “Yo Jesús he enviado mi ángel para daros testimonio de estas cosas en las iglesias” (v. 16).

Tan glorioso fue el mensaje que el ángel entregó, y tan lleno de gloria era el mismo ángel, que Juan intentó adorarlo 2 veces: 19:10 y en 22:8. El Apóstol Juan, conocedor de la Palabra de Dios, sabía que la ley del Señor impide adorar a cualquier cosa que no sea al mismo Señor. Él fue el llamado discípulo amado, quien tomó la última cena recostado en el pecho de Jesús, fue del grupo más cercano mientras el Señor ejerció su ministerio en la tierra, e incluso fue el encargado de cuidar de María, madre de Jesús, luego de su muerte en la cruz. Él mismo fue quien recibió el mensaje del ángel, donde fue claro el juicio de Dios sobre los idólatras y la gloria suprema e inigualable de Cristo. Pero al terminar el libro, intenta torpemente adorar al ángel, algo completamente absurdo y ridículo. Todo esto nos debe alertar, ya que si el Apóstol Juan, con toda su consagración y con todo su conocimiento y toda la importancia de su función de Apóstol pudo caer en un error tan grueso, cuánto más nosotros que ni siquiera hemos visto al Señor. Quizá por esta razón terminó su primera carta diciendo a la iglesia: “Hijitos, guardaos de los ídolos”.

Pero esta torpeza de Juan nos habla de lo glorioso que es el mensaje que recibió. Las dos veces que se postró para adorar al ángel fue en el contexto de visiones maravillosas: la primera era la visión de las bodas del Cordero, donde la novia de Cristo aparece resplandeciente de santidad y justicia, lista para unirse eternamente a su novio Jesucristo. En la segunda ocasión, el ángel le acababa de mostrar la gloria eterna de la Nueva Jerusalén, con toda su luz, su belleza y perfección. El mensaje es tan increíblemente maravilloso que Juan se vio tentado a arrodillarse ante el mensajero, pero en realidad debe arrodillarse ante el Señor, que es quien entregó el mensaje en primer lugar.

Sin embargo, la respuesta del ángel es impresionante: v. 9. Deja en claro a Juan que él es un simple siervo del Señor, tal como lo es el mismo Juan, los profetas y todos los cristianos. Es increíble que, a diferencia de las religiones humanas en las que existen castas, u órdenes jerárquicos en los que unos son superiores y más iluminados que otros, en la verdadera fe lo que ocurre es que todos somos consiervos, estamos en el mismo peldaño, el de los servidores de Dios.

Esto es muy distinto de todo el afán que vemos hoy por echarse títulos encima: profeta, apóstol, y algunos hasta dicen ser arcángeles. A todos estos pretensiosos habría que enrostrarles este hermoso versículo. Y nosotros mismos, cuando creemos que estamos haciendo un favor al servir a nuestro Señor o a los hermanos de la congregación, cuando nos empezamos a creer importantes, necesarios o imprescindibles, debemos recordar esta hermosa verdad: somos simples siervos del Señor Altísimo, y el mismo Cristo nos llamó a decir una vez que hayamos terminado nuestra labor: “Somos siervos inútiles; no hemos hecho más que cumplir con nuestro deber” (Lc. 17:10). Sólo el Señor debe ser adorado, y a Él corresponde toda la gloria.

Pero finalmente, ¿Quién es el dador de este mensaje tan glorioso?

Él mismo se presenta, tal como al comienzo del libro: “Yo soy el Alfa y la Omega, el principio y el fin, el primero y el último” (v. 13). Sabemos por el resto de las Escrituras que el presentarse como “Yo soy” corresponde sólo al Señor, y nos habla de que Jesucristo es Dios, como ha quedado claramente demostrado en el libro de Apocalipsis, como en el resto de las Escrituras. Él es antes que todo, ningún ser creado puede decir que vio el principio del Señor, Él es eterno, no tuvo origen y tampoco tendrá final, por lo mismo nadie podrá decir que vio donde el Señor termina. Él es el principio y el fin, y todo lo que hay entremedio, Él es todo, es Supremo, es eterno y es único, ninguna criatura puede hacer una declaración como esta, ni puede ponerse a su lado para compararse. Él está más allá de todo, y es en un nivel distinto a todo lo creado.

Él es quien creó el mundo y quien lo llevará a su consumación. Él es quien comenzó la obra en nosotros y quien la perfeccionará. Él es quien da el mensaje y quien poderosamente lo usa para transformar nuestras vidas. Él es el autor de este libro, por lo que debemos prestar la mayor atención posible a sus palabras, que son espíritu y son vida, y que son fieles y verdaderas.

También nos dice “Yo soy la raíz y el linaje de David” (v. 16). Esto tiene su origen en el libro de Isaías, donde dice: “En aquel día se alzará la raíz de Isaí como estandarte de los pueblos; hacia él correrán las naciones, y glorioso será el lugar donde repose” (Is. 11:10). Isaí era el padre de David. El Señor es tanto el origen como la descendencia de David. Pero no sólo en cuanto a la vida de David, sino en cuanto a su reinado. Él es el Hijo de David que ocupará el trono del pueblo de Dios para siempre. Él es nuestro Rey, lo que es otra razón para estar muy atentos a sus palabras, y para tomar muy en serio este libro. No podemos menospreciar en ninguna manera las palabras de nuestro Rey y Señor.

Además, se presenta diciendo que es “la estrella resplandeciente de la mañana” (v. 16). Esto también tiene su origen en el Antiguo Testamento: “Una estrella saldrá de Jacob; un rey surgirá en Israel” (Nm. 24:17). Y aquí encaja muy bien lo dicho por el Apóstol Pedro sobre la venida del Señor: “Esto ha venido a confirmarnos la palabra de los profetas, a la cual ustedes hacen bien en prestar atención, como a una lámpara que brilla en un lugar oscuro, hasta que despunte el día y salga el lucero de la mañana en sus corazones” (2 P. 1:19). Entonces, el título de la estrella o el lucero de la mañana es un título para el Mesías, que nos habla también de su reinado sobre el pueblo de Dios, y nos dice que Cristo es ese Rey glorioso que, tal como el lucero de la mañana, nos anuncia que el día ya se acerca, que el amanecer ya ha llegado.

Entonces, es el Alfa y el Omega, el Principio y el Fin, el Rey de Israel, el Mesías prometido, la estrella de la mañana quien nos da este mensaje: es claro que para nosotros no debe ser cualquier mensaje, ni siquiera sólo un mensaje importante entre otros, sino que debemos recibirlo como Palabra de Dios.

Por lo mismo, es de tal importancia el mensaje de este libro que se establece una maldición para quien agregue o quite a lo que fue dicho. Quien agregue o quite al libro está menospreciando al Señor que entregó el mensaje, y ese es el punto de fondo: no podemos menospreciar este mensaje. Hay muchas formas de hacerlo, una de ellas es diciendo “es demasiado complejo, prefiero no leerlo”, o diciendo “este mensaje no es para la iglesia, sino para los judíos”, o enseñando sólo lo que nos parezca más práctico o más simple. Debemos esforzarnos con todo nuestro ser por conocer y retener lo que el Señor ha dicho en este libro.

FRASE NIÑOS: EL APOCALIPSIS ES UN MENSAJE DEL SEÑOR JESÚS PARA LA IGLESIA.

   II.        Propósito y urgencia del mensaje

¿Para qué fue dado este mensaje? El mismo Señor responde en el v. 6: “para mostrar a sus siervos las cosas que deben suceder pronto”. El Señor pudo habernos dejado con el conocimiento de cómo fuimos salvados y cómo hemos de vivir de manera digna de su Evangelio, pero quiso darnos esta revelación maravillosa de cómo Él ya venció, está venciendo y vencerá en nosotros y en el mundo, y cómo se consumarán todas las cosas, cómo esta victoria se establecerá sobre todo y todas las cosas serán renovadas. Esto nos recuerda las Palabras de Cristo dichas a sus discípulos: “los he llamado amigos, porque todo lo que a mi Padre le oí decir se lo he dado a conocer a ustedes” (Jn. 15:15).

El Apocalipsis es, entonces, una muestra más de la gracia de Dios hacia nuestras vidas, ya que Él quiso revelarnos estas cosas de su pura buena voluntad hacia nosotros, sin tener por qué hacerlo. Él quiso ponernos sobre aviso, darnos a entender cómo ocurrirán todas las cosas, y todo lo que ocurre en tanto en lo visible como en el mundo espiritual, entre su ascensión al Cielo, pasando por su segunda venida y hasta la glorificación final.

Además dice el Señor: “Yo Jesús he enviado mi ángel para daros testimonio de estas cosas en las iglesias” (v. 16). Una vez más el Señor nos reafirma que quiere darnos testimonio de estas cosas, quiere hacernos saber, darnos a conocer lo que ocurre realmente con nosotros, quienes somos, qué rol jugamos en este gran escenario universal en el que se está desarrollando el propósito eterno de Dios, cómo Él va desarrollando y estableciendo su victoria final, cómo nos protege y nos guarda como su posesión, y nos compartirá su victoria para que reinemos con Él. El Señor nos muestra nuestro lugar en este gran cuadro universal, nos da a conocer desde distintas perspectivas los acontecimientos finales que comenzaron cuando Cristo ascendió al Cielo, y que culminarán cuando vuelva a buscar a su pueblo y establezca su reino.

Nota: al principio y al final del libro, se deja en claro que va dirigido a las iglesias. Es decir, no es un libro dividido entre lo que es para la iglesia y lo que es para los judíos, sino que todo está dirigido a las iglesias.

Por otra parte, es un mensaje urgente. El Señor da este énfasis repetidas veces en el pasaje: dice que estas cosas “deben suceder pronto” (v. 6), afirma “He aquí, vengo pronto” (v. 7), luego vuelve a decir “He aquí yo vengo pronto” (v. 12), y al final dice “Ciertamente vengo en breve” (v. 20).

Además, dice al Apóstol Juan que no selle las palabras del libro, porque el tiempo está cerca (v. 10). En la antigüedad, si había un mensaje que debía ser conocido en un tiempo futuro y no debía ser abierto en ese momento, se sellaba. Esta es la lógica detrás del cap. 6, cuando se abren los sellos. Eran rollos que habían estado cerrados, para ser abiertos en el final de los tiempos, y ya había llegado el momento de abrirlos. Es lo contrario que se le dijo al profeta Daniel: “Tú, Daniel, guarda estas cosas en secreto y sella el libro hasta la hora final” (12:4).

Esto significa que ya en los tiempos de Juan se estaba viviendo el fin de los tiempos, ya no es hora de mantener mensajes en secreto, sino de revelarlos para salvación de los hombres, para predicar el arrepentimiento y la venida del reino de Dios. El tiempo está cerca, el mensaje no debe ser sellado sino que debe ser dado a conocer, es un mensaje universal.

Alguien podría decir: “Pero ¿Cómo puede decir que las cosas sucederán pronto y que el tiempo está cerca, si han pasado tantos años?”. Bueno, ya lo hemos dicho anteriormente, el Apocalipsis nos muestra acontecimientos desde la ascensión de Cristo hasta el establecimiento final de su reino luego de su segunda venida. Es decir, las iglesias que recibieron este libro del Apóstol Juan ya estaban viviendo e iban a seguir experimentando muchas de las cosas que se cuentan en este libro, y la Iglesia después de ellos, incluyéndonos a nosotros, estamos viviendo lo que se revela aquí.

Ya lo hemos dicho también, el fin es inminente, puede ser en cualquier momento. En la historia hemos podido ver muchas anticipaciones de este final, y sabemos que todo camina a paso firme hacia la consumación de todo, cada vez la historia va subiendo de volumen, hasta que llegue el fin, pero puede ser en cualquier momento, tanto que a las iglesias que recibieron este libro se les llamó a estar preparadas porque ya en esos días podía venir Jesucristo, como ladrón en la noche, es decir, sin avisar.

Entonces, no nos engañemos como si estas cosas fueran cuentos o representaciones increíbles de eventos que nunca llegarán. O como si fuera un final mitológico que no llegaremos a ver. Debemos entender que este mensaje es de la más alta importancia, que debemos consumir nuestro ser en conocer las palabras de esta profecía y en guardarlas, y que es un mensaje urgente, que estas cosas ya están sucediendo y seguirán sucediendo, que la venida de Jesucristo es inminente y cada instante que pasa, está más cerca.

Este libro no es para satisfacer una curiosidad malsana en el futuro, ni para calmar una comezón esotérica de saber lo que pasará, ni tampoco para caer en una obsesión con las señales o en el morbo de ver dragones y marcas de la bestia por todos lados. Es un libro para exaltar a Cristo por su juicio, su victoria y su salvación, y para tomar con valentía nuestro lugar como su pueblo, sabiendo que nuestra victoria es segura porque fue Él quien la logró.

FRASE NIÑOS: APOCALIPSIS ES IMPORTANTE PORQUE JESÚS LO ENTREGÓ.

  III. ¿Qué haremos?

Bien, ya que hemos recibido las palabras de esta profecía, ¿Qué haremos? ¿Cuál debe ser nuestra reacción ante ellas?

Lo primero que debemos saber es que no da lo mismo cómo reaccionemos. Quienes tengan en su corazón los valores de Babilonia y que amen a esta ciudad que es la gran ramera y la madre de las rameras y abominaciones de la tierra, no pueden entrar a la gloria eterna de Cristo y sus redimidos: “Mas los perros estarán fuera, y los hechiceros, los fornicarios, los homicidas, los idólatras, y todo aquel que ama y hace mentira” (v. 15).

Esta advertencia ya la había hecho en 21:8. El que se repita aquí nos dice que el Señor quiere enfatizar esta advertencia solemne.

Y esta vez reemplaza “abominables” por “los perros”, que se refiere a los perros callejeros, que para los judíos de ese tiempo eran símbolo de personas despreciables que se debían evitar. Son personas que han sido contaminadas por su pecado y por el mundo, que viven un estilo de vida totalmente opuesto al Señor. Mientras el Señor es misericordioso y muestra gracia, teniendo paciencia aún con sus enemigos, estos viven llenos de odio y amargura, se caracterizan por sus palabras llenas de veneno, su irritabilidad, su sentimiento de superioridad sobre los demás, a quienes ven como estorbos o como personas indignas de su amor o de su confianza. El Señor fue claro en el sermón del monte en que basta encendernos en ira contra nuestro prójimo e insultarlo, para ser homicidas y merecedores del lago de fuego.

Menciona igualmente a los fornicarios, aquellos que han decidido emborracharse con la copa de su placer desenfrenado, contaminándose de toda impureza y poniendo sus cuerpos a disposición de la maldad. Por eso el Apóstol Pablo afirmó que la fornicación es el único pecado en que se usa al cuerpo como un instrumento, “el que fornica, contra su propio cuerpo peca” (1 Co. 6:18). Nuestro cuerpo es un instrumento para la gloria de Dios, y no una herramienta para servir a la injusticia. El Señor es dueño y soberano sobre nuestro cuerpo. Quien no entienda esto, será echado al lago de fuego.

Luego están los hechiceros. Hoy vemos que esto se presenta como bueno e inocente, está lleno de películas para niños con brujas adolescentes e infantiles, que con sus poderes sirven al bien. Esto es mentira, la brujería es satánica, proviene de las tinieblas y sirve a la muerte; aunque se quiera presentar como algo bueno. Quienes leen el horóscopo, quienes confían en el tarot, quienes quieren contactar a los muertos a través de médiums, quienes para fiestas como el año nuevo tratan de cambiar la realidad a través de supersticiones, quienes tienen cábalas para momentos importantes, todos ellos están bajo este pecado, y lo que hacen es no reconocer ni someterse a la soberanía de Dios sobre sus vidas. Estos también sufrirán esta muerte segunda.

Después están los idólatras, quienes han escogido servir a otro dios que no es el único Dios vivo. Recordemos que para ser idólatras no es necesario tener una estatuilla o una imagen y arrodillarse ante ella. Basta poner a algo sobre el Señor en nuestras vidas, puede ser un amigo, una novia, nuestro cónyuge, nuestra familia, nuestro trabajo, nuestras riquezas, nuestros proyectos, nuestra comodidad, nuestro bienestar; en fin, cualquier cosa que pongamos sobre el Señor, es nuestro ídolo, y nos llevará a la muerte.

También se menciona a los mentirosos, aquellos que han seguido al padre de mentira, que es satanás. No sólo quienes dicen algo abiertamente falso, sino aquellos que dicen medias verdades, o aquellos que presentan de tal forma la realidad que la terminan deformando para favorecer sus intereses; o incluso quienes omiten cosas para ahorrarse problemas. Cristo dijo que Él es la verdad, quien miente está deshonrando a Cristo mismo personalmente, está reflejando en su vida al mismo satanás, por esto merece ser arrojado al lago de fuego.

Por eso, quienes se entreguen a estos pecados, quienes vivan en ellos sin arrepentimiento, no pueden engañarse a sí mismos, deben saber que “estarán fuera”, donde es el lloro y el crujir de dientes. No entrarán al reposo del Señor, no entrarán a la ciudad santa. Y es que amar a Cristo y seguirlo significa hacer la guerra contra el mal que habita en nosotros, y contra el mal que encontremos en cualquier lugar. Como dijo J.C. Ryle, “Si el pecado y tú son amigos, Dios y tú no se han reconciliado aún”. Como dijo también Charles Spurgeon, necesitamos un divorcio con el pecado para poder tener un matrimonio con Cristo.

Y es así que, hablando de un tiempo en el que ya no habrá más espacio para el arrepentimiento, este pasaje nos advierte: “El que es injusto, sea injusto todavía; y el que es inmundo, sea inmundo todavía; y el que es justo, practique la justicia todavía; y el que es santo, santifíquese todavía” (v. 11). Como ya hemos dicho, lo que viviremos en la eternidad ya lo estamos anticipando aquí. Quien entregó su vida a ser injusto e inmundo, habrá un momento en que sellará su destino para siempre, y toda la eternidad será como lo que escogió vivir, nunca será redimido de su maldad. Pero el que es justo y es santo, debe perseverar en esa justicia y santidad, dependiendo de la gracia del Señor, y cuando sea el tiempo será glorificado y vivirá para siempre en esa justicia y santidad.

Muchas veces en los funerales se habla de personas que no creían en el Señor o que no se santificaron para Él, diciendo que ya están en el Cielo. Como reza el dicho, “no hay muerto malo”. Pero al Cielo no se entra por aclamación popular ni por votación del público. Por la fe en Cristo somos hechos justos, quien haya pasado su vida sin creer en Cristo, de ninguna manera tiene entrada al paraíso. Y si tenemos entrada, no es por nuestros pergaminos, no es porque fuimos buenos, sino porque Dios tuvo misericordia de nosotros.

Una vez más el Señor repite lo que ya ha dicho en este libro y en el resto de las Escrituras: “Y el que tiene sed, venga; y el que quiera, tome del agua de la vida gratuitamente” (v. 17). ¿Adónde vas cuando tienes sed? ¿Dónde buscas ser saciado? ¿A qué fuente acudes para satisfacer tu necesidad? Cuando te sientes solo, cuando estás angustiado, cuando te ves en aprietos, cuando quieres escapar de la vanidad de la vida, ¿Adónde vas? Sólo el Señor puede saciarte, sólo Él es la fuente de agua de vida, sólo Él puede darte esa agua que te saciará verdaderamente, una vez que la bebas encontrarás la verdadera paz para tu alma. ¿Tienes sed del Señor? ¿Ansías su presencia, ansías sus favores, su mano, su rostro resplandeciendo sobre tu vida? ¿Anhelas su mano misericordiosa, su perdón, su consuelo, su paz; o prefieres la que el mundo ofrece?

Somos, entonces, completamente dependientes del Señor. Sólo Él puede saciar nuestra sed, sólo Él puede darnos esa agua de la fuente de vida, sólo de esa fuente podemos tener vida verdadera, y vida en abundancia. Quienes entren en la ciudad santa, serán aquellos que hayan bebido de esta fuente, sedientos del Señor.

Y en este pasaje hay dos bienaventuranzas: la primera dice “Bienaventurado el que guarda las palabras de la profecía de este libro”. Dichoso el que entiende la importancia y la urgencia de este mensaje, y atesora estas palabras en su corazón y las pone en práctica. Y aquí vale la pena preguntarse: ¿Cuán atento has estado a lo que se ha predicado en esta serie? Llevamos más de un año predicando de este libro, ¿Cuánto recuerdas de todo lo que se ha dicho? ¿Has sido diligente en escuchar, conocer y esforzarte por entender lo que se ha expuesto aquí? El Señor te tendrá por responsable y te pedirá cuentas de lo que oíste, no tienes excusa. Él nos ha encargado especialmente estar atentos a las palabras de esta profecía. ¿Lo has hecho?

La segunda bienaventuranza nos dice “Bienaventurados los que lavan sus ropas, para tener derecho al árbol de la vida, y para entrar por las puertas en la ciudad” (v. 14). Felices los que vayan a Cristo para lavar sus ropas. Nuestra vida espiritual suele retratarse en la Biblia como nuestras ropas. Se dice, por ejemplo, “Si bien todos nosotros somos como suciedad, y todas nuestras justicias como trapo de inmundicia” (Is. 64:6). Pero en Jesucristo podemos lavar nuestras ropas, ya que Él toma nuestras vestiduras viles y nos viste con su ropa de gala, como lo hizo con el Sumo Sacerdote Josué en Zacarías cap. 3. Por eso se puede decir que la novia de Cristo, pese a ser recogida en su suciedad, fue vestida de hermosas ropas: “Y a ella se le ha concedido que se vista de lino fino, limpio y resplandeciente” (Ap. 19:8).

Una vez más, es el Señor quien recibe toda la gloria y honra. Sólo quienes hayan sido vestidos con las ropas de la justicia de Cristo, quienes hayan lavado sus ropas en la sangre del Cordero, podrán entrar a la santa ciudad y recibir la vida eterna. No intentes lavarte tú mismo, no trates de inventar un detergente, no intentes comprar tus ropas ni buscar un camino alternativo para entrar a la santa ciudad, porque no podrás. Si haces eso, el Señor te dice: “Aunque te laves con lejía, y te frotes con mucho jabón, ante mí seguirá presente la mancha de tu iniquidad” (Jer. 2:22). Sólo la sangre del Cordero nos limpia de todo pecado.

Por último, el libro nos muestra que debemos ansiar, esperar, anticipar la venida de Cristo. “Y el Espíritu y la Esposa dicen: Ven. Y el que oye, diga: Ven” (v. 17). Es una oración que hace el Espíritu, es el Espíritu del novio que vive en nosotros, que somos su novia, y que nos llama a rogar por su pronta venida. Por eso, cuando el Señor afirma que viene en breve, el Apóstol Juan responde: “Amén; sí, ven, Señor Jesús” (v. 20).

Esperar a Cristo no es una opción, incluso se da como orden: “Y el que oye, diga: Ven”. ¿Cómo no esperar la venida de este Salvador glorioso que restaurará todo? He llegado a una convicción: cuando no esperamos su venida, cuando quisiéramos que se tarde un poco más o que nos deje vivir algunos años más antes de venir, estamos mostrando con eso que queremos ser los soberanos de la historia, queremos que sea nuestra historia. Todavía vemos que se trata de nuestra vida, nuestros sueños, nuestros proyectos y metas a alcanzar. Pero no, es la historia del Señor, es el universo del Señor, son sus propósitos, sus metas, sus decretos los que deben cumplirse, y tu vida le pertenece, no es tuya.

Por lo mismo, si no estamos esperando al Señor puede ser porque estamos entregados a construir nuestro propio reino, en vez de esperar la venida de Su Reino. Estamos ocupados siendo capitanes de nuestra historia, en vez de estar entregados a ser siervos en la obra de Dios. ¿Cuál es tu situación? ¿Esperas la venida de Cristo? Que podamos renunciar a tal punto a nuestro afán de ser los soberanos y los dueños de nuestra vida, que seamos capaces de decir “ven, Señor Jesús”.

Que esta oración sea la tuya y la mía, y la de Iglesia Bautista Gracia Soberana, porque a fin de cuentas es la oración del cristiano, que sabe que este mundo como lo vemos hoy no es su hogar permanente, que sabe que es extranjero y peregrino aquí, que lucha y se entristece por el mal que ve en sí mismo y en el mundo, y que anhela por fin ver cara a cara a su Salvador, en una creación renovada, libre del pecado y sus efectos. Que podamos anhelar con todas nuestras fuerzas la venida del Señor Jesucristo.

Y para eso necesitamos de la gracia de Dios obrando poderosamente en nosotros. Por eso nos despedimos con esta oración del Apóstol Juan: “La gracia de nuestro Señor Jesucristo sea con todos vosotros. Amén”.