Por Álex Figueroa F.

Texto base: Ap. 21:6-8.

En la prédica anterior vimos cómo el Señor, luego de extirpar el pecado de la creación, será fiel a su promesa de restaurar todas las cosas a través de Jesucristo, el Mesías anunciado, el Redentor de todo lo que existe. De esta forma, tal como el pecado de Adán y Eva no sólo afectó a la raza humana, sino que sus efectos contaminaron toda la creación, así también la redención de Cristo libera del pecado y de sus efectos no sólo al ser humano, sino que también a toda la creación.

El Señor, entonces, limpia del pecado a sus escogidos y a la creación para que puedan cumplir plenamente el fin con el que fueron hechos: ser llenos de su gloria, reflejar su carácter y todas las virtudes de su Ser.

Vimos que desde la caída de Adán y Eva, el Señor prometió que restauraría todas las cosas y vencería sobre sus enemigos. Esa promesa la cumplió en Cristo, quien en su primera venida inauguró la era del Reino, dando comienzo a lo que será la renovación de todo. Es decir, con su primera venida vino también el Reino de Dios, lo que fue anunciado a través de milagros y señales que, aunque sólo fueron una sinopsis de lo que será la restauración final y completa, ya nos dicen que ha ocurrido un cambio para siempre: la era del Reino ha sido inaugurada, y ahora sólo nos queda esperar que se establezca de manera definitiva el dominio de Cristo.

Y es esa victoria completa la que pudimos revisar el mensaje anterior, cuando todas las cosas son hechas nuevas por el Señor.

Uno de los aspectos más esperanzadores al hablar sobre esta restauración final, es que el Señor esté comenzando en nosotros esta renovación de todas las cosas. Él nos ha dado vida, nos hizo renacer por su Palabra, resucitándonos de entre los muertos. Nuestro espíritu ha recibido vida, aunque aún estemos en este cuerpo mortal. Esa vida espiritual la hemos recibido porque su Espíritu Santo ha venido a habitar en nosotros, es Él quien nos ha dado vida de manera sobrenatural. Y es esta vida espiritual la que nos anuncia que nuestro cuerpo también será glorificado en el día final, y no sólo eso, sino que la misma creación también será glorificada junto con nosotros.

Por eso el Apóstol Pablo afirma con certeza: “Por lo tanto, si alguno está en Cristo, es una nueva creación. ¡Lo viejo ha pasado, ha llegado ya lo nuevo!”(2 Co. 5:17). Concluimos, entonces, que desde ya estamos experimentando, anticipando bendiciones y favores de esta nueva creación que ha de manifestarse junto con Cristo en su venida, y que desde ahora debemos vivir según la lógica, la visión envolvente de los cielos nuevos y tierra nueva. Si estamos en Cristo, somos una glorificación en proceso, el que ha comenzado la buena obra en nosotros la terminará, en nosotros ya está la semilla de esta gloria eterna.

     I.        El Alfa y la Omega

Es en este contexto de victoria del Señor sobre sus enemigos, donde ya no queda más rastro de ellos, y en que se anuncia que la Creación será llena de gloria todo será renovado, que el Señor realiza una nueva afirmación: “Hecho está. Yo soy el Alfa y la Omega, el principio y el fin”.

El Señor, entonces, nos está diciendo que esta renovación de todas las cosas y nuestra glorificación es tan segura, que se cuenta como algo pasado, como algo ya hecho. Él afirma “Hecho está”, como si ya fuera parte de la historia. Esto debe llenarnos de seguridad y esperanza, e instarnos a aguardar con más ansias la llegada de este glorioso momento.

Y aunque no es la misma palabra en el original, este “Hecho está” nos recuerda mucho al “consumado es” (Jn. 19:30) dicho por Jesús en la cruz. Al decir “consumado es”, el Señor Jesús estaba diciendo que la paga del pecado ya estaba pagada, que el trabajo ya estaba hecho, que su ministerio en la tierra se podía dar por finalizado. Esta renovación de todas las cosas, como dijimos, implica extirpar el pecado de la creación. Y esto tuvo un alto costo, un costo eterno: la vida de nuestro Salvador Jesucristo. Y es que debemos considerar algo: quien perdona, paga el costo. Por ejemplo, si yo voy a su casa y rompo un valioso jarrón, ud. puede cobrármelo o perdonarme y liberarme de deuda. Si ud. me perdona, no es que el jarrón de pronto haya dejado de ser valioso, sino que ud. asumió su costo, ud. soportó la pérdida del jarrón, y ese fue el costo de liberarme de la deuda de pagarlo.

Así, el Señor decidió perdonarnos, y eso implica que asumió el costo de nuestra deuda. ¿Cuál era la paga de nuestra deuda? La Escritura afirma que la paga del pecado es muerte (Ro. 6:23), lo que en términos bíblicos se refiere a soportar la ira eterna de Dios por el pecado. Y eso es lo que hizo Cristo, el murió por nosotros soportando la ira eterna de Dios que debía caer sobre nuestro ser. Él llevó esa ira sobre su Ser. Él, quien nunca cometió pecado, quien era completamente puro y justo, llevó nuestros crímenes sobre su espalda. Por eso dice la Palabra: “Porque Cristo murió por los pecados una vez por todas, el justo por los injustos, a fin de llevarlos a ustedes a Dios” (1 P. 3:18).

Esta paga era fundamental, entonces, para que todas las cosas pudieran ser renovadas. Era el precio, el costo de la redención. Si no se pagaba ese costo, nosotros mismos tendríamos que haber pagado por el pecado, y eso significaba una eternidad en el infierno. Por eso debemos amar a Cristo sobre todas las cosas, porque Él se entregó por nosotros para que todo aquél que en Él cree no se pierda, sino que tenga vida eterna.

Entonces, es tal como afirma el Apóstol Pablo: “Y cuando ustedes estaban muertos en sus delitos y en la incircuncisión de su carne, Dios les dio vida juntamente con Cristo, habiéndonos perdonado todos los delitos, 14 habiendo cancelado el documento de deuda que consistía en decretos contra nosotros y que nos era adverso, y lo ha quitado de en medio, clavándolo en la cruz. 15 Y habiendo despojado a los poderes y autoridades, hizo de ellos un espectáculo público, triunfando sobre ellos por medio de Él” (Col. 2:13-15).

Entonces, en la cruz el Señor pagó nuestra deuda, y además venció sobre sus enemigos, los poderes y potestades de las tinieblas. Fue en ese momento, en ese “consumado es”, que su victoria pudo ser lograda. Allí el dio el golpe decisivo, desbarató las potestades de las tinieblas de forma definitiva. Lo que falta es que esa victoria se consume, que se haga manifiesta, y eso ocurrirá cuando en su segunda venida, el Señor Jesucristo juzgue a sus enemigos y los arroje en el lago de fuego. Una vez más vemos el conocido “ya” pero “todavía no”. El Señor ya logró su victoria con su muerte en la cruz, pero todavía no se manifiesta, no se establece de manera definitiva y final.

Entonces, para redondear la idea: es esa victoria final la que estamos viendo en este pasaje, donde este Cristo sentado en el Trono por fin dice “Hecho está”. Y este Cristo puede decir aquí “Hecho está”, porque antes en la cruz dijo “consumado es”, pagando el costo de la redención, el precio de vencer a sus enemigos y eliminar el pecado de la creación.

Además, el Señor afirma ser el Alfa y el Omega. Este es un título que ya habíamos visto en Apocalipsis, y se repite bastante en este libro: “Yo soy el Alfa y la Omega, principio y fin, dice el Señor, el que es y que era y que ha de venir, el Todopoderoso… yo soy el primero y el último” Ap. 1:8; 17.

El Señor es quien completa la obra de la creación y también de la redención. No hay nadie que haya estado antes de Él, y nadie podrá decir que pudo ver el fin de Dios, el momento en que Dios ya no fue más. Como decíamos la vez pasada, esta declaración no podía calzar mejor en este contexto: Cristo está al comienzo de la historia, pues por medio de Él fueron hechas todas las cosas. Está en el centro de la historia, con su primera venida, que es el acontecimiento crucial y más importante de la historia. Y también estará en el fin de la historia, consumando su victoria sobre sus enemigos y la redención de su pueblo junto con la Creación. De Él, por Él y para Él son todas las cosas.

Él es el autor y consumador de la fe, Él es quien comenzó la buena obra en nosotros y la perfeccionará hasta el día final, Él es quien nos amó primero, y nos amó hasta el fin. Él es quien merece toda la gloria y toda alabanza, Él tuvo misericordia y quiso amarnos, quiso rescatarnos, en vez de consumirnos por nuestros pecados escogió transformarnos, renovarnos y hacernos conforme a la imagen de Cristo. Sólo su nombre debe ser glorificado por esta restauración final.

   II.        Los vencedores dependientes

En este pasaje, el Señor nos habló del cielo nuevo y la tierra nueva como algo tan seguro que se cuenta como si fuera un hecho consumado. Nos llevó a un escenario en el que ya el pecado y sus efectos habían sido eliminados, y en el que sólo la gloria y la felicidad de la nueva creación tenían lugar.

Pero al concluir este pasaje, nos devuelve a nuestra realidad. Ahora se dirige a nosotros, quienes recibimos este mensaje. Y Él, lleno de misericordia, sabiendo que en este tiempo todavía tenemos sed y anhelamos esta restauración futura, hace una oferta increíble: “Al que tuviere sed, yo le daré gratuitamente de la fuente del agua de la vida”. Es imposible no recordar otras invitaciones similares de nuestro Señor:

¡Si alguno tiene sed, que venga a mí y beba!” Jn. 7:37.

Incluso en el Antiguo Testamento:

Todos los sedientos, vengan a las aguas; Y los que no tengan dinero, vengan, compren y coman. Vengan, compren vino y leche Sin dinero y sin costo alguno. 2 ¿Por qué gastan dinero en lo que no es pan, Y su salario en lo que no sacia? Escúchenme atentamente, y coman lo que es bueno, Y se deleitará su alma en la abundancia. 3 Inclinen su oído y vengan a Mí, Escuchen y vivirá su alma. Y haré con ustedes un pacto eterno, Conforme a las fieles misericordias mostradas a David” Is. 55:1-3.

Pero quizá un pasaje concreto que se nos viene a la memoria, es el de la mujer samaritana: “Si supieras lo que Dios puede dar, y conocieras al que te está pidiendo agua —contestó Jesús—, tú le habrías pedido a él, y él te habría dado agua que da vida… Todo el que beba de esta agua volverá a tener sed —respondió Jesús—, 14 pero el que beba del agua que yo le daré, no volverá a tener sed jamás, sino que dentro de él esa agua se convertirá en un manantial del que brotará vida eterna” (Jn. 4:10, 13-14).

Entonces, no se trata de cualquier sed. Como seres humanos, naturalmente ansiamos cosas. Tenemos necesidades físicas que si no satisfacemos adecuadamente, podemos enfermarnos gravemente o morir. Pero también tenemos necesidades del espíritu. Lamentablemente, debido a la contaminación del pecado en nosotros, nuestros deseos se ven teñidos de maldad y codiciamos, no estamos contentos con lo que tenemos y ardemos de deseos por cosas materiales, por personas o por placeres. En este sentido, tenemos sed de muchas cosas, sed de éxito, sed de prosperidad, sed de bienestar material, sed de placeres, sed de momentos agradables, sed de reconocimiento, sed de aprobación social; en fin, sed de muchas cosas que si son buscadas como el objetivo máximo, sólo esconden vanidad y destrucción.

Pero en estos pasajes no se habla de cualquier sed. No se trata simplemente de querer algo, de querer cualquier cosa. En estos pasajes se nos habla de la sed del Señor, de la única sed que puede ser satisfecha realmente, de la única sed que nos conduce a la vida verdadera, que nos empuja con desesperación hacia esta fuente de vida eterna. No es sólo ansiar algo bueno: es ansiar a Cristo. No es sólo querer estar bien, sino querer ser encontrados en Él, cubiertos por su manto de justicia, saciados de su misericordia, alumbrados por su perdón. No es sólo querer paz, es querer SU paz, la paz que Él vino a traer, la reconciliación con el Señor.

Y que el Señor ejemplifique nuestra necesidad de Él con la sed no es casualidad. La sed es una necesidad apremiante, urge por ser satisfecha, comienza a molestarnos hasta que no podemos hacer otra cosa sino darle atención, si permanece por mucho tiempo comienza a estorbar nuestros pensamientos y en lo único que podemos pensar es en agua fresca.

Y a veces no nos damos cuenta, pero ansiamos lo que sólo el Señor puede darnos. Como dijo Agustín de Hipona, “nos has hecho para ti, Señor, y nuestro corazón estará insatisfecho hasta que descanse en ti”. Él ha puesto la eternidad en nuestros corazones, buscamos ser saciados, buscamos aquello que sólo el Señor puede darnos, pero lo buscamos en lugares incorrectos, en aquello que no sacia. Por eso el alma puede estar en esta búsqueda sin saber bien qué busca, hasta que es confrontada con la Palabra viva del Señor, y allí se da cuenta que es eso lo que estaba buscando, ansiando con todo su ser.

¿Adónde vas cuando tienes sed? ¿Dónde buscas ser saciado? ¿A qué fuente acudes para satisfacer tu necesidad? Cuando te sientes solo, cuando estás angustiado, cuando te ves en aprietos, cuando quieres escapar de la vanidad de la vida, ¿Adónde vas? Sólo el Señor puede saciarte, sólo Él es la fuente de agua de vida, sólo Él puede darte esa agua que te saciará verdaderamente, una vez que la bebas encontrarás la verdadera paz para tu alma. ¿Tienes sed del Señor? ¿Ansías su presencia, ansías sus favores, su mano, su rostro resplandeciendo sobre tu vida? ¿Anhelas su mano misericordiosa, su perdón, su consuelo, su paz; o prefieres la que el mundo ofrece?

No seas como el pueblo rebelde de Israel, de quien el Señor dijo: “Dos son los pecados que ha cometido mi pueblo: Me han abandonado a mí, fuente de agua viva, y han cavado sus propias cisternas, cisternas rotas que no retienen agua” (Jer. 2:13). Si cavas tu propia cisterna, tu sed permanecerá, sólo en el Señor está la fuente de agua viva, sólo allí puedes encontrar esa agua fresca, ese manantial que salta a borbotones para vida eterna.

Somos, entonces, completamente dependientes del Señor. Sólo Él puede saciar nuestra sed, sólo Él puede darnos esa agua de la fuente de vida.

Y es así, en ese sentido de dependencia, que debemos entender lo que sigue: “El que venciere heredará todas las cosas, y yo seré su Dios, y él será mi hijo”. Es claro que los mismos que serán los vencedores, son aquellos que vinieron sedientos a la fuente de agua viva.

Aquí debemos tener algo muy claro: sin negar por un segundo la soberanía del Señor en nuestra salvación, sabiendo que es Él quien nos escoge y quien nos predestina a salvación, como está claramente expuesto en las Escrituras (tema que no nos dedicaremos a fundamentar aquí), es igualmente cierto que el cristiano es alguien llamado a vencer, a lograr la victoria, a ejercer fe y vivir perseverando en la santidad y el temor de Dios. Y es que la soberanía del Señor no obra aparte de nuestra voluntad, sino a través de ella. Él no nos salva sin transformar nuestro corazón, el núcleo de nuestro ser, llevándonos a tener deseos santos, a anhelar que nuestras vidas lo glorifiquen, que todo nuestro ser alabe su Santo Nombre.

No nos engañemos pensando que la salvación es una especie de ticket que nos permitirá ir en una escalera mecánica simplemente mirando el paisaje, ociosos, cómodos, sin mover un dedo por el Señor. La gloria es de Él, es su gracia la que nos salva, pero nosotros debemos entregar nuestra vida en sacrificio vivo, santo y agradable al Señor, tanto así que cuando Pablo y Bernabé predicaban el Evangelio, se dio la siguiente situación: “Y después de anunciar el evangelio a aquella ciudad y de hacer muchos discípulos, volvieron a Listra, a Iconio y a Antioquía, 22 confirmando los ánimos de los discípulos, exhortándoles a que permaneciesen en la fe, y diciéndoles: Es necesario que a través de muchas tribulaciones entremos en el reino de Dios” (Hch. 14:21-22).

Pablo y Bernabé no prometieron a los nuevos discípulos que su vida sería miel sobre hojuelas. Quizá muchas iglesias hoy evitarían por todos los medios hacer un comentario como este a los nuevos discípulos, porque podrían asustarse y volver al mundo. Pero Pablo y Bernabé estaban más preocupados por ser fieles al Señor que por los números. Ellos no les pintaron un cuadro azucarado de la vida cristiana, sino que para animarlos y exhortarlos, les retrataron la vida cristiana como es: es necesario que a través de muchas tribulaciones, entremos en el reino de Dios.

Y tú, si miras tu vida, ¿Puedes verte como alguien que está venciendo en Cristo? No hablamos de “vencer” como lo hacen los predicadores de la prosperidad, no estamos hablando aquí de éxito terrenal, automóviles y mansiones: hablamos de vencer cada día sobre el pecado, vencer cada día sobre tu propia comodidad y tu propia carne. ¿Estás venciendo? ¿Estás luchando siquiera?

Porque ya lo hemos dicho durante toda la predicación del libro de Apocalipsis, y también lo dejamos claro en la serie Esdras-Nehemías: ESTAMOS EN UNA GUERRA ESPIRITUAL DE ALCANCE UNIVERSAL. Ninguno puede zafarse de esta guerra, o estamos en un bando o en el otro. Y por si no ha quedado claro de todas las predicaciones anteriores, veamos este conocido versículo: “Porque nuestra lucha no es contra seres humanos, sino contra poderes, contra autoridades, contra potestades que dominan este mundo de tinieblas, contra fuerzas espirituales malignas en las regiones celestiales. 13 Por lo tanto, pónganse toda la armadura de Dios, para que cuando llegue el día malo puedan resistir hasta el fin con firmeza” (Ef. 6:12-13).

Batallamos contra los ejércitos espirituales de maldad, batallamos contra el mundo, es decir, las personas que no han creído en Cristo y que viven bajo los dictados del maligno (aunque no lo sepan), y también batallamos contra nosotros mismos, contra el pecado que aún habita en nosotros y que nos obstaculiza vivir en obediencia y estar gozosos en Cristo.

En esta guerra que se da a cada minuto, a cada instante, y en todos esos frentes, estamos llamados a salir victoriosos. De hecho, no tenemos otra opción. Perder esta guerra es la muerte eterna. Repito la pregunta: ¿Estás saliendo vencedor?

Apocalipsis está lleno de promesas y bienaventuranzas para los vencedores, y eso lo podemos ver desde las cartas a las 7 iglesias que están al comienzo del libro. Esto podemos entenderlo porque el Apocalipsis presenta a la Iglesia en medio del conflicto universal entre Cristo y sus enemigos, en el que el Señor será el seguro vencedor.

La promesa que se da aquí es hermosa: el que venciere, “heredará todas las cosas, y yo seré su Dios, y él será mi hijo”. Y lo que heredará no es la creación sometida a corrupción y pecado, que aun con todo eso es maravillosa y llena de la grandeza de Dios. No, lo que heredará será el cielo nuevo y la tierra nueva, la creación glorificada, la que podrá llamar su casa y podrá considerar algo suyo. Allí el Señor mismo será su Dios, y el vencedor será un hijo. Esto es maravilloso, considerando que cuando el Señor nos rescató éramos sus enemigos, llenos de pecado, contaminados por completo de maldad, y Él nos salvó haciéndonos pasar de ser enemigos, a hijos.

Hermano, considera qué grandes promesas tiene el Señor para los vencedores. ¿No quieres ser de esos? ¿Qué te impide entregar tu vida por completo al Señor? ¿Qué es aquello que consideras más valioso que heredar todas las  cosas, y ser hijo del Dios altísimo? ¿Habrá algo más valioso que eso, tanto que valga la pena perder tu alma? Aquí no hay lugar intermedio, o somos vencedores o seremos los derrotados, y recordemos que los derrotados son los arrojados al lago de fuego para muerte eterna.

  III.        Los echados fuera

Pero…”. Así comienza la última sección. Para presentar el panorama completo, no sólo podemos quedarnos con la hermosa promesa que el Señor da a los vencedores, sino que debemos mirar con mucho detenimiento esta terrible advertencia contra quienes persistan en su rebelión.

Esta no es una guerra de juegos, no es un juego de vídeo o un ensayo inofensivo. Aquí la rebelión es el camino de la derrota, y la derrota significa la destrucción. Los incrédulos, es decir, aquellos que no tuvieron fe en Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre y que habitó entre nosotros, Esos que han cerrado sus ojos a la realidad, a la gloria en la creación que nos dice claramente que hay un Señor y Dios, y han optado por la confesión del necio: “no hay Dios”; serán echados al lago de fuego.

Tengamos cuidado aquí. Podemos pensar que esto sólo se refiere a quienes abiertamente reniegan del Señor. Pero no, esto se refiere a la incredulidad del corazón. Puedes confesar a Cristo en tu boca, pero abrigar la incredulidad más dura en tu corazón. Una de las evidencias de si realmente creemos en el Señor o no es nuestra vida de oración. Que no seas hallado en esa situación terrible de pensar que crees en Cristo, pero en realidad ser un incrédulo en tu hombre interior.

También se refiere a los abominables y homicidas. Son personas que han sido contaminadas por su pecado y por el mundo, que viven un estilo de vida totalmente opuesto al Señor. Mientras el Señor es misericordioso y muestra gracia, teniendo paciencia aún con sus enemigos, estos viven llenos de odio y amargura, se caracterizan por sus palabras llenas de veneno, su irritabilidad, su sentimiento de superioridad sobre los demás, a quienes ven como estorbos o como personas indignas de su amor o de su confianza. El Señor fue claro en el sermón del monte en que basta encendernos en ira contra nuestro prójimo e insultarlo, para ser homicidas y merecedores del lago de fuego.

Menciona igualmente a los fornicarios, aquellos que han decidido emborracharse con la copa de su placer desenfrenado, contaminándose de toda impureza y poniendo sus cuerpos a disposición de la maldad. Por eso el Apóstol Pablo afirmó que la fornicación es el único pecado en que se usa al cuerpo como un instrumento, “el que fornica, contra su propio cuerpo peca” (1 Co. 6:18). Nuestro cuerpo es un instrumento para la gloria de Dios, y no una herramienta para servir a la injusticia. El Señor es dueño y soberano sobre nuestro cuerpo. Quien no entienda esto, será echado al lago de fuego.

Luego están los brujos. Hoy vemos que esto se presenta como bueno e inocente, está lleno de películas para niños con brujas adolescentes e infantiles, que con sus poderes sirven al bien. Esto es mentira, la brujería es satánica, proviene de las tinieblas y sirve a la muerte; aunque se quiera presentar como algo bueno. Quienes leen el horóscopo, quienes confían en el tarot, quienes quieren contactar a los muertos a través de médiums, quienes para fiestas como el año nuevo tratan de cambiar la realidad a través de supersticiones, quienes tienen cábalas para momentos importantes, todos ellos están bajo este pecado, y lo que hacen es no reconocer ni someterse a la soberanía de Dios sobre sus vidas. Estos también sufrirán esta muerte segunda.

Después están los idólatras, quienes han escogido servir a otro dios que no es el único Dios vivo. Recordemos que para ser idólatras no es necesario tener una estatuilla o una imagen y arrodillarse ante ella. Basta poner a algo sobre el Señor en nuestras vidas, puede ser un amigo, una novia, nuestro cónyuge, nuestra familia, nuestro trabajo, nuestras riquezas, nuestros proyectos, nuestra comodidad, nuestro bienestar; en fin, cualquier cosa que pongamos sobre el Señor, es nuestro ídolo, y nos llevará a la muerte.

También se menciona a los mentirosos, aquellos que han seguido al padre de mentira, que es satanás. No sólo quienes dicen algo abiertamente falso, sino aquellos que dicen medias verdades, o aquellos que presentan de tal forma la realidad que la terminan deformando para favorecer sus intereses; o incluso quienes omiten cosas para ahorrarse problemas. Cristo dijo que Él es la verdad, quien miente está deshonrando a Cristo mismo personalmente, está reflejando en su vida al mismo satanás, por esto merece ser arrojado al lago de fuego.

Y si has estado atento, te habrás dado cuenta que me salté a los cobardes. Ojo con la cobardía, ya que los cobardes son los primeros en esta lista de los que marchan al lago de fuego. Y no es casualidad: la cobardía impide ser de aquellos que vencen en Cristo. Y aquí no confundamos cobardía con humildad, o con mansedumbre. La humildad y la mansedumbre deben estar en todo creyente, ya que debe ver a los demás como superiores a sí mismo, nunca tener un concepto más alto de sí del que debe tener, y siempre recordar que por la gracia de Dios es lo que es. Pero el creyente debe ser valiente, no cobarde. Y nuestro ejemplo máximo de valentía es Cristo, quien fue a la cruz menospreciando los sufrimientos y las humillaciones, y obedeció al Padre hasta la muerte. Es esa la valentía que debemos tener, sabiendo que debemos obedecer siempre al Señor y confesar su nombre, aunque eso nos cause innumerables dolores e incluso la muerte física.

Es la valentía la que llevó a los mártires a soportar hasta la muerte. Y los mártires no eran superhéroes, sino simplemente cristianos como tú y como yo. La cobardía nos impide entregarnos al Señor por completo, nos lleva a querer conservar nuestra vida como a nosotros nos agrada. Nos lleva a preferir la comodidad antes que el servicio, el bienestar antes que la santidad, nos lleva a preferir quedarnos donde estamos, con nuestra vida como la conocemos, antes que entregar todo nuestro ser a Cristo. La cobardía es la que lleva a muchos que están siguiendo a Cristo, a alejarse de Él cuando llegan las dificultades. Esto equivale a salirse del camino al Cielo y tirarse al despeñadero de cabeza.

William Gurnall escribe: “¡Cuántos rompen con Cristo en la encrucijada del sufrimiento!... Profesan creer en el evangelio y se hacen llamar herederos de las bendiciones de los santos. Pero al llegar la prueba, pronto se cansan del viaje y se niegan a soportarla por Cristo. A la primera señal de dificultad, besan al Salvador y se alejan, reacios a perder el Cielo, pero aún más reacios a comprarlo a tan alto precio… No pretendas que has nacido de Dios, con su sangre real en tus venas, a no ser que puedas probar tus antecedentes con este espíritu heroico: atreverte a ser santo a pesar del hombre y del diablo”.

Recuerda esto: los cobardes nunca han ganado el Cielo, ellos van camino al infierno.

Conclusión

Concluimos entonces que hay sólo 2 opciones: la victoria o la muerte. No hay una tercera vía, o eres vencedor o serás destruido. ¡Debes vencer! Te llamo en esta hora a hacerlo. No por ti, no por tu nombre, no para plantar tu bandera ni para construir tu fortaleza, sino porque el Señor es digno. Él es el Alfa y la Omega, el principio y el fin, el primero y el último. Él es el Señor de toda la creación, y es digno de que pongamos nuestras vidas a sus pies como ofrenda, porque de Él, por Él y para Él son todas las cosas, y Él en su misericordia quiso amarnos y salvarnos en Jesucristo. Entonces renuncia a tu bandera, renuncia a tu reino, renuncia a tu imperio y tu castillo, y toma la bandera de Cristo, toma tu cruz y muere, que es lo mismo que decir, niégate a ti mismo y vive para Él, que no hay fin más alto para el alma humana.

Y recuerda, hermano, que debes vencer en dependencia. Debes ser de los sedientos que van a beber de la fuente de vida eterna, que es Cristo. Para vencer, no mires a tu fuerza ni tus capacidades, ni tus virtudes ni tus excelencias, que fuera de Cristo son absolutamente nada. Mira a Jesucristo, sentado a la diestra del Padre, reinando hasta que todos sus enemigos sean puestos bajo sus pies.

Termino con las palabras de William Gurnall: “Como parte del ejército de Cristo, tú marchas entre los espíritus honrados. Cada uno de tus amigos soldados es hijo del Rey. Algunos, como tú, están en medio de la batalla, asediados por todas partes por la aflicción y la tentación. Otros, después de muchos asaltos, repulsas y recuperaciones de fe, ya están sobre la muralla del Cielo como vencedores. Desde allí observan y animan a sus camaradas en la tierra a marchar cuesta arriba tras ellos. Claman diciendo: ‘¡Lucha a muerte y la Ciudad será tuya, como ahora es nuestra! Por unos días de conflicto tendrás el galardón de la gloria celestial. Un momento de este gozo divino secará todas tus lágrimas, sanará todas tus heridas y borrará la dureza de la guerra con el gozo de tu victoria permanente”.