CONSUMADO ES

Texto base: Juan 19:23-30. Según la encuesta Cadem de mayo de 2020, sobre endeudamiento, cerca de ¾ de los chilenos están endeudados. Un 44% declara estar endeudado de manera excesiva o bastante alta, y un 39% considera que es poco o nada probable que puedan pagar sus deudas familiares. Atendiendo a estas cifras, claramente el endeudamiento es una de las grandes preocupaciones de los chilenos. Esta preocupación se relaciona con el hecho de que las deudas pueden llevar a juicios, que a su vez pueden terminar en drásticas sanciones económicas, donde podemos perder bienes que forman parte de nuestro día a día, y podemos vernos expuestos a decaer en nuestro nivel económico y calidad de vida. Sin embargo, aunque puede ser traumático enfrentar un juicio en tribunales y perder bienes de este mundo, nada se compara a la deuda eterna que ha generado nuestro pecado delante del Señor. Ningún juez humano se compara a Cristo, el Juez Justo que juzgará a los vivos y a los muertos. Los jueces humanos sólo tienen autoridad sobre nosotros de este lado del sepulcro, pero el Señor tiene autoridad para juzgarnos en este mundo y además para definir toda nuestra eternidad sin retorno. La deuda terrenal puede hacer que perdamos unas cuentas cosas preciadas, pero la deuda eterna implica perder nuestra alma en el infierno. Por tanto, una pregunta fundamental que debemos saber responder es cómo puede ser pagada esa deuda ante el Señor, y cómo sabemos que en nuestro caso ha sido saldada. Centrándonos en el texto, vemos la determinación de Cristo de cumplir su ministerio hasta el final, y es así como llegamos al corazón del Evangelio (lo que implica también que es el núcleo de la Escritura), ese momento en el que se conquista la salvación de los pecadores, el instante en que Cristo es ofrecido como Cordero en sacrificio para pagar nuestra deuda eterna, en que se cumplen las profecías y promesas de liberación y así la cruz pasa a ser un símbolo de condena a ser el sinónimo del amor y la redención que vienen de Dios hacia una humanidad en tinieblas. Nos encontramos pisando terreno sagrado. Quitémonos las sandalias espirituales y vamos nuevamente al Gólgota, donde el Señor Jesucristo se apresta a terminar su ministerio en medio de la hora de las tinieblas.  

            I.                  La muerte de Jesús

En este texto vemos a nuestro Señor clavado al madero de la cruz, en medio de las burlas y el desprecio, habiendo ya soportado las más terribles insolencias y humillaciones. En lugar de fulminar a todos por su insolencia (algo que nadie podría cuestionar), el Señor responde con increíble amor y un corazón pastoral, elevando una oración al Padre: “Y Jesús decía: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc. 23:34). Aun recibiendo los peores males, nuestro buen Jesús mostraba su propósito de salvar a los hombres, rogando el perdón para sus verdugos. Esta sencilla plegaria de Jesús debería tener el poder pulverizar nuestro orgullo. Si el Señor, siendo el Justo y el Santo, tuvo esta disposición de perdón, ¿Quiénes somos nosotros para retener el perdón a otro que es pecador como nosotros? ¿Qué ofensa se puede comparar a la que Él recibió aquí? No hay orgullo que pueda mantenerse de pie ante estas palabras de Cristo. Sin embargo, aún restaban humillaciones que el Señor tendría que soportar. Mientras Él decía estas palabras, los crueles soldados romanos se repartían sus ropas y echaban suertes sobre ellas. Allí estaba su turbante, sus sandalias, su cinturón y su manto. Además, estaba una túnica de una sola pieza que Él llevaba directamente sobre el cuerpo, la cual los soldados no quisieron romper, sino que se la sortearon, ya que era considerada de valor (los sumo sacerdotes usaban prendas de este tipo). En aquel entonces era costumbre que los soldados se repartieran las ropas del crucificado. Esto es una gran humillación, ya que implica que lo desnudaron, descubriendo su vergüenza, y lo despojaron de su vestido. Lo saquearon considerándolo un hombre muerto y echaron suertes sobre su ropa como si su ejecución fuera un juego, y como si sus pertenencias fueran un botín. Estos soldados actuaron como hienas inmundas repartiéndose con desesperación los restos de un cadáver. Hoy vivimos en una cultura pornográfica. La desnudez del cuerpo se presenta como una forma de liberación y un derecho. Los carteles publicitarios con personas en ropa interior se exhiben con la misma liviandad que un anuncio de comida rápida, y cada vez es más común que las personas se desnuden incluso para protestar o para dar un mensaje. Sin embargo, en la Escritura la desnudez del cuerpo es sinónimo de gran vergüenza y humillación, tanto así que una de las primeras muestras de misericordia de Dios luego del pecado de Adán y Eva, fue cubrir su desnudez (Gn. 3). Ver reacción de Noé cuando su hijo Cam descubrió su desnudez, en lugar de cubrirla: lo consideró la más suprema insolencia y terminó pronunciando una maldición sobre él y su descendencia). Por tanto, es en ese contexto que debemos entender la desnudez de Jesús: fue una de las más grandes humillaciones que debió soportar, al ser expuesto completamente en su intimidad y vulnerabilidad ante el populacho burlesco, ante aquellos que lo escupieron, lo despreciaron y tramaron su muerte, ante sus peores enemigos. Sin embargo, esto también es parte del amor de Cristo. “Cristo fue desnudado de sus vestimentas, para que pudiera vestirnos con su justicia, su cuerpo desnudo fue expuesto a los insultos de los hombres para que nosotros podamos aparecer en gloria ante el tribunal de Dios” (Juan Calvino).  Jesús llevó sobre sí la maldición y la vergüenza de la desnudez para librarnos de ella. Aún esta profunda insolencia no escapó de la soberanía de Dios. Estos soldados fueron plenamente responsables de tan grande blasfemia, pero sin darse cuenta estaban cumpliendo las Escrituras al detalle y el Señor estaba desarrollando su plan: “Repartieron entre sí mis vestidos, Y sobre mi ropa echaron suertes” (Sal. 22:18). El Rey David estaba tan afligido por sus perseguidores que describió el acoso de parte de ellos como lo que hacen los verdugos con una persona condenada a muerte. Con ello estaba haciendo una de las descripciones más precisas de la crucifixión de Cristo. En un contraste pronunciado con esta actitud de los soldados, vemos la disposición de algunas mujeres seguidoras de Cristo, y el Apóstol Juan, quien fue el único de los 12 que no se alejó completamente. Este pequeño grupo se encontraba al pie de la cruz, acompañando a Jesús en su agonía. Entre las mujeres se encontraba María de Nazaret, su madre, quien para este momento ya era una viuda, es decir, perteneciente a los desvalidos y vulnerables de esa sociedad. Por el contexto podemos ver que Jesús había asumido su sostenimiento y que ella ya se contaba entre el grupo de sus discípulos, lo que explica también el distanciamiento con sus otros hijos, los hermanos de Jesús, quienes no estaban de acuerdo con el ministerio de Cristo. Nuestro Señor, al ver que su madre quedaría desamparada y sin sustento cuando Él muriera, se preocupa de ella a pesar de estar crucificado, de sufrir una terrible agonía y de haber pasado por horribles tormentos. Podemos maravillarnos aquí al ver que Jesús cumplió la ley hasta su último aliento, obedeciendo el quinto mandamiento: “honra a tu padre y a tu madre”. Así, pone a María al cuidado de Juan, su discípulo amado. Al llamarla “mujer” en vez de “madre”, el Señor la llama a no seguir pensando en Él como hijo, sino como Señor, y en ella como su discípula más que como su madre. No debía concentrarse en la agonía física de Cristo, sino en su sufrimiento redentor. Dicho esto, el Señor Jesús fue consciente de que ya todo estaba por cumplirse. Las palabras “sabiendo Jesús que ya todo estaba consumado” (v. 28) nos muestran que Él sigue estando en pleno control de todos los acontecimientos, pese a estar clavado al madero. Sabía que estaba por morir, pero también sabía que toda la Escritura debía cumplirse. A pesar de todo el tormento que estaba sufriendo, su mente estaba fija en la Escritura. Quizá las palabras “tengo sed” nos puedan parecer insignificantes, demasiado cotidianas y comunes como para preocuparse de ellas. Pero el Señor vino a cumplir todas las profecías sobre su ministerio terrenal, ninguna de ellas debía quedar sin ser realizada, y así fue como cumplió el Salmo 69:21: “Y en mi sed me dieron a beber vinagre”. Este celo de Cristo por la Escritura debe ser también el nuestro. Esto también nos muestra que el Señor Jesús sufrió como humano. Su cuerpo no fue sólo una apariencia de humanidad, como algunos herejes sugirieron, sino que fue plenamente hombre. Deshidratado por el trabajo de su cuerpo, por los azotes sufridos, por la hemorragia abundante que estaba experimentando y por los terribles esfuerzos de la cruz bajo el sol del mediodía, Cristo sufrió una sed angustiante para ser nuestra fuente de agua viva. En su apremiante sed, le dieron a beber vinagre, algo que es completamente incapaz de quitar la sed y que sólo producirá más desesperación. Él antes había rechazado el vino mezclado con mirra que le ofrecieron camino al Calvario, que era un sedante para aminorar los dolores. Cristo escogió beber completa la copa del sufrimiento que el Padre le entregó, y esto lo hizo para nuestra salvación. Una vez que ya hubo sufrido el tormento amargo a manos de los hombres y cuando ya bebió la copa de la ira de su Padre por el pecado, selló toda su entrega en sacrificio bebiendo este trago amargo de vinagre desde una esponja inmunda, en el momento en que ya supo que todo su sufrimiento llegaba a su fin. Ya nada restaba por padecer en su ministerio antes de exhalar su último suspiro.  

         II.                  Jesús cumple todo su ministerio

(v. 30) Vemos así como el Señor Jesús se preocupa de cumplir con celo y diligencia toda Escritura, incluso en su terrible agonía en el Calvario. Cristo bebió el amargo vinagre, pero ante todo bebió la amarga y dolorosa copa de la ira de su Padre. Cuando hubo bebido hasta la última gota, una vez más en pleno control de la situación, exclamó: “Consumado es”. ¿Pero qué es lo que está consumado? Esto también se podría traducir como “está cumplido”, “está terminado”, “está satisfecho” o “está pagado”. De hecho, se han encontrado documentos comerciales de esa época, donde se ocupa el mismo término griego (‘tetelestai’) para indicar que una deuda estaba completamente pagada. Cristo cumplió todas las profecías, todos los anuncios, todos los símbolos, imágenes y sombras, todas las promesas de Dios relativas a su obra como Salvador. En este sentido, debía obedecer cada jota y cada tilde de la ley, sin dejar ningún mandamiento sin observar, cumpliendo toda justicia. Por eso dice la Escritura: “Todas las promesas que ha hecho Dios son «sí» en Cristo. Así que por medio de Cristo respondemos «amén» para la gloria de Dios” (2 Co. 1:20 NVI). Pero no sólo debía cumplir en un sentido positivo, sino soportar el padecimiento por el pecado, pagar su precio, como Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. En este sentido, desde su encarnación y nacimiento, toda la vida de Cristo fue un camino a la cruz, donde se humilló a sí mismo y fue obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Vemos este gran sufrimiento en el madero, pero es imposible que sepamos todo lo que el Señor Jesús debió padecer durante su ministerio terrenal, y toda esa gran copa de sufrimiento es parte de su obra redentora en nuestro favor. ¿Por qué debía morir así? ¿Por qué debía siquiera morir? Porque como humanidad pecamos delante de Dios, y “la paga del pecado es muerte” Ro. 6:23. Con esa muerte no se refiere sólo al deceso físico, cuando cesan nuestros signos vitales, sino que al hecho de estar separados de Dios y bajo su maldición, destituidos de su gloria y su amor: “Por tanto, ya que ellos son de carne y hueso, él también compartió esa naturaleza humana para anular, mediante la muerte, al que tiene el dominio de la muerte —es decir, al diablo—, y librar a todos los que por temor a la muerte estaban sometidos a esclavitud durante toda la vida” (He. 2:14-15 NVI). En consecuencia, Cristo no sólo cargó con nuestro pecado, sino que fue hecho pecado: “Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él” (2 Co. 5:21). No sólo recibió nuestra maldición, sino que fue hecho maldito: “Cristo nos redimió de la maldición de la ley, hecho por nosotros maldición (porque está escrito: Maldito todo el que es colgado en un madero…)” (Gá. 3:13). Es decir, Cristo, siendo el único Justo, fue tratado por el Padre como el peor de los pecadores, como aquel que personificó el pecado de todo su pueblo, siendo así el cumplimiento del macho cabrío del que se habla en la ley de Moisés: “y pondrá Aarón sus dos manos sobre la cabeza del macho cabrío vivo, y confesará sobre él todas las iniquidades de los hijos de Israel, todas sus rebeliones y todos sus pecados…  22 Y aquel macho cabrío llevará sobre sí todas las iniquidades de ellos a tierra inhabitada; y dejará ir el macho cabrío por el desierto” (Lv. 16:21-22). Así Cristo salió fuera de las puertas de la ciudad, llevando nuestra vergüenza y nuestra maldición, para pagar el precio de nuestra maldad. Así, Cristo soportó la ira eterna del Padre por los pecados de su pueblo. Era esa ira la que en Getsemaní torturaba su alma, y por la cual pedía a su Padre “Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa” (Mt. 26:39), pues lo que más lo angustiaba no eran los clavos, ni los azotes, ni la cruz, sino el recibir la justa ira de su Padre por los pecados de su pueblo. Por eso, cuando ya se encontraba en la cruz bebiendo completa esa copa, dice la Escritura: “Jesús clamó a gran voz, diciendo: Eloi, Eloi, ¿lama sabactani? que traducido es: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Mr. 15:34), lo que nos muestra que Jesús sufrió en el Calvario la misma agonía espiritual y física que sufre el que es arrojado al infierno. Este clamor suyo es el clamor de los condenados, a quienes Dios desampara por completo y a quienes no responde ni escucha. “Despreciado y desechado entre los hombres, varón de dolores, experimentado en quebranto; y como que escondimos de él el rostro, fue menospreciado, y no lo estimamos. Ciertamente llevó él nuestras enfermedades, y sufrió nuestros dolores; y nosotros le tuvimos por azotado, por herido de Dios y abatido. Mas él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados. … Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros” Is. 53:3-6. “Mientras está clavado allí en conflicto mortal con el pecado y Satanás, Su corazón está quebrantado, sus miembros dislocados. El cielo le abandona, pues el sol está velado en tinieblas. La tierra le desampara, pues "todos los discípulos, dejándole, huyeron." Mira a todas partes, y no hay nadie que le ayude; lanza Su mirada alrededor, y no hay nadie que pueda compartir Su pena. Pisa solo el lagar, y de Sus amigos ninguno está con Él. Él sigue, sigue adelante, determinado con firmeza a beber hasta la última gota de ese cáliz que no debe pasar de Él, si debe cumplir la voluntad de Su Padre” (Charles Spurgeon). Pero habiendo bebido ya la última gota de esta copa de la ira de Dios, ya puede exclamar como con una bocanada de aire: ¡Consumado es!. Ese es un grito de victoria en medio de la agonía, un rayo de luz en medio de la hora de las tinieblas. La obra ha sido cumplida, el precio ha sido pagado, la deuda ha sido saldada, el sufrimiento ha sido padecido, la justicia ha sido satisfecha, la ira ha sido aplacada, la cruz del condenado se transforma en el altar del Cordero, el sufrimiento del crucificado se transforma en la obra del Redentor, el Nuevo Pacto en su sangre ha sido consumado, la corona de espinas dará paso a la corona del Rey de reyes, los pecadores condenados ahora podrán ser llamados la asamblea de los redimidos, el varón de dolores ahora podrá ser aclamado como el Alfa y la Omega, el Primero y el Último, quien era, quien es y ha de venir. “En el infierno, al infierno derrocó. Hecho pecado, al pecado venció. Doblegado hasta el sepulcro, al sepulcro así destruyó Y a la muerte, al morir asesinó” (Samuel Whitelock Gandy). Con esa convicción de victoria y con la paz de haber terminado su tarea, Cristo clamó a gran voz diciendo: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. Y habiendo dicho esto, expiró” (Lc. 23:46). Nadie le quitó la vida, sino que Él fue quien la entregó cuando cumplió todo, en pleno dominio de la situación. Con estas palabras, una vez más cumplió la Escritura, citando el Sal. 31:5, que era usado por los niños por las noches como una oración antes de dormir. Por eso podemos decir “en el más alto y completo sentido, cuando Cristo murió, murió ‘conforme a las Escrituras’” (J.C. Ryle).  

      III.                  El fundamento indestructible de nuestra vida

¿Qué tiene que ver esto con nosotros? Vivimos en una época en que la muerte es algo ajeno, algo que parece sólo ocurrir a otros, algo en lo que muchas veces ni siquiera pensamos, olvidando nuestra condición. Sin embargo, la muerte sigue siendo para nosotros la más grande de las tragedias, un final irreversible. Incluso, es aquello que nos termina por definir: nos consideramos “los mortales”, es decir, los que mueren, los que dejan de ser. ¿Qué podemos hacer ante la realidad del último suspiro? Es un muro colosal que ninguno de nosotros puede remontar. Hasta ahí llegamos, ahí terminan los sueños, los proyectos, los amores, los deseos, la voluntad, la memoria. El sepulcro abre sus fauces como un lobo negro, grande y terrible que nos traga de una sola vez y nos lleva a las profundidades de la muerte, a un viaje sin retorno, en soledad, en silencio, en tinieblas sin fin. Pero ¡Consumado es!, ¡la muerte ya no tiene poder sobre nosotros! La deuda del pecado ha sido pagada por Cristo, ya no puede atormentarnos más, ya somos libres del temor al que estábamos esclavizados, podemos mirar a la tumba confiados en la obra de nuestro Salvador y saber que ella no podrá retenernos, pues el Señor ha dicho: “las puertas del Hades no prevalecerán contra [mi iglesia]” (Mt. 16:18). Ante el último suspiro, podemos declarar confiados junto con Cristo: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”, sabiendo que nuestros ojos son cerrados por la muerte, pero serán abiertos nuevamente por el poder de Dios en la resurrección, y que no sólo nuestro espíritu vivirá delante de Dios, sino que nuestros cuerpos serán levantados en gloria. Tú y yo nacimos con una deuda que nos era imposible de pagar, una deuda de valor eterno; y cada día, con cada nuevo pecado, la hacíamos más y más grande. Sin embargo, ¡Consumado es!, el Señor nos perdonó esa deuda. ¿Sabes qué ocurre cuando alguien perdona una deuda? Asume su costo. Eso fue lo que hizo Cristo, asumió el costo de nuestra deuda para que pudiera ser perdonada. ¿Y cómo hacer para que ese pago que Cristo hizo se aplique a mi vida? Creer en Cristo: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Jn. 3:16). Debes extender la mano desnuda y necesitada de la fe, para recibir esta ofrenda preciosa que Dios ha hecho de su propio Hijo como sacrificio por tus pecados. Pero aquí es donde sale el pequeño Papa romano que todos llevamos dentro, y decimos: “¿Cómo? ¿Sólo creer? No creo que sea tan simple, seguramente yo tengo que hacer mi parte”. Si piensas así, te ruego que te detengas ahí mismo. Cristo no dijo “Casi consumado es”, ni tampoco dijo “Terminé con mi parte, ahora te toca hacer tu parte”. Él dijo “Consumado es”, hizo toda la obra de salvación en nuestro favor. Según la Escritura, aun tus mejores obras están contaminadas por el pecado, y ante Dios son como trapos de inmundicia (Is. 64:6). Lo único que aportas a tu salvación es el pecado que la hace necesaria. “La salvación es del Señor” (Jon. 2:9), Él es el único que puede llevarse la gloria por lograrla y por concederla. Ni una gota de la ira de Dios quedó sin ser satisfecha en favor de quienes creen en Cristo. Ni un centavo de esa deuda quedó sin ser pagado. “Todo lo necesario para conseguir nuestra salvación y cada parte de ella, está contenido en su muerte… todo lo que contribuye a la salvación de los hombres ha de encontrarse en Cristo y no debe buscarse en ninguna otra parte… la perfección de la salvación se contiene en Él” (Juan Calvino). Si tuvieras que soportar siquiera una gota de la ira de Dios, esa gota te destruiría. Si quedara sólo un céntimo de la deuda por pagar, jamás podrías llegar a reunirlo por tus propios medios. Pero la obra consumada de Cristo fue de tal poder, que “con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados” (He. 10:14). Con su sacrificio logró lo imposible: que los pecadores sean hechos perfectos para siempre delante de Dios. Los impíos han sido santificados, los inmundos han sido lavados, los enemigos de Dios han sido reconciliados. Y fue Dios, el ofendido, quien nos amó primero y tomó la iniciativa de la reconciliación: “Y todo esto proviene de Dios, quien nos reconcilió consigo mismo por Cristo, y nos dio el ministerio de la reconciliación; que Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo, no tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados” (2 Co. 5:18-19). Hermano, tú que antes estabas sin Dios y sin pueblo en este mundo, ahora eres invitado por el Señor, quien abrió un camino hacia Él por medio de su Hijo: “Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro” (He. 4:16). Y así podemos citar bendición tras bendición, invitación tras invitación, promesa tras promesa, y todo este favor de Dios hacia nuestras vidas únicamente es posible porque Cristo terminó su obra de salvación y pudo decir: “Consumado es”. Por lo mismo, ya que tenemos este Dios tan grande y admirable, que nos ha concedido una salvación tan preciosa, la única respuesta posible es una vida consagrada, ofrecida a Él en sacrificio: “Así que, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional” (Ro. 12:1). Nota que no dice “ofrécete como sacrificio vivo para que Dios tenga misericordia de ti”, sino que, puesto que Dios ya tuvo tal misericordia de ti, responde ofreciéndote en sacrificio vivo. Te lo ruego: abre los ojos y ve lo que el Señor ha hecho por ti en Cristo. Si ha dado a su propio Hijo por tu salvación, ¿Cómo no te dará junto con Él todas las cosas? ¿Quién puede acusarte, si Él pagó tu condena? ¿Quién puede cobrarte la deuda si Él la canceló? Nada, ninguna cosa creada puede separarte de su amor, ni siquiera tu propia torpeza y debilidad (ver Ro. 8). Ante las amargas acusaciones del enemigo, recuerda estas palabras: “Consumado es”. Pero cuando te veas tentado a pecar, recuerda también que fue tu pecado el que hizo necesario que tu Salvador fuera a la cruz, y tiembla antes de disfrutar aquello que causó tales tormentos a tu Señor. Qué terrible insulto a este Salvador es que te permitas vivir en el pecado, cuando Él bebió la copa de la ira del Padre para que tú puedas andar en una vida nueva, y te rescató de las tinieblas para que andes en la luz. Qué terrible afrenta contra Él es que vivas sin fruto, sin servir, sin dar, en ocio, en mezquindad de tu tiempo, de tus fuerzas, de tus bienes, cuando el Salvador se entregó por completo para que tú pudieras tener vida eterna y ser libre de la muerte. Que este gran amor de Dios te motive a servir con alegría y gratitud y a entregarte en cuerpo y alma, pues ya no te perteneces, has sido comprado por su preciosa sangre, le debes tu vida a este Salvador lleno de amor: “Porque el amor de Cristo nos constriñe, pensando esto: que si uno murió por todos, luego todos murieron; y por todos murió, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos” (2 Co. 5:14-15); “Porque habéis sido comprados por precio; glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo y en vuestro espíritu, los cuales son de Dios” (1 Co. 6:20).